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Deirdre experimentaba sentimientos contradictorios desde que Jefe la había abandonado. Empezó con el intenso dolor de la pérdida, que enseguida se transformó en cólera porque él ni se había despedido. De la cólera surgió la tristeza y últimamente un profundo temor. Creía que César la amaba y que solo había vuelto al Mermaid para hacerse rico y estar luego en situación de ofrecerle una vida acorde a su nivel. Así pues, tal como lo veía ella, el joven correría grandes peligros. Temblaba de miedo solo de pensarlo.

Durante el día conseguía distraerse, pero por las noches permanecía despierta durante horas imaginándose lo que podía pasarle a su amado durante tormentas, combates navales, abordajes y reyertas tabernarias. Estaba inquieta e intranquila, y lo transmitía a su entorno. Amali, e incluso Nafia, eran incapaces de complacerla: a veces, a lo largo de la mañana cambiaba tres veces el menú de la cena con invitados de la noche. Y su matrimonio con Victor se precipitó a una grave crisis.

Paradójicamente, la separación con su amante condujo a que perdiera el gusto por las caricias de su marido e incluso la gentileza de soportarlas. Mientras engañaba a Victor, había estado equilibrada y contenta, tan rebosante de pasión y deseo que estos alcanzaban también para el médico. Ahora, sin embargo, la exasperaba que este la abrazase, la elogiase o la animase a disfrutar de ingenuas diversiones. Alguna veces tenía que reprimirse para no echarle en cara que fuera él y no César quien estaba allí, que él estuviera en un lugar seguro mientras la vida de César corría peligro. Sabía que era injusto y que hería a Victor con su actitud. Así que intentaba reprimirse en la medida de lo posible. Pero Deirdre no sabía mentir. Su marido no la creía cuando ella se disculpaba diciendo que le dolía la cabeza o que tenía la regla, y también se daba cuenta de que ella se retiraba antes a su habitación en lugar de pasar las tardes con él. El joven percibía que estaba deprimida, pero lo atribuía a que seguía sin quedarse encinta. Era lógico, pues, que pusiera todo su empeño en solventar cuanto antes la situación.

Victor hacía todo lo que estaba en su mano para que su esposa fuera dichosa. Una y otra vez abandonaba su trabajo y pasaba fines de semana con ella en Nouveau Brissac. La acompañaba en sus paseos a caballo y acudían juntos a los bailes de los hacendados. La buena sociedad de la región por fin se había recuperado de la violenta muerte de los Courbain y sus miembros, desde la boda de Gérôme Dufresne con Yvette Courbain, celebraban de nuevo fastuosas fiestas. El hermano de Victor había alcanzado su objetivo. A través de la unión con la heredera, se convertía en señor de una extensa plantación de café, con más de doscientos esclavos y lindante con la de su padre. La familia Dufresne pertenecía, por fin, al grupo de hacendados más ricos de Saint-Domingue.

Victor dejó que Deirdre encargara un vestido de ensueño para la boda y todos encontraron que la esposa del médico aventajaba a la novia en todos los aspectos. Deirdre sonreía como era debido y conversaba cordialmente con la gente; sin embargo, su humor no cambió y ya al día siguiente le montó una escena terrible a su marido cuando este tuvo que dejarla sola por el aviso de que una nueva familia había sido envenenada.

—¡Seguro que anoche se dieron un atracón! —espetó enfadada—. ¡Y ahora tienes que pasarte medio día fuera otra vez para tratarles una indigestión! Ojalá atrapen de una vez a ese Macandal…

Victor no creía que eso fuera a mejorar su actual crisis matrimonial, pero daba la razón a Deirdre, aunque sentía cierta simpatía por los revolucionarios negros. Entendía que los esclavos lucharan por su libertad y que muchos odiasen a sus señores. A fin de cuentas, los hacendados solían darles sobradas razones para ello. Aun así no disculpaba los métodos de Macandal: Victor consideraba que el asesinato por envenenamiento era un acto imperdonable, además de inútil.

