Jefe y Bonnie habían cambiado desde su estancia en Cap-Français. No era un cambio que llamase la atención, pero alguien perspicaz como Sánchez se percató de que el joven negro se había vuelto más ambicioso. Antes de su estancia en Saint-Domingue nunca se había preocupado en exceso de a qué barcos perseguía y abordaba el Mermaid. Por supuesto, siempre se alegraba de los botines abundantes, pero parecía resultarle indiferente si había mucho o poco: el dinero se le escurría enseguida entre los dedos como a la mayoría de los piratas. Lo gastaban en mujeres y en elegantes ropajes con los cuales paseaban por los puertos orgullosos y henchidos como pavos reales.
Ahora, sin embargo, el César Negro ahorraba su dinero y se interesaba por intervenir en la conversación cuando se discutía si había que «ocuparse» de un barco cargado de caña de azúcar hacia Inglaterra, o si era mejor centrarse en un barco que transportaba artículos de lujo y por tanto iba mejor artillado. El corpulento negro abogaba siempre por las presas más lucrativas y más arriesgadas, y además influía en la tripulación para que lo designaran teniente. Los hombres tenían que elegirlo a él o a Sánchez. Si la elección recaía en el mulato, Jefe se presentaría para el cargo de intendente. Los dos puestos comportaban partes mayores en el reparto del botín y aproximaban más al joven a su futuro soñado con la mujer de su vida.
Bonnie también se percataba de que Jefe ahorraba, y se alegraba de ello. A su pesar, había regresado con él al Mermaid. Habría preferido abrir una tienda en Cap-Français. Pero sin su amigo todo eso carecía de sentido, pues ella no se sentía segura para llevar sola un negocio. Ella no era Máanu. Y cuando el joven le señaló que el dinero apenas alcanzaría para abrir la tienda y que conseguiría una vida mejor si ahorraba un poco más, a ella no le quedó otra opción. Naturalmente, Jefe soñaba con algo más grande… incluso en algún momento había mencionado las palabras «comerciante» y «armador». Bonnie lo consideraba absurdo. Nadie se hacía tan rico para eso, ni siquiera con la piratería.
No obstante, cuando esas semanas observó la determinación con que Jefe ahorraba, casi empezó a tener fe en los sueños del joven. Naturalmente, no hablaba con nadie al respecto, solo sonreía para sus adentros cuando Pitch le tomaba el pelo con la «mujer de sus sueños», para quien era evidente que reunía esa fortuna.
La transformación que había sufrido Bonnie se mostraba de forma más sutil. La percibieron el capitán y los demás cañoneros. El primer cañonero Bobbie se había vuelto más vacilante. Seguía, claro está, disparando y también dando en el blanco, pero pocas veces apuntaba en medio de la masa de marineros, no parecía tan decidido a aniquilar tantos enemigos como fuera posible. El capitán lo atribuía a la herida: tal vez al pequeño le faltara un poco de estímulo después de haber experimentado lo que significaba ser alcanzado por una bala de cañón. Pero a la larga tendría que superarlo. Era inconcebible que un pirata sintiera compasión. Seegall lo trató al principio con cautela, confiado en que su Bobbie se olvidaría en algún momento de la herida y dejaría a un lado todos sus miedos. A fin de cuentas, ¡era un hombre!
Bonnie, por el contrario, se sentía más mujer desde que había vuelto a serlo en Cap-Français. Allí había vivido por vez primera como una mujer normal. Había aprendido a sentir indulgencia e intuición respecto a los sentimientos de los demás, a interpretar los rostros y a hablar con otras mujeres que no la despreciaban. Con Máanu también había podido hacerlo, pero entonces era una niña y Máanu más una madre que una amiga. Con Amali, por el contrario, se contaban chismes, hablaban de pequeñas cosas y se probaban entre risas las baratijas de colores con que Bonnie de buen grado habría hecho negocios. Había aprendido que las protestas y quejas de la cocinera no iban en serio. Si bien al principio se encogía cuando Sabine empezaba a chillar, no tardó en ignorarla con una sonrisa. Había aprendido a reír con franqueza y sinceridad, y había logrado olvidarse por un tiempo de las estrepitosas carcajadas de los marineros ante bromas que ella con frecuencia no comprendía.
