Mèz Oublier cabalgó tres horas rumbo al sureste marcando un paso infernal. Jefe y los demás esclavos tuvieron que avanzar casi todo el tiempo trotando para ir a la par del caballo. Había pasado una cuerda por la cadena de la mano del primer hombre de cada grupo y los conducía, unos a la derecha y los otros a la izquierda de su montura, como si llevara de la correa perros o un caballo de relevo. Los hombres debían poner mucha atención para no caerse. Todos eran fuertes y estaban acostumbrados a los esfuerzos físicos, pero no era sencillo ir corriendo todos a un ritmo regular y encadenados. Las argollas de hierro les desollaban además los tobillos. Al mediodía, cuando Oublier se detuvo un momento y repartió algo de pan, queso y agua, todos tenían heridas sangrantes. No obstante, el blanco siguió adelante.
—¿Nunca quitan las cadenas? —preguntó Jefe a Pierrot, que parecía un esclavo con más experiencia—. ¿Tampoco para trabajar?
Pierrot sacudió la cabeza.
—Sí, quitar —respondió—. Si dejar, entonces cortar menos caña, ¿entiendes? También quitar en el barrio de esclavos de la plantación. Pero este mèz te exprime como un limón. Nadie sabe qué idea tener él…
Oublier intentaba fatigar a sus nuevos trabajadores. Precisamente los que eran rebeldes tenían que comprobar lo que les esperaba si no se comportaban bien. Tras ese largo y fatigoso día, Jefe se alegró cuando, después de otra hora de marcha, alcanzaron las cabañas de la plantación Roche aux Brumes.
Ya habían pasado primero por delante del monumental edificio con columnas y escalinata de mármol que era la mansión. Se hallaba en una colina que se elevaba por encima del valle donde se encontraba la mayor parte de la plantación. ¿Así que ahí vivía Oublier? Jefe se sorprendió un poco de que ni siquiera pasara brevemente por la casa para saludar a su familia antes de dejar a los nuevos esclavos en su barrio. Este se encontraba en una especie de bosquecillo: no se habían talado todas las palmeras y helechos que crecían en el lugar para que arrojaran más sombra entre las cabañas, precarias construcciones de madera y adobe ni siquiera encaladas.
Alrededor del asentamiento había unas pocas casas más sólidas en las que debían de alojarse los vigilantes. No parecían mucho más confortables que las de los esclavos, pero, naturalmente, cada uno tenía su vivienda y no tenía que compartir el espacio como los negros. Las casas formaban un círculo alrededor de las cabañas de los esclavos, lo que facilitaba su control. Por supuesto, los hombres no estarían todo el rato vigilando, pero los esclavos sabían que para dejar el barrio tenían que pasar entre las casas de los vigilantes, provistas de un amplio porche bajo cuya sombra podía haber alguien cómodamente sentado y mirando el camino.
Jefe enseguida se percató de ello, y también Pierrot pese a la fatiga. Ambos se alegraron cuando por fin pudieron sentarse en el suelo, delante de la cocina central para los esclavos, un edificio abierto en el que sobre un gran fuego hervía un puchero.
—Esta noche dormiréis aquí —indicó escuetamente Oublier sin hacer ademán de quitarles las cadenas—. Si llueve os podéis refugiar en la cocina. Y mañana, después del trabajo, os hacéis unas cabañas… Una ya está construida, así que mañana por la noche cuatro de vosotros dispondréis de un confortable hogar. Los cuatro que hayan trabajado mejor. Bien, ahora comed algo, dormid y mañana ya veremos quién pone más plantones.
Dicho esto, dejó a los hombres a su aire y, para sorpresa de los nuevos, dirigió el caballo a una de las cabañas de los vigilantes en lugar de a la casa principal. ¿No era Oublier su nuevo backra o mèz, como lo llamaban allí?
Pierrot pensaba en otros asuntos.
—¿Plantones? Probablemente quieren ampliar plantación. Y con caña de azúcar, hermano, no con tabaco. Merde. Trabajos duros los dos, pero caña de azúcar más.
