10

A la mañana siguiente la lluvia había amainado pero la presencia del sol era tímida. El joven matrimonio Dufresne y los Fortnam partieron a través de una espesa neblina para visitar a Gérôme e Yvette.

—Nunca hubiese pensado que había sitios más húmedos que Jamaica —señaló Nora.

Hacía mucho calor y el bochorno era tal que la ropa rezumaba con la humedad atmosférica. Era como pasar a través de agua caliente y, al igual que sucediera cuando llegó por vez primera al Caribe, experimentó la sensación de estar respirando agua.

Doug se encogió de hombros.

—Para el cultivo del café esto es lo ideal, ¿verdad, Victor? Y no perjudicará a la caña de azúcar. Pero ¡mirad! Cielos, ¿estoy soñando o esa aparición es… el castillo de Camelot?

Los jinetes acababan de subir a una pequeña colina y bajaron la vista. Doug no fue el único en boquear. De la niebla emergía un peñasco en la cima del cual dominaba una casa señorial similar a un castillo. Era algo más pequeña que la de los Dufresne, pero construida con el mismo estilo y realmente parecía estar flotando en la niebla circundante. El sol hacía brillar sus muros blancos y dibujaba sombras irreales a los pies de las torrecillas.

Deirdre expresó su asombro.

—Ahora ya sé por qué lo llaman Roche aux Brumes —susurró casi conmovida.

Hasta la muerte de los Courbain, la propiedad había sido conocida como Plantación Courbain. Fue Gérôme Dufresne quien, tras casarse con Yvette, le había puesto tan poético nombre: Roche aux Brumes, «Roca Brumosa».

—Sí, lo he visto así dos o tres veces —contó Victor, quien no compartía la euforia de los visitantes—. La vista es espectacular, lo sé, aunque en los valles la niebla se mantiene durante horas. Y ahí se encuentran los alojamientos de los esclavos. No me gustaría servir en este castillo de cuento…

—Solo estamos de visita —dijo Doug, rompiendo el hechizo en que seguían cautivas Deirdre y Nora—. Y no sé vosotros, pero a mí me gustaría refugiarme en algún lugar seco.

Yvette y Gérôme Dufresne dieron la bienvenida a sus invitados con zumo de frutas, café y un copioso desayuno. Habían regresado a Roche aux Brumes la noche anterior. Desde que Yvette estaba encinta no disfrutaba de las largas veladas nocturnas. Tampoco parecía agradarle moverse ni mostraba el menor deseo por ninguna actividad a lo largo del día. Los invitados, sin embargo, tenían planes.

Una vez que hubieron desayunado, Victor propuso visitar los alojamientos de los esclavos. Para sorpresa de todos, Gérôme aceptó gustoso. Al igual que su padre, también él sufría el mismo dilema entre el deseo de tratar lo menos posible con sus esclavos y obtener el máximo rendimiento de ellos.

Deirdre ya iba a levantarse para acompañar a su marido, cuando Yvette la detuvo.

—No pensarás irte, ¿verdad? Ayer no tuvimos tiempo de charlar. Pensaba que me contarías un poco sobre Cap-Français. Qué ocurre en la ciudad, qué hace el gobernador…

Deirdre volvió a sentarse en su sillón de mimbre.

—¿Qué puede hacer el gobernador de interesante? —preguntó, a ojos vistas incómoda—. Gobierna y busca nuevas excusas para justificar por qué todavía no ha atrapado a Macandal. Yvette, tendría que acompañar a Victor. Necesita a alguien que lo ayude.

Nora percibió que su hija buscaba un pretexto para eludir a su aburrida cuñada, pero opinaba que debía mostrarse cortés. Seguro que Yvette Dufresne no veía durante semanas a ninguna mujer blanca de su edad. Y sin duda se alegraba sinceramente de la visita de su cuñada, aunque ambas compartieran tan pocos intereses.

—No te preocupes, Deirdre —terció amablemente—. Yo ayudaré a Victor. Quédate tú con tu cuñada. Seguro que tenéis cosas que contaros que maridos y padres no deberían escuchar, ¿a que sí?

