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El Santa Isabel pasó por la islita que había delante de la bahía al día siguiente alrededor de las diez. Debía de haber zarpado del puerto al despuntar la mañana. El Mermaid ya llevaba tiempo listo para emprender la arriesgada maniobra. Con el viento a su favor, el barco pirata salió a toda vela de su escondite, se situó junto a la fraga y disparó de inmediato casi todos sus cañones. Bonnie, que alcanzó con precisión el palo mayor con su munición especial, corrió al siguiente cañón cargado y lo dirigió a la proa del barco. Pero en el último momento se lo pensó mejor y apuntó hacia uno de los grandes cañones que distinguió en la cubierta española. También Rivers y los demás cañoneros realizaron un buen trabajo. Todos recargaron con rapidez para lanzar una segunda andanada cuando el Mermaid estuviera más cerca del Santa Isabel.

Los españoles, no obstante, habían corrido enseguida a los cañones, que ya debían de estar cargados, y lanzaron a sus atacantes una descarga cerrada de plomo, hierro y clavos, pero les faltó la sangre fría para esperar a que el Mermaid estuviera realmente cerca. Por consiguiente, casi toda su lluvia mortífera cayó en el agua, y recargar los pesados cañones requería tiempo. Así pues, no había que registrar ningún impacto en la cubierta del Mermaid cuando Sánchez gritó «¡Al abordaje!»; el barco pirata solo se estremecía bajo los impactos en la parte inferior, aunque no escoraba ni había entradas de agua importantes; el Santa Isabel, por el contrario, estaba paralizado.

Bonnie nunca había creído que su plan saliera bien a la primera. Siguió disparando a las troneras de las que surgían los cañones enemigos, mientras Sánchez y sus hombres se lanzaban al combate en la cubierta del Santa Isabel. Como era de esperar, se enfrentaban a hombres experimentados, pero la fragata no llevaba una dotación tan competente como Sánchez había previsto. Bonnie supuso que una parte de los hombres ya habían muerto a causa de los disparos previos. Ella misma y sus ayudantes habían alcanzado las cañoneras directamente o en los alrededores. Bonnie distinguió el resplandor de un incendio en el interior del barco, y oyó explosiones. Era evidente que la pólvora de los cañones se había encendido, así que habría pocos supervivientes. Y si se tenía en cuenta que para recargar unos cañones tan pesados eran necesarios hasta media docena de hombres…

En cualquier caso, para los bravos piratas del Mermaid no fue demasiado trabajoso abordar el Santa Isabel. Jefe peleaba sañudo como siempre, Sánchez esgrimía la espada con elegancia y el capitán Seegall abatía un rival tras otro con un brío casi juvenil.

—¡Los estamos derrotando! —gritó Bonnie incrédula a los otros cañoneros y sus ayudantes—. ¡Al menos eso parece!

No solo lo parecía. El fragor de la batalla todavía no se había apagado del todo en la cubierta cuando los primeros piratas sacaron a rastras unos arcones llenos de oro de la bodega del Santa Isabel. El capitán los había enviado abajo para que apagasen el fuego y no habían podido esperar para examinar la carga. Tenían que cerciorarse…

—¡Oro!

Jefe revolvió con las manos ensangrentadas las relucientes monedas de un saco, Sánchez agitó con gritos jubilosos dos lingotes en dirección al Mermaid.

De repente se quedó quieto. Gritó algo a Jefe y entonces, bajo los pies de Bonnie y los demás, el Mermaid se estremeció y se levantó como un caballo encabritado. Una vez, dos veces y una tercera más. Bonnie se agarró aterrorizada a la borda y se apartó de su cañón, que amenazaba con rodar hacia ella. ¿Disparos? Pero el Santa Isabel llevaba tiempo sin hacer fuego y se diría que los disparos procedían de babor, mientras que ellos estaban con el estribor hacia la fragata…

Bonnie miró alarmada a Jefe y vio el horror reflejado en su rostro. Los hombres del Santa Isabel miraban embelesados algo detrás del Mermaid. Un par de piratas gritaron con caras de perplejidad, mientras los supervivientes del navío español empezaban a soltar gritos de júbilo.