Jefe asintió. No sabía nada de tabaco, pero conocía las plantaciones de caña de azúcar de Gran Caimán. Acudieron a su mente vagos recuerdos de su padre. Los campos infinitos, los caminos polvorientos flanqueados por tallos más altos que un ser humano. El verdor ondulante a través del cual Máanu le había llevado antes de alcanzar el desmoronado y sucio barrio de los esclavos donde habitaba su padre. La torpeza con que sus progenitores se habían saludado: tras un año de separación les resultaba difícil ser cariñoso el uno con el otro. Pero Jefe había admirado a Akwasi, había alzado la vista hacia ese negro enorme de musculatura formidable que en los días de Navidad empezaría a contar historias. De Nanny Town, de alzamientos, de libertad… de fuga.
—Así que amplían la plantación —reflexionó Jefe al tiempo que pensaba de qué modo eso podría influir en las posibilidades de huida. ¿Lindarían los terrenos recientemente desbrozados con la selva, donde sería muy fácil desaparecer?—. De ahí los diez nuevos esclavos y cuatro más, para sustituir a los viejos. ¿Qué les habrá pasado a los hombres que dormían en la cabaña ahora desocupada?
—¿Pues qué va a ser? Muertos —informó escuetamente la esclava mayor y regordeta que estaba sirviéndoles unos grandes cuencos de guiso, junto con un ungüento para los tobillos desollados—. Uno de un accidente, árbol caer. Dos de fiebre… aquí mucha fiebre, mucha humedad… —El barrio de los esclavos estaba ubicado en una hondonada por debajo de la casa señorial y el suelo era pantanoso. Jefe espantaba por enésima vez las moscas de la llaga en carne viva del tobillo. Calor y humedad, un clima que amaban esos bichos. El barrio de los esclavos también debía de ser un paraíso para los mosquitos—. Y uno ahorcado. Porque intentar escaparse del vigilante.
—¿Por eso colgado enseguida? —preguntó sorprendido Pierrot—. ¿A un esclavo de campo? ¿Todavía joven? ¡Es muy caro!
La cocinera se encogió de hombros.
—Eso no importante para mèz Oublier y nuevo mèz de casa. Ha dicho palabras raras: importante sentar ejemplo. Para que todos no imitar… —En su boca apareció una sonrisa amarga.
—Entonces, ¿mèz Oublier no propietario? —Quiso saber Jefe.
La mujer negó con la cabeza.
—No. Mèz Oublier vigilante jefe. Ahora nuevo mèz que casarse con la hija del viejo. Viejo mèz muerto… —suspiró como si lo lamentara.
—¿Y qué plantación es? —inquirió Pierrot—. Mèz Oublier decir caña de azúcar. Pero esta tierra de café, ¿no?
La mujer le dio la razón.
—Aquí las dos. Viejo mèz solo tener café, pero el joven plantar también caña de azúcar. Por eso despejar terreno nuevo y un árbol caer en la cabeza del pobre Jimi. —Daba la impresión de que apreciaba al esclavo muerto en el accidente. La mujer se persignó mientras hablaba de él. Luego indicó al grupo que se cobijase bajo el techo de la cocina—. Por la noche siempre llover. Mejor venir ahora aquí…
Estaba en lo cierto. Mientras el sol se ponía cayó un chaparrón que casi inundó el barrio de los esclavos. Jefe tomó conciencia de golpe de que instalarse en una cabaña era imprescindible. Al llegar había pensado que no le molestaría dormir al cielo raso. Pero era evidente que el agua se colaba en cualquier edificio que no estuviese cerrado. El suelo de la cocina abierta se inundó enseguida. Para empeorar las cosas, también se desbordaron las letrinas que, por razones desconocidas, estaban en medio del asentamiento y no fuera. Los hombres lucharon toda la noche contra la humedad y un barro hediondo.
