—El cabeza de chorlito de tu marido me ha preguntado si no querría casarme con Bonnie y montar un tenderete en este pueblucho.
Victor acababa de irse en el coche a visitar a sus pacientes cuando Jefe se dirigió ceñudo a Deirdre. Esta había ido para montar en Alegría, y mostraba cierta preocupación. Durante el desayuno su esposo le había dicho que pensaba hablar con su amante.
—¡No hables así de Victor! —reprendió a Jefe, enfadada de verdad—. No es un cabeza de chorlito, solo es… un poco ingenuo. Tanto que a veces hasta me avergüenza engañarlo. Y la idea de que te quedes aquí con Bonnie tampoco me parece tan mala. —Encabestró a la yegua y se dispuso a sacarla del establo.
—¡¿Quéee?! —Jefe replicó con tal vehemencia que Alegría dio un respingo—. ¿Quieres que me case con Bonnie?
—Me gustaría que te quedases —resumió Deirdre—. Y Victor tiene razón en que Bonnie necesita un protector. A lo mejor no tienes que casarte con ella de inmediato. Podrías administrar el negocio como… bueno, como si fuerais hermanos, por ejemplo.
Jefe gimió.
—Deirdre, ¡para abrir una tienducha con Bonnie, ya podría haberme quedado en Gran Caimán! —Se le escapó.
Deirdre lo miró con interés.
—Conque venís de ahí, ¿eh? Y no me mires así, no se lo diré a nadie. También puedo entender que no te apetezca abrir un negocio aquí y matarte trabajando… Aunque trabajar de mozo de cuadra para mí te gusta, ¿no?
Se arrimó a él para rozar su cuerpo con discreción. No se atrevía a un beso en el poste para atar los caballos que había delante del establo. Si Amali o la cocinera pasaban por el patio podían pillarlos.
Jefe la miró.
—¿Lo ves así? ¿Soy… soy para ti un mozo?
—Mi esclavo… —se burló de él, mientras ataba a Alegría para cepillarla. Esa era tarea para un mozo de cuadra, pero su amante no se metía tan a fondo en su papel. De todos modos, el joven puso sobre el caballo la pesada silla de amazona—. Un hombre que me pertenece. En cuerpo y alma…
Él no pareció encontrarlo divertido.
—Entonces puedes comprarte otro en el mercado cuando yo me haya ido —señaló, poniéndole con brusquedad la silla a Roderick, que soltó un resoplido de sorpresa.
—Ten cuidado con el caballo, es posible que sea más caro que un esclavo —prosiguió Deirdre, pero cuando se percató de que Jefe estaba enfadado se acercó—. Anda, grandullón, solo es broma. Tú me perteneces y yo te pertenezco… tú eres mi amo y yo tu ama. Es lo que pasa con el hombre y la mujer…
Jefe la estrechó entre sus brazos y la sorprendió besándola. Le daba igual que alguien los viese.
—¡Eso sí quiero ser! —afirmó a continuación—. Tu hombre. No tu esclavo, no tu amante. Simplemente tu… tu esposo… —Sonrió, casi algo desconcertado.
Deirdre miró inquieta alrededor. Dio gracias a Dios de que nadie de la casa anduviese cerca de allí. Se preguntó si debía reprender a Jefe, pero optó por sacudir la cabeza y sonreír.
—Ay, César… ¿cómo va a suceder algo así? Yo ya estoy casada, ¿te acuerdas? Y tú tienes a Bonnie, de quien has de ocuparte…
Jefe protestó iracundo.
—¡Bah, olvídate de Bonnie! —exclamó con frialdad—. Ella ya se las apañará. Con todo el dinero que ha ahorrado… Y todavía tendrá más si vuelve al barco conmigo. En algún momento aparecerá algún tipo que finja quererla.
Deirdre frunció el ceño. Este aspecto de su amado no le gustaba. Lo mostraba pocas veces, pero cuando hablaba tan grosera y despectivamente de Bonnie o de Victor, ella dudaba de su amor. ¿Era ese hombre capaz de amar? ¿O tan solo le gustaba jugar con fuego?
—¿No crees que Bonnie sea digna de amor incluso sin dinero? —preguntó con severidad—. ¿Y conmigo qué sucede? Si abandonara a Victor yo tampoco tendría dinero. Es muy generoso, pero no seguiría manteniéndome si me fuera contigo. ¿Cómo te imaginas la historia? ¿Tú te haces a la mar y yo me siento y te espero?