La mirada centellante de Yvette reveló a Nora que estaba deseando hablar sobre su matrimonio y el embarazo, mientras que Deirdre lanzó a su madre una mirada furibunda. Ahora no podría resistirse, estaba condenada a hablar con su cuñada. Nora esperaba que pudiese explicar a Yvette algunos de los consejos que Victor le había dado para las esclavas con problemas durante el embarazo.

Gérôme justificó su interés en acompañarlos a visitar el barrio de los esclavos:

—Debo hacer acto de presencia de vez en cuando, aunque por supuesto Oublier lo tiene todo controlado. Dicho de paso, es el mejor vigilante que nadie haya tenido jamás, monsieur Fortnam. Trabaja de modo totalmente autónomo y resuelve incluso los problemas más difíciles. Él es quien selecciona a esos sujetos, es insuperable a la hora de comprar barato y los adiestra a conciencia. Hasta parece que le divierte… En fin, a cada uno lo suyo.

Victor torció el gesto.

—¡El insuperable mèz Oublier, por Dios! —susurró a Nora—. Es un verdugo de la peor calaña. Ya me las he tenido con él varias veces, algo que mi hermano intenta evitar siempre que puede. El tal Oublier suele amenazar con marcharse cuando algo no le conviene. No es de extrañar, ya que todos los hacendados de la región han intentado llevárselo. A sus ojos, el éxito le da la razón. Yo, por el contrario, me preocuparía: un vigilante como Oublier no hace más que servir hombres en bandeja a Macandal.

Nora todavía recordaba que Victor le había contado que el asentamiento de los esclavos en Roche aux Brumes era más penoso que el de Nouveau Brissac y en ese momento confirmó con un estremecimiento que su yerno no había exagerado. Incluso después de haber salido el sol, la aldea yacía en una nebulosa penumbra y la lluvia, que había diluviado por la noche, la había anegado totalmente. Un hombre alto y flaco impelía entre insultos y amenazas a un grupo de esclavos a que achicasen las acequias. Incluso los vigilantes habían considerado que algo tenía que hacerse. Era de suponer que también habría entrado agua en sus casas.

En ese momento el jinete se dirigió hacia los recién llegados.

—¡Ah, monsieur Dufresne! ¡Qué bien que pase por aquí! —lo saludó—. Espero que no le moleste que estos bribones todavía no estén en los campos. Pero tenemos que desaguar, a Bernard se le ha inundado el huerto. En las casas de dos vigilantes el agua ha alcanzado el medio metro, y las mujeres de la cocina se quejan de que no pueden encender el fuego porque tienen el agua por las rodillas.

Los temores de Nora se confirmaron: los vigilantes no se preocupaban ni por las cabañas de los esclavos ni por la cocina, pero cuando se mojaban sus propias casas y huertos…

—¡No, no, todo está en orden! —se apresuró a asegurar Gérôme—. Hace usted lo correcto, Oublier. ¿Me permite que le presente? Son los suegros de mi hermano Victor, madame y monsieur Fortnam. Tienen una plantación de caña de azúcar en Jamaica.

Oublier los saludó cortésmente.

—¡Y el doctor! —Sonrió a Victor—. ¿Otra vez por aquí? Para ayudar a estos holgazanes, ¿no? Hoy será un poco difícil encontrar un rinconcito seco.

—Para empeorar un poco más las cosas —señaló Victor—. ¿Cuántos muertos por fiebre ha habido en los últimos meses, Oublier? ¿Cuántos accidentes se han producido en las últimas obras de construcción? Pero dejémoslo, de todos modos no me dará ninguna información exhaustiva. Ven, belle-mère, busquemos un lugar más o menos adecuado para las consultas y escuchemos qué nos cuentan.

Sorprendentemente, el saludo que se dispensó al médico en esa plantación fue más entusiasta que en Nouveau Brissac. La rolliza cocinera y su personal se acercaron a él y le contaron sus achaques y problemas.