Por el momento no parecía que la captura del envenenador fuera algo inminente, aunque a esas alturas los blancos ya sabían más sobre Macandal. Por lo visto, al principio no había llamado la atención por los envenenamientos, sino por estar involucrado en los brutales ataques que los cimarrones habían realizado en las plantaciones de Port-au-Prince. No diferían demasiado de saqueos similares en otras islas: negros libertos y clandestinos y esclavos fugitivos que se atrincheraban en las montañas y asaltaban plantaciones para robar oro, joyas, herramientas y ganado. Los saqueos eran tan inesperados para los esclavos de las plantaciones como para los hacendados, el personal doméstico moría al igual que sus señores, y las casas eran incendiadas. Los asaltantes casi siempre se habían marchado antes de que los esclavos del campo, en sus retirados barrios, se percataran de nada. Estos no intentaban escapar, pero si querían unirse a los cimarrones eran bienvenidos. De todos modos, no eran muchos. Incluso la Abuela Nanny en Jamaica, a quien se consideraba la gran libertadora de esclavos, había abierto las puertas a la libertad a más de doscientos hombres y mujeres durante sus numerosos saqueos.

Pero en algún momento había cambiado la forma de proceder de Macandal. El cabecilla cimarrón había pasado de ser un ladrón a ser un agitador: visitaba a escondidas los barrios de los esclavos y exhortaba a la revolución. Convencía a la gente para que se pusiese de su parte y así preparaba los ataques a los hacendados. Los negros sentían que alguien se preocupaba por ellos y lo ayudaban gustosos, pero Macandal no aspiraba a conseguir pequeños éxitos como la liberación de unos cientos de esclavos; su objetivo era sembrar el terror entre los blancos. Por lo visto, esperaba el día en que el temor les empujara a abolir la esclavitud. Los hacendados, en efecto, ya temblaban de miedo, pero de momento no se hablaba de cambios legislativos. En lugar de ello, cada vez se castigaba con mayor dureza la rebeldía y se prohibían más diversiones a los esclavos. Para entonces, se permitían las visitas de los pacotilleurs solo si estaba presente un vigilante. El ambiente entre señores y esclavos era cada vez más tenso, pero cuando Victor lo señaló y recomendó una estrategia distinta, sus padres, hermanos y vecinos se lo recriminaron como si hubiese defendido a Macandal.

—Hay indicios de que los crímenes van dirigidos a los hacendados que imponen normas severas —sostenía el médico ante la comunidad—. Tiene que haber un notable odio para que las cocineras negras envenenen a los niños pequeños.

—Históricamente, los cimarrones matan a negros del servicio doméstico para que no vayan en busca de ayuda —intervenía Deirdre cuando tenía energía suficiente para pelearse—. La mayor parte de los grandes alzamientos de esclavos fue frustrada por sirvientes domésticos leales.

Esto era un hecho, pero los Dufresne y sus vecinos no querían saber nada al respecto. Y Macandal cada vez actuaba de manera más efectiva. Debía de saber mucho sobre la elaboración de venenos, pues sus métodos eran muy eficaces. Ahora, el veneno tardaba más en obrar efecto y, por lo general, los afectados comenzaban a sentir los cólicos estomacales durante la noche. Cuando por la mañana se emprendía la búsqueda de los culpables que pertenecían al servicio doméstico, estos ya hacía mucho que habían huido a las montañas. Y era probable que la organización de Macandal les facilitara ayuda para fugarse. Sin embargo, no volvió a repetirse ningún caso como el de la esclava Assam. Los culpables —o los presuntos culpables— desaparecían sin dejar huella.

—Y lo peor es que no podemos estar seguros de que los demás negros de la casa sean realmente inocentes —despotricaba Gérôme Dufresne. Su primer acto como señor de la plantación de su mujer había consistido en degradar a todo el personal doméstico de los Courbain, poniéndolos a trabajar en los campos de cultivo—. Es posible que estén al corriente de todo, pero que culpen al que ha huido y luego planeen el siguiente ataque.

—Y con ello alcanza un nivel más alto la manía persecutoria general —suspiró Victor, mirando a los invitados de su familia para la cena—. En lugar de entregar salvoconductos a vuestros criados más leales y darles a los demás esperanzas fundadas. Entonces quizás alguno se os escapara para probar suerte en la ciudad, pero seguro que no os envenenaría.