Jefe sacudió la cabeza.
—Mientras yo tenga que navegar, deberás aguantar aquí —contestó—. Pero no será por largo tiempo. Ahorraré todo el dinero, no gastaré nada. Y es más, voy a involucrarme en serio en el abordaje de los barcos más jugosos. A lo mejor me presento para que me elijan intendente o teniente… —El puesto de teniente, el sustituto del capitán en la batalla, no estaba en esos momentos ocupado en el Mermaid—. En cualquier caso, ganaré dinero, Deirdre, te lo prometo. Y más que tu doctor. Cuando luego me instale en algún sitio contigo, entonces quizá… quizá pueda trabajar como comerciante… como armador…
Deirdre rio.
—¡Esto sí que es planear por todo lo alto! —Se mofó—. Pero yo no necesito ni una casa grande ni a un hombre rico. Me bastaría con tenerte cerca de mí. Por no decir que la situación, tal como está, me satisface plenamente. Así que deberías reflexionar si no quieres simplemente quedarte aquí y de paso hacer feliz a Bonnie.
La joven no mencionó que con esa solución se ahorraba hacer desdichado a Victor. Aunque soñaba con vivir con César, no veía ninguna posibilidad objetiva de conseguirlo. Tampoco estaba del todo segura de que de verdad quisiera eso. En el fondo, lo único que la unía a su pirata era la pasión. Él era poco dado al romanticismo, a conversar y bromear. Tomaba posesión de su amada, la satisfacía y se satisfacía, pero a partir de ahí no tenían gran cosa en común. El fornido negro no se preocupaba por picnics románticos, devoraba la comida en un abrir y cerrar de ojos y luego le faltaba tiempo para desnudar a Deirdre. Tampoco disfrutaba con los paseos a caballo, aunque a esas alturas ya montaba mejor.
Deirdre había insistido en darle una especie de clases de equitación, pero él solía reaccionar mal frente a sus indicaciones. No le gustaba que ella lo corrigiese. Incluso ahora, cuando se sentaba bastante bien en la silla de montar, lo que le interesaba al salir con el caballo era llegar a un sitio concreto donde hacer el amor sin que nadie los molestase. Una carrera a galope tendido o pasear con los caballos una al lado del otro, en silenciosa dicha, dejándose impregnar por la belleza del entorno… todo eso no le producía el menor estímulo. Cuando Deirdre se imaginaba viviendo con él, eso se reducía a un dormir y despertar juntos, unido a hacer el amor muchas veces. ¿Valía la pena tanto sacrificio por eso? Bonnie, Victor… Y en su propio caso, además, la decepción de sus padres, el rechazo de la sociedad… ¿Qué pensarían de una pretendida blanca que se escapa con un mozo de cuadra?
No, para Deirdre todo podía quedarse tal como estaba, y el planteamiento de Victor le parecía más que apropiado. En las siguientes horas convenció a Jefe para que, por lo menos al principio, no se negara categóricamente.
Sin embargo, pasaron dos cosas que anticiparon los sucesos y que obligaron a Jefe a tomar una decisión rápida.
—¿Así que la pequeña se queda de verdad con su grandullón? —preguntó la cocinera.
Estaba sentada con Amali y Nafia en la cocina, donde por una vez reinaba un ambiente muy relajado entre los sirvientes. Amali lo atribuía al hecho de que Victor y Deirdre habían puesto a Sabine por los cielos. Los señores habían invitado a unas pocas personas: el reverendo y su hermana, un profesor y su esposa, el tipo de gente con quien el médico de una pequeña ciudad suele tener más trato. Nadie había esperado para la ocasión ninguna preparación culinaria especial, pero Sabine se había superado en la elaboración del menú y por una vez no se había quejado de tener demasiado trabajo. Ya contaba con ayuda suficiente. Amali servía con gran maestría la mesa y se la veía la mar de atildada con su uniforme de criada. Nafia había estado ayudando en la cocina, demostrando ser muy hábil, y también Bonnie había puesto de su parte. Desde hacía pocos días, tras seis semanas de convalecencia, podía mantenerse en pie. Después de que los invitados se hubiesen ido, se había ido a la cama exhausta. Amali y Sabine bebían del vino sobrante. Nafia, que se atiborraba con los restos de la comida, comentaba los cotilleos de las mujeres o traducía a su hermana. A ella la nueva lengua no le resultaba tan difícil como a Amali.
