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Victor se había quedado tan conmocionado ante la reacción de Deirdre que necesitó varios días para superarlo. No podía explicarse lo ocurrido. Su joven esposa había perdido el control, se había abalanzado contra él y le había golpeado el pecho antes de derrumbarse hecha un mar de lágrimas. Bonnie había balbuceado unas explicaciones y Deirdre se había disculpado. Por supuesto, Victor no había abandonado a propósito a César en el mercado de esclavos y ella no se lo habría reprochado si hubiese estado en sus cabales. Pero no lo estaba. Ya hacía tiempo que el doctor se lo temía, pero ahora no podía negarlo más. Por las razones que fuesen, Deirdre parecía estar camino de sucumbir a la melancolía, y Victor no sabía qué hacer para evitarlo.

La medicina era impotente contra tales estados. Los médicos señalaban que los cambios de residencia o de aires a veces obraban milagros. Victor pensó seriamente en marcharse con Deirdre a Inglaterra, pero justo en esa temporada en que estaba tan atareado no podía tomarse varios meses libres. Sin embargo, habría abandonado Saint-Domingue de buen grado. Estaba satisfecho de que la consulta prosperase, pero otras tareas le resultaban una carga. Se habían producido otros casos de envenenamiento. Los secuaces de Macandal se aproximaban a Nouveau Brissac. La última plantación cuyo propietario habían asesinado se encontraba a tres horas a caballo de la plantación de los Dufresne; al parecer, por la mañana los esclavos domésticos habían encontrado a su señor muerto en la cama. Últimamente esto sucedía cada vez con mayor frecuencia: los hacendados se convertían en víctimas de sus propias medidas de precaución. Muchos no dejaban que los sirvientes durmiesen en la casa y morían cuando les llegaba su turno, solos y con grandes dolores. La gendarmería pidió a Victor que la próxima vez que visitase Nouveau Brissac se pusiera en contacto con el anciano médico de Mirebalais para efectuar un intercambio. El doctor Leroux había estado invitado en casa de la última víctima y había tenido que confirmar la muerte de los señores. Y también se habían producido muertes por envenenamiento en las proximidades de su propia consulta. Victor estaba muy afectado y quería hacer un intercambio con sus compañeros de profesión.

—Tenemos que arrancar este mal de raíz —dijo el doctor Leroux cuando Victor lo visitó en la residencia de sus anfitriones— y averiguar con qué veneno mata Macandal. Prestemos atención a los rumores. ¿No debería haber información al respecto en los libros? El caso de La Voisin en la corte del rey francés se investigó a fondo. Tal vez encontremos un punto de referencia. No sé qué sucederá en su ciudad, pero aquí tenemos un buen número de dudosos curanderos a los que la gente acude cuando no puede o no quiere pagar a un médico.

—¿Curanderos? —repitió Victor indignado—. ¡Más bien mujeres que se dedican a practicar abortos!

—En Jamaica las llaman baarm madda —señaló Deirdre.

A instancias de Victor lo había acompañado a la cita con el médico, y después de la cabalgada de varias horas con su marido se sentía renacer. Hacía poco que se esforzaba por superar su pena. Amali tenía parte de responsabilidad en ello. Había vuelto a montar en cólera al enterarse del estallido de Deirdre contra Victor. El joven había administrado a su esposa un tranquilizante y le había pedido a Amali que la llevara a la cama. Pero esta había considerado que era el momento de echarle un rapapolvo. En cuanto entró en el dormitorio, increpó a su amiga.

—¿Lo has insultado porque se ha descuidado y no te ha comprado a tu amante? ¡Ya puedes dar gracias a todos los espíritus de que no lo haya hecho! ¡Por Dios!, Deirdre, ¿cómo te las habrías apañado con este tipo como esclavo en tu casa?

—Yo solo estoy preocupada —susurró Deirdre. Daba lástima, tenía el cabello revuelto y el rostro hinchado de tanto llorar—. En el mar cuando era pirata… estaba enferma de miedo, Amali, ya lo sabes, y ahora…

—Ahora ya puedes alegrarte, ¡no tienes de qué preocuparte! —espetó Amali, dispuesta a no sentir compasión por su amiga y señora—. César ya no está en peligro, a no ser que intente huir, lo que en su caso nunca se sabe… Y por Dios, Dede, si lo han vendido como esclavo rebelde, los guardianes sabrán que no pueden perderlo de vista. Pero en la plantación tampoco le pasará nada…

—¿Que no le pasará nada? —repuso Deirdre. Había dejado de sollozar, el opio obraba lentamente su efecto, pero las lágrimas seguían resbalando por sus mejillas—. Le pueden pegar, y todo ese trabajo en el campo…

