8

Jefe se acostumbró pronto al trabajo en la plantación. Las labores del campo se limitaban al principio a la colocación de los plantones, pues en Roche aux Brumes no había nada que recoger, el nuevo propietario acababa de iniciar el cultivo de la caña de azúcar. Mientras las plantas crecían —no empezarían a cortar hasta pasados dos años aproximadamente—, los esclavos se ocuparían sobre todo de la construcción de instalaciones que más tarde servirían para prensar la caña y hervir y refinar el jugo. Utilizaban la madera obtenida en el desmonte para los campos de cultivo.

A Jefe no le resultaba duro el trabajo. Se desenvolvía bien convirtiendo los troncos en tablas, había ayudado en suficientes ocasiones al carpintero del Mermaid a clavar de forma conveniente los tablones de los blocaos. Oublier estaba satisfecho de él y el joven esclavo pocas veces sentía el látigo.

La mayoría de las veces trabajaba con Pierrot y Abel, y, cuando era posible, David también se les unía. Este se ocupaba más por crear buen ambiente que por doblar el espinazo, pero Abel lo adoraba y le solucionaba de buen grado la mitad de las tareas. Pierrot y César, como seguía haciéndose llamar Jefe, les echaban un ojo. Ni David con su holgazanería, ni Abel con su escasa inteligencia, debían llamar la atención del vigilante. El resultado fue bastante bueno, aunque el cuarteto acabó por llamar la atención de gente que en la plantación desempeñaba una función tan importante como la de Oublier.

—Damon quiere hablar con vosotros —cuchicheó Charlene, la cocinera, a Jefe y Pierrot una noche.

Los trabajadores estaban de cuclillas delante de la cocina abierta y se abalanzaban muertos de hambre sobre un gran plato de bouillie, una papilla de bananas verdes y harina de maíz. Estaba sabrosa, nadie podía quejarse de la comida en el barrio de los esclavos. Como Jefe y Pierrot sabían a esas alturas, Charlene y algunas de sus ayudantes habían cocinado anteriormente para la casa principal. La mujer gozaba de buena reputación como cocinera, pero tras la muerte de los anteriores señores se había prescindido del personal doméstico. El nuevo mèz no se fiaba de los antiguos sirvientes y los había desterrado, para gran pesar de los negros, al campo, y Charlene y sus ayudantes se habían hecho cargo de la cocina de los esclavos. Había sido un golpe de suerte para los trabajadores. La rolliza y afable negra los subyugaba elaborando con sencillos ingredientes unos platos riquísimos.

Jefe tenía que admitir que la cocina de Pitch en el Mermaid no llegaba ni al tobillo a la de Charlene, aunque a menudo había tenido a su disposición ingredientes frescos como pescado, tortuga y carne. Ahí en Roche aux Brumes se ahorraba en todo lo que se podía. Griot o tasso, es decir platos con cerdo o cabra se servían solo los domingos, pero excelentemente elaborados con salsas muy pimentadas, que, por lo visto, eran especialidad de la región.

—Os espera en vuestra cabaña —susurró Charlene—. Pero solo a vosotros, no al pequeño ni al gracioso…

Jefe y Pierrot se miraron sorprendidos. Llevaban ya unos meses en la plantación y se habían dado cuenta de que Damon ocupaba un lugar especial entre los esclavos. Oficialmente no existía ahí el cargo de busha, pero los negros lo trataban como si fuera una especie de capataz o portavoz. Siempre que se atrevían a dirigirse a Oublier con algún deseo, Damon tenía que exponerlo y eso casi siempre incluía una bronca.

Jefe se preguntaba por qué siempre se ocupaba él de eso. Era previsible que el vigilante rechazara las peticiones de los esclavos. Oublier lo hacía por principio, hasta cuando las sugerencias eran útiles hacía oídos sordos. A veces se acordaba de ellas semanas después y las presentaba como ideas propias y trasladaba a su autor a otros puestos de trabajo, a ser posible inferiores, para que no corriera la voz de que se apropiaba de las ideas ajenas.

Pero Damon soportaba los golpes estoicamente y ponía la espalda por los otros. Nunca traicionaba a su gente, prefería recibir el castigo por cualquier falta que señalar a los culpables. De ahí que los esclavos le profesaran un gran respeto.