Pese a ello, Amali comprendió la alusión que Sabine había hecho a Bonnie y Jefe y dio su opinión.
—Bonnie así lo espera —puntualizó—. Y el doctor. Ha encontrado una tienda para ella, muy cerca de la taberna donde ahora trabaja Lennie, al principio del barrio del puerto. Un lugar honrado si no estafan a los clientes. O clientas. Bonnie quiere vender joyas y vestidos como los pacotilleurs. Los ofrecerá en la tienda y también irá por las plantaciones. El doctor dice que no le importa acompañarla fuera de la ciudad. Con él seguro que puede acceder a propiedades donde no dejan entrar a pacotilleurs.
Sabine asintió. Eso último en especial podía convertirse en un negocio lucrativo. Tanto la cocinera como Amali eran buenas clientas de tiendas que ofrecían todo tipo de naderías para embellecerse, y precisamente a las esclavas de las plantaciones les encantaban las baratijas que daban cierto color a su vida de por sí bastante gris. No obstante, desde que la gente de Macandal causaba estragos entre los hacendados, cada vez eran más los propietarios de esclavos que seguían el ejemplo de Jacques Dufresne, quien había prohibido la entrada a sus terrenos de los comerciantes. Si el doctor lograba introducirla, seguro que se ganaría bien la vida. Y ese negocio tampoco exigía grandes inversiones. Bonnie y su amigo saldrían adelante con el dinero «ganado» en el Mermaid.
—Pero si queréis saber qué pienso… todavía no puedo creérmelo —añadió Amali tras sus anteriores comentarios—. El Grande…
En ese momento la interrumpió Nafia.
—¿Mais est-ce que le Grand peut se marier avec Bonnie s’il embrasse la missis? —preguntó la niña sin malicia.
—¿Qué? —preguntó Amali. Creyó no entender bien—. ¿Quieres saber si el Grande puede casarse con Bonnie aunque bese a la missis? —Miró a Sabine con una expresión inquisitiva.
—¿Él besar a la madame? —preguntó la cocinera, no menos desconcertada—. ¿Cómo lo sabes?
—Los he visto —contestó Nafia en inglés a su hermana—. En el establo, muchas veces. Él la besa y la acaricia y creo que hacen…
Con el pulgar y el índice de la mano izquierda hizo un círculo y metió el dedo de la mano derecha dentro, sonriendo con timidez.
La cocinera lo entendió.
—Nafia, no poder ser esto —dijo seria—. No tener que decir una cosa así o el Grande tener problemas. El mèz buen hombre, pero cuando yo imaginar qué hace mèz Jacques en la plantación con uno que dice que hombre negro y mujer blanca… Con los dos, con el hombre y con el que haya dicho…
Amali se había quedado petrificada.
—Pero ¿y si tiene razón? —preguntó obstinada, volviendo al inglés—. Por el amor del cielo, Nafia, no lo vayas diciendo por ahí, pero puedo creer que no es una mentira. Maldita sea, hacía tiempo que yo misma lo sospechaba, pero no pensaba que pudiera ser verdad. Que la missis… que Deirdre engañe al doctor… Mañana hablaré con ella. ¡Esto no puede ser! Nos llevará a todos a la ruina. —Se levantó resuelta—. Ven, Nafia, vamos a dormir. Mañana será un día duro.
Amali no se contuvo cuando acudió a la llamada de Deirdre para ayudarla a peinarse y vestirse. Deirdre había desayunado con su esposo en bata y tenía intención de salir a dar un paseo a caballo. Naturalmente con el Grande. Pero a ese le pondría freno.
Con expresión avinagrada, llamó a la puerta de su señora, que abrió.
—Rápido, Amali, que llego tarde. César ya habrá ensillado los caballos. Cogeré el traje verde, y por favor no me ciñas tanto el corsé…
Deirdre sonrió. Era obvio que estaba de un humor excelente.
—¿Para que a César no le cueste tanto soltarlo, missis? —preguntó, y confirmó sus sospechas en la expresión desconcertada de Deirdre.
