—Apuesto a que monsieur Dufresne no lo aprueba —observó Nora cuando Victor y sus invitados realizaron la primera visita a Nouveau Brissac.
A falta de plazas suficientes en el coche, dejaron a todos los sirvientes en la casa. El mismo Victor conducía el carro y Deirdre cabalgaba al lado con Alegría. Le gustaba la distribución de las tareas, se la veía animada y se alegraba de dar ese paseo a caballo. De ese modo, Nora, Doug y el equipaje de ambos tenían el espacio necesario en el vehículo.
—Parecemos un grupo de gitanos —dijo Nora—. ¿Es que no habríamos podido alquilar un coche y aprovechar este solo para el equipaje?
Doug se encogió de hombros.
—Habríamos podido, pero ya sabes que Victor ha insistido en correr con los gastos —explicó en voz baja—. Y ya sabes que no gana tanto. El traje nuevo de Deirdre vale una fortuna, por no hablar de su vestuario de Navidad. La fiesta durará más de tres días, si lo he entendido bien, y estoy seguro de que necesita un traje adecuado para cada noche de baile.
Doug ya había visto que con la consulta de Victor en Cap-Français no iban a hacerse ricos. Claro que contaba con pacientes adinerados, pero invertía la mayor parte de su tiempo en el laboratorio y en el tratamiento de personas pobres. Estas pagaban poco y con frecuencia solo en especie. Le llevaban fruta, pescado y a veces un pollo, lo que hacía que los alimentos en casa del joven Dufresne fueran frescos y variados, si bien eso no llenaba su cuenta bancaria. Doug sabía muy bien lo que costaba alternar con casas ricas como la del gobernador. Actividades como las fiestas en Nouveau Brissac exigían además tiempo, no se salía de excursión al campo para pasar una tarde. Y el tiempo era oro para el doctor.
Victor contaba que, naturalmente, también recibía pacientes en la plantación de sus padres, pero ¿les enviaba las minutas a los amigos de la familia? Doug no lo creía. Todavía sospechaba que Deirdre tal vez sufriera por la falta de desahogo material. ¿Le había ofrecido su amante más riqueza? Se preguntaba cómo ayudar económicamente aunque fuera un poco a su joven yerno.
—En cualquier caso estoy impaciente por ver la plantación —afirmó Nora—. Nouveau Brissac. Tiene nombre de castillo.
—Existe de hecho un castillo Brissac —explicó el viajado Doug—, en Francia, junto al Loira. Tal vez sea una antigua residencia familiar. No me extrañaría que los Dufresne ya tuvieran dinero antes de asentarse en Saint-Domingue.
Victor lo confirmó. Su abuelo había llegado a La Española con la comitiva del primer gobernador francés y enseguida se había reservado la más hermosa propiedad.
—Nouveau Brissac es un lugar de ensueño —dijo el médico a los Fortnam—. Aunque también algo irreal… Ya veréis a qué me refiero. Espero que os guste.
Nora nunca había estado en Francia, solo había visto imágenes de sus castillos. Pero cuando apareció Nouveau Brissac ante sus ojos, al sol del mediodía, se sintió realmente en un sueño, como si se hubiese trasladado a Versalles. También su propia casa en Jamaica tenía algo de recargada y Deirdre la había comparado con un castillo cuando era niña. Pero Cascarilla Gardens no dejaba de ser una construcción de madera, que ilustraba la levedad caribeña. La casa de los Dufresne, en cambio, lucía un blanco puro, tenía ripias apizarradas y era de piedra. Estaba limitada en las cuatro esquinas por unas torres, elemento típico del estilo de los suntuosos edificios franceses. Ya el acceso, con los arriates de flores distribuidos de forma simétrica, resultaba sumamente impresionante. La casa estaba rodeada de unos jardines proyectados sin duda por paisajistas franceses. Ni siquiera faltaba el preciado laberinto de setos. En el recinto se había evitado incluir la flora autóctona, Nora solo reconoció algunos tipos de caoba y cedro propios del Caribe, pero que a los arquitectos les habían parecido lo suficientemente europeos como para integrarlos en la obra.
—¡Es irreal! —exclamó Doug, expresando así los pensamientos de Nora. Y en voz baja, para que ni Victor en el pescante ni Deirdre a lomos del caballo oyeran sus palabras, añadió—: ¡Más bien diría que espectral! Dios mío, nuestros colonos se esforzaron por transformar Jamaica en una pequeña Inglaterra, pero Nouveau Brissac… Es como si alguien se hubiese traído en el bolsillo un castillito del Loira para instalarlo aquí.