Bonnie había admirado de forma incondicional a la preciosa señora y casi venerado al doctor. Sabía que él no aprobaba lo que los hombres del Mermaid hacían, pese a toda la comprensión que había mostrado por Bonnie en manos de un backra violento. Victor Dufresne y su casa habían despertado en ella nociones del bien y el mal, nociones que durante años había reprimido o sofocado con rabia. En el fondo, eran las mismas nociones que Máanu le había inculcado.
«¡Tú tampoco querrías que te robasen!».
Bonnie no podía remediarlo, pero siempre que la tripulación de un barco abordado se obstinaba en defenderse y ella daba la orden de hacer fuego, retumbaban en su cabeza las palabras de Máanu. La madre de Jefe la había reprendido con estas palabras después de que ella hurtara un poco de azúcar en la tienda. A partir de entonces, Bonnie nunca había vuelto a robar… hasta ahora. Y por mucho que se alegrara de la cariñosa acogida que habían dispensado los hombres del Mermaid a Bobbie, Bonnie empezó a sentirse mal. Ese mismo día habría puesto punto final a su vida de corsaria.
—¡Tienes que votar que sí, Bonnie! ¡Es lo justo! Ganaríamos mucho dinero…
Bonnie estaba limpiando los cañones y Jefe llevaba media hora intentando convencerla.
—¡Ese único abordaje nos haría ricos!
—O cadáveres. Hombre, si están dudando el capitán y Sánchez… ellos siempre quieren atacar buenas presas. Pero esto… tal vez nos quede demasiado grande… —Dio lustre al tubo del cañón.
—¡Qué va! —Jefe sacudió la cabeza—. Ya hemos capturado barcos más grandes y con más tripulación. ¡No entiendo qué os pasa! ¡Es solo un barco, nada más!
—Es una fragata cargada hasta los topes con oro de las colonias españolas. Y estará muy bien protegida y artillada. Sería peligroso atacarla, Jefe. ¡Sé razonable!
El día anterior se habían enterado en el puerto de Kingston de la existencia de ese barco, supuestamente anclado en Santo Domingo y listo para emprender la travesía rumbo a España. Había arribado a puerto debido a unos trabajos de reparación y media isla hablaba de los fabulosos tesoros que se suponía que transportaba el Santa Isabel. Jefe había propuesto salir al encuentro del barco en La Española y abordarlo. La bahía en la que estaba atracado el Mermaid era un buen escondite, pues desde allí podrían salir al paso de la fragata. Tendría que ser una maniobra rápida, pues si la tripulación era avispada descubriría el camuflaje de los piratas. Pero la bahía sería ideal, delante de ella había una pequeña isla en la que el barco pirata podía estar al acecho protegido por los acantilados para, llegado el momento, atacar a la velocidad del rayo. El capitán Seegall dominaba ese tipo de acciones, había participado tiempo atrás en ataques similares con Barbanegra, así que también conocía el riesgo que corrían. Sánchez, el intendente, fue tajante a la hora de desaconsejar la acción.
—Una fragata es ágil y de fácil manejo —explicó—. Y llevará a bordo una nutrida compañía de soldados bien adiestrados, así como artillería pesada (de veinticuatro libras o quizá treinta y dos) y hombres capacitados para servirse de ella. Basta con que nos descubran y disparen primero, entonces nos iremos a pique en un santiamén. ¡Dejémoslo correr! Tú no eres Barbanegra, capitán, y nuestro viejo Mermaid tampoco es el Queen Anne’s Revenga.
Todo ello había sido discutido por las cabezas pensantes del Mermaid y Jefe había insistido en convocar a la tripulación para que votara. Así pues, estaba pidiendo votos. Y tenía las esperanzas puestas, claro está, en Bonnie y los demás cañoneros. De su habilidad dependería mucho, cuando no todo.
—¡Piénsatelo! —Aconsejó a la indecisa Bonnie—. Pero ¡piénsatelo bien! Si ahora dudamos, es posible que tengamos que pasar otros diez años navegando. En cambio, con un tesoro de oro nos podríamos asentar…
Bonnie se mordió el labio.
Un botín inimaginable de un solo golpe: así lo presentó ante la asamblea de la tarde Seegall como justificación para abordar el Santa Isabel. El capitán se sentía indeciso, pero el oro le atraía, a él seguramente más que a la mayoría de la tripulación. Jeffrey Seegall tenía más de cincuenta años, una edad bíblica para un bucanero que ninguno de sus camaradas había alcanzado jamás. También se había conservado bien y seguía siendo audaz y valiente. Sin embargo, los años empezaban a pesarle. Como a la mayoría de los marinos, le dolían las articulaciones, sus reflejos eran más lentos y con frecuencia Sánchez o Jefe tenían que ayudarlo cuando se enfrentaba a un espadachín realmente diestro durante un abordaje. Tenía claro que su situación no podría prolongarse mucho. Más le valía seguir el ejemplo de Twinkle y retirarse a tiempo.