—Damon es aquí el bokor —señaló solícito Pierrot y aclaró la palabra al perplejo Jefe—. El hombre que realiza la ceremonia vudú. ¿No hay en tu país? ¿No conjurar espíritus en Gran Caimán?

Jefe asintió. Claro que había comunidades obeah en las islas, pero él mismo no había pertenecido a ninguna. Máanu en cualquier caso no acudía a ceremonias de ese tipo y Jefe había asistido solo una vez y a escondidas. Había sido una experiencia extraña para él, no creía en los espíritus que intentaban invocar sacrificando animales y bebiendo aguardiente de caña. Y la gente que a continuación se revolcaba en el suelo poseída le causaba más rechazo que fascinación. Después de aquello, cuando estaba en el Mermaid, nunca había sentido ninguna necesidad del obeah y el vudú en los distintos puertos donde recalaban los piratas. En los barcos de los corsarios no se conjuraban espíritus. Algunos hombres solían rezar, pero se dirigían más bien al dios cristiano, al diablo o al espíritu del agua conocido como Klabautermann.

—Siempre se celebran en las plantaciones —explicó Pierrot—. Aunque yo no puedo imaginar aquí. Con el control de Oublier no posible que todos salir del barrio. Pero si hay reunión vudú, seguro que con Damon.

Y ahora ese hombre misterioso estaba esperando a Jefe y Pierrot. Ambos se apresuraron en responder a una «invitación» que sin duda no estaba exenta de riesgo. El hombre, alto y delgado y cuyo cabello empezaba a encanecer, se hallaba sentado con las piernas cruzadas en el suelo de la cabaña, modestamente equipada con las cuatro esterillas para dormir y algunos cestos donde guardar los escasos bienes de sus ocupantes.

—¡Os saludo! —dijo ceremoniosamente—. César, Pierrot, habéis sido electos.

—¿Que hemos sido qué? —preguntó Jefe.

No siempre entendía todo lo que decían en patois pues su maestro de esgrima hablaba con fluidez en francés. Para sorpresa de Jefe, Damon hablaba la lengua de los propietarios de las plantaciones correctamente y no el francés elemental de los esclavos. No obstante, tendía a expresarse de forma algo complicada.

—Os hemos elegido —repitió Damon, expresándose con mayor claridad—. Hemos decidido invitaros a una reunión.

—¿Quiénes habéis decidido? —inquirió Pierrot.

—Nosotros, los iniciados de esta plantación. No somos muchos, vienen también algunos de las propiedades vecinas. El Espíritu no hablaría solo para nosotros doce.

—¿Te refieres que para los doce apóstoles sí hablará el espíritu? —señaló burlón Jefe.

Damon puso una mueca. Jefe no supo distinguir si era divertida u ofendida.

—La cifra es azar. Pero sí… sí, puedes decirlo así. Puede ser un buen presagio. Hasta ahora éramos diez…

—A ver, resumamos —pidió Jefe ahora en serio—. Nos invitas a que asistamos por la noche a una reunión clandestina, hemos sido elegidos por una especie de sociedad secreta… ¿A qué debemos tal honor?

—Es bueno que lo entiendas como un honor —respondió Damon, obviando la ironía de Jefe—. Pero no somos una sociedad secreta. Se trata únicamente de los más fuertes y más valientes de entre nosotros. No todos aquellos a quienes invitamos obedecen a nuestra llamada, pero solo nos han traicionado en una ocasión. Lo que demuestra que escogemos a las personas adecuadas, incluso si a algunos les falta el coraje. Os hemos elegidos a vosotros porque… bueno, a ti, Pierrot, te precede tu buena reputación. Odias a los hacendados y ya has intentado llegar a las montañas. Y si ya lo has ido a buscar, no debes tener trabas para emplear la violencia con objeto de lograr tus objetivos.

Jefe quería preguntar a quién se refería, pero entonces vio que Pierrot se ponía tieso como una vela. Su amigo parecía saber acerca de quién estaban hablando y su rostro se iluminó.