Su esposa le dio la razón.
—Debe de haber sido increíblemente caro —murmuró.
Doug rio.
—Todavía lo es —opinó—. ¡Deben de emplear legiones de esclavos solo para el cuidado de estos jardines! Todos estos setos perfectamente recortados, ¡con este clima uno ve literalmente crecer las plantas! Y sin embargo, ¿distingues por algún sitio una mala hierba?
Victor se dio media vuelta y sonrió a sus suegros.
—Bienvenidos a Francia —dijo con sarcasmo—. Pero no os preocupéis. Si en algún momento no recordáis dónde estáis, os mostraré de buen grado el barrio de los esclavos. Entonces volveréis a bajar a la tierra.
En efecto, el personal de servicio negro de la casa de los Dufresne obraba un efecto desconcertante. Uno esperaba ver ahí lacayos blancos, si bien incluso el mozo que recogió los caballos de Victor y Deirdre iba vestido con librea y llevaba empolvado el cabello oscuro y crespo. El pórtico de entrada tan pomposo no intimidó tanto a los Fortnam como en un primer momento a Deirdre. Los dos conocían edificios representativos de Inglaterra y Francia más imponentes que ese y Cascarilla Gardens no había sido mucho más discreta antes del incendio.
—Madame y monsieur les esperan para la comida —anunció el mayordomo negro, y condujo a los Fortnam a su habitación.
Auténticas suites, como habían esperado. Les subieron el equipaje y Nora ya tenía a su disposición una doncella que enseguida empezó a atenderlos.
Doug observaba las molestias que se tomaba con el ceño fruncido.
—Nora, es pleno día —señaló mientras la doncella le recogía y empolvaba el cabello—. ¿Cómo vas a superarte para la noche?
Ella rio.
—Te sorprenderás, cariño. Pero ponte manos a la obra, transfórmate en un noble de provincias. Si no en uno francés, al menos en uno inglés. No sirve de nada incomodar a nuestros anfitriones. Estamos emparentados con ellos y si queremos averiguar si lo que ha pasado con Deirdre tiene su primera causa aquí, es mejor que nos ganemos sus simpatías.
Doug se obligó a ponerse los calzones y los zapatos de hebilla y mantuvo una conversación amable con Jacques y Louise Dufresne. También Deirdre y Victor se habían puesto ropa formal, pero ya estaban haciendo planes para pasar una tarde más relajada. Planes comunes, como comprobó aliviada Nora. Victor quería confirmar si todo estaba en orden en el barrio de los esclavos y examinar a quien lo necesitase, y Deirdre tenía la intención de acompañarlo y ayudarle.
—¡Que te intereses por el cuidado de los enfermos es toda una novedad, Dede! —dijo contenta Nora a su hija—. ¿Sigues mis pasos?
La joven sonrió.
—Si quiero ver alguna vez a Victor no me queda otro remedio —bromeó—. Y aquí, con los negros… no hay nadie más a mano.
Eso sorprendió a Nora. En todos los barrios de esclavos había curanderos que tenían cuanto menos conocimientos básicos de medicina natural y que se alegraban si se les ofrecía la oportunidad de aprender algo más. Y mujeres que se dedicaban al cuidado de enfermos y se ocupaban de sus parientes.
Victor dirigió a su suegra una expresiva mirada antes de que ella lograse comunicar su extrañeza.
—Si lo deseas puedes acompañarnos, belle-mère —invitó a Nora—. Tal vez…
Se refería, por supuesto, a la expectativa de que la curandera blanca quizá lograse establecer contacto con una de las baarm maddas locales. Nora aceptó encantada. Ardía en deseos de ver el barrio de los esclavos de Nouveau Brissac.
Entretanto, todos se habían sentado y se servía el primer plato de la comida del mediodía. Doug hurgaba inquieto en el cóctel de gambas. ¿Sería cierto que no se percibía el sabor de los venenos de Macandal?
—Ah, sí, es cierto, desempeña usted las tareas de una especie de… médica —dijo Louise Dufresne a Nora—. Para mí es un misterio cómo alguien puede descender a esos bajos fondos, pero bien, algo tendrá que fascina. —Parecía como si Nora hubiese expresado su fascinación hacia la investigación de los avispones.
