11

—¡César, se llamaba César!

Doug y Nora Fortnam por fin intercambiaban informaciones mientras se preparaban en sus aposentos —que en Roche aux Brumes no iban a la zaga en nobleza de las de Nouveau Brissac— para la velada nocturna. Nora acababa de recordar el nombre del pirata al que Bonnie había aludido tiempo atrás.

—Deirdre lo mencionó en una ocasión como de paso, trabajó de mozo de cuadra mientras estuvo en Cap-Français.

Doug arqueó las cejas.

—No puedo imaginarme a Jefe haciendo de mozo de cuadra —murmuró.

Nora soltó una risa abatida.

—Yo tampoco me lo podía imaginar de esclavo en una plantación de caña de azúcar. Pero tú también crees que es él, ¿verdad?

Doug se ciñó los calzones sobre las medias de seda. Tener que ponerse cada noche esa vestimenta era un fastidio, pero había rechazado un criado personal que lo ayudase a vestirse.

—El parecido es sorprendente —admitió—. Akwasi y él son como dos gotas de agua, y si uno conoce a Máanu también distingue las semejanzas con ella. No puede ser mera coincidencia. También a ti te ha parecido que te reconocía.

Nora se empolvó el rostro.

—Al menos parecía acordarse de mí. ¿Contigo no fue igual?

Doug se encogió de hombros.

—Tenía cuatro años —señaló—. Es normal que no se acuerde de mí, tuvo poca relación conmigo. Y tú… tú tenías otro aspecto en Nanny Town. Y tras todos estos años… Además, no creo que Máanu se haya tomado la molestia de mantener vivo nuestro recuerdo. Pero es fácil de aclarar: basta con preguntárselo.

Doug sacudió el polvo de su peluca y Nora estornudó. Esta vez no se rio de la torpeza de su marido, sino que se limitó a manotear en el aire.

—¿Y entonces? —inquirió con gravedad—. ¿Qué hacemos si se trata de Jefe? ¿Le compramos la libertad?

Doug frunció el ceño.

—Buena pregunta. Precisamente por eso todavía no le he dicho nada. No quiero que se haga falsas ilusiones.

Nora veía por el espejo lo inseguro que se sentía su marido y también él estudiaba las expresiones de ella. Le temblaban tanto las manos que no conseguía ponerse carmín en los labios.

—Tenemos… tenemos que hacerlo. Se lo prometimos a Máanu y a Nanny… —se interrumpió.

Doug se acercó y atrajo la cabeza de su esposa hacia su cintura.

—Nora, entonces era un niño. Prometimos cuidar de él y lo hemos hecho. De él y de Máanu. Era libre y tuvo todas las oportunidades. Lo que después haya hecho con su vida…

—¿Te refieres a que es culpa suya? ¡No es cierto! ¡Es un esclavo porque es negro!

Doug resopló.

—Si fuera blanco lo habrían colgado —objetó con dureza—. En este caso puede sentirse afortunado por el color de su piel. Y la esclavitud como castigo. Si lo hubiesen perdonado siendo blanco habría acabado en un campo de prisioneros. Los franceses tienen islas no precisamente acogedoras. Y piensa en lo que Victor ha dicho sobre la pequeña Bonnie. Quería abrir una tienda con él en Cap-Français. Eso lo habría regularizado todo. En cambio, César… o Jefe se escapa y vuelve con los piratas. Ahí perdió su segunda oportunidad. ¿Qué hará cuando le brindemos una tercera? ¿La aprovechará o correrá directo a Cap-Français, cogerá a su Bonnie y se meterá en la próxima aventura peligrosa que encuentre?

Nora suspiró. Era un asunto delicado. Pero ella no podía ver a Jefe de forma tan objetiva como Doug y Victor, quien seguramente habría estado de acuerdo con el primero. El doctor había confiado a los Fortnam que se había alegrado de no encontrar al corpulento negro en el mercado de esclavos. Lo que planteaba la siguiente pregunta: ¿había que contarle toda la historia? Y a Deirdre… ¿debían contarle que tenía un hermanastro del que tal vez ni se acordaba?

Deirdre estaba en ascuas y revolvía inapetente la comida en el plato mientras su compañero de mesa hablaba con vehemencia sobre cómo aumentar el consumo del azúcar en Europa. Estaba entusiasmado con las chocolaterías, se veía que era un goloso. El vientre de monsieur Gachet casi desgarraba el chaleco de seda. La conversación aburría a Deirdre, pero probablemente tampoco se habría sosegado si hubiera tocado uno de sus temas favoritos. Desde el reciente reencuentro, todos sus pensamientos giraban en torno a César.