—Y tú, César —prosiguió el anciano—, tú eres una hoja en blanco. Todavía no te conocemos pero sabemos que tienes experiencia en combate. Bien, tal vez solo viertas sangre para enriquecerte. Sin embargo, hemos observado lo que ambos, tú y Pierrot, habéis hecho en los últimos meses por el pobre cretino con quien compartís cabaña. Oublier todavía no le ha azotado gracias a vosotros. Esto también vale para el otro, el que toca el tambor y vuelve locas a las chicas. Hemos llegado a la conclusión que os importa vuestro pueblo. Y si es así, querréis venir con nosotros esta noche.

—¿A… adónde? —preguntó Pierrot en voz baja y con una actitud respetuosa.

—A un almacén entre las plantaciones. No necesitáis saber más. Basta con que os reunáis con nosotros después de que cada uno haya salido sin llamar la atención del barrio de los esclavos. Nos encontraremos en una bifurcación del camino entre el barrio y la casa. Cuando la luna esté en lo alto… —Damon se puso en pie.

—¿Y qué habrá en ese almacén?

Después de ver lo emocionado que estaba Pierrot, Jefe sentía curiosidad. Pero antes de unirse a los otros quería saber más. No iba a correr el riesgo por una sesión de magia. No tenía ningunas ganas de alejarse de la plantación sin permiso durante una noche. Él quería marcharse para siempre y unirse a los rebeldes de la montaña.

—Hablará él —contestó Damon.

Pierrot hizo el gesto de persignarse.

—¿Quién hablará? —preguntó Jefe con dureza.

Damon lo miró a los ojos y siseó:

—Macandal.

Jefe y Pierrot decidieron pasar al lado de las fauces del león: eligieron el pasaje entre la casa de Oublier y la del segundo vigilante Lebois. Había maleza. Lebois vivía más o menos en secreto con una de las esclavas, que había hecho un jardín en su casa y la había cercado con un seto espinoso. Los matorrales brindaban poca cobertura, pero algo más que la superficie talada que había entre las casas de los demás vigilantes. Por otra parte, esa noche corrían un riesgo limitado. Damon había dicho que los vigilantes celebraban una fiesta y, en efecto, habían encendido una hoguera para asar carne, alrededor de la cual bebían… hasta que el siguiente chaparrón nocturno les obligó a refugiarse en un porche cubierto. Era poco probable que con ese tiempo alguien patrullase alrededor de las cabañas, aunque Oublier era capaz de adoptar cualquier medida preventiva por principio.

De hecho, todo fue bien y los doce conspiradores de Roche aux Brumes se encontraron calados hasta los huesos en el punto de encuentro acordado. La luna no se veía, el cielo estaba cubierto, pero todos habían calculado correctamente la hora. Jefe confirmó con sorpresa que entre los elegidos no solo había hombres. También estaba presente una de las trabajadoras del campo, así como otra joven a quien solo conocía de vista. Clarisse trabajaba en casa y, como Jefe y Pierrot, era la primera vez que participaba en una de esas reuniones.

—Antes estaba en la plantación de al lado —explicó Pierrot, al parecer encantado de haberla encontrado allí. Hacía poco que había puesto los ojos en ella—. La ha traído el nuevo mèz…

Quería explayarse más, pero Damon se llevó el dedo a los labios. Todavía estaban cerca del barrio de los esclavos y se aventuraban a tropezar con una patrulla.

Damon condujo a su gente al abrigo de las plantas del café. Un rato después llegaron a un cobertizo que había servido para el secado y almacenamiento de los granos de café o que todavía servía para ello, aunque en ese momento estaba vacío. Se internaron en los campos, lejos de los barrios de esclavos de ambas plantaciones. Las posibilidades de que los descubrieran eran escasas. También era factible celebrar allí ceremonias obeah, pero el cobertizo era demasiado pequeño para alojar a toda la comunidad. Sin embargo, flotaba en el aire un olor a hierbas y aguardiente que despertó las sospechas de Pierrot.

—¿Vudú? —preguntó Damon.

El bokor asintió sonriendo.