Por supuesto, por la mañana todo esto atrajo a miles de moscas que revoloteaban alrededor de la comida. Así y todo, nadie iba a morirse de hambre. Media docena de cocineras, dirigidas por la regordeta esclava que habían conocido la tarde anterior y a la que todos llamaban Charlene, proveían generosamente a los negros de papilla de mijo, arroz y judías con pan ácimo.
Los vigilantes comían en una mesa solo para ellos, disfrutaban de fruta y carne y a esas horas ya vigilaban a los esclavos.
—Ellos no poder oír lo que nosotros decir —susurró Charlene a los nuevos—. Pero hacer como sí. Yo creer mèz Oublier tener soplón. Así que cuidado…
Jefe se preguntó si en todas las plantaciones reinaba tanto miedo o si es que se había topado con un hacendado muy precavido y unos vigilantes muy desalmados. Intentó recordar lo que Deirdre contaba sobre la plantación donde había nacido. No había sido mucho. Él no había querido escuchar nada acerca de la esclavitud que ella además justificaba, y había tenido mejores cosas sobre las que hablar o que hacer simplemente. En las historias de Deirdre nunca se mencionaban soplones. En casa de los Dufresne, los sirvientes no vivían en un estado de terror permanente.
Pese a todo, Oublier permitió que quitasen las cadenas por fin a los nuevos. Jefe se sentía como liberado cuando se encaminó a los campos junto a Pierrot y otros pocos esclavos que tenían que instruir a los nuevos. Ese día, el mismo Oublier supervisó a los recién llegados. En cuanto se acercaba a lomos de su caballo, el látigo azotaba a quien trabajase con lentitud.
El campo de los plantones se hallaba a pleno sol. Tampoco durante la pausa era posible encontrar sombra, pues tras el desbroce no quedaban árboles en el terreno.
—Igual no mucha pausa —señaló Pierrot, cuando Jefe se lo comentó—. Solo a mediodía. Comer deprisa y luego seguir…
El enorme y levantisco negro demostró que había nacido en una plantación de caña de azúcar. De ahí que no le resultaran extraños los métodos de trabajo, incluso si en los últimos años había estado en una plantación de café. Explicó rápidamente a Jefe y los otros novatos lo que se esperaba de ellos.
Abel, el más joven del grupo de Jefe y fuerte como un oso, trabajaba como un berserker. A la velocidad del rayo, cortaba plantones y los introducía con firmeza en el suelo, decidido a caerle bien a Oublier. Sin embargo, no había entendido cómo era el método. Tal como Jefe había supuesto el día anterior, el joven era bastante lerdo y ni siquiera sabía contar. Fuera como fuese y llevado por el celo, cortaba demasiado el tallo y lo colocaba demasiado hondo en la tierra. No había entendido la indicación de que cada plantón debía tener al menos tres «ojos», nudos, a partir de los cuales se desarrollarían luego nuevos brotes.
Pierrot se dio cuenta de ello al mediodía. Jefe y él no habían trabajado tan deprisa pero habían introducido sus plantones en la tierra con un ritmo regular. Seguro que no obtendrían el mejor resultado, pero tampoco estarían muertos de cansancio por la noche.
El esclavo experimentado hizo un aparte con el joven.
—Abel, lo siento, pero tú hacer merde. Tener que volver a empezar desde el principio. Cuidado no te vea el mèz, o él castigar…
Abel podría recuperar lo perdido hasta la noche, pero ya no ganaría el reconocimiento del jefe. Eso, al menos, sí lo entendió. El chico se enfadó.
—¡Yo hacer bien! —aseguró—. Hacer como enseñar capataz. Tú tener envidia porque yo más rápido…
Pierrot se llevó las manos a la cabeza.
—No, Abel. Yo tu amigo. No haber visto antes. Pero saber que tú plantar mal.
Se dispuso a darle más indicaciones, pero Abel ya había abandonado la postura acuclillada en que todos trabajaban, se había puesto en pie y corría hacia mèz Oublier.
—Mèz, aquel decir yo hacer mal. Yo plantar mucho azúcar. ¡Ven y ver!