Seegall, sin embargo, no había ahorrado mucho. Hacía años que mantenía a una mujer de Martinica: una belleza con unas exigencias en consonancia. Si Celestine tenía que existir exclusivamente para el capitán y pasar la mayor parte del año esperándolo, entonces quería estar rodeada de lujos. Así pues, Seegall financiaba una casa con cocinera, servicio y doncella para la señora. El personal doméstico estaba compuesto de esclavos, así que no se pagaba la mano de obra, pero también ellos comían, y si tenían que vigilar un poco los pasos de la señora para confirmar que cumplía su parte en el trato, exigían cierta recompensa.
Seegall soñaba con pasar su vejez en esa casa entregado a los cuidados de Celestine, pero para ello todavía no tenía dinero suficiente. Tal vez podría mantener la casa dos o tres años si vendía el Mermaid, o a lo mejor se lo quedaba un miembro de la tripulación y el capitán podía seguir participando en las ganancias, pero nunca daría tanto de sí como para cubrir las necesidades de Celestine por el resto de su vida. Así que el cargamento del Santa Isabel se le antojaba como una respuesta a sus súplicas. Si el riesgo no fuera tan grande…
—Podríamos dispararles para que no puedan maniobrar —señaló Bonnie vacilante. No le gustaba contradecir al prudente Sánchez, pero en ese caso… Jefe tenía razón: la presa era demasiado atractiva. Por ello había pasado toda la tarde pensando en una estrategia que minimizara los riesgos—. Es decir, si encontramos cobertura detrás de la isla. Deberíamos abrir fuego en el momento que nos expongamos a la vista. Y acertar desde una gran distancia.
Los cañones del Mermaid tenían un alcance de más de novecientos metros, pero en el mar era casi imposible apuntar con precisión. Incluso a cien metros era difícil. Por suerte, el Mermaid contaba con un excelente cañonero: Bonnie.
—Si nos acercamos a menos de doscientos metros, me atrevo —declaró confiada—. Y Rivers también puede… —Señaló al segundo cañonero—. Si disparamos al costado y luego yo apunto a las jarcias y Rivers al nivel de flotación, el barco hará aguas pero no se hundirá enseguida. No lograrán huir y, además, la tripulación estará ocupada achicando agua.
Jefe sonrió.
—Veis, ¿qué os había dicho? Los acechamos, los sorprendemos, les disparamos y nos lanzamos al abordaje. ¡Pan comido! Y luego somos ricos. Venga chicos, ¡no podéis decir que no!
Sánchez sacudió la cabeza.
—Ni siquiera habéis visto la bahía y la isla, César y Bobbie —objetó sin demasiada solidez.
El capitán Seegall había dicho antes que el escondite era óptimo, al menos si el Santa Isabel no navegaba demasiado alejado de la costa. Pero no había que contar con que lo hiciera. Mientras era posible, todos los barcos solían mantenerse a la vista de la costa.
Seegall se frotó la frente.
—Bien, ¿votamos, chicos? —propuso—. ¿Quién está a favor del abordaje?
Los marineros alzaron las manos. Bonnie fue de los últimos en hacerlo.
—¿En contra?
Sánchez levantó el brazo, pero solo lo apoyaron el cocinero, el carpintero y otros dos tripulantes de edad más avanzada.
Jefe no cabía en sí de contento.
—¡Ya lo ve, capitán! ¡El último combate y luego el merecido retiro!
Seegall lo miró con seriedad.
—De todos modos será mi último combate —señaló—. Sea cual sea el desenlace.
En cuanto a la bahía y la isla situada delante de Santo Domingo, el capitán y los demás partidarios de la operación no se habían excedido en sus conjeturas. La isla estaba inhabitada y cubierta por una espesa vegetación. En el centro se alzaba un peñón como hecho a propósito para esconder al Mermaid. También soplaba viento suficiente para poner el barco rápidamente en movimiento, los piratas podrían aproximarse muy deprisa a su presa; solo cabía esperar que el tiempo no variase. Cada día, cada hora que pasaba aumentaba la tensión a bordo. El Santa Isabel todavía no se había hecho a la mar. Una fuerte tormenta se había enconado con la fragata cuando se encontraba entre Jamaica y La Española y las reparaciones, que se llevaban a término en Santo Domingo, se prolongaban más de lo que Seegall había supuesto al zarpar con el Mermaid.