—Pocas veces ofrecemos sacrificios y nunca en grupos grandes —explicó—, eso llamaría la atención. Pero si alguien tiene un deseo…

—Y trae un pollo…

Hasta Jefe se acordaba de las costumbres en las ceremonias obeah. Recordaba vagamente que su madre se había llevado una gallina cuando había acompañado a su padre a Gran Caimán. El animal había vivido en el patio interior durante años, bien alimentado, por si lo necesitaban para un sacrificio. Pero un día, Máanu había dejado de creer en los espíritus.

Damon volvió a asentir.

—Entonces nos reunimos un pequeño grupo aquí —informó—. ¡Ah, mirad, ya llegan los demás! —Señaló otra camarilla de esclavos que se acercaba desde el sur, sin antorchas y guarecidos por las plantas de café.

—¿Y dónde está Macandal? —preguntó Jefe.

Con un gesto horrorizado, Damon le pidió que callase. Por lo visto, no se pronunciaba en voz alta el nombre del caudillo rebelde.

Sin embargo, en ese momento apareció un hombre menudo y musculoso armado con un machete. No era negro, al menos no de pura cepa. Los rasgos de su rostro, por lo que se alcanzaba a distinguir, eran angulares y exóticos.

—¿Contraseña? —susurró.

—El Espíritu de La Española —respondió Damon—. Somos doce.

El hombre asintió.

—Entrad entonces. Que el Espíritu os ilumine.

Al otro lado de la cabaña un segundo centinela dirigía a los recién llegados de la plantación vecina. Uno tras otro fueron entrando en el cobertizo. El grupo de la otra plantación estaba formado por catorce personas, once hombres y tres mujeres. En el interior ya había cinco personas: dos muchachas arrodilladas delante de un hombre sentado en el suelo con las piernas cruzadas al fondo de la cabaña y, detrás de él, dos hombres con mosquetes apoyados en la pared. Llevaban la indumentaria típica de los negros y mulatos de las islas: pantalones de lino anchos y claros, con el torso descubierto. A la luz de los dos faroles situados a derecha e izquierda del hombre sentado, su piel tenía un brillo marrón rojizo. También ellos eran mulatos o individuos de origen similar al de los centinelas del exterior, que Jefe no sabía identificar.

—Indígenas —susurró Damon como si le hubiese leído el pensamiento—. Cimarrones…

Sin embargo, Jefe estaba concentrado en el hombre sentado, de estatura mediana y delgado, que llevaba un traje bordado de aire africano, una especie de caftán. Parecía ensimismado, como si no se percatara de las personas que iban entrando en la cabaña y que buscaban un lugar donde colocarse. Si en alguien se fijaba, era en las dos mujeres jóvenes, que por lo visto le adoraban. De vez en cuando les sonreía distraídamente antes de volver a fijar la vista en el suelo.

—¿Es él? —musitó asombrado Jefe a Pierrot.

Su amigo se encogió de hombros. Era posible que también se hubiese imaginado que François Macandal le impresionaría más. Jefe se percató de que escondía el muñón del brazo en la manga larga del caftán. Si ese era el cabecilla de la revolución, el espíritu y la esperanza de La Española… ¿Cómo iba un manco a dirigir a su ejército en el combate?

El silencio por fin se adueñó de la cabaña y el hombre de repente se movió. Alzó la cabeza y clavó la vista en los presentes, bastó su mirada para hechizarlos a todos. François Macandal tenía unos ojos muy oscuros que destellaban. Sus ojos llameaban de vida… y de odio.

—¿Queréis la libertad? —preguntó serenamente.

Los esclavos se quedaron demasiado perplejos para responder.

Macandal se irguió.

—Sí, de acuerdo, está bien que os lo penséis —dijo—, pues la lucha por la libertad puede costaros la vida. Así como la comodidad de vuestro seguro barrio y el reconocimiento de los señores que algunos de vosotros buscáis. ¿O acaso me equivoco?

Miró alrededor y sonrió cuando unos pocos negros bajaron la vista al suelo.

—Los esclavos domésticos que hay entre nosotros —señaló—, los sirvientes leales… «Nuestra cocinera es como un miembro de la familia…» —murmuró, imitando a la esposa de un hacendado y sus oyentes rieron.

