Victor Dufresne se sumió en lóbregos pensamientos cuando llegó al mercado de esclavos del puerto. Odiaba ese lugar. Ya los olores que flotaban —sudor, suciedad, miedo y descomposición— le provocaban malestar. Por lo general evitaba esos mercados, pero ese día lo había llamado la policía encargada de mantener el orden ahí. A los tratantes les era indiferente el estado en que ponían a la venta su mercancía humana, pero los médicos sospechaban que muchas enfermedades se contagiaban de un individuo enfermo a los demás. El cólera, por ejemplo, aumentaba cuando los enfermos entraban en contacto con los sanos, al igual que se extendían otras epidemias por contagio, las enfermedades incluso pasaban de negros a blancos y viceversa, lo que siempre sorprendía a los blancos.
Por esta razón el capitán del puerto vigilaba a los esclavos que eran puestos a la venta bajo su tutela, y despachaba a aquellos que soltaban «mocos por todos los orificios del cuerpo», como había descrito ese día el estado de dos jovencitos negros. Los tratantes protestaron enérgicamente, por supuesto, y él llamó al médico para que examinara a los enfermos y decidiera qué hacer. Victor no quería desatender la petición e incluso llevaba medicamentos que tal vez ayudaran a los esclavos. No se hacía ilusiones respecto a que fueran a pagarle por la visita, los pequeños no valían nada y los comerciantes no pagarían ni un sol por ellos.
Se abrió camino entre la muchedumbre de compradores y mirones, vio a los vigilantes e interesados de las plantaciones evaluando a los nuevos esclavos y apartó la vista asqueado cuando palpaban los músculos de los hombres y les estudiaban la dentadura. Otros comerciantes ponderaban que su mercancía estaba compuesta por sirvientes domésticos con instrucción, algo sobre lo que Victor tenía sus dudas. Cuando alguien se desprendía de criados instruidos y de confianza, solían contratarlos conocidos. Pero tal vez eso había cambiado. Hacendados desconfiados como Gérôme canjeaban a sus esclavos por los motivos más baladíes.
El espectáculo más deprimente era el de los puestos que ofrecían esclavos recién importados. Los hombres y mujeres estaban consumidos y muertos de miedo. Tal vez fuera cierto que en África había esclavos, los grandes defensores del esclavismo siempre aducían que había tribus que vivían de la trata de esclavos y que también abastecían a tratantes blancos. Pero para ese mercado no había negros educados. Todo, desde el idioma hasta la ropa, desde la comida hasta la forma en que estaban construidas las casas, les resultaba ajeno.
Se esforzó por pasar lo más rápidamente posible junto a los puestos y no tardó en llegar al despacho del capitán del puerto. Se hallaba ubicado en una modesta casa de madera y habían encadenado a los dos chicos en el patio interior. Victor siguió al paciente capitán y al quejumbroso tratante para ver a los esclavos y se quedó horrorizado. Ambos estaban desnutridos y enfermos. El mayor tosía y el más joven yacía en el suelo apático y sin siquiera espantar las moscas que se posaban en su rostro sudoroso. Una mucosidad verde amarillenta le salía de la nariz, el capitán del puerto no había exagerado.
Victor suspiró.
—Tiene usted razón, no se pueden vender en este estado —decidió por el capitán, y se dirigió al tratante—. Y tampoco le conviene a usted, monsieur. ¿Quién va a pagarle algo por estos dos? ¿No tiene ninguna casa por aquí donde aloje a los esclavos entre los días de mercado? Seguro que habrá mujeres que cuidarían de ellos.
El hombre resopló.
—Ni hablar. Las mujeres no se ocupan de ellos. Pertenecen a una tribu que en África no goza de gran simpatía. En cualquier caso, mi criada se niega a mover un dedo por ellos. Claro que puedo obligarla, pero que eso dé buen resultado… —El hombre se encogió de hombros.
Victor comprendió. La sirvienta era sin duda testaruda y, si llevaba bien la casa, era lógico que el hombre no quisiera enfadarla. La mujer antes envenenaría a los jóvenes que cuidaría de ellos. En las plantaciones, los conflictos entre miembros de tribus rivales solían acabar con sangre.
—En cualquier caso, sería aconsejable que hubiera alguien que se ocupara de ellos —advirtió. No tenía grandes esperanzas en el futuro de esos jóvenes, pero él tampoco iba a resolver el problema. De todos modos, abrió el maletín y tendió al tratante el medicamento que había llevado, así como algunas hierbas—. Debería tenerlos en algún lugar abrigado y darles tres veces al día una cucharada de esta cocción. Si quieren comer algo, que sea comida ligera, papilla de avena o bizcocho empapado en leche. Hay que cebarles para que repongan fuerzas. Y si quema estas hierbas en su cabaña, respirarán mejor.
