Bonnie mejoraba, pero recuperaba la conciencia solo a ratos, momentos que Victor y Amali aprovechaban para administrarle los remedios o darle agua o sopa. Bonnie lo tomaba todo dócilmente, pero caía después de nuevo en la inconsciencia. A veces creía que Jefe estaba a su lado y le cogía la mano, pero no podía mantenerlo con ella, era un sueño.
Fue al tercer día de convalecencia cuando la muchacha abrió los ojos y logró tomar conciencia de dónde estaba, o al menos lo intentó. La habitación en que se encontraba le pareció demasiado elegante y su cama demasiado mullida para ser reales. Y el camisón que llevaba, los encajes dorados, la agradable sensación de la seda sobre la piel… Todo eso no era del mundo al que ella pertenecía.
—¿Estoy en el cielo? —preguntó obnubilada.
Bonnie no creía estar en el cielo, y la imagen de la joven negra sentada junto a su cama con una labor en las manos confirmaba su escepticismo. Seguro que no existían ángeles negros, y menos aún que tuvieran a su lado un bebé negro dormido. La muchacha empujaba con el pie la cuna para mecer al niño. Llevaba un atildado uniforme de doncella con una cofia almidonada en el cabello crespo. A Bonnie le recordó a Bridget, la sirvienta de los Benton, pero era imposible que estuviera de nuevo en Gran Caimán… Y esa joven no era reservada y altanera como Bridget, sino que le sonreía amablemente.
—No, es solo la habitación de invitados del doctor —respondió, dejando a un lado la labor—. Por fin despierta. ¡Me alegro! Soy Amali.
—¿Habitación de… invitados?
Bonnie nunca había oído algo así. La idea de que alguien tuviera lista una habitación solo para visitantes le resultaba desconocida. En el mundo de Bonnie el espacio donde uno habitaba siempre era reducido.
—Sí. Tú entender: habitación-para-huéspedes… Chambre, attend de… —Amali frunció el ceño. Al principio había utilizado el patois de los esclavos y ahora cambió a un francés básico—. Yo creer tú hablar inglés. Como el negro grande…
Parecía decepcionada. De hecho Amali no se alegraba de tener que andar chapurreando en francés. Y menos aún por cuanto llevaba días junto a la cama de la enferma sin quejarse porque esperaba que esta diera respuestas a sus preguntas en cuanto estuviera bien. Estaba deseando saber de dónde procedían ella y el grandullón. Deirdre había contado algo sobre piratas, pero ¡no podía ser!, y ese César tan orgulloso y desdeñoso… ¿Qué relación había entre los dos? Su aparición la fascinaba e irritaba por igual. Se había percatado de que el día anterior se había comprado ropa en el pueblo. Había tirado las prendas desgarradas y manchadas de Lennie. Amali las había encontrado en un rincón del establo y se había preguntado qué habría hecho con ellas. Casi parecía que hubiera estado peleándose con ellas puestas. Pero era imposible, había salido con la señora a caballo hasta la playa…
Amali ardía en deseos de saber más sobre el Grande. Si esa chica ya tenía dificultades con palabras tan sencillas como «habitación de invitados»… El francés de Amali seguía siendo muy pobre.
Bonnie sacudía en ese momento la cabeza.
—Solo hablo inglés —reconoció, y para sorpresa de Amali no hablaba el inglés básico de los esclavos, sino uno casi correcto—. Pero no sé qué es una… una habitación de invitados. ¿Es un hotel?
Amali rio.
—No; esta es la casa del doctor Victor Dufresne y su esposa. A veces vienen sus padres o sus hermanos de visita y por eso tenemos esta habitación preparada, limpia y aseada. Mucho trabajo para nada. Se limitan a arrugar la nariz y mirar la casa con desprecio…
Bonnie se preguntó cómo era posible arrugar la nariz desdeñosamente ante una habitación tan elegante, con tapices de seda, butacas, sofás recamados y mesitas con marquetería. Esa clase de valiosos muebles eran los que transportaba el Bonne Marie desde Francia hasta las colonias por un dineral. Ahora pertenecían a la gente del Mermaid, adquiridos por un sangriento precio.
—¿Cómo… cómo he llegado hasta aquí? —preguntó al tiempo que trataba de incorporarse.