—Pero ¡un miembro de la familia del que uno se libra con una sonrisa fría cuando algo no funciona! —bramó Macandal. Entonces se levantó—. ¡Dejad de permitir que os arrulle vuestro mèz, no son más que sanguijuelas que os están chupando la sangre! No hay nada que puedan hacer mejor que vosotros. No son ni más inteligentes ni más fuertes, solo tienen el poder. ¡Mientras se lo permitamos! Y ellos lo hacen todo para conservarlo. ¡Pensad en los curas que os quieren hacer creer que estáis donde estáis por voluntad divina! Y que como buenos cristianos tenéis que servir en el lugar en que Dios os ha colocado. Todo eso es absurdo, además de una blasfemia horrible. ¡Pues no es Dios quien os ha hecho esclavos! Él ha creado a todos los seres iguales y castigará a aquellos que injurian su obra. Ha tardado un tiempo, amigos míos, pues Dios es paciente. Pero ahora, ahora ha enviado su castigo a los impíos…

—¡El Mesías Negro! —entonaron las mujeres que estaban a los pies del orador y los hombres que había detrás de él—. ¡Macandal!

—¡El Espíritu de La Española! —exclamó Damon.

Macandal le sonrió.

—Oh, yo no soy un espíritu, amigo. Soy un ser humano, como también lo fue Jesucristo. Dios me ha enviado para dirigir vuestra venganza. ¡Juntos lograremos echar a la peste blanca de La Española! Y si con ello damos la impresión de que hay ejércitos de espíritus obrando por aquí, tanto mejor. Aticemos el miedo entre los blancos, ¡hagamos que tiemblen ante nosotros!

Macandal miró expectante a los reunidos, pero no hubo vítores. Paseó su severa mirada de uno a otro oyente.

—¿Veo escrúpulos, veo dudas en vuestros ojos? ¿Os han degradado, os han echado de las casas de los blancos después de que uno de mis chicos haya cometido estragos entre vuestros señores? ¿Habéis tenido la sensación de que la ira de Dios ha recaído sobre vosotros y no sobre vuestro mèz? ¡No penséis eso! Claro que algunos tal vez trabajéis ahora en los campos en lugar de cumplir las tareas más livianas de la casa. Pero a pesar de ello habéis triunfado. Habéis infundido el miedo entre los hacendados. ¿Lo oís? ¿Lo entendéis? ¡Vuestros señores, vuestros vigilantes, os tienen miedo!

Los esclavos se agitaron ante estas últimas palabras. Algunos cuchicheaban, otros daban apagadas muestras de adhesión y en los ojos de casi todos empezó a reflejarse el resplandor que había en los del Mesías Negro.

—No es fácil, por supuesto —siguió Macandal—. Nadie dice que sea fácil alcanzar la libertad, que se consiga sin sacrificios. Emprender el camino hacia la libertad, amigos, significa abrir el camino del infierno a los blancos. Será arduo, será peligroso. Alguno de nosotros se quemará o se cruzará con el diablo, nos veremos obligados a trabajar con él codo con codo. Pero ¿qué es el diablo frente a los hombres y mujeres que se consideran señores vuestros, que se atribuyen el derecho de poseeros? ¿Que trapichean con vosotros en los mercados, explotan vuestros cuerpos e intentan sacrificar vuestras almas en los altares de Mammón? ¡Comparado con ellos, el diablo es un amigo! ¡Podéis salir a su encuentro con una sonrisa! Si tenemos que conducir a los blancos al infierno, si tenemos que precederlos antes de llegar al paraíso, ¡que así sea!

Macandal se paseaba frente a sus oyentes y clavaba sus ojos brillantes en uno u otro como si le estuviera hablando solo a él. Jefe recordó las últimas palabras del capitán Seegall. Tampoco el pirata había temido al diablo.

—¿Tienes miedo de matar, hermana? —Macandal se dirigió a una menuda y delicada negra que estaba en primera fila y que a Jefe le recordó vagamente a Bonnie.

La mujer rio con amargura.

—Mi hija murió de fiebre, el mèz no permitió que la asistiera un médico. Mi hijo murió al desmontar un campo porque el vigilante no podía esperar a que cayeran los árboles y lo acusó de ir demasiado lento. Mi segundo hijo murió en el calabozo después de golpear con rabia y dolor a ese tipo. ¿Cómo voy a tener escrúpulos para matar? ¿Cómo voy a tener miedo del infierno? Mucho peor de lo que ya he vivido no puede ser. Así que si me das veneno, Macandal, lo mezclaré con la comida del mèz. Si me das una pistola lo mataré, y si me das un machete lo despedazaré. ¡Quiero luchar, Macandal! Dime tan solo cuándo puedo empezar. —Se puso en pie y levantó el puño.