Victor dudaba de que fuera a seguir sus consejos. Pero no podía hacer nada, si no quería comprar a los chicos y llevárselos a su propia casa. Y si se empeñaba en esas acciones de socorro se arruinaría, por no hablar del riesgo de que se extendiera en su consulta una enfermedad contagiosa.
Resignado, emprendió el camino de regreso por el mercado, intentando no mirar a los lados. Tan solo echó un breve y asqueado vistazo a un tenderete que estaba rodeado de mirones, taberneros y propietarios de burdeles. Ahí había mujeres a la venta. Iban vestidas de forma provocativa y llevaban un grotesco maquillaje blanco. Victor no quiso mirarlas a los ojos. Pero entonces oyó una voz temerosa y angustiada.
—Doctor… Mèz Victor…
Victor miró alrededor y vio a una muchacha delgada sobre la tarima. Bonnie llevaba un vestido extrañamente agujereado y una chaqueta de brocado similar a aquella con que el fornido negro se había presentado ante él. El uniforme de paseo de los piratas. Sobre el cabello corto lucía un tricornio inclinado para dar al rostro un aire osado, aunque ahora solo mostraba vergüenza y desesperación. Y más aún cuando bajo el maquillaje blanco como la nieve y el llamativo rojo de labios no se reconocía la menor emoción. Victor consideraba que la moda de que las mujeres blancas se maquillasen para parecer todavía más blancas era horrible. Y en el caso de las mujeres negras era humillante y grotesca. Y una chica como Bonnie…
Victor se la quedó mirando horrorizado. El tratante enseguida se percató desde el estrado de su interés.
—¡Vaya, uno que se ha fijado en nuestra pirata! Aquí tiene algo distinto para sus clientes, monsieur, o para su propio uso. Con esta pequeña tiene, por decirlo de algún modo, ¡dos en uno! Navegó con los piratas haciéndose pasar por un chico. ¿Me explico? Le servirá tanto por delante como por detrás. —Empujó a Bonnie—. ¡Señores, hagan sus ofertas! Aprovechen la oportunidad de adquirir algo especial…
Bonnie mantenía la cabeza baja, lloraba en silencio y las lágrimas trazaban surcos en el maquillaje blanco.
—¿Qué pide por esa chica? —preguntó Victor con voz ronca—. Sin subasta.
El tratante frunció las cejas como si calculara. A continuación dijo un precio demasiado alto. Victor se lo pensó un segundo. Si pujaba por Bonnie, la conseguiría a mitad de precio. No parecía que hubiera muchos interesados en ella. Pero la chica estaba completamente humillada y atemorizada. No podía perder tiempo en regatear.
—De acuerdo —contestó Victor, sacando la bolsa del dinero—. Ahora no llevo tanto encima. Aquí tiene un anticipo y mi tarjeta. Pase a recoger el dinero por mi casa esta tarde. Si necesito alguien que responda por mí, el capitán del puerto me conoce…
El tratante rio.
—Aquí lo conoce todo el mundo, doctor. Pero no tema, Corrière es discreto. No saldrá de aquí que el doctor se ha comprado una pequeña bucanera, ¿verdad?
El público rio de buena gana. Era probable que al día siguiente corriera por todo Cap-Français una habladuría jugosa: la sorprendente compra del doctor Victor Dufresne.
El médico no se dignó a contestar al tratante. Tendió a Bonnie la mano y la ayudó a bajar de la tarima, al tiempo que se percató de que una mujer joven, muy delgada y bellísima con un bebé en brazos, lo miraba. Victor esperaba que no se hiciera ilusiones de que fuera a comprarla también a ella.
Cuando Bonnie sintió el adoquinado de la calle bajo los pies descalzos, descargó toda su tensión en unos sollozos ahogados. Se arrojó al suelo ante Victor y le abrazó las piernas.
—Gracias, monsieur, gracias, gracias, mèz Victor…
El médico la levantó sintiéndose incómodo.
—¡Por todos los cielos, Bonnie, no llames más la atención! —le susurró—. No tienes que darme las gracias. Basta con que no te vuelvas a ir, o nos costará caro. Además, no suelo pasar por este mercado cada semana. Y ahora vamos a quitarte esto… —Sacó un pañuelo del bolsillo de su chaqueta y le limpió la mayor parte del grotesco maquillaje—. Necesitamos algo que te cubra. Esta chaqueta…
—Yo nunca me he puesto algo así —titubeó Bonnie—. Quiero decir Bobbie…
Victor entendió.
Bobbie no había sido ningún lechuguino como los demás piratas, y la chica se sentía mortificada porque la hubiesen obligado a interpretar esa mala parodia de las costumbres piratas.
Victor miró alrededor y vio en la siguiente esquina un tenderete con ropa barata de segunda mano. Compró una capa oscura y discreta. Bonnie se despojó de la detestable chaqueta y se sonrojó: el vestido agujereado dejaba sus pechos y caderas a la vista. Seguramente, durante la subasta le habrían quitado la chaqueta y expuesto con ese atuendo a la vista de todos. Victor se felicitó por haberla salvado.