Bonnie y sus ayudantes practicaban por enésima vez el ajuste relámpago de los cañones, cuando Sánchez se reunió con ellos.
—¿Miedo? —preguntó.
La muchacha iba a decir que sí, pero recordó a tiempo que era Bobbie, un hombre.
—Qué va, Sánchez. Mis cañones lo conseguirán. Ya… ya estoy impaciente… —No sonaba demasiado convencida.
Sánchez sonrió con ironía.
—¿Por qué votaste a favor, Bobbie? —preguntó—. En general eres un joven sensato. Y esto, incluso si sale bien, nos costará muchas bajas, más que con el Bonne Marie hace pocos meses. ¿Vale la pena?
Bonnie asintió seria.
—¡Sí, intendente! —afirmó con mayor decisión en la voz—. Si después somos ricos. Si César…
Sánchez suspiró.
—César te ha prometido algo, ¿eh? ¿De qué se trata, pequeño? ¿Quiere hacerse cargo del Mermaid? ¿Comprárselo al capitán? Ya se habló de esto en una ocasión. ¿Y tú serás el intendente?
Bonnie rio.
—¡Qué va! —respondió, y carraspeó porque había contestado casi con su propia voz. Tenía que andarse con cuidado, Bobbie no podía estar siempre cambiando de voz… Pero todo esto pronto daría igual—. No, César y yo nos instalaremos en tierra. Preferiblemente en Saint-Domingue. Es muy bonito. Y nos independizaremos de algún modo. César cree que con tanto dinero tendremos suficiente para… para un comercio de verdad. ¿Qué dijo que quería…? Ah, sí, comerciante de importación-exportación.
Sánchez esbozó una sonrisa triste. ¡Con qué seriedad se explicaba el joven! ¡Y cuánta imaginación le ponía! ¿El pequeño Bobbie comerciante? ¿Negociando duramente con capitanes, hacendados y armadores? César sí sería capaz de hacerlo. Pese a todo, se trataba de un proyecto absurdo. ¿Sabía alguien de una firma internacional gestionada por dos negros?
—¿Y cómo pensáis manejar el asunto de la trata de esclavos? —preguntó con dureza—. Por lo que sé es una rama importante del comercio internacional… ¡Bobbie, despierta! No importa cuánto dinero tengáis, un negro solo puede pensar en una tienda pequeña en un puerto…
—¡En las colonias francesas hay negros libres! —insistió Bonnie con la firmeza de la convicción.
Sánchez puso los ojos en blanco.
—Claro. Pero ellos no son los propietarios de las grandes plantaciones de tabaco, ¿no? Bobbie, ¡piensa! ¿Por qué Barbanegra era capitán y César Negro teniente? ¿Por qué no existe ningún corsario negro que haya poseído un barco propio? Eso también es aplicable a los piratas mestizos… —El mulato se señaló a sí mismo.
—Pero César cree… —Bonnie se sentía como pillada por sorpresa.
—¡César cree que porque anda paseándose con una bonita mujer blanca ya es el dueño del mundo! —se burló Sánchez—. Por cierto, ¿de dónde la ha sacado? Siempre te lo he querido preguntar, él no cuenta nada al respecto…
—Con una… ¿qué? —Bonnie se sintió palidecer.
Sánchez rio.
—Vaya, ¿no me digas que tampoco a ti te ha contado nada? ¡No me lo puedo creer! ¡Escondérselo a su mejor amigo! Debe de ir en serio, el muy bribón. Alguna vez tienes que haberla visto. Una mujer preciosa, rizos negros, ojos verdes. Hay pocas así. Y montaba en un caballo blanco como una princesa… César la seguía dando botes en un bayo.
Bonnie boqueó y se obligó a sonreír…
—Ah, es la mujer del médico que me trató. El doctor permitió que César durmiese en el establo y a cambio él le ayudó con los caballos. Como… como mozo de cuadra.
Bonnie era consciente de que esa revelación no le gustaría a Jefe, pero es que inventarse una historia tan descabellada… ¡Jefe y la señora Dufresne! ¡Qué caradura!