¡Su negro estaba en ese barrio de esclavos! Lo había recuperado. Y ahora tenía que hallar una oportunidad para reunirse con él, tenía que… Miró a Victor de reojo y sintió un asomo de duda. ¿Quería de verdad reiniciar esa historia? ¡Sabía con exactitud hacia dónde la conduciría un nuevo encuentro con César! E imaginaba vívidamente lo que Amali diría si volvía a engañar a su marido: eso era una insensatez, estaba mal, corría un riesgo incalculable. Pero la mágica atracción que el negro ejercía sobre ella era mayor.

En cuanto se levantó la mesa, las damas y caballeros se retiraron a salas separadas, ellas para beber café, ellos para fumar. Deirdre musitó un pretexto y salió al jardín. No era tan suntuoso como el de Nouveau Brissac, se notaba que a Yvette Dufresne no le gustaba salir al exterior, pero su distribución le resultaba sumamente favorable. Podía confundirse con la oscuridad entre los magnolios y helechos. Había escogido para esa cena un vestido azul noche. Suspiró aliviada al abandonar la casa.

De repente cayó en la cuenta de que no tenía un plan. Era imposible llegar a pie al barrio de los esclavos. No con esos zapatos de seda de tacón, no con un vestido largo hasta el suelo, que, en cuanto diera tras pasos, ya mostraría señales de haber transitado caminos cenagosos. Y ni pensar en si llovía, y casi cada noche llovía durante esa estación. No se veían ni la luna ni las estrellas, así que se estaba nublando. Deirdre se volvió insegura hacia la casa. Su madre enseguida la echaría de menos.

—¿Deirdre?

La joven miró alrededor. Había alguien junto a un palmeral… un hombre… César. La joven se olvidó de Victor, de sus padres y del vestido. Se arrojó a los brazos de su amado como una náufraga, bebió sus besos y se estrechó contra su cuerpo ansiosa por fundirse con él en un único ser.

Jefe había escapado del barrio de los esclavos en cuanto sus compañeros se habían quedado dormidos. Se había deslizado entre las cabañas de los vigilantes y luego escondido en el jardín de la casa principal, también sin un plan previo. Si Deirdre no hubiese salido… Pero él sabía que saldría. Al igual que ella sabía que él haría todo lo posible por verla. En ese momento tenía que dominarse para no arrancarle el vestido. La deseaba, y Deirdre también a él.

—César, tengo… tengo que volver, me echarán en falta, es una cena… Por todos los cielos, César, el vestido… si se rompe…

—¡Pues que se rompa! Deirdre, si me cogen aquí me azotarán, y si nos descubren a los dos soy hombre muerto. ¿Y tú piensas en tu vestido?

Jefe intentaba levantarle la voluminosa falda, lo que a Deirdre no le parecía bien. Hacerlo allí, de pie, apoyados en una palmera… Era como indigno, y además no quería volver a engañar a Victor. Pero al final su deseo fue más fuerte que cualquier otra cosa. Se recogió la falda ella misma y dejó que César la penetrara. Ambos llegaron al éxtasis casi al mismo tiempo, cuando él comenzó a moverse en su interior como si ejecutase una danza. Jefe tuvo que sostenerla cuando ambos se separaron.

—Con este maldito corsé no puedo respirar —jadeó ella—. Pero… pero eso casi lo hace aún más excitante… ¡Oh, Dios, César, podría gritar de felicidad! ¡Vuelvo a estar viva, vivo a través de ti!

Él sonrió.

—También yo te añoraba —dijo, y luego los dos rieron—. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Puedes… —detestó pedírselo— puedes comprar mi libertad?

Deirdre se frotó las sienes. Tenía que arreglarse deprisa la ropa y volver con las mujeres. Y empolvarse… Ardía y seguro que se notaría…

—Escucha, César, todavía no —contestó con un deje de pena—. Yo… Mis padres están aquí. Y mi madre se daría cuenta…

Jefe hizo un gesto de rechazo.

—Si ni siquiera tu marido se ha percatado de nada.