—Charlene confía mucho en mí —explicó Victor a Nora—. Y también añora un poco una familia blanca. Era la cocinera de la casa. Gisbert, Gérôme y yo la conocemos desde la infancia. Siempre nos ha mimado con sus exquisiteces, es una mujer amable y entregada. Pero, por desgracia, esto no le ha servido de nada. Después de que los padres de Yvette fueran asesinados, Gérôme sustituyó a todo el personal de cocina, aunque es seguro que Charlene no estuvo involucrada en ello. Imaginar que quería envenenar a alguien es absurdo. En su momento abogué en su favor y todavía me está agradecida. Sea como sea, ahora se encarga de la cocina de los esclavos y hace aquí las funciones del «espíritu bueno». Claro, siempre que Oublier tolere los espíritus buenos… No deja de asombrarme que al párroco no se le enturbie el agua bendita cuando celebra misa aquí.

Nora se rio del cinismo de Victor; tampoco a ella le resultaba simpático Oublier. El vigilante dejó que se presentasen los esclavos que habían estado ocupados con el vaciado de las zanjas. Los hombres, jóvenes fuertes, tenían que formar delante de Gérôme y saludarlo formalmente. Hasta ahí podía comprenderlo, pero que después todos tuvieran que decir en coro: «¡Gracias por darnos trabajo en Roche aux Brumes!», lo encontró humillante. Las únicas que podían estar agradecidas por las condiciones de vida de ese lugar eran las larvas de mosquito.

Nora decidió eludir ese lamentable modo de proceder y preguntó a Charlene por las letrinas. La cocinera bajó la vista abochornada antes de contestar.

—No muy limpias, madame. No para señora blanca. Lo siento, vergüenza, pero imposible limpiar. Siempre desbordar el agua.

Pese a ello, Nora lo intentó. Siguiendo las indicaciones de Charlene, encontró los retretes, pero fue tanto el asco que no pudo utilizarlos. No era de extrañar que muchos enfermos que acudían a Victor sufrieran diarrea. Dijeron que muchos de los trabajadores, pese a tener una fuerte indisposición, se veían obligados a trabajar en los campos. Era un caldo de cultivo para el cólera.

De regreso hacia el árbol bajo cuya fronda Victor había instalado su consulta provisional, Nora pasó junto a las hileras de hombres que empezaban a dispersarse. Oublier les había ordenado que siguieran trabajando en los campos. Nora mantuvo la cabeza baja, no quería observar a los esclavos que ya habían sido humillados al pasarles revista. No obstante, sintió la mirada de alguien y levantó la vista. Sus ojos se encontraron con los de un joven y creyó regresar de golpe al pasado. Era un hombre alto y musculoso. Su rostro era tal vez más delgado y anguloso de lo que recordaba. La nariz ancha, la frente alta, los labios hinchados pero hermosamente delineados, los ojos claros… pero le faltaba la cicatriz.

Nora se rascó la frente. ¿Qué se había apoderado de ella? Claro que ese joven no tenía cicatriz. Y claro que no era Akwasi. Él…

El muchacho apartó la mirada. Si en ella había habido sorpresa, desconcierto o incluso reconocimiento, en ese momento se mostró indiferente. Un encuentro extraño, el centelleo de unos recuerdos que era imposible que compartiesen.

Nora sacudió la cabeza y se concentró en Victor y su trabajo. Pero al ver a Doug, antes de que se marchara a examinar la plantación de caña de azúcar con Gérôme y Oublier, se le escapó.

—Doug, yo… Cuando han reunido a los esclavos… Es una locura, pero creo haber visto a un espíritu.

Su marido rio.

—¿El espíritu de quién, cariño? Este parece un terreno rico en espíritus. Tú…

—¿Monsieur Fortnam?

La voz de Oublier estaba acostumbrada a impartir órdenes, y tampoco se contuvo delante de los invitados de su patrón. Era evidente que quería marcharse y no perder más tiempo.

Doug alzó la vista al cielo.

—Hasta luego, entonces, querida. Y espero que estéis agradecidos de que os libremos al menos por un par de horas del espíritu malo del barrio. Gérôme quiere que Oublier nos enseñe la plantación. Podréis examinar con calma a vuestros enfermos. —Hizo de nuevo un gesto de despedida en dirección a Nora y Victor, y luego montó en el caballo.

Una hora más tarde, él mismo tropezaría con su espíritu.

Gérôme cabalgó con Doug a través de los campos de caña recién plantados, mientras Oublier dirigía a sus hombres hacia las nuevas instalaciones todavía en construcción. Doug examinó los plantones con atención y dio algunas indicaciones de experto acerca de la distancia que debía mantenerse entre las plantas para conseguir buenos resultados y sobre los canales de desagüe.