Mientras la muchacha se cubría el vestido con la capa, el médico notó que los ojos de la hermosa negra del entarimado seguían posados en él y Bonnie.
—Vamos, Bonnie —dijo a continuación—. Vámonos a casa. Ahí podrás cambiarte de ropa. Amali seguro que aún conserva tus vestidos. —Durante la estancia de la chica en casa de los Dufresne, las mujeres habían arreglado dos vestidos de la doncella para ella.
Bonnie, que entretanto se había repuesto, negó con la cabeza.
—No, lo siento… mèz Victor. Primero… primero tenemos que buscar a César.
Victor la miró asombrado.
—¿César también está aquí? Pero ¿qué ha sucedido, Bonnie?
Ella se lo contó brevemente con voz casi quebrada.
—Y entonces lo encadenaron… con otros negros, unos hombres corpulentos, dos de ellos parecían matones —concluyó, describiendo la llegada de Jefe y ella a la casa del tratante Corrière—. Con esos seguro que tendrá problemas y…
Mientras hablaba, Bonnie avanzó por el mercado buscando inquieta a su amigo. El médico la siguió con menos entusiasmo. No se preocupaba especialmente por aquel negro, ya se las apañaría con los demás esclavos. Además, tenía la sospecha de que el joven no era del todo inocente de lo que les había ocurrido a Bonnie y a él. Y comprar un segundo esclavo le representaría demasiado gasto. Por trabajadores del campo tan fuertes los hacendados pagaban cantidades elevadas. Esto haría tambalear el presupuesto doméstico del doctor Dufresne.
Pese a ello, Victor no se negó a acompañar a Bonnie solamente por Deirdre. Su mujer se alegraría de volver a tener a su mozo de cuadra, pues no acababa de entenderse con su sustituto. Victor no lo comprendía. Él mismo encontraba a Leon más simpático y agradable que el engreído joven pirata. Pero por su esposa estaba dispuesto a recuperar a César. Lo habría hecho casi todo para animarla, si bien temía que el amigo de Bonnie no se quedaría mucho tiempo con ellos.
El médico se rascó la frente. Era probable que César planeara su fuga en cuanto le quitaran las cadenas y que todo se repitiera. Pero, en fin, lo dejaba en manos del destino. Si encontraban al corpulento negro, ya vería qué podía hacer por él.
Bonnie, por el contrario, no tenía la menor duda. Casi se había olvidado ya de su propio destino y se preocupaba solo por su amigo. Exploró el mercado, examinó minuciosamente cada puesto no fuera a ser que no viera a Jefe, y volvía la vista atrás para cerciorarse una y otra vez de que Victor la seguía. El médico no parecía entusiasmado ante la idea de comprar la libertad de Jefe, y la chica pensó con un asomo de mala conciencia si sería algo positivo para el doctor que Jefe volviera a su casa. Si era cierto que había habido algo entre Jefe y la missis… Pero ya se ocuparía más tarde de eso. Ahora lo más importante era salvarlo. Bonnie no se daba cuenta de que ya había recorrido dos veces el mercado sin encontrar al joven.
—Es en vano, Bonnie —señaló Victor, entre apenado y decidido—. Es evidente que ya no está aquí. Y no es extraño, los vigilantes de las plantaciones llegan pronto al mercado en busca de los mejores esclavos. La mayoría debe recorrer un largo camino con los negros y no quieren hacerlo cuando oscurece.
Al menos eso era lo que Victor suponía. Él mismo no habría querido pasar una noche en la carretera con un grupo de negros como César.
Nerviosa, Bonnie se pasó la mano por el corto cabello.
—Pero no puede ser… ¿Y si… y si no lo hemos visto? —No estaba dispuesta a arrojar la toalla.
—Podríamos preguntarle al tratante. A ese Corrière.
Victor suspiró. No tenía ninguna gana de volver al infame tenderete de Corrière. Pero estaban cerca y si la felicidad de Bonnie dependía de ello…
En el puesto empezaba en ese momento una subasta, una de las últimas. El tratante vendía la «pieza más valiosa de mi stock», como dijo con una sonrisa babosa. Y el público se animaba. La africana alta, que estaba en la tarima estrechando a su hijo, ya estaba casi desnuda. Corrière le iba arrancando jirones de ropa. Aun así, ella no parecía sentir vergüenza. Semejaba una estatua de piedra negra. Esto enloquecía a los hombres. Sin embargo, solo había dos postores serios. Victor conocía a uno de ellos. El gordo y pringoso Petit era dueño de algunos burdeles del puerto. De vez en cuando una de sus chicas acudía furtivamente a la consulta para pobres que había abierto Victor. El otro hombre no daba una impresión más agradable, no dejaba de pasarse la lengua por los labios y parecía taimado y perverso. Victor casi deseaba que adjudicaran la pobre mujer a Petit.