En ese momento, el Mermaid se inclinó peligrosamente hacia un lado y Bonnie se dio media vuelta. Lo que vio la dejó sin respiración: tras el Mermaid se alzaba un buque de tres mástiles, ligero como una pluma. ¡Un barco de guerra francés! En el ardor de la batalla nadie se había percatado del velero que se aproximaba. Y estaba lo suficiente cerca del Mermaid para hacerlo añicos. El barco pirata gemía bajo los impactos…

—¡Se hunde! —gritó Rivers, y sacó a Bonnie de su inmovilismo—. ¡Todos al agua, se hunde…!

Bonnie pensó que si no saltaba enseguida, la succión del barco al hundirse la arrastraría a las profundidades. Mientras se lanzaba al mar, recordó por un momento sus ahorros, que se iban a pique con el Mermaid. Y entonces se produjo una tremenda explosión a sus espaldas. Un mar de llamas devoró el buque del capitán Seegall. Los franceses lanzaban vítores. Habían alcanzado la santabárbara y hundido el barco pirata.

Bonnie nadó con brío para alejarse mientras alrededor llovían con estrépito los restos del naufragio. Miró de reojo al Santa Isabel. ¿Los piratas se defenderían de los franceses con los cañones? Pero los soldados del Jeanne d’Arc, ya apuntaban con sus mosquetes a los bucaneros en la cubierta de la fragata española.

—¡Soltad las armas! ¿O queréis que os hundamos también?

El capitán gritó la orden en francés y la repitió en español al ver que los corsarios no reaccionaban en el acto. Cuando uno de los hombres intentó huir saltando del Santa Isabel al mar se oyó un disparo: el tiro le alcanzó antes de que superara la borda. Sánchez fue el primero que soltó las armas y los demás lo imitaron.

Bonnie se sujetó desesperada a una tabla de madera junto a Rivers y luchó por vencer la succión de la embarcación al hundirse. Vio que un par de náufragos nadaba hacia la pequeña isla, pero no tenía fuerzas para seguirlos y dudaba de que huir sirviera de algo. Sí, era posible intentar esconderse o defenderse allí, pero al final no sería más que un aplazamiento. La isla era demasiado pequeña para ocultarse durante mucho tiempo.

Bonnie no supo cuánto tiempo pasó en el agua. Los franceses no necesitaron ni media hora para apresar a los piratas que había en el Santa Isabel y después se ocuparon de recoger a los supervivientes del Mermaid que estaban en el agua. Pero para ella los segundos parecían horas. Antes de recoger a los náufragos, los franceses subieron a sus botes los restos flotantes del Mermaid, un par de cajas y alguna otra cosa de aparente valor. Y luego tuvieron que luchar con los piratas que habían escapado a la pequeña isla. Bonnie vio cómo caían más camaradas: los hombres combatían con bravura, pero sin posibilidad de salir airosos. Casi se le habían atrofiado ya las extremidades, cuando alguien le lanzó un cabo.

—¡Sube! —le ordenó una voz desde un bote, mientras ella se esforzaba por agarrar la cuerda—. ¡Y nada de trucos o serás hombre muerto!

En efecto, los franceses recibían con los mosquetes cargados a los piratas que rescataban tanto en los botes como después a bordo del Jeanne d’Arc. No dejaron nada al azar, tal vez ya habían tenido encuentros anteriores con corsarios y eran conscientes de que hombres como Sánchez o Jefe siempre estaban listos para sorprenderlos. Bonnie se dejó llevar sin oponer resistencia. De su cinturón todavía colgaba el cuchillo de carnicero, pero tras haber estado luchando por sobrevivir en el agua no le quedaban fuerzas para intentar nada. Además, ¿qué iba a hacer ella sola contra un barco de guerra?

—¡Diablos, si son franceses! —gruñó Sánchez. Parecía haber superado su primer estupor y volvía a quejarse cuando empujaron a Bonnie al rincón de la cubierta del Jeanne d’Arc donde habían agrupado a los piratas—. ¿Por qué diablos se han entrometido?

El capitán Seegall le lanzó una mirada triste. La barba húmeda y oscura contrastaba con la palidez de su rostro, de tal modo que habría podido creerse que Barbanegra había resucitado.