—¿Có… cómo lo sabes? —preguntó con voz ahogada, para reaccionar enseguida—: ¿Qué dices? —espetó, intentando que su voz sonara firme y decidida—. ¿Qué te has creído? —Levantó la barbilla afectando indignación.
Amali puso los ojos en blanco y de doncella se convirtió en amiga.
—Deirdre, nunca has sabido mentir —señaló sin perder la calma—. Mama Adwe siempre sabía cuándo habías cogido un trozo de pastel de miel, le bastaba con mirarte a la cara. Y yo ahora también lo veo. Al igual que veo que estás enamorada. Se te nota porque hace semanas que los ojos te brillan cuando hablas de tu negro. Pero ¿es que no podéis ser un poco más prudentes? No, no intentes negarlo, Nafia os ha visto en el establo. ¡Y no solo una vez!
—Tú… tú…
Deirdre no sabía qué responder. Algo en ella la empujaba a gritar a Amali y amenazarla. César lo habría hecho, de eso estaba segura, sin duda lo mejor era negarlo todo obstinadamente. Pero las mentiras no acudían a sus labios.
—Y ahora no busques un castigo para mí —prosiguió Amali—. Me has dado un salvoconducto, ¿ya te has olvidado? Soy tu amiga …
—Entonces… ¿no le contarás nada a Victor? —susurró Deirdre.
Amali negó con la cabeza.
—No, claro que no. Sería horrible. Él confía en ti. Te ama. Eso le rompería el corazón.
—Pero ¡amo a César! No es algo que haya buscado, simplemente sucedió… Yo no quería hacer daño a Victor, pero… —En su rostro se perfiló una sonrisa—. Si me ayudas, Amali, no pasará nada. Nunca lo descubrirá. Ay, Amali, ya hace tiempo que quería contártelo, pero pensaba que César no te caía bien y… —Hizo ademán de abrazar a la doncella, pero esta la rechazó.
—No me gusta —dijo lacónica—. Pero incluso si me gustara, tampoco te ayudaría.
Deirdre la miró desconcertada.
—Pero has dicho que eres mi amiga…
—¡Y por eso mismo no te ayudaré! Porque sé que no te conviene. Ese tipo no le conviene a nadie, y a ti menos que a nadie. Si Victor te repudia… ¡Ante la ley eres tan negra como yo!
Deirdre sonrió vacilante.
—Yo también tengo un salvoconducto —murmuró.
Amali se llevó las manos a la frente.
—Sí, lo tienes. Pero lamentablemente no bajo el colchón, como yo. El tuyo lo tiene tu marido.
—Victor… ¡Victor no llegaría a romper mi salvoconducto! —replicó Deirdre—. Por mucho que yo lo decepcione, él… él es una buena persona.
—Te lo daría —coincidió Amali, apaciguadora—. Es realmente una buena persona. Pero ¿qué haríamos entonces, Deirdre? ¿Crees que el mèz necesita a una doncella? ¿Y a su hermanita? ¿Y a su hijo? Nos pondría a todos contigo de patitas en la calle. Y probablemente no querrías volver a Jamaica, ¿verdad? No creerás que a ese negro le darían la bienvenida en Cascarilla Gardens, ¿verdad? O la gente bien de Kingston.
Deirdre puso una expresión compungida. Amali vio cómo reflexionaba. Era posible que por primera vez se estuviera planteando qué futuro le esperaba si se descubría lo de su amante.
La joven se rascó la frente.
—Pero César es… un tesoro. No puedes imaginarte lo que es estar con él. —Juntó las manos suplicante—. No puedo romper con él, Amali, simplemente no puedo. Nuestro amor… —Parecía desamparada.
—Yo también quería a Lennie —dijo Amali con dureza—. Y sufrí cuando él se fue, aunque no me convenía. Se sobrevive, Deirdre, tú misma me lo dijiste. Así que líbrate de este tipo. Envíalo a su barco de piratas o con su Bonnie, aunque ella es demasiado buena para él. Él solo la haría infeliz. Sigue viviendo tu vida. Deja que Nafia y yo sigamos viviendo la nuestra. La de Libby acaba de empezar. Te lo advierto, Deirdre… —Amali alzó la voz—. Antes de que César destroce lo que tienes, ¡yo misma cogeré un cuchillo y se lo clavaré en la espalda! O lo delataré en la gendarmería. ¡Me extrañaría que no estuvieran buscando ya a tu «Cesar le Grand!». —Encolerizada, sacó el traje de montar del armario y se lo lanzó a Deirdre—. Aquí lo tienes, ¡póntelo tú misma! Así empezarás a comprender lo que sería vivir con César en una choza. A lo mejor así te resultará más fácil olvidarte de él.