En ese momento Corrière se percató de la presencia del médico y le hizo un gesto desde lo alto.
—¡Vaya, doctor! ¿Ya lo tenemos aquí de nuevo? ¿No lo ha satisfecho la negrita pirata? Pero aquí no se hacen cambios, tendrá que volver a rascarse el bolsillo.
A Bonnie se le agolpó la sangre en la cara, pero Victor miró al hombre con frío desdén. Y de nuevo sintió posarse en él la mirada de la esbelta negra. Parecía haber despertado de su inmovilismo cuando Corrière dirigió la palabra al médico. Los ojos de la joven empezaron a brillar y un temblor recorrió su cuerpo.
Victor preguntó por Jefe y Corrière asintió.
—Enseguida, doctor. Primero tenemos que acabar con esto. Si no quiere usted pujar… ¿Qué te pasa, Petit?
La última puja procedía del taimado desconocido. Y era mucho más elevada que la anterior de Petit. El gordo hizo un gesto de rechazo con la mano. Se retiraba.
—Entonces… a la de una, a la de dos y ¡a la de tres! Adjudicada esta maravillosa joven a monsieur Carbot de Port-au-Prince. Un largo viaje, pero ha valido la pena por la pequeña, ¿a que sí? Y el bebé va de regalo… Una niña también. Seguro que será guapa. Si le da de comer, en un par de años…
Corrière estrechó la mano del hombre, quien esbozó una sonrisa torcida antes de volverse hacia la mujer de la tarima. Al bebé no le dirigió ni una mirada. Bonnie sintió un frío glacial. Nadie en Port-au-Prince sabría que había existido Namelok si ese tipo llegaba ahí solo con su esclava.
—Y ahora usted, doctor. —Corrière se apartó del rostro un mechón húmedo de sudor. Parecía satisfecho. Había hecho unas buenas ventas ese día—. Lamento que no pueda completar hoy su colección de piratas, pero al grandullón lo he vendido de buena mañana. A una plantación importante, al sureste de aquí…
Bonnie abrió los ojos de par en par.
—¿Se ha ido? —preguntó con voz sofocada—. ¿Dónde… quién…?
—¿Sabe quién lo ha comprado? —preguntó Victor.
Corrière sacudió la cabeza.
—Qué va. No lo he vendido yo mismo, se lo he dado a un conocido en comisión. Se lo puedo preguntar a él, pero ese vende cincuenta negros cada día de mercado.
Victor puso la mano en el hombro de Bonnie para consolarla y marcharse. Sin embargo, en ese momento la joven negra de la tarima, que se había dejado manosear casi imperturbable por su futuro dueño, cobró vida.
—¡Tú! ¡Espera! Pi… ¡mujer pirata!
Bonnie alzó la vista sorprendida, al igual que Victor. La mujer pareció aliviada por haber llamado la atención de los dos. Se movió deprisa y con una rapidez casi felina por el borde de la tarima. El vendedor intentó sujetarla, pero ella fue más veloz.
—¡Toma! —Antes de que nadie pudiera retenerla, dejó al bebé en los brazos de Bonnie—. Ella Namelok. Niña. ¡Ahora tuya!
Bonnie sostuvo a la niña apretada contra su pecho, mientras alrededor se producía un alboroto. El comprador agarró a su esclava y la abofeteó de forma brutal. Luego la empujó de nuevo a la tarima. Ella no se defendió, tan solo dirigió la vista desesperada hacia el bebé. Sus ojos se posaron un breve momento en Bonnie y Victor. Dibujó una súplica con los labios: «¡Por favor!».
El médico ignoraba qué hacer. El hombre a quien pertenecía la joven ahora no parecía interesarse por el bebé, pero Corrière intervino.
—Un momento, un momento, así no se hacen las cosas, ella no puede regalar la criatura. Monsieur Carbot, ya sabe que el Code Noir nos obliga a dejar a los niños con sus madres… Me van a multar…
Carbot rio.
—Ya no es suya. —Bonnie sintió un escalofrío al oír la voz del hombre—. Ahora es mía, ¿verdad, bonita mía…? Sí, Belle. Belle es un nombre que te sienta bien. Entonces, Belle… —prosiguió, haciendo una mueca—. ¿Dices que la niña no es tuya?
Por el rostro de la joven pasó una expresión de aflicción y repugnancia hacia ese hombre. Había decidido separarse de Namelok y ahora tenía que renegar de su condición de madre.
Bonnie hizo un esfuerzo.
—No —dijo—. Es… es mía… Ella… ella solo ha cuidado de mi bebé. Y ahora… ahora nosotros hemos venido a recogerla.
Tenía la voz ahogada y temblaba de miedo. ¿Qué sucedería si el doctor no quería a la niña?
Corrière volvió a sonreír sarcástico.
—¿Es así, monsieur? ¿Ha estado mi esclava cuidando de su cría sin cobrar? —Frotó los dedos pulgar e índice pidiendo dinero.