Pierrot dirigió la vista hacia Jefe cuando el vigilante inspeccionaba el trabajo de Abel. Como era de esperar reaccionó iracundo.
—¿Es que no puedes poner cuidado, negro de mierda? Pero ¡qué me han colado aquí! ¡Una mitad rebeldes y la otra mitad tontos!
El látigo cayó sobre la espalda desnuda de Abel, que gimió y empezó a quejarse.
—Pero… pero mèz, yo querer hacer bien. Yo preguntar, yo…
—Y ¿cuál es el negro que toda la mañana ha estado viendo la mierda que has hecho? —Oublier dejó vagar la mirada amenazadora por los hombres.
Abel señaló tembloroso a Pierrot, que suspiró.
—Jefe, recordarme que no hacer más buenas acciones… —farfulló entre dientes cuando Oublier le hubo azotado tres veces con el látigo.
Abel había recibido cinco latigazos y se disponía a corregir llorando la labor de la mañana.
—Podrías haber evitado esa tunda —le susurró Jefe—. Considéralo una lección. ¡Eres negro, chico! ¡Nosotros somos tus amigos, no el mèz!
Uno de los trabajadores más antiguos de la plantación, que había estado enseñando a los hombres antes, oyó esas palabras y miró a Jefe de reojo. El joven le respondió con arrogancia. Tal vez se arriesgaba a que el hombre lo delatase, aunque ignoraba qué había de prohibido en lo que había dicho. Pero incluso si Oublier lo azotaba, ¡no iba a morderse la lengua!
Ya no sucedió nada más, el resto del día transcurrió sin acontecimientos dignos de mención. Para Jefe y los demás hombres transcurrió en una especie de mal sueño, les dolía la espalda, los brazos les pesaban y el número de plantones no parecía acabar. Y eso que el trasplante de la caña de azúcar no debía de ser la labor más fatigosa. Pierrot explicó que sería más cansado cortar después las cañas duras y de varios metros de altura. Pero el sol martirizaba a los hombres, Jefe no recordaba haber sufrido jamás un calor así, pese a que había crecido en el Caribe y trabajado duramente. Pierrot corroboró su opinión.
—Aquí húmedo. Campos y poblado en hondonada. Todas noches lluvias, el suelo nunca seco, por eso más calor…
Jefe comprendió a qué se refería. El aire estaba cargado de humedad y parecía que se respiraba agua y que el sudor no se secaba jamás. Eso tal vez fuera positivo para las plantas, pero a los hombres los mataba. Jefe recordó a los dos hombres que habían muerto víctimas de las fiebres. Tenía que largarse de ese lugar, antes de que fuera demasiado tarde.
Pese a todo, esa noche ninguno de los nuevos pensó en huir. Lo único que Jefe ansiaba era comida y descanso. Al menos, ahora sí había sombra. Oublier había reunido a los hombres al ponerse el sol para que regresaran a sus cabañas. Antes de iniciar la marcha, inspeccionó brevemente el trabajo de cada uno y señaló a los cuatro afortunados que no tendrían que construirse una cabaña esa noche. Jefe, Pierrot y Abel no estaban entre ellos.
—¿Y cómo se construye una cabaña? —preguntó Jefe resignado, mientras se arrastraba junto a Pierrot hacia el barrio de los esclavos.
Su amigo lo miró con el ceño fruncido.
—¿De dónde venir tú? —preguntó sorprendido—. ¡Todo el mundo saber construir una cabaña!
Jefe lo ignoraba, pero de todos modos los hombres habían de formar grupos de cuatro para levantar la cabaña y él se unió a Pierrot. Abel trotó tras él, lo que no agradó a Pierrot.
—No quererlo por aquí. ¡Solo dar problemas! —protestó.
Jefe se encogió de hombros.
—Alguien tiene que ocuparse de él —contestó—. Si nadie lo vigila, el mèz lo matará antes de que haya comprendido lo que tiene que hacer aquí.