—Surgió un poco por necesidad —explicó sosegada Nora. Recordaba con dolor los días con Elias, su primer marido. Para justificar su compromiso con el barrio de los esclavos, ella había adoptado el papel de la desapasionada y calculadora hija del comerciante. Algo similar podía aplicarse allí—. El único médico que tenemos en Kingston mantiene… bueno, una relación muy estrecha con las botellas de ron, ya me entiende. De todos modos, tampoco se ocupaba de los negros. Así que les correspondía a los vigilantes distinguir quiénes podían o no podían trabajar cuando un esclavo decía que estaba enfermo. Casi siempre enviaban a los trabajadores a los campos y con frecuencia morían de enfermedades o heridas que con tres o cuatro días de descanso y los cuidados adecuados habrían sanado fácilmente. Representaba una enorme pérdida económica. Un esclavo del campo cuesta una pequeña fortuna. En lo que va de tiempo, casi todo el mundo ha comprendido que es más barato recurrir a un curandero. Algunas grandes plantaciones tienen incluso a un médico entre sus empleados.
Victor asintió.
—¡Es lo que digo, padre! Tus esclavos y los de Gérôme suman unos seiscientos. Valdría la pena buscar a alguien. Incluso yo podría…
Se detuvo. Por supuesto prefería la casa en Cap-Français al castillo de sus padres, pero a Deirdre tal vez la hiciera feliz vivir en la plantación. Las peculiaridades de los Dufresne parecían afectarla mucho menos que a él. Era evidente que se había acostumbrado a arreglarse para cada encuentro con sus suegros como para una recepción oficial y, excluyendo las horas de las comidas, gozaba en Nouveau Brissac de más libertades que en la ciudad. Nadie se preocupaba de si montaba o no a caballo. Victor había escuchado cómo le contaba a su madre que hasta había descubierto un riachuelo donde bañarse.
—Claro que de vez en cuando se ve algún cocodrilo —señaló guiñando un ojo—. Pero durante el día son inofensivos, solo cazan por las noches.
En La Española nunca se oía hablar de ataques de cocodrilos, pero Victor se había preocupado y Nora desde luego era capaz de privarse de un baño en compañía de esos reptiles. De todos modos, prefería el mar, aunque la bahía de los mangles rojos no le resultaba lo bastante retirada como para sentirse de verdad segura de no estar al alcance de miradas curiosas.
Jacques Dufresne solo sacudió la cabeza ante el renovado embate de su hijo.
—Solo faltaría que trabajases aquí de médico de la plantación —se impacientó—. ¿Qué diría la gente? ¿Un Dufresne curándoles los sucios pies a esos negros? Y además quieres ocuparte de las damas de la región, ¿no? ¡Imposible, Victor! Y totalmente innecesario. Los negros son resistentes, y las mujeres incluso más. Y alguna vez se nos muere uno… Aquí no nos va de eso, madame Fortnam. Podemos reemplazar nuestras pérdidas.
Doug suspiró. Ya no recordaba cuántas veces había oído estos argumentos. Sin embargo, había esperado que los papistas de La Española estuvieran más dispuestos a admitir que sus esclavos tenían alma. A fin de cuentas, sus sacerdotes no ahorraban esfuerzos para salvarlos con el bautismo, aunque esto no parecía surtir efecto hasta que los bautizados morían. Mientras los esclavos vivían, se los trataba como si fueran artículos de consumo cuyo valor se calculaba según el gasto de su mantenimiento.
Por fortuna, Louise Dufresne levantó la mesa del mediodía antes de que la discusión se recrudeciera. Doug suspiró aliviado para sus adentros. Ya tenía ganas de volver a la ciudad o, mejor aún, a Cascarilla Gardens. Aun así, se esforzó por fomentar una buena atmósfera.
—¿Qué le parece, monsieur Dufresne, si me enseña cómo se cultiva el café, mientras nuestros compasivos samaritanos se ocupan de los esclavos? —preguntó afablemente.
Le parecía que un paseo a caballo tras la abundante comida era una buena idea. De todos modos, tras echar un vistazo al elegante traje de Jacques Dufresne dudó de que el hacendado supervisara personalmente su plantación. Se centraba más en la negociación y comercialización de sus productos que en la administración de la plantación. Por lo visto, también el heredero se encargaba sobre todo de eso; ahora mismo Gisbert se hallaba en la lonja del café de Port-au-Prince. Ambos dejaban la dirección de la plantación en manos de los vigilantes.
El padre de Victor hizo un gesto de rechazo.