Bonnie nunca había visto a Victor Dufresne tan furioso. En los ojos del dulce médico había odio. Pero se dominó fríamente. Volvió a abrir la bolsa, sacó un par de billetes y los tiró a los pies de Corrière.
—Esto será suficiente por una hora de su esclava. Y ahora coge tu bebé y vámonos, Bonnie. Antes de que yo…
Victor no concluyó la frase. Él mismo se horrorizaba de la imagen que se había formado en su mente: Corrière, gritando y retorciéndose de dolor después de que un esclavo le hubiera echado veneno en la comida. El médico no había podido remediarlo. De repente entendió a François Macandal y las personas que mataban en su nombre.
Mientras pugnaba por sofocar tales pensamientos, miró hacia la tarima. La madre de Namelok miraba a su hija como si quisiera grabar para siempre su imagen en su memoria.
—¡Au revoir, madame! —susurró Victor—. La niña estará bien. ¡Que tenga usted mucha suerte!
La africana no respondió. Siguió con una mirada de tristeza infinita a Victor, Bonnie y Namelok, hasta que los tres hubieron desaparecido entre el gentío del mercado.
Habían llevado al mercado a Jefe y los hombres a los que estaba encadenado cuando despuntaba el día, mientras Marie todavía preparaba a Bonnie y las otras mujeres para su venta. A esas horas todavía no había muchos curiosos, pero sí compradores serios. Las grandes plantaciones enviaban a sus ojeadores, en su mayoría vigilantes que por regla general poseían una larga experiencia. De vez en cuando asistían los propios hacendados. Ninguno de esos hombres hablaba demasiado mientras escogía, y cuando lo hacía, solo con el tratante. Los compradores trataban a los esclavos como si fueran ganado, palpaban sus músculos, examinaban sus espaldas y con un lacónico gesto del látigo les indicaban que abrieran la boca para estudiarles la dentadura. Si alguno no obedecía, le golpeaban, no fuerte —pues no tenían intención de dañar la propiedad ajena—, pero sí lo suficiente para que el esclavo apretase los labios.
Jefe se ganó unos cuantos golpes de este tipo antes de que el comerciante, un conocido de Corrière al que este había llamado Pastis, mirase al esclavo y le azotara con el látigo en la espalda. Después, Jefe se sometió, ardiendo de ira, un sentimiento que también se reflejaba en tres de su grupo; en los cuatro restantes solo había mera resignación. El fornido negro no entendió toda la conversación entre el tratante y su cliente, pero sí que había otros compradores que intentaban negociar. Esos solo se llevarían esclavos sumisos, pues sabían que trabajadores como el antes pirata acababan dando problemas.
—¡Y siempre a punto de escaparse! —le dijo uno al otro—. A estos les quitas un minuto el ojo de encima y ya están camino de las montañas.
Pastis, no obstante, opinaba lo contrario:
—Estos no se largan, se lo aseguro. No tienen ganas de morir. Mírelos… —Levantó el cabello largo de un esclavo y Jefe contuvo el aliento al ver que el hombre no tenía orejas. Y la cicatriz de una quemadura le brillaba en un hombro—. La próxima vez le cortarán los tendones, y a eso no se arriesgará.
—Pero entonces no me serviría ni para cuidar las vacas —se burló otro—. O sea, ya no valdrá para nada pero seguirá comiendo…
—Descuide, ¡no se arriesgará! —aseguró el tratante—. Y los otros tampoco. Por eso los mezclamos. Los otros ven la suerte corrida por su compañero y tienen miedo.
—¿Intentaste fugarte? —preguntó en voz baja Jefe al hombre sin orejas, que enseguida se había cubierto las cicatrices con el cabello.
El esclavo asintió.
—Hace un mes, pensar que yo haber conseguido. Pero descubierto. Yo buscar campamento de Macandal, pero preguntar a gente equivocada… —Hizo un gesto de resignación. Al parecer se había topado con un soplón—. Segunda vez solo dos semanas. Por eso no cortar tendones. Mèz muy compasivo… —ironizó—. No mutilar Pierrot, solo venderlo…
Jefe arqueó las cejas. La «compasión» del amo era perversa: un hombre con los tendones de Aquiles cortados no servía para nada, mientras que un trabajador apto aportaba algo aunque fuera conocido por su rebeldía.
Pero no hubo que esperar mucho para que apareciese una persona interesada en el grupo de fornidos esclavos. El hombre era alto y flaco, de fríos ojos azules como el acero. Llevaba una espada y un mosquete en el cinturón y, cómo no, empuñaba un látigo.
—Buenos cuerpos, tocados de la cabeza —dijo lacónicamente y matizando su oferta al tratante—. Espero una sensible rebaja.
El tratante repitió sus argumentos, pero el hombre se mantuvo en sus trece.