Tenía la boca seca pero ignoraba si reuniría las fuerzas suficientes para servirse agua de la jarra que había en la mesilla de noche. La joven negra pareció leerle el pensamiento. Llenó un vaso de agua y lo sostuvo junto a los labios de la chica, que bebió ansiosa.
—Te trajo el Grande —contestó Amali—. Un joven que se llama César…
Amali se quedó estupefacta ante el resplandor que emanó de repente del rostro vulgar de Bonnie. Casi embellecía a esa negra flacucha.
—Así que al final lo hizo… Oh, sí, me acuerdo de que me llevó al bote… y lo consiguió.
Pareció recordar también sus heridas, se palpó el cuerpo y enrojeció. Fuera quien fuese el que le había cuidado las heridas y ayudado debía de haber visto que no era «Bobbie».
Amali, quien no sabía nada de ese enredo, vio aparecer su primera oportunidad para enterarse de algo.
—¿Estáis… juntos? —preguntó—. ¿Tú y César?
Por el rostro de Bonnie pasó una sombra.
—No —respondió con abatimiento—. Solo… solo somos buenos amigos.
Amali percibió su frustración.
—Es extraño entre hombre y mujer —observó—. Pero si quieres le aviso que estás despierta, ¿o quieres tranquilizarte un poco antes?
—¿Está aquí? ¿No… no ha vuelto a bordo?
Amali aguzó el oído. Sonaba a barco. Pero hacía más de tres días que no llegaba ninguno a Cap-Français. ¿Sería cierta la historia de los piratas?
—Está aquí y nos ayuda en el establo —respondió—. Y una o dos veces al día viene a verte.
El rostro de Bonnie volvió a iluminarse.
—Oh, está conmigo… —musitó la muchacha, cerró los ojos y volvió a quedarse dormida.
—Ahora vamos a informar al doctor —anunció Amali al bebé, mientras levantaba la cesta—. Se alegrará de que haya despertado.
—¿Y qué ha contado?
Amali ayudaba a Deirdre a desvestirse. Ya le había comunicado que la pequeña paciente del señor por fin había despertado. Para su sorpresa, la señora mostraba la misma curiosidad por obtener informaciones sobre la chica que la propia Amali. Y eso que ella suponía que el Grande ya le habría contado más cosas a los señores. Ese negrazo no podía presentarse por las buenas con una muchacha casi moribunda sin dar ninguna explicación, e instalarse en la casa de los esclavos sin informarles de nada. Y además se había convertido en una especie de guardia personal de la señora, un trabajo que parecía agradarle más que el de la cuadra. En cuanto la missis salía de casa, él ya estaba rondándola. Ella parecía confiar en él, y eso no solía pasar cuando casi no se conocía a una persona. Encima, los Dufresne podían ser demandados por acoger a un esclavo fugitivo. ¿O a un bucanero?
—No me ha contado mucho —respondió Amali—. Y yo tampoco he preguntado. Todavía está muy débil, vuelve a dormirse enseguida. Pero está enamorada del Grande.
Las sirvientas se habían acostumbrado a llamar a Jefe «el Grande»… Así imitaban a Victor, quien no conseguía pronunciar el nombre del muchacho negro sin mostrar una sonrisa entre indulgente y sarcástica.
Deirdre se estremeció.
—¿Que está qué? —preguntó.
—Ama al hombre que la ha traído aquí —contestó Amali sin inmutarse, y empezó a cepillarle el pelo—. Pero si quiere saber qué pienso yo, missis…
—¿Cómo lo sabes? —La voz de Deirdre sonó casi estridente—. ¿Lo… lo ha dicho ella?
Amali rio.
—Se le nota —contestó—. En cuanto hablas de él, reluce como un candelabro, y cuando lo ve…
—¿Ha ido a verla?
Amali creyó ver en el espejo que los ojos de Deirdre destellaban. Parecía iracunda. ¿O estaba preocupada?
—Claro que va a verla —respondió—. Pero para mí, missis, que no se preocupa mucho por ella. En cualquier caso no… no como si ellos…
Hizo un gesto breve y obsceno que solo podía permitirse en presencia de Deirdre porque las dos se acordaban muy bien de quién era el joven negro que se lo había enseñado por primera vez en un rincón del poblado de esclavos en Cascarilla Gardens.