—Esto es el fin —afirmó con voz apagada—. Se acabaron los buenos tiempos. Desde que españoles y franceses hicieron causa común, nos han perseguido con saña, como a conejos…

Bonnie apretó los labios. Había oído hablar de las épocas doradas de la piratería, cuando Barbanegra y los suyos campaban a sus anchas y para los mercantes del Caribe constituían una pesadilla. Por aquel entonces, Inglaterra, Francia, España y otros países habían luchado siempre entre sí. Sus monarcas habían llegado a otorgar patentes de corso a los corsarios que legalizaban su actividad; comerciantes y gobernadores habían financiado y comisionado barcos piratas. En cuanto se sabía quién estaba en guerra con quién siempre se encontraba un puerto en el que hacer escala sin trabas. Fueron piratas quienes fundaron grandes ciudades como Port Royal en Jamaica y otras en La Española. Aparecían con frecuencia y se vanagloriaban de sus acciones, hasta que su conducta desaforada entorpeció demasiado la navegación internacional.

Los armadores empezaron a artillar también los buques mercantes y finalmente se proscribió la piratería. A la larga esto condujo a destituir a los gobernadores corruptos que la apoyaban. El número de puertos en que los piratas encontraban asilo se redujo drásticamente. Y cuando se producía un ataque, un barco francés acudía al rescate de uno español o viceversa, con independencia de lo tensas que fueran las relaciones entre ambas naciones. En ese momento al menos no parecían estar en guerra; pero tal vez solo fuera la victoria la que movía a marineros y oficiales del Jeanne d’Arc y del Santa Isabel a celebrar juntos el éxito.

El capitán francés brindó cordialmente con el primer oficial español, esperanzado también en que el patrón le diera algo de oro en agradecimiento. La única discrepancia entre españoles y franceses residía en qué hacer con los corsarios apresados. Veintidós hombres del Mermaid habían sobrevivido al hundimiento del barco y al combate. Los franceses querían llevarlos a Port-au-Prince o Cap-Français; los españoles, a Santo Domingo.

—¿Qué sería mejor? —preguntó Bonnie inquieta.

Estaba de pie al lado de Jefe, quien callaba estoicamente, atado de pies y manos desde que lo habían reducido.

Sánchez rio con amargura.

—Depende de si te gustan más la ancas de rana o la paella —bromeó—. Siempre que sirvan especialidades nacionales en la última comida de los condenados. No te hagas ilusiones, pequeño. Ya sea en Santo Domingo, Cap-Français o Port-au-Prince, te colgarán seguro.

Al final se optó por la propuesta francesa, porque podían vigilar mejor a los corsarios en su buque. Además, el Jeanne d’Arc navegaba rumbo a Cap-Français y no tendría que desviarse. Los españoles, por el contrario, habrían tenido que dar marcha atrás y ya llevaban mucho retraso. Desde luego, se alegrarían de liberarse de su peligroso cargamento en cuanto llegaran a la metrópoli.

—¿Crees que el doctor Dufresne asistirá a nuestra ejecución? —preguntó Bonnie angustiada a Jefe. Habían comunicado a los piratas la decisión y luego los habían encerrado en una pringosa y húmeda bodega bajo cubierta—. ¿Y… y la missis? —Recordó lo que Sánchez le había contado sobre Jefe y Deirdre. De repente eso ya no parecía importante. Ya podía soñar Jefe con una vida junto a la preciosa blanca, pero ahora moriría con Bonnie.

El negro no contestó, tan solo emitió un gemido ahogado de desesperación. Desde que los piratas se habían rendido permanecía callado y con la mirada fija al frente, como si estuviera petrificado. En sus ojos se reflejaba su infierno interior.

—¿Esas ejecuciones serán… serán públicas?

El capitán Seegall asintió.

—Sí, toda una fiesta popular —observó irónico—. Y espero de todos vosotros que conservéis la dignidad. Quieren un espectáculo y se lo daremos.

Dirigió la mirada a la escotilla a través de la cual los habían arrojado allí. Delante estaban apiladas las mercancías recuperadas del Mermaid, entre otras el botiquín y las cajas del capitán y el intendente. Si los jueces eran clementes les permitirían subir al patíbulo en sus «uniformes de gala» como a Barbanegra y sus hombres.