—De que no se escapen ya me encargaré yo —respondió tranquilamente—. Pero exigirán esfuerzo y eso hay que deducirlo del precio. Mi señor no tiene nada que regalar. En fin, ¿qué le parece esto? —Escribió una suma en una hoja de papel y se la tendió a Pastis.
Este empezó a lamentarse, cosa que el interesado esperaba.
—Bien, volveré después —señaló, sin hacer otra oferta.
Pastis corrió tras él y las negociaciones prosiguieron a una distancia que los esclavos no alcanzaban a oír. Al final, el hombre se fue.
—Esto bien. Este dar miedo a mí —murmuró el esclavo más joven. Parecía dócil, pero un poco lerdo.
—No uno mejor y otro peor. Todos peor —resumió Pierrot, según su propia experiencia con los hacendados.
Que Jefe le hubiese preguntado acerca de la fuga había roto el hielo, los hombres parecían dispuestos a hablar. Pero solo hasta que volvió el tratante.
—¡A callar! Aquí estáis para que os vean, no para que os oigan.
Un breve restallido del látigo hizo enmudecer de nuevo a los esclavos. Jefe y Pierrot solo callaban cuando el tratante vigilaba, y luego reanudaban en voz baja la conversación. Los demás no osaron volver a abrir la boca, mientras Pastis ofrecía elocuentemente su mercancía a dos hacendados. Pero ninguno se mostró interesado en especial.
—No me interesan, teniendo en cuenta que ya han intentado escapar —explicó uno de ellos—. Si bien quedan escarmentados y ya no tratan de huir otra vez, Macandal anda por aquí y les incita a la violencia…
—¿Quién es Macandal? —preguntó Jefe a su camarada de pesares. Ya habían citado el nombre anteriormente.
Pero antes de que Pierrot pudiera contestar volvió a aparecer el tipo flaco que antes había hecho una oferta. Para entonces, seis esclavos encadenados lo seguían sumisamente, y también a uno de ellos le faltaban las orejas.
—¿Y bien? ¿Se lo ha pensado? —preguntó al tratante.
Pastis resopló con resignación.
—Si paga cincuenta…
El interesado sacudió la cabeza.
—Pagaré treinta —anunció—. Y es mi última oferta. Si escucho la palabra cuarenta, me voy.
Pastis calló y se dispuso a soltar las cadenas cogidas a una argolla empotrada en el suelo del tenderete. Aun así, el grupo se mantuvo unido por los grilletes.
—Aquí los tiene —señaló malhumorado—. Que sea usted feliz.
El hombre sonrió burlón.
—Los hombres tendrán una vida larga y feliz. Bien, chicos, ahora decid: «Bonjour, mèz Oublier, y gracias por dejarnos trabajar en Roche aux Brumes».
Jefe miró a su comprador sin dar crédito. Pierrot escupió en el suelo. El látigo de Oublier le fustigó de inmediato. Una raya roja cruzó el rostro del corpulento negro.
—¡Empieza tú!
Golpeó tres veces más hasta que Pierrot hubo repetido la frase.
—¡Ahora tú! —Oublier se volvió hacia Jefe.
—No sé francés —mintió Jefe, pues lo había aprendido a bordo del Mermaid. Su maestro de esgrima, un pirata llamado Javert, le había enseñado lo imprescindible para comunicarse.
—¡Pues lo aprendes ahora!
El látigo restalló en el aire y Jefe vaciló presa de un súbito dolor. Nunca le habían azotado con el látigo y siempre había pensado que la humillación sería más dolorosa que la herida. La destreza de Oublier le demostró que estaba equivocado. Levantó la mano para limpiarse la sangre del rostro y dio un paso atrás asustado cuando el siguiente azote le dio en los dedos.
—Estoy esperando…
—Dilo sin más —susurró Pierrot sin mover los labios.
—Bonjour, mèz… —Jefe nunca se había avergonzado tanto ni sentido tan furioso como en ese momento. Algún día se vengaría de ese bastardo…
—¡Otra vez, muchacho, no suena muy auténtico!
Oublier levantó el látigo y Jefe repitió las palabras.
—A ver, ¿y tú?
El más joven del grupo estaba tan asustado que se atascó dos veces. También él recibió azotes, pero no tan inmisericorde como sus predecesores. Oublier dominaba su tarea, sabía exactamente con cuánta dureza golpear en cada caso. Los demás repitieron las palabras con el entusiasmo adecuado. Oublier se mostró satisfecho.
—Bien, chicos, vámonos —ordenó a sus nuevos hombres.
Los seis esclavos que se acababan de sentar resignados, mirando tercamente al suelo, se levantaron. Jefe también distinguió en sus rostros las huellas del látigo.
—Nos espera un largo camino. Voy a buscar mi caballo al establo público y nos ponemos en marcha.
Oublier y su séquito ya estaban en la carretera que conducía hacia el este mucho antes de que Bonnie recorriera el mercado.