La joven señora se quedó atónita cuando su doncella se marchó. Algo en ella empezó a agonizar. Amali hablaba en serio. Temía por ella y por su familia, y si Deirdre no cortaba esa relación haría algo para que su amado cayera en desgracia. Así que debía poner punto final a aquella historia. Si es que su pirata negro no encontraba otra solución…
—¿Solo hay una mujer que lo sepa? —preguntó Jefe.
Su rostro adoptó una expresión acechante, tras la cual Deirdre percibió una gélida determinación: el rostro de un pirata que no retrocede ante la adversidad.
—Es posible que lo sepan todas —gimió ella. Estaba descompuesta después de la discusión con Amali. Llevaba el pelo suelto, ni siquiera se lo había recogido y estaba pálida como la cera—. Nafia seguro, y la cocinera…
—Son pocas —señaló Jefe. Jugueteaba con las riendas del bayo—. Quizá… humm… un incendio…
Los caballos avanzaban por el manglar hacia la playa. Jefe había estado esperando a Deirdre con los caballos ensillados y la había ayudado a montar, pero ella no había aprovechado para, como solía, acariciarlo como por azar. Parecía rehuir el contacto físico. Nunca le parecía alejarse de la casa lo bastante rápido para, tras la primera curva del camino, abrir su corazón a su amante.
—¡César, no pensarás en serio en matar a todo nuestro personal doméstico! —Deirdre rio nerviosa—. Es una locura. Solo podemos hacer creer a Amali que está segura. Por ejemplo, casándote realmente con Bonnie. Y ocupándote de la tienda. Y no viéndonos durante un par de semanas…
—Deirdre, es imposible… —empezó Jefe, pero de pronto señaló la playa—. ¿Qué es eso?
Jefe creyó retroceder seis semanas. En la playa había un bote de remos varado y abandonado, como tiempo atrás el suyo. Hasta los colores coincidían, y eso era justamente lo que le causaba tanta excitación.
—¡Es uno de nuestros botes! —se respondió el negro a sí mismo—. ¡Por Barbarroja, es el Mermaid! Es el capitán, han venido…
—¿Ese es el Mermaid? —dijo Deirdre burlona, pese a no estar de humor para bromas. El barco pirata debía de estar anclado fuera de la bahía.
Jefe, que se había acercado al bote, advirtió también los indicios de una hoguera bajo un mangle, y Deirdre se dio un susto de muerte cuando dos hombres salieron de la selva vestidos de forma tan extravagante como su amante al llegar. Un hombre alto y delgado, y de pelo oscuro llevaba un tricornio y una chaqueta de brocado seguramente confeccionados para asistir a un baile. El segundo, más alto y grueso, con una pata de palo, llevaba chaleco de terciopelo y pantalones hasta la rodilla.
—¡Sánchez! ¡Pitch! —Jefe espoleó a Roderick para reunirse con sus amigos. Se le veía muy intrépido, aunque el salto para desmontar no fue demasiado elegante.
Los hombres dejaron la tortuga que habían cazado como alimento fresco para el Mermaid y se dirigieron hacia Jefe.
—¡Vaya, vaya! ¡El Gran César Negro a lomos de un corcel!
Una ancha sonrisa surgió en el rostro gordo y ya sudoroso del pirata cojo, que abrazó afectuosamente a Jefe.
El mulato alto había descubierto a Deirdre, quien sobre la elegante yegua blanca y con el cabello suelto al viento parecía una princesa de cuento.
—¿Y eso? —El hombre se quedó boquiabierto—. Diablos, César, has convertido a Bobbie en mujer o qué… —Sánchez soltó una risotada.
Pitch sonrió burlón.