—¡Correrá la misma suerte que todos los esclavos de una plantación! —la interrumpió Amali sin dejarse impresionar—. Aquí en Saint-Domingue todavía estará mejor que en Jamaica. Aquí no trabaja los domingos ni los días de fiesta. Si se porta bien, hasta podrá tener mujer e hijos… y llevar una vida normal. Bien, no es la que él ha elegido. Pero ¿qué negro elige su propia vida? ¡Y además César es culpable! Podría haber puesto una tienda con Bonnie en el puerto y haber vivido en libertad. En cambio, a ella le hizo correr un riesgo enorme y él mismo también lo corrió. Los dos han estado a punto de morir. Bonnie me lo ha contado. El abordaje en que fueron apresados fue idea de él. Lo impuso contra la voluntad del intendente y el capitán. Ahora que cargue con las consecuencias. ¡Así que olvídate, missis! ¡Tu doctor es mil veces mejor! —El respeto de Amali hacia Victor había crecido después de que comprase a Bonnie y Namelok.

Cuando Deirdre reflexionaba y se calmaba un poco, daba la razón a su doncella. Victor era muy superior a César. Era cordial, responsable y nada mal amante (si no se lo comparaba con aquel volcán negro). Así que se esforzó por olvidarse de esa loca relación y sus temores por César fueron disminuyendo. También en eso tenía razón Amali: en el barrio de los esclavos de una plantación no sería feliz, pero tampoco estaría expuesto a ningún peligro.

Deirdre empezó a interesarse de nuevo por el mundo y la excursión a caballo para visitar al doctor Leroux —se hallaba hospedado en una plantación a casi cincuenta kilómetros de la propiedad de los Dufresne— marcó un buen comienzo. En esos momentos contaba animadamente que su madre conocía a varias curanderas negras. Nora había aprendido mucho de las baarm maddas, pero nunca se había interesado por los venenos.

—¿Cree que las mujeres hablarían con su madre si supiesen algo? —preguntó el doctor Leroux interesado.

Deirdre asintió.

—Seguro. Confían en ella. Y nunca han oído hablar de Macandal. Tampoco son tan malas y vengativas. La mayoría de ellas se consideran algo así como… bueno, como sacerdotisas. Sobre todo las que proceden de África. Suelen ser también mujeres obeah…

—Practican el vudú —aclaró Victor a su colega, que no había comprendido—. Y lo mismo se dice de Macandal…

Corrían los más diversos rumores acerca del rebelde de Saint-Domingue. Entre otras cosas, se contaba que era un mago y chamán que de forma sobrenatural adquiría poder sobre su gente. Victor no se creía una palabra, nunca había asistido a una ceremonia vudú u obeah. Deirdre sabía que su madre se tomaba esos asuntos mucho más en serio.

El doctor Leroux sonrió.

—Su madre debe de ser una mujer interesante —observó—. Deberíamos consultarla. En caso de que no avancemos con las baarm maddas de nuestras ciudades.

En los días siguientes Victor se esforzó por establecer contactos con todas las curanderas y mujeres que practicaban abortos en Cap-Français. Lo hacía de mala gana, en el fondo menospreciaba a esa gente que tampoco sentía simpatía por él. En realidad se avenían mejor con Macandal. Una de ellas, una hermosa mulata más joven que las demás mujeres de su gremio, se burló en las narices de Victor cuando él le pidió información sobre las plantas venenosas autóctonas de La Española.

—Si yo supiera algo de eso y además lo admitiera no tardaría en estar en la gendarmería, ¿verdad, doctor? Y todavía me acuerdo de cómo sacaron de ahí a la pobre Assam para acabar quemándola en la hoguera. No, doctor, averígüelo usted mismo, aunque las víctimas de esos envenenamientos no me dan pena. ¡En las plantaciones no se equivocan de objetivo!

—La última vez perecieron tres niños pequeños… —objetó Victor.

La mujer se encogió de hombros.

—Que en diez años serían tres grandes cabrones. Gordos y malos, alimentados con la sangre de sus esclavos negros. No, doctor, yo no mato a nadie, créame, pero no voy a mover ni un dedo por salvar a ninguno de ellos.

Victor desistió y se dedicó a recabar información en los libros especializados. Leyó todo lo que encontró sobre venenos y experimentó con ratones en el pequeño laboratorio contiguo a la consulta. Hasta el momento solo había podido realizar una pequeña prueba con la comida: había mezclado el veneno y todas las antitoxinas con que intentaba combatirlo, pero se habían demostrado ineficaces.