Victor llevó a Bonnie y al bebé a la cocina, donde estaban Sabine y Amali. Eran las once. De hecho, ya hacía rato que Deirdre debería haber llamado a la doncella para que la ayudara a vestir y la acompañara a visitar conocidos o de compras, pero últimamente la señora se quedaba horas en la cama. No solía dormir, tan solo miraba taciturna la pared.
—¡Mon Dieu! —Sabine fue la primera que reconoció a Bonnie—. ¡La pequeña! ¿De dónde sales? Y… ma chère, ¿qué te han hecho? —Miró el vestido desgarrado de la recién llegada. Con la capa había envuelto a Namelok.
Amali no estaba menos atónita, pero enseguida sacó sus conclusiones por el aspecto de Bonnie y las ejecuciones del día anterior.
—Bonnie… y los piratas. Era tu barco, ¿verdad? Y a ti… a ti te han perdonado porque eres muy joven, ¿verdad? Por todos los cielos, Bonnie… ¿Qué ha pasado con…?
Se interrumpió. Seguro que era mejor no preguntar por César en presencia de Victor. Y ella misma podía imaginarse la respuesta. Sin duda había más de veinte hombres en la tripulación del barco pirata. César tenía que haber muerto combatiendo contra los soldados.
—Me… me perdonaron la vida porque soy negra —susurró Bonnie. La palabra «perdonaron» no quería salir de sus labios.
—La he encontrado en el mercado de los esclavos y la he comprado —explicó brevemente Victor—. Si alguien puede conseguirle algo de ropa decente…
La cocinera se levantó de inmediato. Era evidente que se alegraba del regreso de Bonnie. A Sabine le caía muy bien y además, con la compra de la chica, se cumpliría su deseo de que hubiera otra esclava más en la cocina. Pero en ese momento descubrió al bebé en los brazos de Bonnie.
—¿Y esto qué es? —preguntó desconcertada.
La muchacha, que durante todo el camino había estrechado a Namelok contra sí, pero no la había mirado ni hablado, contempló a la niña como si la viera por vez primera.
—Es… —balbuceó— es mi hija. —Luego se la tendió a Amali y rompió a llorar.
Entretanto, Victor había visto que delante de la sala de consulta esperaban tres pacientes. Leon, que también colaboraba gustoso fuera del establo, les había servido refrescos y bromeaba con ellos. El médico los oyó reír, Leon era un conversador nato. En Nouveau Brissac había formado parte de un grupo de músicos y actores que organizaban funciones, sobre todo en Navidad. Ahora acortaba el tiempo de espera de los pacientes de Victor: su ayuda resultaba muy valiosa cuando el médico no podía empezar puntualmente la hora de visitas debido a alguna urgencia. Antes, las personas que lo esperaban se mostraban disgustadas cuando por fin aparecía. Después de que Leon bromeara con los hombres, halagara a las mujeres y jugase con los niños, la mayoría lucía una sonrisa.
El joven negro saludó con alivio a su señor. Las visitas llevaban más de una hora esperando. El joven doctor suspiró reconfortado. La consulta constituía una buena razón para dejar a Bonnie y los demás negros a su aire, evitando así tener que consolar a la llorosa muchacha y explicar a Sabine y Amali lo del bebé.
Victor se retiró pues con sus pacientes, mientras Amali conducía a Bonnie al alojamiento del servicio, le llevaba agua para lavarse y le buscaba su viejo vestido. Sabine se ocupó del bebé, calentó leche y llenó el antiguo biberón de Libby.
Cuando Amali y Bonnie regresaron a la cocina, Namelok estaba la mar de contenta en brazos del corpulento Leon, que le daba el biberón al tiempo que resplandecía de satisfacción.
—¡Qué bebé tan dulce! ¡Y es igual que Natalie!
—¿Quién es Natalie? —preguntó Bonnie, aunque lo que quería saber en realidad era quién era ese hombre.
En un principio se había llevado un susto al ver la espalda ancha y la estatura del joven. ¿Jefe? No, claro que no. De cerca, Leon no se parecía en nada a Jefe: su rostro era más bien redondo y dulce, su mirada era serena y en sus ojos no había ningún brillo feroz. A menudo, Jefe le recordaba a una pantera, mientras que ese hombre le hacía pensar en un oso.
—Hija de la amiga de Leon en la plantación de mèz Dufresne —contestó el mozo de cuadra tranquilamente—. Y es igual que este bebé. ¿Es tuyo?
El negro parecía sorprendido por la falta de parecido entre Namelok y su supuesta madre, pero enseguida volvió a sonreír. Bonnie oscilaba entre la alegría y el pánico. Era extraño que un hombre la mirase con tanta amabilidad. Tras su experiencia de esa mañana no podía creer en la inocencia de una sonrisa.
Bonnie cogió casi con gesto posesivo al bebé de los brazos de Leon para seguir dándole el biberón. Era su primer intento, nunca lo había hecho.