Los miembros de la tripulación asintieron. A Bonnie le llamó la atención que todos estuvieran tranquilos y ninguno le reprochara nada a Jefe. Habían arriesgado y habían perdido, ahora compartirían el destino de sus célebres antecesores.

Tardaron un día en llegar a Cap-Français. Bonnie se puso a buscar caras conocidas en cuanto los desembarcaron encadenados y por la zona portuaria hasta la gendarmería. Casi se sintió reconfortada al ver el barrio del puerto y las conocidas callejuelas flanqueadas de coloridas casas de madera, y se esforzó por contener las lágrimas que pugnaban por salir cuando pasaron por el local que podría haber alquilado para abrir su tienda. No había perdido del todo las esperanzas. Si Victor Dufresne se enteraba de que ella estaba allí —ella y Jefe—, ¿haría algo por ayudarlos? Seguro que al menos lo intentaría. El joven negro, que iba a su lado, no daba la impresión de conservar ni una pizca de optimismo. Avanzaba arrastrando los pies y con la cabeza gacha. Puede que ni siquiera hubiese avisado a los Dufresne si hubiera estado en su mano. A lo mejor se avergonzaría ante Deirdre de su derrota…

Pero Bonnie no distinguió ninguna cara conocida entre la muchedumbre que se apiñaba a lo largo de la calle para mirar boquiabierta a los cautivos. Bonnie oyó pronunciar con excitación las palabras «piratas», «ejecución» y «horca», aunque más adelante llegaron a la casa de piedra en que tenían su comandancia los gendarmes. Los infantes de marina les cedieron sus presos, que fueron conducidos a un sencillo calabozo subterráneo. El capitán del Jeanne d’Arc, haciendo alarde de su generosidad, puso a disposición a algunos de sus hombres para reforzar la guardia.

—¡Al menos hay un ventanuco! —informó el imperturbable Sánchez, señalando un orificio estrecho y alargado con rejas que dejaba a la vista la plaza del mercado—. ¡Si las ejecuciones se realizan aquí, tenemos un palco!

Bonnie pensó en cuánto tiempo tardarían en pronunciar la sentencia. Ya al día siguiente se enteró de que nadie quería retener encerrados a los piratas, a los gendarmes les preocupaba la seguridad. Querían juzgar a los corsarios mientras el Jeanne d’Arc estuviera en el puerto. Así pues, el día siguiente por la tarde llevaron a los cautivos maniatados a una sala de audiencias abarrotada de espectadores. Al principio, Bonnie se quedó mirando al suelo con timidez, pero luego se obligó a levantar la vista y mirar si algún miembro de la familia Dufresne estaba presente. Paseó en vano la mirada por los rostros curiosos e impíos de los habitantes de la ciudad y de los marineros.

—El doctor no ha venido… —susurró a Jefe, que seguía ensimismado en su mutismo.

La vista no duró ni una hora, la mayor parte del tiempo se perdió preguntando y anotando los nombres de los piratas. A continuación, el capitán del Jeanne d’Arc testimonió lo que había visto delante de la bahía con la pequeña isla, añadió que el Santa Isabel había resultado gravemente dañado por los disparos de los piratas y que habían muerto más de treinta miembros de la tripulación, incluyendo al capitán.

—Se trata de corsarios, esos tipos ya se estaban repartiendo el botín cuando llegamos —concluyó.

El juez, un hombre flaco y con una imponente peluca empolvada de blanco, asintió y cogió la lista con los nombres de los piratas. Llamó a cada uno y le preguntó si reconocía su culpabilidad. Todos, excepto Jefe, respondieron a su pregunta. El juez tomó notas y luego pronunció una sentencia para cada uno de los presos.

—Bobbie, cañonero del barco pirata Mermaid. Se le declara culpable de piratería y robo.

La muchacha se tambaleó cuando creyó oír algo así como «muerte en la horca». Luego le tocó al siguiente de la lista, y así sucesivamente.

—Las sentencias se ejecutarán mañana al amanecer —concluyó el juez, dirigiendo una mirada inclemente a los delincuentes.

Luego miró a los espectadores y testigos, dio por concluida la sesión y se puso en pie. Menos de una hora después empezaron a construir el cadalso delante del calabozo de los piratas.