—Mi madre sí lo notaría —insistió—. Y por eso tenemos que esperar. No… no le diré a nadie que he vuelto a encontrarte. No te cruces en el camino de Victor cuando haga la consulta en el barrio de los esclavos, aunque tampoco acude ahí con frecuencia. Y después de Navidad, cuando mis padres se hayan ido, le digo que acabo de verte y le pido que te rescate. De otro modo es imposible. Hasta entonces…

Hasta entonces Deirdre y Jefe corrieron riesgos ante los cuales Pierrot, quien muy pronto estuvo al corriente del secreto de su amigo, no podía más que mover la cabeza angustiado. Deirdre dejó pasmados a su esposo y a sus padres cuando expresó la intención de quedarse un par de días más con su «querida» cuñada Yvette mientras Victor y los Fortnam volvían a Cap-Français.

—Es que la pobre se aburre sin compañía femenina —se justificó—. Justo ahora, que pronto tendrá el niño…

Faltaban dos meses para que el niño llegara y a Deirdre le habría encantado instalarse hasta entonces en Roche aux Brumes. Pero eso era imposible. Nora sintió cierto recelo cuando los jóvenes esposos decidieron separarse una semana.

—¿Qué has descubierto de repente en esa tonta? —preguntó directamente Nora al despedirse—. Dentro de pocas semanas regresamos a casa y no nos volveremos a ver en años.

Deirdre se mordió el labio.

—Bueno… es que últimamente no me he portado demasiado bien con Yvette, así que quiero… Sabes, es tan agradecida y, además, es parte de mi familia.

Nora suspiró.

—Está bien, haz un poco más de compañía a esa señoritinga. A lo mejor la visita de tus padres se te está haciendo larga.

Deirdre disfrutó con los cinco sentidos de la semana con César. Naturalmente, no era tan fácil como en su casa quedar con él. Los amantes ya no arriesgaban el matrimonio de Deirdre y el honor de Victor, sino la vida del esclavo César. Pierrot se lo dejó claro cuando la primera noche la muchacha se deslizó en el barrio de los esclavos para dar una sorpresa a su amante.

Madame, si la descubrir, azotarnos a todos y a César matar. Yo no sé qué decir leyes sobre negro que deshonra mujer blanca.

—Yo no la deshonro, yo… —Jefe intentó protestar, pero Pierrot le pidió que se callara.

—¡Oublier verlo muy distinto! ¡Y el mèz y el doctor! ¡Oublier darte setenta o cien latigazos! Y luego tú muerto, negro tonto. Gran lástima para todos… Y usted, madame, saberlo todo. ¡Así que no venir aquí y no hacer nada en la cabaña de Pierrot, Abel y David!

Jefe y Deirdre se unieron sin más entre la cocina y las letrinas: una insensatez, porque cualquiera que fuese al retrete podría haberlos visto. De todos modos, tuvieron suerte, volvía a llover a cántaros. Ellos ni se daban cuenta, se balanceaban con la misma pasión sobre el barro como antes sobre la arena caliente.

En las noches siguientes, Jefe se escurrió entre las casas de los vigilantes y se reunió con Deirdre en el jardín de la casa señorial, donde siempre había una glorieta para cobijarlos de la lluvia. Y un día ella lo arrastró dentro de la casa y se amaron entre las sábanas de seda de sus anfitriones. Una locura… ¡jugaban con fuego!

Pierrot cada día estaba más preocupado por Jefe, quien huía noche tras noche y se quedaba dormido durante el trabajo. Lo cubría hasta donde podía, pero veía que la pasión interna consumía tanto al amigo como a su distinguida amada. No se cansaban el uno del otro. Incluso durante el día, Deirdre aparecía con su caballo para ver a Jefe en la obra. Tarde o temprano los vigilantes se darían cuenta.

El amigo de Jefe respiró aliviado cuando el imponente negro regresó el sábado, antes de que saliera el sol, y le comunicó abatido que ese había sido su último encuentro con Deirdre. La joven se marcharía ese día a Nouveau Brissac y el lunes volvería a Cap-Français con su marido y sus padres. Todavía faltaban varias semanas hasta la fiesta de Navidad.

—Pero el domingo me voy a Nouveau Brissac —anunció Jefe—. De algún modo conseguiré verla allí…

Pierrot se llevó las manos a la cabeza.

—Esto prohibido, tú saber. Y vigilantes patrullar.