—Es niña —contestó, y sonrió cuando Namelok dejó de chupar y la miró—. Llamarse Namelok.
—¿Cómo? —preguntó Sabine.
—¡No poder ser! —exclamó Leon.
Una inesperada emoción le hizo dar un respingo y se acercó a Bonnie para observar a la niña con mayor detenimiento. Sus movimientos eran elásticos, algo más que recordaba a Jefe, pero en Leon evocaban más a un bailarín que a un guerrero.
—¡Grande casualidad! Mi amiga Sankau también querer llamar a su bebé Namelok. Porque bebé bonito y Namelok significa «precioso». Pero mèz no permitir porque no saber pronunciar nombre africano. Él llamar «Natalie».
Amali comprendió de repente.
—Leon, ¿sabes de qué raza es Sankau? Venir de África, ¿no?
Leon asintió.
—Ella siempre decir masai. Distintos de aspecto. Negros y muy delgados, ella…
Amali y Sabine escuchaban con interés y Bonnie asentía. Al parecer, Sankau pertenecía a la misma tribu que la madre de Namelok. Con ello se resolvía el enigma de la procedencia de Namelok; más tarde sería viable explicarle dónde se hallaban sus raíces africanas. Incluso aunque nunca supiese el nombre de su madre biológica.
—Ahora ella mi hija —anunció Bonnie con resolución a Leon—. Aunque todos sorprendidos de que yo tengo niña tan bonita.
Leon volvió a sonreírle.
—¿Por qué sorprendidos? Tú también chica bonita.
Bonnie se lo quedó mirando.
—¡Y tú un mentiroso! —exclamó. El mismo cumplido le había dicho Corrière esa mañana en el mercado de los esclavos.
El negro parecía afectado por su dura réplica.
—Yo no mentiroso —advirtió con aire cordial pero decidido—. A Leon gustar las personas. Para mí casi todas personas ser guapas si también amables. —Parecía sincero.
Bonnie se precipitó fuera. No podía ser que estuviera llorando otra vez.
En el patio, entre la casa y los alojamientos de los esclavos tropezó con Victor. El médico había atendido a sus pacientes y parecía contento de ver a la muchacha.
—Bonnie, aquí estás. Ahora iba a buscarte. ¿Qué te parece, subimos y le deseamos un buen día a la señora? Y llevas a Namelok. Muy bien, así podrás enseñársela ahora mismo.
Esperaba que el bebé ejerciera una influencia positiva en Deirdre. Al menos al principio había adorado a Libby. No obstante, tal vez agravaría la depresión el hecho de que también ahora Bonnie tuviese un bebé… un niño adoptado. A Victor le rondaba la idea de adoptar. En caso de que él no engendrara un hijo y Deirdre no pudiera tenerlos, quizá podrían dedicar su tiempo y su amor a un niño ajeno.
Deirdre estaba sentada delante del espejo del vestidor, pasándose indecisa el cepillo por el cabello. Debería haber llamado a Amali, pero con ella habría tenido que charlar y eso le resultaba muy molesto. Prefería estar sola e inmersa en sus pensamientos. Pensamientos en torno a una salida en bote en la playa, a un paseo a caballo bajo la lluvia, a la sinuosa musculatura de César bajo la camisa mojada… De vez en cuando pensaba también en lo culpable que se sentía respecto a Victor. Tenía que esforzarse por ser amable con él y a veces rebuscaba en su interior ese amor profundo que tan solo unos meses antes le profesaba. Pero ahora se sentía vacía, se diría que el mundo que la rodeaba estaba cubierto de un velo negro y no tenía fuerzas para percibir nada.
Cuando Victor abrió la puerta, Deirdre se volvió sorprendida. No había contado con verlo a esa hora. Si alguien solía aparecer era Amali para convencerla de que emprendiese esta o aquella actividad. Pero ella solía llamar a la puerta.
Se esforzó por dedicarle una sonrisa a su marido, pero esta se apagó de golpe al ver a Bonnie.
—¿Tú? —boqueó—. ¿De… de dónde vienes? —Inspiró hondo. ¿Habrían vuelto los dos? Deirdre miró a Bonnie con ojos esperanzados—. ¿Dónde… dónde está César?
Bonnie hizo una reverencia intimidada.
—Vendido —respondió—. Nosotros… nosotros estuvimos en el mercado de los esclavos. Y… y monsieur Victor me encontró y me compró, pero…
Se sobresaltó cuando los ojos llameantes de Deirdre pasaron de la alegría a la incredulidad a través del miedo y luego se volvieron iracundos. La mirada de la joven fue de Bonnie a su marido.
—¿Que tú has… has…? —le preguntó con voz sofocada antes de recobrar el aliento y convirtiendo su titubeo en una exclamación de furiosa incredulidad—. ¡Estaban los dos en el mercado, pero ¿la has comprado a ella y lo has dejado a él?! ¿Has permitido que otro… otro se lo quede? ¡Te odio!