Macandal dirigió un gesto de reconocimiento a la mujer, luego volvió a deslizar la vista por los esclavos y se detuvo en Jefe. El Mesías Negro lo miró con ojos centelleantes.

—¿Puedes esperar, hermano?

Jefe respondió a la mirada.

—No me gusta esperar.

Macandal rio.

—A ningún hombre bueno le gusta esperar —observó—, pero la venganza es un plato que se sirve frío, joven.

—¿Alcanzaré a verlo yo también? —terció Damon. Su voz tenía un deje de urgencia, pues ya no era un muchacho joven—. ¿Podré respirar el aire de la libertad?

La mirada de Macandal se perdió en la lejanía.

—Pronto ocurrirá —murmuró—, muy pronto… la semilla ya está sembrada. Los hacendados tiemblan de miedo. En un futuro próximo cubriremos esta tierra de sangre, veneno, muerte, terror y pánico. Hasta que huyan, viejo amigo. Hasta que nos supliquen que los dejemos marchar… —Los oyentes gritaron de júbilo. Pero Macandal todavía no había concluido con Damon. Se aproximó con la mirada brillante al hombre—. ¡Y si no puedes verlo, amigo mío, tendrás que volver! —La voz de Macandal sonó como un siseo—. Tienes que poner toda tu voluntad, toda tu fuerza y todo tu odio en el deseo de volver. ¡Ven como serpiente que estrangula a su torturador! ¡Ven como lobo que lo despedaza! ¡Ven como elefante que lo aplasta! ¡Ven como Caín, que mata a Abel con alevosía! ¡Sea cual sea la forma en que vuelvas, mata! ¡Lo conseguiremos ahora o lo conseguiremos después! ¡Echaremos a los blancos de La Española!

Damon parecía cautivado, pero los demás asistentes gritaron y aplaudieron. Aclamaron a Macandal como si fuera un sacerdote o un dios. Jefe vio que la mujer menuda y también la muchacha de la casa señorial de Roche aux Brumes, por quien Pierrot suspiraba, besaban la mano del agitador. A la última este la estrechó contra sí y la besó en la boca. Después, Damon no hizo comentario ninguno respecto a que la joven no se había reunido con ellos, sino que había desaparecido. Jefe y Pierrot no la verían hasta el día siguiente por la mañana al sonar la llamada para pasar revista, resplandeciente, como si su piel emitiera un brillo interior.

Pero también Jefe estaba como inflamado cuando concluyó el encuentro.

—¡Y es este, este es el plan! Les amargaremos la vida a los blancos. Les meteremos tanto miedo que desaparecerán por propia iniciativa. ¡Es genial, Pierrot! Esto no exige ningún gran alzamiento, ninguna guerra. Simplemente los haremos enloquecer, hasta… sí, hasta que esos gordos no se atrevan a salir de sus casas ni a probar su comida… hasta que sus mujercitas les supliquen que las saquen de aquí… —Brincaba de alegría anticipada.

Pierrot, por el contrario, tenía un aire desencantado. Primero se había ido con Jefe callado y a ojos vistas disgustado cuando su adorada se había marchado con Macandal. Ahora miró a Jefe escéptico.

—¿Tú alguna vez ver miedo en ojos de Oublier? ¿Y de sus amigos? —preguntó con un resoplido—. Él quedarse y los otros también. ¡No, César, nosotros necesitar más que un mesías para que blancos nos dejan la tierra! Nosotros necesitar una revolución de verdad con tropas y muchas armas. Y negros que agitar machetes, no mezclar un poco de veneno y esperar que los mèz se vayan solos.

—¡Pero no les quedará otro remedio! —gritó de alegría Jefe—. Cuando las plantaciones ardan, cuando invoquemos a Satanás, cuando…

Pierrot se encogió de hombros.

—Ya veremos quién arde —murmuró resignado.