Pierrot suspiró, pero tuvo que admitir que con Abel se habían agenciado al mejor de los ocho nuevos esclavos restantes. Abel colocó en un abrir y cerrar de ojos las pilastras angulares, los otros solo tuvieron que ocuparse de que también estuvieran dispuestas en ángulo recto en relación con el resto. A continuación Jefe midió la cabaña y puso cuidado de que el suelo fuera regular y los muros se levantaran verticales. Las cabañas de los esclavos del Caribe no se componían del todo de piedra, sino que las paredes se construían solo hasta la altura de la cadera. A partir de ahí se utilizaba madera y se llenaban con adobe los espacios entre los puntales que sostenían la cubierta. En general este solía secarse deprisa al sol, pero en esa parte de la isla tardaría más debido a la humedad reinante.
Preocupado por ello, Jefe pensó en otros materiales de construcción mientras levantaba las paredes. Que la cabaña estuviera terminada esa noche era una utopía, aunque el grupo trabajaba deprisa. David, como se había presentado, había sido el más lento en el campo. Su espalda presentaba casi tantas estrías como la de Pierrot, pero David no tenía en su pasado ningún acto de rebeldía. Y hablaba francés casi a la perfección.
—Cero —contestó cuando Jefe le preguntó por las posibilidades de fuga—. De aquí no se sale. Pero yo me lo tomo con calma. No hago más de lo que me corresponde. Y me gustan las chicas. Seguro que pronto encuentro alguna.
Jefe sonrió para sus adentros, aunque debía admitir que David era un joven de buena apariencia. Su piel era un poco más clara que la de la mayoría de los esclavos, tenía unos ojos castaños afables y redondos y una boca sensual y de contorno elegante. Además demostró ser un músico dotado. Entretuvo a los hombres mientras construían la casa alternando los aires religiosos con las canciones de taberna, que entonaba con una voz armoniosa. Consiguió que las canciones religiosas parecieran sones populares y que estos sonaran realmente importantes al cantarlos. Cuando le ponían un palo en la mano siempre encontraba algo en lo que percutir.
Al principio, Pierrot y Jefe estaban algo malhumorados porque se temían que la construcción avanzara más lentamente, pero sucedió lo contrario. David marcaba un ritmo ligero y el trabajo se realizaba con más facilidad. Ya en el transcurso de la primera noche se reunieron delante de su cabaña unas chicas. Primero charlaron entre risitas tímidas con David, luego con los demás hombres, y no tardaron en ofrecerse a ayudarlos. Las esclavas que trabajaban en la cocina les llevaron fruta birlada de la mesa de los vigilantes. Tres muchachas se ofrecieron a cortar palmas para la cubierta de la cabaña, dos se sentaron junto a la obra y trenzaron unas esterillas de dormir para los hombres. En la obra de los otros cuatro esclavos no había tanto movimiento, pero tampoco había un David cautivando a las chicas.
La noche siguiente se jactó delante de ellas de tres nuevas cicatrices que debía al látigo de Oublier en su segundo día de trabajo. Todos los nuevos habían trabajado con mayor lentitud que el día anterior, pues habían pasado media noche construyendo sus cabañas, pero David había bajado su rendimiento al mínimo. Las chicas lo vitorearon por su resistencia pasiva.
—Como si fuera el viejo Macandal en persona —observó Pierrot agitando la cabeza. David era un maestro en presentarse como alguien que luchaba por la libertad.
—¡Todavía no me has contado quién es ese Macandal! —insistió Jefe, esperando respuesta esta vez.
—Más tarde, en la cabaña —le susurró Pierrot, y cuando se desplomaron agotados sobre las esterillas, le contó todo lo que sabía sobre el rebelde. Jefe escuchó con atención. Por primera vez desde que lo habían encarcelado dejó de sentirse abandonado y sin esperanzas cuando se durmió. Estaba en una cabaña todavía sin techo, pero entre cuatro paredes altas. ¡Tenía que encontrar a ese Macandal y unirse a él! ¡Solo de ese modo podría vengarse de todo lo que los blancos le habían hecho a él y su pueblo!