—¡Ojalá, aunque hubieran tenido que cortarle su mejor parte! Pero esta es una dama… —Se inclinó con torpeza delante de Deirdre—. ¡Menuda presa, César! ¿Dónde la has encontrado? ¿Y dónde está Bobbie? El pequeño sigue vivo, ¿no? Si no te habrías ido a Santo Domingo.
Jefe asintió. A continuación ayudó a Deirdre a desmontar.
—Deirdre Dufresne —presentó ceremoniosamente—. ¡Mi futura esposa!
Ella se ruborizó mientras los hombres lanzaban alegres vítores.
—¡Y estos son Sánchez, el intendente, y Pitch, el cocinero! —añadió Jefe.
Deirdre se puso triste al ver el orgullo con que presentaba a sus amigos. El negrazo no lo percibió, como tampoco que la joven había saludado gélida y concisamente.
—¿Desde cuándo estáis aquí, Sánchez? —preguntó ávido de noticias mientras ayudaba a transportar la tortuga al bote—. ¿Ya está reparado el barco?
Sánchez asintió.
—Está como nuevo. Aunque ha sido largo, pues había un montón de desperfectos. Pero las ganancias del barco apresado son diez veces más que el coste de las reparaciones. Os espera una bonita recompensa a ti y a Bobbie. Y para él hay un extra por la herida. ¿Se ha curado del todo? ¿Dónde está?
Jefe sonrió burlón.
—Sánchez, si tuvieras una cita con un bombón como Deirdre, ¿cargarías con ese bribón de Bobbie? —Hizo un gesto breve y significativo con la mano.
Deirdre se sonrojó.
—Ya… César, una chica y una playa solitaria… ¡Viejo putero! Pero ¿Bobbie está bien? ¿Podrá seguir navegando con nosotros?
Jefe asintió.
—¡Como nuevo!
Pitch abrió entonces una botella de ron.
—Bebed, chicos… ¡por el reencuentro! Estamos en tierra, podemos celebrarlo. Nos habría gustado ofrecerle un jerez a la dama, pero lamentablemente… —El cocinero volvió a hacer una reverencia.
Deirdre estuvo a punto de pedirle un trago de ron. Primero el estallido de Amali y ahora ese encuentro en la playa: habría necesitado un estimulante. Pero se limitó a lanzarle una mirada de reproche a su acompañante cuando este agarró la botella.
Sánchez volvió a cogérsela sin demora.
—Para, Pitch. No vamos a inducir ahora a que el muchacho se emborrache, tiene algo más importante que hacer. —Repitió el gesto obsceno de Jefe—. Tiene que despedirse de su chica… —Entonces fue el mulato el que se inclinó delante de Deirdre—. No se tome usted a mal, mademoiselle, que hayamos entretenido a su futuro marido. Pero el día es largo… ¡Que te diviertas, César, nos vemos luego!
Saludó jovialmente a Jefe y Deirdre, empujó el bote al agua e hizo subir a Pitch, que no parecía tan entusiasmado. Con unos potentes golpes de remos, los hombres se alejaron.
Deirdre tenía que hablar con César. Sobre las amenazas de Amali, los piratas, Bonnie… pero al principio no pudo hacer otra cosa que caer sin más en sus brazos. En cuanto el bote de remos se perdió de vista, hicieron el amor como nunca antes. Jefe condujo la lujuria de Deirdre hasta niveles inimaginables. La poseyó con el ímpetu y el ansia de un pirata tras seis semanas de abstención en el mar. Al final estaban cubiertos de arena y corrieron al agua para sacudírsela. Se besaron de nuevo y se amaron otra vez después de saborear el salitre en la piel del otro. Para Deirdre, el mar y el cielo se confundían en un único azul. Por unos instantes se olvidó de todo, pensó en que se disolvía y fundía con su amado, quien, a su vez, formaba parte del viento y el agua, el verdor de la exuberante vegetación y el dorado de la arena.
—No estarás pensando en marcharte, ¿verdad? No irás a abandonarme, ¿eh? —preguntó Deirdre con el corazón palpitante.
Jefe estaba tendido a su lado, apoyado en un codo, y devoraba el cuerpo desnudo de la joven con la mirada como si quisiera grabarlo para siempre en su memoria.