Mientras tanto, Deirdre pasaba mucho tiempo con Bonnie, a quien pedía que le contase todos los detalles de su vida en el barco pirata. Victor interpretaba con optimismo su interés, se alegraba de todas las animadas conversaciones que su esposa mantenía. Amali, por el contrario, se ponía de los nervios… Para Victor, las mujeres de su casa eran un enigma.

Pero de repente otra familia de la región de Nouveau Brissac sufrió un envenenamiento y Victor tuvo que reconocer que no avanzaba con sus experimentos. Así que decidió consultar a Nora Fortnam. Hasta el momento apenas había mencionado a Macandal en las cartas a sus suegros, no quería que los Fortnam se preocupasen por Deirdre en Saint-Domingue. Ahora, por el contrario, expresó sus inquietudes y, de paso, también escribió acerca de la melancolía de la joven.

«Ignoro lo que hago o he hecho mal, pero Deirdre ya no es tan abierta, vital y feliz como antes. Tal vez se deba a que todavía no tenemos hijos pese a que lo deseamos ardientemente. Con los niños de las sirvientas, no obstante, Deirdre se comporta con la misma naturalidad y afecto de siempre, lo que es inusual en una mujer que esté triste a causa de la falta de hijos. Según mis observaciones, no les suele agradar tener alrededor a los niños de pecho de otras mujeres…». Victor parecía realmente preocupado.

Nora dejó a un lado la carta de su yerno, que acababa de leerle a Doug, y paseó la mirada por el jardín. El mahoe azul arrojaba largas sombras y las orquídeas resplandecían en toda su belleza al oscurecer. Sus flores se habían abierto por la mañana a la luz del sol y parecían querer reflejar sus últimos rayos.

—Debo decir que yo ya sospechaba algo…

—¿Sí? —Se sorprendió Doug—. Nunca has dicho nada al respecto.

Él mismo encontraba la inquietud de Victor conmovedora, pero consideraba más alarmante que su hija se encontrara al alcance de un envenenador que el hecho de que estuviera alicaída.

—Porque no quería que nos preocupásemos —contestó Nora—. Además, era solo una sensación… En sus cartas Deirdre no se ha quejado de nada, pero su estilo de escritura ha cambiado. Antes lo contaba todo con mucha vivacidad. ¡Cielos, llegabas a comparar al anciano Dufresne, con su pomposa peluca y sus invitaciones, con el Rey Sol! Y los presuntuosos vecinos, las damas de la congregación de la iglesia… ¡Caramba, Doug, la Deirdre de antes habría escrito media novela en torno a esa esclava que acabó en un barco pirata! Ahora, en cambio se limita a meras fórmulas de cortesía. «¿Cómo estáis? Yo, bien». Y apuntes insípidos y breves. Como si escribir cartas no fuera más que una pesada carga.

Doug volvió a echar un vistazo a la carta de su yerno.

—Por lo que cuenta Victor, parece como si todo le resultase una pesada carga —observó pensativo.

Nora asintió.

—Exacto. Le pasa algo. Y ese asunto del veneno…

—¿Puedes echarle una mano en esta cuestión? —preguntó Doug.

Nora hizo un gesto de ignorancia.

—No lo sé. Claro que conozco algunas plantas que en pequeñas cantidades tienen un efecto curativo, pero administradas en grandes cantidades matan. Hay que dosificarlas con prudencia. Y tal vez… tal vez pudiera acercarme a las mambos…

—¿Mambos? —Doug jugueteaba con una flor de cascarilla.

—Así llaman en La Española a las mujeres obeah. Las sacerdotisas vudú. Muchas de ellas también son curanderas, si se las puede llamar así. A las mujeres negras de las plantaciones les preocupa sobre todo evitar las proles numerosas.

Eso constituía un serio problema en Jamaica. Las mujeres ashanti corrían grandes riesgos con tal de no dar a luz en la esclavitud. Los abortos estaban a la orden del día y tenían que realizarse en secreto, y, como la baarm madda no siempre tenía suficiente instrucción y a las mujeres no se les dispensaba ningún tipo de cuidado después, eran causa de muerte de muchas negras jóvenes. Aun así, Deirdre había escrito a Nora que en La Española había más niños. Lo atribuía a la educación católica de los esclavos, que proscribía los abortos, y al hecho de que los negros pudiesen casarse por la Iglesia.

—En cualquier caso, las mujeres se sincerarían más contigo que con Victor. —Doug esbozó una sonrisa maliciosa—. Si estuvieras allí… como simpática propina podríamos ver a Deirdre.

Nora miró a su marido preocupada, pero con los ojos brillantes.