—Hay que desviar el agua de aquí. Aunque las plantas necesitan mucha humedad, no deben permanecer inundadas como el arroz. Sin embargo, la plantación se encuentra en un llano. ¿No tienen ustedes problemas con la malaria? He oído decir que en condiciones así hasta los negros caen como moscas.

Gérôme hizo un gesto de indiferencia. Si en el barrio de los esclavos la gente padecía o no accesos de fiebre, le interesaba poco. En lugar de abordar la cuestión que Doug había planteado, señaló los edificios recién construidos que tenían delante. Para la producción de la caña de azúcar se requerían edificios de explotación, las plantas no se exportaban tal cual. Al menos había que exprimirlas para obtener el jugo, hervirlo y secarlo. El resultado de ello se denominaba «mascabado», y podía seguir elaborándose en el país de destino. De todos modos, la mayoría de los hacendados todavía los enterraban en terreno arcilloso y vendían a continuación los cristales blancos de azúcar. Además, casi todas las plantaciones disponían de una destilería de ron. El sirope de la caña precisaba, a su vez, de preparación. Para transportar de un edificio a otro la materia prima se necesitaban coches de tiro, y por tanto también establos y cocheras. Gérôme había calculado que para los edificios se necesitaría una hectárea de terreno. Varios grupos de esclavos se ocupaban de las obras, mientras las mujeres recogían el café.

Doug oyó la voz de mando de Oublier resonar por todo el campo, mientras otros vigilantes agitaban sus látigos. Los trabajadores arrastraban tablas en silencio y construían con ellas cobertizos. Ya era mediodía pero el vapor todavía flotaba sobre la plantación y no soplaba ni una pizca de aire, pero un arroyo discurría por esa zona, sin duda alimentado a diario por las lluvias. Gérôme explicó que por eso se había decidido por un molino de agua para activar las presas en lugar de por uno de viento. Doug tenía claras las razones y solo prestaba atención a medias a su anfitrión. Concentraba su atención en el cobertizo de la destilería que había junto al molino de agua y de repente descubrió el rostro de un esclavo que convertía con destreza unos gruesos troncos en una sólida estructura. Al igual que su esposa una hora antes, se sintió perturbado por la visión. Esa frente alta, los ojos claros, la mandíbula fuerte y la nariz chata; un rostro algo más fino de como lo recordaba, pero de no ser por eso… los músculos, los movimientos flexibles…

—¿Akwasi? —susurró Doug.

El negro no estaba lo suficientemente cerca para oírlo y además ya había apartado la vista sin dar muestras de reconocerlo. Doug se sintió mareado. ¿Era el efecto de esa intensa humedad? ¿Deliraba?

—¿Cómo dice? —preguntó Gérôme. Tampoco él había entendido.

Doug se repuso.

—Nada, disculpe, monsieur Dufresne. Yo… me he distraído. Me refiero a que… Dígame, ese negro… me suena su rostro. ¿Ha nacido aquí o lo ha comprado?

Gérôme echó un vistazo al esclavo.

—¿Ese? No es de aquí, pero tampoco de Jamaica, o de dónde iba usted si no a conocerlo. Su historia es muy interesante. Es una de esas compras inteligentes de Oublier. Venía en un grupo de esclavos encadenados. —Rio—. ¡Y llegó al mercado directamente de un barco pirata! Sí, ¡no ponga esa cara, hombre, todavía quedan! A los blancos los ahorcan, pero a los negros los venden. Curioso, ¿no?

Doug pensó en Bonnie. También ella procedía de uno de esos navíos. ¿Sería una simple coincidencia?

—¿Cómo se llama? —inquirió.

Gérôme apretó los labios.

—Hum… espere… era una especie de nombre romano… Augusto… Aquiles…

Doug se abstuvo de señalar que Aquiles era griego. Pero en cualquier caso, no se trataba de Jefe. No estaba seguro de si eso lo tranquilizaba…

Ya antes de que los Fortnam pudiesen contarse las sorprendentes experiencias que habían tenido, la tarde de ese mismo día se produjo un encuentro más.