—Dispondré que un vigilante se lo enseñe —ofreció, poco interesado por el tema—. O el mismo Gérôme saldrá a dar una vuelta con usted mañana. De todos modos, quiere ir a Roche aux Brumes, ¿no es así? —Por la tarde se celebraría una reunión en Nouveau Brissac, pero al día siguiente se esperaba a los Fortnam en la plantación vecina, dirigida por Gérôme Dufresne desde que se había casado con la heredera—. Le enseñará también su nuevo caballo de batalla. Es que la caña de azúcar…
Jacques Dufresne arrugó un poco la nariz. Parecía menospreciar a los cultivadores de caña de azúcar, lo que, de nuevo, molestó a Doug. El cultivo de esas plantas enormes y la producción de azúcar requerían un trabajo duro. De acuerdo, tal vez dependía menos de que se garantizase la calidad como en el café —el refinamiento del azúcar siempre era efectivo—, pero los cultivadores de café tampoco eran tan expertos. La mayoría enviaba los granos sin elaborar a Europa, donde adquirían un aroma especial a través del tostado.
—Yo también puedo enseñarte la plantación cuando hayamos terminado en el barrio de los esclavos, beau-père —se ofreció Victor—. Vente con nosotros.
Así pues, Doug se cambió de ropa, al igual que su yerno y las mujeres, y salió a caballo con ellos. Le gustó el paso suave de los pequeños y amables caballos, en Jamaica había sobre todo caballos de patas altas importados de Inglaterra. Nora disfrutó de la salida a lomos de su elegante bayo, aunque no avanzaba tan deprisa como Deirdre en Alegría.
—Es innegable que también es una cuestión de adiestramiento —señaló a su hija—. Seguro que galopan bien si los dejas sueltos. Es una raza fogosa. Espera a que me haya acostumbrado a este caballito y haremos una carrera.
Deirdre rio.
—Y después el mozo de cuadra te desuella viva —replicó—. El que los caballitos sean tan lentos es algo buscado. Los hacendados no tienen prisas aquí, les interesa más que el paseo sea cómodo y elegante.
Recorrieron tranquilamente los caminos pavimentados que llevaban a la aldea de los negros. Era un trayecto corto, pero conducía a un mundo totalmente distinto. Victor acercó su caballo al de Nora. Quería prepararla un poco para lo que vería.
—Naturalmente, no es que aquí los esclavos siempre estén sanos —dijo, aludiendo a lo que su padre había afirmado—. Al contrario, el estado de algunos es penoso. Y son muchos los factores que intervienen en ello, incluso ese Macandal tiene algo de culpa. Claro que uno casi llega a entenderlo cuando oye hablar a gente como mi padre, mi hermano y otros hacendados. Pero también hay que ver lo que les hace a los esclavos con esta rebelión. Todas las represalias que no llegan a Macandal acaban repercutiendo en ellos. Siempre había estado prohibido que los esclavos de distintas plantaciones se reuniesen, pero antes, por lo general, se solía permitir que un curandero fuera de una plantación a otra o que un pacotilleur recomendase un remedio milagroso u ofreciese unas simples hierbas medicinales. Ahora, sin embargo, el miedo a Macandal y su influencia ha convertido los barrios de los esclavos en fortalezas. Últimamente, hasta se construyen las letrinas en medio de la aldea para que nadie tenga motivos para alejarse por la noche. Eso, por supuesto, atrae legiones de moscas y mosquitos.
Nora asintió alterada.
—¿No has observado que aumenta la tasa de fiebre? —preguntó.
—Por supuesto —contestó Victor—. Y cuando las letrinas rebosan el hedor es insoportable… ¡Y este barrio no es nada comparado con el de Gérôme! Y por si no fuera suficiente, últimamente se persigue de forma sistemática a los negros curanderos porque también pueden elaborar venenos. De ahí la falta de voluntarios para ayudarme cuando hago la consulta en los barrios de esclavos. Nadie quiere levantar sospechas. Si no apresan pronto a ese Macandal, todo el país se convertirá en un polvorín.
En efecto, la atmósfera en el barrio de los esclavos era muy tensa y las condiciones higiénicas, peores de lo que Nora había imaginado. La aldea se hallaba en medio del cafetal, y aunque el terreno era enorme solo se concedía a los negros un pequeño claro. Los caminos que unían las cabañas eran angostos y estaban enfangados, y lo peor era que sobre todo flotaba el hedor asqueroso de las letrinas. Los habitantes tenían un aspecto lamentable, se veían desdichados y extenuados de tanto trabajar.