Amali percibió que Deirdre parecía tranquilizarse. Y se preguntó cuál sería la razón.
—Ella dice que son amigos —prosiguió, y escuchó luego pasmada cómo Deirdre contaba lo que sabía de la historia de Bonnie.
—Pueden haberse hecho amigos en el barco pirata y ella debe de haberle revelado su secreto —concluyó Deirdre—. O ya se conocían de la isla de donde proceden. Aunque no sé de dónde viene ella. A lo mejor era esclava…
Amali asintió.
—Seguro que lo era, missis —señaló—. ¿No ha visto las cicatrices que tiene? Le pegaban, missis, y seguro que el backra habrá hecho con ella cosas aún peores. Pobrecita. Y ahora se enamora del primer granuja que…
Deirdre tuvo que contenerse para no defender al granuja. Pero ya hacía tiempo que se había dado cuenta de que a Amali no le caía bien. Tendría que ser prudente cuando se encontrara con él. Suspiró. Habría sido más fácil si hubiese podido compartir el secreto con la doncella, pero era imposible guardar secretos íntimos ante los criados personales. Deirdre pensó unos instantes que, de todos modos, lo que hacían ella y el misterioso negro era espantoso. Se habían vuelto a ver ese día y habían hecho el amor en la playa de la bahía. Era muy arriesgado pero los dos habían gozado. Y seguro que ella no pondría el punto final a la relación. Era demasiado emocionante sentirse plenamente viva.
Las semanas que siguieron, Deirdre y Jefe se amaron allí donde se les presentaba la posibilidad: en la bahía y en el bosque, incluso en el establo. Muy pocas veces y solo cuando ella estaba segura de que Amali y Victor no estaban en casa, conducía a su amante a su propia cama, lo que ambos disfrutaban especialmente. A los dos les gustaban los juegos arriesgados. No obstante, en cada uno de sus encuentros, antes de empezar el juego del amor, Deirdre se sacaba religiosamente la alianza de casada, gesto que le permitía olvidarse del pudor y sus obligaciones. Actuaba con la mayor naturalidad y sin mala conciencia. Fuera lo que fuese lo que hiciese con su pirata negro, le parecía que eso no afectaba su relación con Victor. Y el amor con Jefe era distinto a todo lo que había experimentado con su marido hasta entonces. Ambos probaban gustosos lo que el negro había aprendido de las rameras que ejercían en los puertos del Caribe y lo que se le ocurría a Deirdre, y así excitaban y exploraban sus cuerpos. Era un sentimiento extraño ir conociéndose de esa manera, pero, por otra parte, también lo era sentir tal confianza que desde el principio no experimentaban vergüenza ni culpabilidad. Para Deirdre era tan natural amar al pirata como respirar, no pensaba en Victor ni en lo que le estaba haciendo.
Y tampoco lo dejó de lado. Seguía permitiendo que él le prodigase sus dulces caricias cuando la deseaba e incluso se complacía con ello. Seguía sintiendo amor y ternura por Victor, pero comparado con lo que sentía por el pirata era cosa de niños. Con este último explotaba, ardía en llamas, mientras que con su marido solo se mecía suavemente. La seguridad que Victor le ofrecía palidecía ante la naturaleza indómita de Jefe, su valor y su arrojo ante el riesgo. El corazón de Deirdre se aceleraba cuando oía a sus espaldas el crujido de una rama mientras hacían el amor en el bosque, y también cuando creía oír la puerta de la casa o del establo mientras lo estaban haciendo sobre la paja o en la cama.
Jefe, por el contrario, solo se reía de esas cosas y nada parecía atemorizarlo. No habría vacilado a la hora de enfrentarse a Quentin Keensley en aquella fiesta, habría peleado con la espada, no con la palabra, fueran cuales fuesen las consecuencias de ello. Esto daba alas a Deirdre, que también se arriesgaba cada vez más y jugaba con el peligro de ser descubierta. Y nunca se imaginaba las consecuencias de ello. Con César se sentía invencible. La vida era una aventura y Deirdre solo sentía el calor del volcán sobre el que bailaba, no el fuego que estaba listo para devorarla.