Después de una sosa mañana con Yvette Dufresne, Deirdre estaba decidida a pasar al menos la tarde con su caballo. El sol por fin había vencido a la niebla y bañaba Roche aux Brumes.

—¿Qué tal, mamá, hacemos la carrera? —retó Deirdre—. Aquí los caminos son más anchos y los terrenos también son planos. Tampoco creo que llueva. Se dan las condiciones ideales para una competición entre un caballo de paso y otro árabe.

Nora rio. Acababa de tomar un té con Yvette y su hija y entendía que esta estuviese ansiosa por salir de ahí. Por la noche les esperaba una cena y Gérôme había invitado a los vecinos que tenían cultivos de caña de azúcar. Nora sospechaba que la velada volvería a resultarles monótona. Al menos Doug podría pasar horas hablando sobre los cultivos, para quejarse luego de que los otros habían intentado que les facilitara información jurídica gratuita sobre el comercio con la metrópoli.

—De acuerdo, Deirdre —respondió Nora—. Que ensillen los caballos. ¿Usted no monta, madame Dufresne?

Yvette se explayó sobre los peligros de montar a caballo durante el embarazo y el bochornoso clima del este de Saint-Domingue. Deirdre y Nora la escucharon educadamente mientras ensillaban sus caballos.

—¿Dónde se han metido papá y Victor? —preguntó Deirdre cuando por fin salieron del patio.

Nora se encogió de hombros.

—Creo que Victor vuelve a luchar en vano contra ese Oublier, ya esta mañana tuvo un desencuentro con los vigilantes del barrio de los esclavos. No querían aceptar certificados de enfermedad. Ahora lo están discutiendo Victor, Gérôme y Oublier, y Doug se ha reunido con ellos en funciones de árbitro.

Deirdre no pudo evitar reír.

—¿Papá como árbitro en asuntos de esclavitud? Bueno, con tal que no incendien la plantación después… Vamos, ponte al trote, así los caballos habrán hecho el calentamiento cuando lleguemos a los caminos buenos.

Nora no se lo hizo repetir. Era una experta amazona, y de joven había participado en cacerías. Su purasangre Aurora había llegado a Jamaica con ella y había legado a sus hijos y nietos su naturaleza fogosa. Entre tales descendientes se encontraba Alegría, que respondía más al tipo árabe. No era más alta que la yegua Cava que Nora montaba en ese momento y que parecía más rápida de lo que aparentaba. Visto así, las posibilidades de victoria eran similares.

Madre e hija pasaron junto al barrio de los esclavos por los senderos entrelazados alrededor de las plantaciones de café. Ya ahí los caminos eran más anchos y estaban más cuidados, pero no era aconsejable ponerse al galope. Detrás de cualquier curva podían tropezar con un carro de la cosecha o con un grupo de mujeres recolectoras. En la plantación de café había mucha actividad. Así pues, las dos se limitaron a ir a un paso vivaz y saludaron a derecha e izquierda cuando pasaron junto a las trabajadoras y sus vigilantes. Nora observaba con atención, pero, para su tranquilidad, no vio en los campos a ninguna de las mujeres que Victor y ella habían separado por no estar en condiciones de trabajar. De momento, el médico había impuesto su criterio.

Y entonces las poco familiares hileras de plantas del cafetal dejaron paso a unos campos cuya visión Nora conocía muy bien: los cultivos de caña de azúcar.

—¡Aquí sí podemos ponernos a galope! —anunció Deirdre—. Si no recuerdo mal, este camino pasa recto entre las cañas hasta donde están construyendo los nuevos edificios auxiliares. Todavía no habían avanzado mucho la última vez que estuve. Debemos tener un poco de cuidado al final. Bien, ¡las obras son nuestra meta!

Nora sonrió.

—¿Y esta es la salida? —Quiso confirmar, pero Deirdre ya había aflojado las riendas del caballo.

—¡Eso no vale! —gritó Nora riendo y puso a Cava al galope.

Para su decepción, la pequeña yegua no estuvo a la altura de sus expectativas. Cava no había sido adiestrada para correr. Si bien los caballos de paso eran fogosos, cuando se esforzaban, su galope dejaba que desear. Nora disfrutó de la galopada más cómoda de su vida, sin tener la menor probabilidad de ganar la carrera.