Esas discusiones infructuosas le quitaban a Victor las ganas de visitar la plantación de su familia, al igual que las fastidiosas consultas de los pusilánimes hacendados. En realidad solo iba a Nouveau Brissac porque Deirdre así lo quería, y por fin se acordó de pedirle a su padre que le cediera un mozo de cuadra que dispensara a Amali del duro trabajo en el establo y acompañara a su esposa en sus paseos a caballo por Cap-Français. Dufresne le cedió gustoso a Leon, un hombretón dulce y negro como el carbón, de voz profunda y sonora y un carácter siempre alegre. El joven fue a la ciudad de buen grado, era sociable y un músico dotado que entretenía por las noches a Sabine, Amali y a la fascinada Nafia con canciones y batiendo el tambor. Dio pruebas de ser digno de confianza y de adaptarse a cualquier trabajo, y también se encargaba de las labores domésticas, aunque era un cochero y mozo de cuadra instruido. Victor estaba contentísimo con Leon, quien se iba integrando fácil y alegremente en casa del doctor. Sin embargo, la esperanza de que también Deirdre simpatizara con el joven no se cumplió. A ella no parecía gustarle el recién llegado, siempre le encontraba algún defecto; aunque sabía mucho más de caballos, le gustaban los animales y montaba mucho mejor que el desaparecido César.

Jefe y Bonnie no permanecieron solos por mucho tiempo en la celda de la gendarmería. Poco después de las ejecuciones pasó a recogerlos un tratante de esclavos. El hombre, un blanco grosero que a Bonnie le recordó al backra Dayton, miró a Jefe con satisfacción y a Bonnie con desinterés.

—¡Uno es un buen mozo! —dijo al gendarme que lo había acompañado—. Pero para el pequeño no hay mucho, seguro que en los campos no hace gran cosa. Bueno, qué le vamos a hacer. Y ahora, desnudaos, vosotros dos.

El tratante se volvió hacia los dos negros y les lanzó la ropa con que se ponía a la venta a los hombres esclavos: pantalones de lino blancos y anchos. El torso solía quedar al desnudo, pues los compradores querían comprobar la musculatura. También les interesaba ver si en la espalda tenían cicatrices de los latigazos. La rebeldía bajaba el precio.

—¿Vais a tardar mucho? —preguntó el tratante, amenazándoles con el látigo.

Jefe miraba como paralizado a Bonnie, que mantenía la vista clavada en el suelo. Al final se decidió, se quitó la camisa por la cabeza y se desprendió de los pantalones. Bonnie aflojó vacilante la cinta de su pantalón, bajo el cual llevaba un calzón corto.

—¡Desnudaos del todo! —bramó el comerciante—. ¡Todo, desgraciados, quiero ver carne negra al desnudo! No vaya a ser que escondáis algún cuchillo.

Jefe se quedó sin pantalones y en pie frente a los hombres tal como había llegado al mundo. El tratante soltó un silbido de reconocimiento entre los dientes. Bonnie cruzó vacilante los brazos delante del pecho y al final se sacó la camisa por la cabeza también.

Fue el gendarme el primero que cayó en la cuenta de sus pechos.

—Corrière, ¡no me lo puedo creer! ¡Mira!

El tratante pasó la mirada de Jefe a Bonnie y se quedó helado.

—¡Es… es increíble! ¡Sácate los pantalones, pequeña! ¡Queremos ver si eres una chica o un hermafrodita!

Con un rápido golpe de cuchillo cortó la cinta que sujetaba los calzones de Bonnie. La muchacha gimió cuando la última prenda que le quedaba resbaló al suelo.

Los hombres se la quedaron mirando sin dar crédito.

—¿Estaba en el barco pirata? —preguntó Corrière—. ¿No hay duda posible? Siempre me había imaginado distinta a la novia de un pirata. —Sus miradas se deslizaron por la reseca figura de Bonnie, sus pequeños pechos y su escaso vello.

—¡Novia de quién! —Rio el gendarme—. ¡Esta se encargaba de un cañón! Mira, lee: «Bobbie: primer cañonero». —Tendió al tratante la lista con los nombres y las ocupaciones de los piratas—. ¿Todos creían que eras un chico, pequeña? ¿Engañaste a toda la tripulación?

Bonnie asintió con la cabeza baja. Al gendarme casi le daba pena.

—¿Cómo te llamas en realidad? —preguntó con amabilidad.