Nora notó que desconfiaban de los blancos, incluso del doctor que hasta discutía con su propia familia para ayudarlos. Las mujeres eran las que se mostraban más abiertas, sobre todo con Deirdre. La joven esposa del doctor no solo les ofrecía consejos sanitarios, sino las baratijas que compraba en Cap-Français. Un par de pendientes o de pañuelos de colores conseguían que se sincerasen y se soltaran a hablar.
Victor explicó que las mujeres negras lo tenían especialmente difícil en las actuales circunstancias.
—Ha empezado a descerezarse el café —indicó, mientras limpiaba la mano herida e infectada de una trabajadora—. A mi padre le gusta mucho que colaboren las mujeres. Tienen las manos más ágiles y pequeñas. Y espera a que recojan al menos setenta kilos de bayas de café diarias, mejor aún noventa. Es algo casi imposible de conseguir, pero los vigilantes espolean a las mujeres sin piedad. —Extendió un ungüento en la mano herida y la envolvió en una venda—. Y ahora descansarás dos días y mantendrás limpia la herida —dijo a la joven—. Si vuelve a entrarle jugo de bayas o se ensucia nunca se curará. Le diré al vigilante que te dé trabajo en la cocina.
—¿Te hará caso? —preguntó Nora.
Victor se encogió de hombros.
—La mayoría de las veces sí. Hago seguimiento de los casos, y cuando el esclavo muere como consecuencia de un incumplimiento, mi padre se entera. Diga lo que diga, sabe cuánto vale un buen esclavo de campo. Y esta chica es una de las que mejor trabaja. Esperemos, pues, que no suceda nada.
Esa tarde, Nora y Victor no vieron a las sanadoras negras del barrio de los esclavos, pero la primera pudo prestar su ayuda cuando dos esclavas se dirigieron avergonzadas a Deirdre porque tenían dolores menstruales. No se atrevían a contarle al médico sus problemas más íntimos y con ello se complicaba todo el tratamiento.
—Vienen a mí a preguntar y yo le pregunto a Victor y entonces él necesita más información… ¡Es un lío! —se quejó Deirdre mientras ella y su madre iban a reunirse con los hombres.
Nora había examinado a tres mujeres y confirmado que una estaba embarazada y que otra tenía una severa infección. ¡No podría ni pisar los campos de cultivo durante las semanas siguientes! Nora esperaba que Victor consiguiera que la dispensaran del trabajo.
—¿Y a ti cómo te va, Dede? —preguntó a su hija. Por fin se daba una oportunidad para sacar el tema de la maternidad—. ¿Tienes la impresión de que estás bien? En realidad ya llevas bastante tiempo casada pero todavía no te has quedado embarazada.
Deirdre se frotó las sienes. No sabía qué contestar. Había lamentado no quedar encinta durante la primera época de su matrimonio, pero había dado las gracias al cielo por ello mientras mantenía su relación con César. Ahora volvía a desear un hijo de Victor. El recuerdo de la pasión por el negro desaparecía lentamente y a su primer enamoramiento por el doctor, que tan fácilmente había remitido, le seguía un amor cargado de profundo respeto y mutua amistad. Deirdre se alegraría de ser agraciada con un hijo. La maternidad también combatiría el aburrimiento de Cap-Français y el continuo aguijoneo de su suegra, que por suerte había aflojado un poco ahora que Yvette se había quedado embarazada justo después del enlace matrimonial. Aun así, Deirdre no experimentaba un deseo urgente de tener un hijo, y no se sentía en absoluto enferma.
—No me desespero —admitió con tranquilidad—. Tal vez necesitemos algo más de tiempo.
Nora asintió. El anhelo desesperado por tener hijos quedaba excluido como causa de la melancolía de su hija.
—Yo tampoco me quedé embarazada enseguida —explicó con cierto disgusto, a fin de cuentas tampoco había amado especialmente a su primer marido—. Ya sabes que antes de Doug estuve casada varios años, pero no me quedé embarazada. Luego tardé varios meses… con tu padre. Con Thomas y Robert fue muy rápido. No creo que tengas que preocuparte todavía.
Deirdre sonrió.
—No lo hago —aseguró—. Solo espero que Victor no le dé demasiadas vueltas.
Nora percibió satisfecha que su hija pensaba en su marido y durante el resto del día se reafirmó en la idea de que el matrimonio de su hija se había re encauzado.