—Lo digo en serio —advirtió Sánchez—, deberíamos alquilar este palco. Ahí fuera nadie tiene tan buena vista…

Los hombres siguieron con un silencio estoico la construcción, una sencilla estructura de madera. No había trampilla inferior, el verdugo tendría que tirar hacia arriba de los hombres. Una muerte desagradable. Si la soga se tensaba de golpe, con suerte uno podía morir al rompérsele la nuca, pero la mayoría de las veces el reo se iba ahogando penosa y lentamente.

Pese a todo, se concedió al capitán y el intendente el deseo de ponerse sus mejores vestimentas para la ejecución. Tanto Seegall como Sánchez abrieron sus arcones para todos. Para algunos hombres, la elección de chaqueta y calzón parecía ser más importante que una última oración.

Jefe y Bonnie no se interesaron por el macabro desfile de moda. Nadie se sorprendió en el caso del «muchacho», puesto que nunca había llevado otra cosa que pantalones de lino y camisetas de rayas. Pero a Jefe siempre le había gustado la ostentación… Sánchez y el resto intentaron convencerlo de que se pusiera una chaqueta de seda y un chaleco de brocado. Al final cogió este último para que lo dejasen en paz. Seguía sin decir palabra y se mantenía a cierta distancia de los demás. Bonnie habría preferido estrecharse junto a él para consolarlo y consolarse, pero no podía comportarse de esa manera. Jefe la rechazaría y tampoco era una conducta que encajase con su papel. La chica se resignó a morir como Bobbie.

La plaza del mercado se llenó de espectadores risueños y charlatanes cuando el sol empezó a ascender sobre la ciudad. El prometedor aroma que salía del horno flotaba sobre la plaza, un pastelero hábil en los negocios vendía tartas y magdalenas que los presentes le arrebataban de las manos. Tal como había anunciado el capitán Seegall, reinaba un ambiente de fiesta popular.

En el calabozo, los hombres estaban preparados para enfrentarse con el patíbulo. Algunos murmuraban oraciones o maldiciones, los otros se limitaban a esperar el final. Cuando el primer rayo de sol cayó a través de los barrotes, el capitán se levantó.

—Hombres —dijo con calma—. Ha llegado la hora de despedirnos. Y tal vez de pronunciar un breve agradecimiento. Habéis formado un buen equipo, habéis sido valientes a la hora de luchar y estuvimos muy cerca del triunfo definitivo, pero no pudo ser. Así que hoy nos presentamos ante el Creador o ante el diablo. ¿Qué sé yo? Son muchos los hombres que nos han precedido y sabe Dios que no son pocos los que hemos enviado al infierno. Nos toca ahora hacerles los honores. Presentaos ante el verdugo con la cabeza bien alta y regalad una sonrisa a la vida antes de encaminaros a la muerte. Hemos vivido bien. No sé lo que pensáis vosotros, pero yo no me arrepiento de nada.

Los piratas expresaron su acuerdo con aplausos. En ese momento la puerta del calabozo se abrió.

—¡Que salgan los tres primeros! —ordenó un carcelero.

El capitán se adelantó.

—Yo salgo primero —dijo con dignidad.

Pero Sánchez sacudió la cabeza.

—¡Eso no, capitán! —declaró—. El intendente siempre tuvo el privilegio de ser el primero en pisar las tablas del barco abordado. No voy a renunciar a eso ahora. ¿Quién me acompaña?

Bonnie esperaba que Jefe se levantase, pero su amigo no parecía haber escuchado las palabras del capitán, seguía sumido en la apatía. En su lugar se adelantó Rivers y el carcelero señaló al carpintero.

—¡Tú! —dijo—. No lo tome usted a mal, capitán, pero tendrá que disfrutar un poco del panorama. Será el último, es orden del gobernador…

Seegall calló resignado cuando Sánchez se encaminó al patíbulo y dirigió a todos una mueca irónica desde lo alto.

—¡Hasta la vista! —saludó altivo.

Por la cara del capitán cruzó una sonrisa.