—Bonnie —dijo ella en voz baja. Intentaba taparse con las manos los pechos y el sexo—. Por favor…

Corrière entendió.

—Está bien, niña, te busco un vestidito —dijo condescendiente, guiñándole un ojo al gendarme—. No vaya a ser que a alguien se le ocurra hacer una tontería. Qué cosas… —Sacudiendo la cabeza, se marchó de la celda, no sin antes darse media vuelta—. Y los encierras en celdas separadas —indicó al gendarme—. ¡A ver si al final nos quedamos con tres!

Bonnie había vuelto a vestirse provisionalmente antes de que el gendarme la condujera por el pasillo. De buena mañana, el calabozo de mujeres estaba vacío. Por la tarde se llenaría de rameras del puerto que alborotaban o robaban a algún cliente, pero ahora la jovencita lo tenía para ella sola. Se ovilló en un rincón llorando en silencio. No es que tuviera frío, incluso en una mazmorra hacía calor en La Española, pero estaba muerta de vergüenza. Y ahora todo volvería a empezar. La venderían a alguien que no podría permitirse una esclava mejor. Bonnie no se hacía ilusiones sobre su valor de mercado. No poseía ninguna habilidad especial y tampoco era fuerte ni bonita. De nada le servía saber leer y escribir, estaba prohibido a los esclavos. Su único mérito era ser joven: eso atraía sobre todo a viejos viciosos como Dayton.

Bonnie se preguntaba si no habría sido mejor morir en el cadalso.

Corrière apareció poco después con un vestido azul y desgastado por el uso que le iba demasiado grande. La observó vestirse y suspiró cuando descubrió que ese cuerpo delgado y poco maduro estaba, encima, lleno de cicatrices.

—¿Cuándo… cuándo… nos venderá? —balbuceó Bonnie.

Su francés no era muy bueno. Sin embargo, entendía gran parte del patois que los esclavos y mulatos de la isla hablaban, en el barco del capitán Seegall habían coincidido distintas nacionalidades y todos habían aprendido algo del idioma del otro. Aun así sus conocimientos eran muy limitados.

Corrière se frotó la frente.

—Esta mocosa es flaca, fea y encima ni siquiera sabe hablar como Dios manda —musitó para sí—. Si alguien te compra, podré dar gracias al cielo… En cualquier caso, hasta mañana no hay mercado. Ahora ven conmigo, tengo una casa aquí donde podrás dormir. A lo mejor Marie te puede arreglar un poco… al menos para que no se te vea tan poca cosa.

Bonnie lo siguió intimidada. No tenía ni idea de cómo conseguiría esa Marie ponerla guapa para el día siguiente, pero esperaba poder hablar con Jefe en casa de Corrière.

Sin embargo, eso no sucedió. Un gendarme condujo a Jefe encadenado y a Bonnie se le permitió acompañar a Corrière sin ataduras. Resultó imposible intercambiar palabra alguna. Llegados a la sórdida casa de madera del puerto, el tratante destinó a la chica a una especie de celda donde había otras mujeres negras. Bonnie vio que a Jefe solo le quitaron las cadenas para ponerle grilletes en los tobillos. Pasó la noche encadenado a otros esclavos, todos de una constitución física similar. Tal vez Corrière planeaba venderlos como grupo a un hacendado. Dos de los hombres mostraban profundas cicatrices producidas por el látigo, pero no parecían resignados, sino más bien iracundos ante el destino que les esperaba. Por separado seguro que no se venderían, pero junto a esclavos supuestamente dóciles podrían alcanzar precios razonables.

Bonnie anduvo a tientas por el recinto en que se apretujaban ella y otras veinte desconocidas. El hedor que surgía del rincón con el cubo para evacuar era horroroso, aunque, salvo por eso, el lugar estaba limpio. Había también unos jergones para dormir, insuficientes para todas. Bonnie se buscó un rincón más o menos desocupado y se acurrucó en el suelo. Al entrar había musitado un saludo, pero nadie le había contestado y ninguna mujer parecía interesada en entablar una conversación. La mayoría se limitaba a mirar al frente, como Jefe en los días previos; solo una mujer y una chica joven se abrazaban y lloraban en silencio: madre e hija que seguramente venderían por separado al día siguiente. Otra joven negra sostenía un bebé en brazos; era extraordinariamente hermosa y Bonnie le encontró cierta semejanza con Máanu, aunque era más exótica. Bonnie nunca había visto a una mujer tan esbelta y nervuda. La joven tenía un cuello largo y la nariz no era ancha como la de la mayoría de negros, sino fina, y la frente alta. Sin embargo, no parecía mestiza, sino más bien miembro de una raza que debía proceder de otra parte de África que los antepasados de Bonnie. Le llamó la atención que tuviera los lóbulos de las orejas perforados. Ese aspecto inusual se acentuaba todavía más por el hecho de que llevaba el cabello sumamente corto, más incluso que Bonnie.