Los jóvenes cabalgaban juntos cuando Victor enseñó la plantación a los Fortnam: hectáreas y más hectáreas de cafeto de la altura de un hombre cargado de frutos rojos en esa época.
—Todavía crecerían más —señaló Victor—, pero eso dificultaría la recolección. Por eso se van talando para que conserven esta altura.
—Deberías llevarte algunos plantones, mamá —sugirió Deirdre—. Para tu huerto. Las flores son muy bonitas, blancas como la nieve. Me encantan los cafetos floridos…
—Pese a todo, es un placer breve, las flores duran apenas unas horas —explicó Victor—. Como compensación, las plantas siempre florecen de nuevo; la recolección no se ciñe exclusivamente a una estación del año. En el cafetal siempre hay algún lugar donde se está cosechando.
—Y las… ¿cerezas? —preguntó Nora—. ¿Se pueden comer?
Victor rio. Se acordó de Macandal, al igual seguramente que su suegra.
—No son venenosas; sería demasiado sencillo —respondió sonriendo—. Para nosotros lo único interesante son los granos; en cada cereza se encuentran dos. Tras descerezar la planta, también hay que sacar la pulpa del fruto. Lo hacemos aquí. Esperad, os enseñaré las instalaciones de ahí arriba.
El joven condujo a sus invitados a un conjunto de cobertizos más o menos abiertos junto a un arroyo y los Fortnam contemplaron a los esclavos limpiando las cerezas del café y desprendiendo la pulpa bajo el agua corriente. Para lavarla se habían construido unos canales que salían del arroyo. Unas grandes tinas llenas de agua estaban listas para proceder a la fermentación de los granos de café. Para su horror, Nora descubrió a un grupo de niñas pequeñas sentadas bajo un árbol pelando aplicadamente las capas apergaminadas de los granos.
—¿Cuántas horas del día dedican a esto? —preguntó a Victor.
Su yerno hizo un gesto de ignorancia.
—Mejor no saberlo. Al menos están sentadas a la sombra. Las mujeres que recolectan pasan horas a pleno sol y muchas de ellas no son mucho mayores.
Nora apretó los labios. En Cascarilla Gardens las niñas tan pequeñas no realizaban tareas importantes. No era necesario explotarlas desde su más tierna infancia.
La visita a la plantación había disminuido el ya de por sí limitado entusiasmo de Nora por la vida feudal de los Dufresne. De todos modos, tuvo que admitir que pocas veces había estado en una velada más suntuosa que la que Louise Dufresne organizó para presentar a los Fortnam a sus vecinos y amigos. Estos no se diferenciaban demasiado de los hacendados de Jamaica. Todos eran unos vanidosos, exhibían su riqueza y aparecían con legiones de criados personales y doncellas para estar continuamente atendidos. Durante el banquete algunos contaban con catadores negros. «Por supuesto, no es que no confiemos en ti, Louise, querida, pero con esas funestas historias que se cuentan sobre Macandal…».
Victor suspiraba para sus adentros.
—Macandal trabaja desde hace tiempo con venenos de efecto retardado —señaló—. Si fuéramos sus siguientes víctimas, solo nos llevaríamos a un par de negros con nosotros al otro mundo. Los catadores no nos salvarán la vida.
Los negros escuchaban estas palabras con resignación. Nora se preguntó en qué pensarían y se avergonzó de los patrones blancos, pero entabló una diligente conversación e intentó no tocar ningún tema polémico.
Doug se dedicó a no pensar más en Macandal y a comer en lugar de hablar. Disfrutó de la refinada cocina francesa y se esforzó por no pensar en los peligros vinculados a ella.
Los Fortnam no le quitaron el ojo a su hija, que no les dio motivo de preocupación: Deirdre se lo pasaba bien con su marido. Ambos coqueteaban y bailaban: todo parecía normalizarse entre la joven pareja. En el entorno de los padres Dufresne no parecía haber ningún amante o examante fatal. En el ambiente de los hacendados había, sin embargo, gente más joven que en Cap-Français, pero Deirdre solo se interesaba por Victor.
—Se diría que ya ha pasado todo —indicó Nora contenta, mientras abrazaba a Doug por la noche en su lujosa suite y caía una lluvia tropical en el parque de los Dufresne y en el ya de por sí húmedo barrio de los esclavos—. Si por fin se queda embarazada… todo irá bien entonces.