—No se trata de lo que queremos —le aseguró—. Pero mira, primero nos pilla tu doncella y luego regresa el Mermaid. Claro que me gustaría quedarme contigo, y todavía me gustaría más que me acompañaras. Pero me temo que como grumete no darías el pego. Y yo sufriría por ti, Deirdre… yo nunca podría…
Ella recordó vagamente a Bonnie. Por la muchacha no parecía haber sufrido cuando se la llevó al buque pirata.
—¡No será por mucho tiempo, te lo aseguro! —prosiguió Jefe con vehemencia—. ¡Dame un año, dos como mucho…! ¡Volveré con dinero suficiente para llevarte! No te olvidaré, Deirdre, ¿cómo iba a olvidarte?
La joven no sonrió. Por supuesto que no iba a olvidarla, como tampoco ella a él. A ese respecto sabía que la atracción era recíproca. Algo especial los unía, un vínculo que podría estirarse pero nunca romperse. Ninguno de los dos podría negarlo. Pero en alta mar podían pasar muchas cosas, él podía morir, perder una extremidad como ese tal Pitch… Deirdre se estremecía solo de pensar en ver el cuerpo perfecto de Jefe destrozado o desfigurado.
—¿Y Bonnie? —Volvió a intentarlo—. Victor dice que no aguantará mucho tiempo esa clase de vida. ¿Te la llevarás igualmente? ¿No prefieres quedarte aquí con ella? La tienda…
Jefe hizo un gesto de rechazo.
—Bonnie tiene su vida y nosotros la nuestra —farfulló—. Ella tiene que decidir si se viene o se queda. El amable y buen doctor seguro que le ofrece un puesto de esclava en su casa. —Hizo un mohín.
Deirdre desistió de replicar que en su casa no había esclavos.
—¿Cómo puedes hablar de «nuestra vida» y marcharte? —preguntó en cambio, ahora con súbita ansiedad. Cuanto más pensaba en el Mermaid, más miedo tenía. ¿O era algo más que miedo? ¿Tal vez era una sospecha? Tenía la sensación de que necesitaba protegerlo, incluso al precio de renunciar a su cómoda vida. Le ocurría como siempre después de hacer el amor con el imponente negro, como siempre que no llevaba puesta la alianza de Victor en el dedo, sino en un bolsillo del vestido que se había quitado. Durante esas horas lo único que Deirdre deseaba era estar con su amante, sin considerar las consecuencias—. Escucha, yo… ¿qué pasa si nos escapamos juntos? Ahora mismo… o esta noche. No al Mermaid, sino a algún sitio donde podamos vivir juntos. No necesito lujos, yo… contigo viviría en una cabaña…
Jefe no hizo caso de esas palabras. Acercó lentamente su boca a la de ella y empezó a besarla. De sus labios pasó al cuello y los pechos. Deslizó la lengua alrededor del ombligo de la joven…
—¡César! —gimió Deirdre—. ¡Prométeme que al menos lo pensarás!
Él le sonrió entre un par de besos.
—Que sí, querida, claro que pienso en ello. Pero ahora dejemos de pensar. Ahora es momento para sentir. Tiempo de sentir…
Deirdre estaba muerta de cansancio cuando regresaron a casa ya entrada la tarde, y pensó que su amante se sentiría igual. Victor estaba fuera con un paciente y Bonnie ayudaba en la cocina. Amali lanzó una mirada enfadada a su señora cuando le pidió que preparase un baño.
—Espero que haya sido la despedida —le dijo Amali, cuando poco después Deirdre se deslizó suspirando en el agua de rosas.
La doncella miró indignada a su missis. Tenía el cuerpo lleno de pequeños arañazos y rojeces. Nunca había visto nada similar en Deirdre desde que esta vivía con Victor. Y entendió por qué últimamente su señora evitaba mostrarse desnuda.
—A lo mejor —murmuró Deirdre, somnolienta.