—¿Te refieres a ir a verla? ¿Y dejarlo todo aquí…?

Doug asintió.

—Ya habíamos pensado en hacerlo. ¿Y cuándo, si no es ahora? La plantación también seguirá funcionando sin nosotros; Kwadwo y Adwea se ocupan de todo y los chicos están en la escuela… —El reverendo de Kingston había abierto un colegio para jóvenes, y Thomas y Robert acudían a él durante la semana—. Naturalmente, siempre lo podemos posponer, pero si crees que Victor te necesita… —Doug le guiñó el ojo.

—Deirdre nos necesita —señaló ella con gravedad—. Si puedo echar una mano a Victor, eso será solo… bueno, pues una «simpática propina».

Pese a todo, Nora no solo preparó regalos para su hija y el servicio a la hora de hacer el viaje, sino también toda una maleta de muestras de plantas, cortezas de árboles, flores y esencias de distintas especies autóctonas. Volvió a hablar con las baarm maddas, pero no quiso mencionar directamente el asunto relativo a Macandal. Sus alusiones, sin embargo, provocaban a veces preguntas delicadas como «¿Por qué querer saber, missis blanca? ¿Tú querer matar a tu marido?». La mayoría de las altivas curanderas negras hablaban sin rodeos. Una de ellas incluso ofreció a Nora una pócima de amor para reavivar la pasión entre ella y Doug. Nora rio, pero se llevó la poción. Doug y ella no la necesitaban, pero tal vez hiciera milagros con Victor y Deirdre.

Nora sonrió satisfecha. Al menos la anécdota podía animar a Victor, algo que parecía urgente.

Nora y Doug zarparon en julio con la idea de no volver hasta Navidad. Esas largas ausencias no eran inusuales entre los propietarios de las plantaciones. En Cascarilla Gardens había sitio suficiente para las visitas y Nora esperaba que también en casa de Deirdre no hubiera problemas con el alojamiento. Por supuesto, habían planeado también unos días en la propiedad de los Dufresne, los padres de Victor ya habían comunicado por escrito la satisfacción que les producía la visita y los habían invitado. La fiesta de Navidad en Nouveau Brissac era un acto de sociedad obligado para quien en Saint-Domingue tuviera nivel y renombre social. Visto las fiestas que se anunciaban, Nora se había hecho hacer dos vestidos de baile y había obligado a Doug a que encargase una peluca nueva.

—Es una familia muy convencional, lo sabes por las cartas de Deirdre —señaló—. No necesitan a un rebelde blanco, bastante tienen con Macandal…

La travesía transcurrió en calma y Nora disfrutó de su primer viaje por mar desde su llegada a Jamaica. Pasó de nuevo horas en cubierta, primero admirando las playas de la isla que habitaba y tanto amaba, luego contemplando el juego de los delfines que acompañaban el barco y al final hasta llegó a divisar una ballena. Miraba asombrada el modo en que el sol se reflejaba en el agua y disfrutó de la belleza del crepúsculo, cuando sobre las diminutas y rizadas olas parecían clavarse miríadas de flechas doradas.

—Creo que si hubiera sido chico me habría hecho a la mar —dijo soñadora a Doug, que se rio de ella.

—No se siente tanta fascinación cuando uno lleva tres semanas viviendo de pan marino y subiendo a las jarcias —objetó.

Doug seguro que sabía de qué hablaba. Se había pagado la travesía de Inglaterra a Jamaica trabajando de marinero. Después de interrumpir sus estudios en Europa, se había negado a pedir dinero a su padre.

Finalmente navegaron alrededor de La Española y Nora se regocijó con las playas y las colinas boscosas de la gran isla. Los islotes diseminados frente a ella se le antojaron paradisíacos.

—Estar en una de esas islitas solitarias contigo debe de ser un sueño —fantaseó, para sobresaltarse al punto—: Pero sin caníbales, ¿eh? Ya tuvimos suficientes aventuras en Jamaica.

Doug esperaba que no se vieran involucrados en ninguna otra hazaña en Saint-Domingue. El asunto de Macandal le parecía escabroso, le recordaba lo peligrosos que eran los cimarrones bien organizados en los tiempos de la Abuela Nanny en Jamaica. Ahí había sido posible pacificar a los rebeldes, pero en Saint-Domingue los frentes parecían intransigentes, y, por lo visto, no solo por parte de los blancos. La frialdad con que se habían planificado los asesinatos daba testimonio de un odio puro y, además, se diría que Macandal era inteligente y cultivado. Un rival peligroso. Doug pensó en acortar su estancia en la plantación dominicana lo máximo posible. En la ciudad se sentiría más seguro.