Victor facilitaba en grado sumo que su esposa le engañara. Confiaba ciegamente en ella, jamás se le habría ocurrido dudar de una de las disculpas o pretextos con que justificaba las horas que pasaba cabalgando con su «mozo de cuadra». Pese a ello, Victor ya había percibido que el negro apenas se sostenía sobre un caballo, al menos al principio. Debería haberse preguntado cómo aguantaba Jefe medio día en la silla de montar, pero era un cándido. El joven médico nunca comprobaba si era cierto lo que Deirdre le contaba acerca de sus visitas o encuentros con conocidas para tomar el té. Y tampoco se quejaba del creciente desinterés de su esposa por los placeres de alcoba. Hasta entonces, cuando llegaba tarde a casa tras visitar a los enfermos, solía ser Deirdre quien tomaba la iniciativa para que se amaran. Ya no proponía juegos amorosos, sino que seguía las indicaciones de su marido cuando él no estaba demasiado cansado.
El joven doctor nunca hubiese relacionado el buen humor y el aspecto espléndido de Deirdre con la presencia de Jefe. Tras los primeros meses en Cap-Français la joven solía estar mohína y aburrida, pero era evidente que se había reanimado. Victor se alegraba sin más. Tampoco comentaba que ella ya no insistía tanto en pasar al menos dos fines de semana al mes en Nouveau Brissac. A fin de cuentas, él se alegraba de permanecer más tiempo en casa y no tener que atender a hacendados desquiciados. Creía que la actitud de Deirdre se debía a que salir a montar acompañada le permitía pasear por Cap-Français y sus alrededores. Y quizá ya no le ponían de los nervios las indirectas de su madre: Deirdre seguía sin quedarse embarazada y Louise Dufresne se lo tomaba como un asunto personal…
Victor solo se preguntaba por qué los cotillas de la comunidad no se molestaban en chismorrear sobre las salidas de Deirdre con Jefe. Tal vez allí fuese normal que las mujeres jóvenes saliesen a cabalgar en compañía de chicos negros, siempre que lo hicieran, pues pocas eran las mujeres de las colonias que montasen por placer. También en Inglaterra había mozos de cuadra que iban tras audaces amazonas en las cacerías como «vigilantes» sin que nadie se escandalizara por ello. Pero Victor habría esperado que ahí, en Saint-Domingue, al menos las damas de la congregación de la iglesia hablaran de ese asunto y quisieran comprobar que el marido estaba al corriente. Le sorprendía que no hubiese ocurrido. Deirdre podría haberlo explicado fácilmente: ponía mucho cuidado en que nadie la viera con su acompañante. Una observadora perspicaz habría descubierto en los rostros radiantes y acalorados de la amazona y el negro que algo turbio había entre ellos.
Últimamente Amali lanzaba unas extrañas miradas a su señora cuando salía con el apuesto negro. Como Deirdre intuía, era más fácil mantener la relación alejada del conocimiento de su marido que del personal de servicio.
Al principio, Deirdre también se había preocupado por Bonnie. Si era cierto que estaba enamorada de Jefe —y cuando Deirdre presenció una visita de su amante a la enferma se le disiparon todas las dudas—, tendría que sentir que su hombre se le escapaba. Pero Bonnie no notaba nada. Parecía simplemente dichosa cuando podía estar un rato con él y contemplaba con sincera admiración a la esposa del médico. Nunca había visto a una dama de la alta sociedad, seguro que no procedía de una gran plantación. En cualquier caso, agradeció a Deirdre, tímida al principio y luego entusiasta en exceso, que le hubiera prestado el camisón. Nunca había visto algo tan bonito.
—A que es bonito, Je… César, ¿verdad? —Se reafirmaba con su amigo.
Casi parecía un conmovedor intento de coquetear. Pero Jefe solo la miró ceñudo y Bonnie lamentó su desliz. Desde que estaba ahí, había vuelto a pensar en él por su auténtico nombre. El pirata César Negro era digno de admiración y ella lo respetaba, pero el hombre con quien soñaba era Jefe, si bien nunca debía dirigirse a él con ese apelativo. El día anterior el joven había despotricado porque a ella se le había escapado el nombre cuando estaban solos. Bonnie no entendía por qué reaccionaba tan alterado. A Jefe no lo buscaba nadie por su auténtico nombre y podría haber seguido utilizándolo sin más fuera del Mermaid. Pero el muchacho estaba decidido a olvidar todo lo que tuviera que ver con su pasado como Jefe. Bonnie lo lamentaba y esperaba, con su inquebrantable optimismo, que eso cambiara en algún momento.