Sonrió a la exótica negra con timidez y ella contestó con mirada amable, pero sin conseguir sonreír. El bebé, sin embargo, ladeó la boca, lo que le dio un aire tan gracioso que Bonnie se sorprendió sintiendo ganas de cogerlo en brazos.

—¿Niño? —preguntó en francés—. ¿Niña?

Fille —respondió la mujer—. Namelok.

—Namelok, ¿nombre?

La mujer asintió y guardó de nuevo silencio. Bonnie reflexionó si debía decirle algo que la reconfortase. Había oído en casa del doctor que no podían separar a los hijos de la madre antes de que llegasen a la pubertad. A este respecto, las leyes en las colonias francesas eran más benignas que las inglesas. Pero ¿Corrière sería capaz de hacer desaparecer a la pequeña Namelok si alguien le ofrecía una buena suma por la madre sola?

Bonnie no las tenía todas consigo y se sumió en un lóbrego silencio. Hasta que el bebé empezó a lloriquear y la madre se puso a tararear para adormecerlo. La muchacha escuchó su voz profunda y sonora, entonando una triste melodía en una lengua extranjera. La mujer debía de provenir de África y la niña seguramente había nacido en la isla. Ningún niño de pecho sobrevivía al transporte de esclavos transatlántico.

La suave canción adormeció también a Bonnie, ahuyentando las terribles imágenes del día anterior que aparecían ante sus ojos cada vez que bajaba los párpados. Las alegres palabras de despedida de Sánchez, el debatirse contra la muerte de los hombres en la horca, el calabozo vaciándose y la desesperación de Jefe ante la sorprendente salvación de ellos dos: una sinfonía del horror, matizada por la canción de la joven, que en la horrible duermevela desembocaba en un nuevo horror: Bonnie vio a Dayton con la garganta rajada. Corría sangrando por el mercado de esclavos y la buscaba. Cuando por fin la encontraba, la compraba con el dinero que ella había ahorrado para su futura tienda. Después se la llevaba a rastras. Ella reconocía la casa de la playa, los animales de la carnicería… y la cama del backra, todavía empapada de sangre.

Bonnie despertó con un grito cuando sobre el mar se alzó un sol dorado, y se estremeció cuando una sombra se cernió sobre ella. Pero por supuesto no se trataba de un espíritu, sino de una negra grande y de expresión amable.

—Eh, ¿has tenido un mal sueño? —preguntó con una sonrisa. Sobre su brillante rostro redondo resplandecía un turbante rojo—. Es una pena que los dioses no nos regalen al menos sueños felices… ¿Eres tú la chica del barco pirata?

Bonnie asintió y se frotó los ojos.

—Bien, entonces tengo que llevarte. Soy Marie. Cocino para el mèz Corrière y le ayudo con las chicas. Durante años yo misma fui una puta…

—¿Puta? —preguntó Bonnie. Todavía no se había despertado del todo, pero había entendido bien a la mujer y experimentó de nuevo la sensación de que alguien le clavaba un cuchillo en el corazón.

—Sí, cielito… ¿Para qué negarlo? —suspiró Marie—. Tuve suerte de que el señor necesitase una cocinera cuando el burdel de mi amo tuvo que cerrar…

Tiró de Bonnie para que se levantase y la sacó junto con otras tres chicas entre las que se encontraban la niña que sollozaba agarrada a su madre y la africana con el bebé. Bonnie cayó en la cuenta de que las tres eran de una belleza notable. Corrière pretendía ofrecerlas a casas públicas. Por qué también la había elegido a ella era un misterio.

Pero pronto lo averiguaría.