Seguía estando rotundamente prohibido que se reunieran esclavos de distintas plantaciones, incluso Gérôme y Jacques Dufresne mantenían estrictamente separados a sus negros. Por supuesto, Jefe restaba importancia a los riesgos que corría y se marchó justo después de la misa.

Por primera vez en su vida, Pierrot dirigió una auténtica oración al dios de los papistas: tenía que permitir que César y Deirdre salieran sanos y salvos también ese último día.

Deirdre no se sorprendió nada de que sus padres se llevaran a Amali ese fin de semana, cuando de nuevo acudieron a Nouveau Brissac. Por supuesto, la doncella había empezado a sospechar, tenía un sexto sentido cuando se trataba de la sensibilidad de su amiga.

—Amali sabe algo —dijo Nora a Doug tras la misa del domingo.

Nora había aprovechado la celebración de la misa para observar con detenimiento a su hija y la doncella. Como en Jamaica, el servicio religioso se oficiaba al aire libre y en el barrio de los esclavos, pues era más sencillo que llevarlos a todos a la mansión de los señores. Además, para los vigilantes resultaba más fácil controlar allí a los hombres y mujeres. Era obligatorio que los negros asistieran a misa, al igual que en las colonias inglesas. Los esclavos solían situarse en un lado a pleno sol, pero los esclavos de Dufresne lo tenían más fácil, pues había árboles en todo el poblado. Los blancos disponían de un asiento a la sombra, donde los niños negros o los sirvientes domésticos los abanicaban.

También Amali estaba situada detrás de Deirdre, sosteniéndole una sombrilla; pero entre las dos jóvenes parecía haber una pared de hielo. Si Nora no se equivocaba, ambas habían tenido una fuerte discusión la noche anterior. A causa de una urgencia, Victor había tenido que permanecer en Cap-Français, así que Amali y Deirdre tenían todas las dependencias del matrimonio para ellas solas y Deirdre no había podido sustraerse a los reproches de su doncella.

—¿Qué se supone que sabe? —preguntó Doug sin interés. Se había aburrido durante la misa y esperaba ansioso la comida—. Y no me vengas otra vez con ese amante fantasma. Deirdre se quedó en Roche aux Brumes para hacer compañía a su amiga embarazada. ¿A quién puede haber encontrado allí? ¿O tenías la sensación de que había algo entre ella y alguno de esos horribles hacendados locales?

—Pues a partir del día en que comimos con el propietario de los cultivos de caña de azúcar empezó a comportarse de forma muy extraña —susurró Nora—. Y mírala ahora. Ha cambiado. Está…

—Ha adelgazado —observó Doug.

Nora suspiró.

—También eso es indicio de no dormir suficiente —señaló—. Pero sobre todo… ¡Dios mío, yo me doy cuenta de cuándo mi hija está enamorada! Esa luz que emite, y además casi no toca el suelo cuando anda. Y la inquietud, ese desasosiego…

—¿Todo eso forma parte del enamoramiento? —inquirió burlón Doug.

—¡Así se manifiesta la mala conciencia! Y estoy casi segura de que Deirdre también quería marcharse ayer por la noche para reunirse con el hombre en cuanto supo que Victor no había venido. Seguro que Amali no se lo permitió. Eso explicaría que se hayan enfadado.

Doug rio.

—Está bien, sagaz espía. Es de esperar, pues, que no le quites el ojo a tu hija en todo el día. ¿Qué hacemos? ¿Salimos a montar? ¿Tal vez a esa misteriosa plantación donde su amante la aguarda? ¡Mira que si es Gérôme…!

Nora sacudió disgustada la cabeza.

—No digas tonterías. Dejaré que Deirdre vaya a su aire, o al menos eso creerá ella. Averiguaré lo que sucede, ¡puedes estar seguro!

En efecto, Nora no se había alejado mucho de la verdad con sus conjeturas. Amali había plantado cara a Deirdre en cuanto la había visto. Y su hija habría estado encantada de ir a caballo hasta Roche aux Brumes para ver también esa noche a Jefe. Sin embargo, tenía en su contra no solo la vehemente protesta de Amali, sino también su propio miedo a que los descubrieran en el barrio de los esclavos. Dado que su amante negro ignoraba que iba a ir a visitarlo, tendría que introducirse ella en el recinto, en vez de ser él quien saliera de allí, y eso era demasiado arriesgado.