No tenía ganas de volver a reñir con Amali, y a su amante tampoco le apetecería pelearse con Bonnie. Pero no podrían evitar la discusión si Jefe le contaba lo del Mermaid. Deirdre esperaba, por otra parte, que la cocinera enviara a la cama a la pequeña en cuanto la cocina estuviese despejada y listo el tentempié frío para Victor, a quien le gustaba tomar un bocado cuando llegaba de hacer las visitas domiciliarias. De ese modo, Bonnie ya no vería a su negro ese día y todas las decisiones quedarían postergadas para la mañana. Y mañana Deirdre volvería a dar a César en qué ocuparse… No querría salir a navegar si podía volar…
Al día siguiente, Deirdre se despertó sola en la alcoba. Victor había llegado tarde a casa y, gracias a Dios, no había tenido ganas de hacerle el amor. Deirdre no lo habría rechazado, pero se había puesto un camisón holgado para esconder las huellas de la abrasadora pasión con su amante. Evocó el éxtasis al que él la había conducido y se sintió revitalizada. Tenía que reunirse con él cuanto antes, unirlo a ella antes de que se le ocurriera cualquier tontería. Esta era la única posibilidad: Jefe no atendería a razones. Mientras se amaban, sin embargo, él le había prometido reflexionar sobre el Mermaid. Deirdre rebosaba optimismo. Si conseguía que él no subiese a ese barco, tal vez volviera a pensar en lo de casarse con Bonnie y abrir una tienda. Y en último caso… tal vez tendría que fugarse con él. ¿Acaso un día como el anterior no compensaba cualquier sacrificio?
Deirdre se acercó a la ventana y deslizó la mirada por los alojamientos de los esclavos, el establo y el jardín. Esperaba ver a su amante, pero en el patio no había nadie. Se puso la bata, se cepilló el pelo por encima y se dirigió al piso inferior. Era temprano, seguro que su marido todavía estaría desayunando y se alegraría de que ella le hiciese compañía.
De hecho, Victor estaba comiendo con mucho apetito un plato de ocras y bacalao. Y, naturalmente, sus ojos brillaron cuando vio aparecer a su bella esposa. Ella le sonrió y él se puso en pie para besarla. Ella le devolvió el beso con sinceridad. Era un hombre maravilloso y era bonito sentirse envuelta de amor. Pero ¿toda la vida? ¿Toda una vida de aburrimiento bajo la pantalla protectora de dulzura, ternura y compañerismo de Victor? ¿Cuándo podría emprender una aventura al lado de su César Negro?
—¿Dónde está Bonnie, Nafia? —preguntó Victor cuando la pequeña llevó la panera con expresión seria.
Nafia seguía aprendiendo a desempeñar las tareas de la casa, pero últimamente era Bonnie quien servía el desayuno tras ayudar a la cocinera a prepararlo.
—Se ha ido —contestó la pequeña.
La respuesta se le clavó a Deirdre como un puñal.
—¿A qué te refieres?
Nafia se encogió de hombros.
—Esta mañana nos despertamos porque los caballos relinchaban y daban coces en la pared. ¡Tenían hambre, mèz Victor! ¡Lo decían así!
Victor sonrió.
—¿Y dónde está César? ¿No les ha dado de comer?
Nafia negó con la cabeza.
—No. Porque él también se ha ido. Amali dio de comer a los caballos y yo quería despertar a Bonnie para que ayudase a Sabine. Llamé a su puerta bien fuerte. —Después de pasar la convalecencia en la habitación de invitados, Bonnie se había mudado a la casa de los sirvientes—. Pero no me abría. Y entonces Amali me dijo que seguramente también se habría ido. Como si ya lo supiera. Y bueno, luego lo comprobamos, no fuera a ser que estuviese enferma de nuevo. Pero se había ido. Aunque dejó toda su ropa. Qué raro, ¿verdad, mèz Victor?
Victor suspiró. Para él era la confirmación de todos sus temores.
—Pobre chica tonta —dijo en voz baja.
Luego miró asombrado a Deirdre, que no podía dejar de sollozar. Claro que todos se habían acostumbrado a sus extraños huéspedes y se sentían tristes por su partida, pero que su esposa se lo tomara así…
—¿Qué pasa, cariño? —preguntó dulcemente.
La mujer se levantó de un brinco.
—¡Nada! —exclamó—. Nada de nada… yo… no me pasa nada, de verdad, envíame a Amali cuando haya acabado con los caballos.
Corrió escaleras arriba, se arrojó sobre la cama y lloró, lloró y lloró. Fuera, en la bahía, el Mermaid desplegaba velas. El objetivo era un mercante del que los informantes de Seegall en el puerto de Cap-Français habían alertado. Iba cargado de tabaco, sin duda rumbo a París. El Mermaid lo seguiría hacia el norte…