Deirdre, por el contrario, volaba a lomos de Alegría. Como utilizaba la silla de amazona, se apoyaba en los estribos para no pesar tanto y descargar al caballo todo lo posible. Los cascos de Alegría retumbaban en el suelo firme y Deirdre sentía que se fundía con el resplandeciente sol y el azul opalino del cielo. Solo los juegos amorosos con César la habían hecho igual de feliz, pero estaba decidida a no volver a pensar en ello.

El ancho camino tenía algo menos de un kilómetro, y el galope largo de Alegría enseguida cubrió la distancia. Deirdre llegó a las obras mucho antes de lo que esperaba y ya había pasado los primeros tres edificios cuando consiguió refrenar la yegua.

Detuvo por fin al animal delante de una casa de madera, jadeante, el rostro radiante y acalorado por el esfuerzo. ¡Había dejado a su madre muy atrás! ¡Había ganado!

Pero entonces salió un trabajador atraído por el ruido de los cascos y Deirdre tuvo que sujetarse a las crines de Alegría para no caerse de la silla. ¿Era un espejismo? ¿Un sueño? Inmóvil a causa del sobresalto, la incertidumbre y la confusión, Deirdre miró a Jefe. El joven dejó caer el martillo y los clavos que todavía sostenía al salir del cobertizo.

—Deirdre… —Una voz ronca, aquella voz que siempre la había conmovido, que hacía vibrar en ella todas las cuerdas de la excitación…

Tampoco a Jefe le costó dar crédito a que era Deirdre quien estaba ante él y a lomos de la misma yegua de entonces, en Cap-Français, con el cabello suelto, los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas como después de hacer el amor. Pronunció su nombre como si estuviera en trance, quería acercarse a ella, ayudarla a bajar del caballo como ella le había enseñado entonces para hacer más creíble su papel de mozo de cuadra. Quería estrecharla entre sus brazos, besarla y amarla…

—¿César? —El requerimiento impaciente de Pierrot lo arrancó de sus sueños.

Oublier no estaba en la obra, pero los demás vigilantes también eran severos. Si alguno caía en la cuenta de que Jefe había abandonado su lugar de trabajo…

El joven negro no respondió. Se abismó en los ojos de Deirdre, se olvidó de los vigilantes y del trabajo… Pierrot asomó curioso por una esquina y Jefe casi sintió celos cuando su amigo se quedó mirando desconcertado a la mujer.

—Oh… oh, madame… —balbuceó, sin saber qué era más adecuado, la socarronería o un piropo descarado; en cualquier caso, se inclinó sumiso y de forma refleja agarró a Jefe de un brazo—. Disculpe, madame, nosotros enseguida dejar camino libre. Disculpe, negros tontos en medio del camino…

Quería arrastrar consigo a su compañero. Por lo visto, la escena no podía explicarse de otro modo que deduciendo que el esclavo se había cruzado en el camino de la montura e interrumpido el paseo de la señora.

Deirdre seguía paralizada, mirando todavía al amante que daba por perdido, mientras Alegría se impacientaba y empezaba a piafar descortésmente.

—Ven, César, el vigilante… —Pierrot tiró de su amigo.

—Deirdre —repitió Jefe.

¿Qué le importaban a él los vigilantes? En ese momento habría estado dispuesto a pelearse con cualquiera antes de que lo separasen de su amada.

Pero la muchacha pareció volver en sí. Apartó con esfuerzo la mirada y tiró de las riendas.

—No… no ha sido nada —dijo a Pierrot—. El… el joven no ha hecho nada malo. Es solo que me… me he asustado. Volved al trabajo. Luego… —«Más tarde» articularon sus labios al despedirse con la mirada de Jefe.

Pierrot arrastró a su amigo al cobertizo de madera, sin entender pero aliviado.

Deirdre intentó serenarse. Tenía que tranquilizarse, su madre llegaría de un momento a otro a la meta. Y si Nora los veía a ella y César juntos… Deirdre no se engañaba: el otro esclavo no se había percatado del vínculo que enseguida había vuelto a restablecerse entre ella y el negro; Victor tampoco había sospechado nunca nada. Pero ¡a su madre no se le escaparía!