La joven se moría de ganas de que él apareciera en Nouveau Brissac, pero Deirdre no quería llegar tan lejos como para pedirle al esclavo que se metiera en la casa de sus suegros. En lugar de eso, habían quedado en la zona de los edificios de la explotación, en un cobertizo donde los granos del café se secaban después de descerezarlos. Los domingos no había nadie que trabajase allí. Jefe tendría que esquivar a los vigilantes de una y otra plantación.

Deirdre se puso en camino poco después de la comida. A pie, para no llamar la atención. Llevaba un ligero vestido de tarde verde claro y el corsé casi sin ceñir para poder vestirse y desvestirse con facilidad. Como era de esperar, Amali había puesto el grito en el cielo, pero detuvo a Nora cuando esta se disponía a correr tras su hija. Deirdre no se había percatado de que su madre no hacía la siesta como los Dufresne, sino que acechaba en el pasillo. Se había colocado en un sofá situado detrás de un voluminoso aparador lleno de adornos dorados, y se disponía a seguir a su hija. Amali salió a su encuentro.

—No vaya, missis, por favor. Es mejor para usted quedarse.

Nora dio un fuerte suspiro.

—¡Ahora no pretendas encubrirla, Amali! —ordenó con aspereza—. Va a reunirse con su amante, ¿no es así? Ha vuelto a empezar. ¿Quién es, Amali?

La negra bajó la vista al suelo amedrentada.

—Créame, missis, preferirá no saberlo. Sería… sería muy penoso…

—Así que es cierto —replicó Nora secamente—. Mi hija vuelve a encontrarse con el hombre que, según tus palabras, ya se había marchado. ¿O se trata de otro?

Amali sacudió la cabeza.

—Ha sido simple mala suerte —suspiró—. Con todas las plantaciones que hay, ¿por qué tenía que acabar precisamente aquí…? Y Deirdre se lo encontró enseguida. Yo no podía sospecharlo, missis. Ya le he puesto todas las cosas en claro, pero ella… ella no atiende a razones. —La joven parecía resignada.

—Amali, creo que necesita que le ponga las cosas en claro alguien con más experiencia. Y yo voy a encargarme de ello tanto si le resulta doloroso como si no. Yo…

—Para usted es doloroso —murmuró Amali—. Es muy desagradable para todos.

—Mira, he vivido muchas cosas en este mundo y hay pocas que todavía vayan a asustarme —la interrumpió Nora, resuelta—. Y ahora déjame pasar de una vez o le perderé la pista. ¿Sabes adónde iba?

Amali sacudió la cabeza.

—Yo… no lo sé —titubeó—. Pero la dirección… la dirección seguro que es Roche aux Brumes.

Justo lo que Nora había supuesto, y enseguida encontró la pista de su hija. Acababa de llover una vez más, los caminos volvían a estar embarrados y los delicados pies de Deirdre iban dejando huellas inconfundibles. Nora ya había visto en el pasillo que su hija iba descalza. La hizo sonreír, pero también la sorprendió. ¿Acaso su amante, quien sin duda era un rico hacendado o un noble, no encontraría extraño tal comportamiento?

Siguió las huellas de Deirdre por el jardín hasta la plantación de café. Dejó el barrio de los esclavos a la izquierda, lo que Nora tenía claro, pues no creía capaz a su hija de mantener una relación con algún vigilante, esos hombres maleducados y brutales. Nora no concebía que su hija se hubiese enamorado de uno de ellos.

Entretanto, el sol había vuelto a salir tras el chaparrón del mediodía, y la calima flotaba de nuevo en los caminos. Nora sudaba. En Jamaica la temporada de lluvias no era tan extrema, o tal vez se lo parecía porque el aire junto al mar siempre era más fresco. Echaba de menos Cascarilla Gardens —por agradable que fuera Cap-Français y suntuoso Noveau Brissac—, pero de ninguna manera podía regresar sin antes averiguar qué le estaba ocurriendo a Deirdre.

Prestó atención en cuanto descubrió los edificios de la explotación. Era muy posible que se hubiesen citado allí, en esa época del año era preferible buscarse un lugar cubierto para una hora de amor. Y, en efecto, las pisadas de Deirdre conducían a un cobertizo y se unían poco antes con las huellas de un hombre a todas luces grande y… ¡que también iba descalzo!

En Nora nació una sospecha y luego oyó risas que salían del cobertizo, expresiones de afecto, carantoñas, susurros en inglés. En un inglés fluido. ¿No era pues un esclavo?

No se lo pensó más y abrió la puerta de par en par.