Sánchez se dio un golpecito en la frente.
—Pues se lo montó con ella. Pero, Bobbie, ¿es que no tienes ojos en la cara? Lo llevaban escrito en la frente. Todavía no nos habíamos marchado con el bote y ya estaban revolcándose en la arena. Pregúntaselo a Pitch si quieres. ¿Qué te pasa, Bobbie? ¿No te encuentras bien?
La chica tuvo que agarrarse al cañón para no caerse redonda. Y Sánchez siguió poniendo el dedo en la llaga ingenuamente.
—Pues sí, desde entonces nuestro César ha cambiado… ¡es ahorrativo, hogareño, con delirios de grandeza! Ahora lo entiendo, claro. ¡La esposa del doctor! ¡Caramba, para que deje a su marido hay que ofrecerle algo jugoso!
Bonnie gimió en voz baja y se dominó. ¿Por qué tenía que molestarle a Bobbie que César lo engañara con la señora Dufresne? Pero a Bonnie sí, ¡a Bonnie sí le molestaba! Jefe no solo le había roto el corazón, sino que también la había alejado del lugar más seguro en que ella jamás había estado.
—¿Qué pasa, Bobbie, no quieres echar un vistazo? —Rivers, el segundo cañonero, salió involuntariamente en ayuda de la muchacha. Esta había encomendado a los hombres dirigir los cañones a cierto peñasco de la isla para corregir a continuación la puntería—. ¡Ya podríamos haber hundido tres veces la isla!
—¡Ni se os ocurra! —bromeó Sánchez—. La isla es nuestro único parapeto aquí. Bien, sigue con tu trabajo, Bonnie…
La muchacha se obligó a sonreír.
—No estás enfadado, ¿eh? —preguntó. Sabía que era extraño y no encajaba con su papel. Bobbie tenía que ir creciendo lentamente—. Porque no he votado lo mismo que tú.
Sánchez sacudió la cabeza.
—Qué dices, pequeño. Cuando mañana hayamos abordado ese barco y estemos nadando en oro solo podré felicitarte. Y si no es así… entonces nos iremos todos al infierno. ¿Y allí por qué voy a sentirme ofendido contigo?
Bonnie pasó una noche intranquila en su hamaca junto a Jefe, que se había envuelto en la suya como en un capullo. Dormía como un bebé. Nunca le había preocupado una batalla inminente. Pero ella sabía que el capitán y el intendente planificaban el ataque en sus camarotes. Un par de piratas rezaba —fuera quien fuese su dios—, y muchos deambulaban inquietos por la cubierta y hacían guardia, por si el barco aparecía durante la noche.
La muchacha, por el contrario, no pensó en ningún momento en el Santa Isabel. El día anterior todavía le interesaba, pero tras la conversación con Sánchez casi le daba lo mismo hacerse rica o no, salir viva de la batalla o morir. Por la tarde había pasado horas mirando tierra firme. Eso era La Española, la parte española de la isla. En unas pocas horas en barco se alcanzaba Cap-Français. E incluso yendo a pie podía cruzarse la frontera hasta Saint-Domingue.
Bonnie pensó vagamente en llegar a tierra a nado. Pero luego se dijo que no debía traicionar a sus camaradas. Ningún otro cañonero había hecho puntería con el peñasco de la isla. Si alguien podía dejar fuera de combate al Santa Isabel con unos disparos era solo ella. Después ya hablaría con Jefe. A lo mejor Sánchez lo había entendido mal, o tal vez conseguiría convencer a Jefe de que abandonara ese desatino de irse a vivir con Deirdre Dufresne. A lo mejor había una alternativa que le gustara al negro. Desdichada, Bonnie pensó en comprar el Mermaid si el capitán se retiraba. Si les pertenecía a ellos dos… ¿O es que no había mujeres piratas? Una de ellas hasta tenía casi su mismo nombre: Anne Bonny. A lo mejor era posible surcar los mares como mujer al lado de Jefe.
¿Pero de qué servía todo eso si él no sentía interés por ella? Desesperada, se aferró a las palabras del doctor Dufresne: «Te ha salvado la vida. Así que algo significas para él».
Pasó horas dándole vueltas a la cabeza, pero no quiso sacar conclusiones. Le resultaba imposible admitir que aquel doctor, un hombre en cuyo criterio confiaba, había sido tan engañado como ella misma…