La siguiente hora fue la peor en la vida de Bonnie. Uno tras otro, sus amigos, que casi se habían convertido en una familia para ella, fueron saliendo al sol y subiendo a la tarima con sus brillantes y coloridos trajes, zapatos de hebillas, botas de piel, o con los pies descalzos, para ser ahorcados. La mayoría consiguió esbozar una especie de sonrisa burlona, mientras el verdugo les pasaba el lazo por el cuello para perder luego su dignidad cuando la soga se tensaba. Todos se convulsionaban y agitaban al luchar contra la muerte, se revolvían y acababan orinando y defecando.

Cuando el décimo hombre murió, Bonnie rompió a llorar atormentada, solo el recuerdo de las palabras del capitán y la idea de no descubrir cuál era su verdadera identidad en el último momento y perder el respeto de los hombres impidió que no llorase contra el pecho de Jefe. En algún momento empezó a esperar a que llegara su turno, pero la mirada del carcelero no se había posado ni en ella ni en Jefe.

Al final quedaban solo tres hombres en el calabozo: el capitán, que había presenciado la muerte de toda su tripulación, y que había dirigido un último gesto de ánimo a quien buscaba su mirada antes de llegar a la horca, y los dos negros.

Bonnie, que había acabado acurrucada en un rincón para no tener que ver nada más, se puso en pie. Temía tener que ayudar a levantarse a Jefe, quien no hacía ademán de ir a enderezarse solo.

—¡Bien, capitán, su turno! —anunció el carcelero—. Suba ahí, que enseguida bajará al infierno. —Y soltó una risotada.

—¿Y… nosotros? —preguntó Bonnie con voz ahogada.

—Ah, vosotros… ¿No os lo han dicho? —El hombre parecía sorprendido—. La sentencia no vale para vosotros. A los piratas negros no se los ahorca, van al mercado de esclavos.

Bonnie no tuvo tiempo de entender sus palabras porque Jefe soltó un aullido asesino. Se puso en pie de un brinco, corrió al cadalso y habría subido en dos zancadas si un guardia no lo hubiera encañonado con un mosquete.

—¿Por qué no queréis colgarme? —gritó—. Yo soy el culpable de todo, ¿y vosotros no queréis colgarme?

El guardia rio.

—Ahora no te vuelvas loco de agradecimiento —se mofó.

—Pero… pero colgaron al César Negro… —Jefe se volvió hacia Seegall buscando apoyo—. En Virginia…

El carcelero se encogió de hombros.

—Debía de ser una colonia inglesa —murmuró Seegall—. Los ingleses los cuelgan, tienen demasiados esclavos. Aquí falta mano de obra. Así que os deseo lo mejor —dijo sonriendo a Bonnie.

—¿Capitán?

Seegall subió solemnemente los peldaños. No volvió la vista atrás, tampoco Bonnie encontró palabras de despedida. Estaba demasiado conmocionada porque se hubieran salvado de forma tan inesperada y por la reacción de su amigo. Jefe gritaba y se debatía, y luego golpeó los barrotes del calabozo mientras Seegall se acercaba a la horca. La camisa de seda del capitán brillaba al sol, le tendió con orgullo su tricornio al verdugo y él mismo se colocó la soga al cuello. Bonnie apartó la vista, pero Jefe se quedó mirando hasta que la muchedumbre que rodeaba el patíbulo se dispersó.

Y entonces dio rienda suelta al llanto.

En la plaza del mercado, Amali luchaba por evitar las náuseas que sentía desde el comienzo de las ejecuciones. A esas alturas ya hacía calor en el lugar, que olía a sudor, orina y excrementos. Sin embargo, Amali y Sabine habían perseverado allí hasta la ejecución del capitán. Tal vez Victor se lo habría prohibido, pero estaba con Deirdre en Nouveau Brissac y regresaría al día siguiente. El ahorcamiento de los piratas aún estaría en boca de todos. Deirdre se enteraría y pasaría noches insomne hasta que el médico averiguase si Bonnie y el negrazo se encontraban entre los ajusticiados. Decidida a evitar esa pena a su amiga, Amali había convencido a la cocinera de que la acompañara a ver las ejecuciones.

—Bien, ya puedes respirar tranquila —señaló relajada Sabine cuando emprendieron el camino de vuelta—. Y calmar a madame: no era el barco del chico.