La muchacha no se percataba de las miradas de amor y veneración que intercambiaban Jefe y Deirdre. Únicamente las notó Amali cuando presenció una visita de los dos a la enferma, pero solo podía compartir sus observaciones con el bebé y la pequeña Nafia: «El Grande mira a la missis igual que la flacucha lo mira a él…».
Pero Bonnie pronto encontró un amigo en quien confiar y a quien contar sus preocupaciones. Se trataba del propio doctor, que seguía atendiendo con creciente satisfacción a esa paciente que se reponía con lentitud. Aun así, su interés por la muchacha no era en absoluto de naturaleza sexual. Victor no tardó en descubrir que poseía una mente despierta y que tras la fachada esquiva que presentaba, siendo él un hombre extraño, había una criatura abierta y cordial.
La trataba con prudencia. También él había visto las cicatrices de su cuerpo y las había interpretado correctamente. Por consiguiente, evitaba tocarla, incluso encargaba a Amali que le cambiase las vendas. Pero le gustaba sentarse junto a su lecho para hablar con Bonnie. Y la joven no tardó en contarle su historia. Naturalmente, se guardó algunas cosas, sobre todo la muerte de su backra. Sin embargo, le habló con todo detalle de su vida en el barco, de su ascenso a artillero y de los trucos que la ayudaban a pasar por chico. Y últimamente también le hablaba de sus sueños. En algún momento haría como Twinkle y se asentaría en un lugar.
Victor compuso una mueca cuando la muchacha expresó su intención de volver al Mermaid con su amigo.
—Bonnie, no sé qué planea César —repuso con cautela—. Tal vez quiera volver a la piratería. Pero si… si significas algo para él, Bonnie, entonces os aconsejaría que permanecierais en tierra. Un hombre fuerte como él podría seguir con esa clase de vida unos diez años más. Pero para ti es imposible. Veo cómo te ha ido a ti…
—Cualquiera puede resultar herido en un combate —objetó Bonnie.
Victor se frotó las sienes.
—Las mujeres no suelen intervenir en combates —señaló—. Admito que también un grumete o un cañonero adulto habría podido resultar herido. Y con los tratamientos que aplican en el barco también el hombre más fuerte habría tenido muchas probabilidades de morir. Visto así, tuviste suerte de no caer en manos de vuestro carpintero… Pero, aparte de eso, estás demasiado delgada, Bonnie, tu organismo está agotado. Mira cuánto te cuesta recuperarte de la fiebre.
En las tres semanas que Bonnie llevaba en casa de los Dufresne su herida había sanado, pero seguía demasiado débil para ponerse en pie. Para ir al lavabo tenía que apoyarse en Amali y luego se alegraba de regresar a la cama.
—No habrías aguantado mucho más —siguió advirtiéndole Victor—. Y si un día te caes y César no anda por ahí para ayudarte, descubrirán tu engaño. Y, ¿qué pasará entonces, Bonnie? ¿Lo has pensado?
La muchacha se mordió el labio. No lo tenía claro, pero no creía que los hombres del Mermaid fueran a hacerle algo, querían demasiado a su Bobbie. Aunque seguro que tampoco le permitirían seguir a bordo. Probablemente el capitán Seegall pediría a la tripulación que votase, y todos optarían por dejarla en el siguiente puerto. Y entonces…
Ella esperaba que Jefe no la abandonara, pero no era seguro. Tal vez quería que ella siguiera su camino, tenía su propio dinero. ¿O se lo quitarían?
Bonnie se frotó la frente, pensar en esas cosas le producía dolor de cabeza.
—Las perspectivas no son nada halagüeñas —resumió Victor los mudos pensamientos de la joven—. Así que te aconsejo no correr el riesgo. Lo más inteligente sería hacer ahora lo que has planeado hacer a la larga. Juntad vuestro dinero y emprended algo razonable. César y tú.
Bonnie lo miró vacilante. ¿Creía realmente el doctor que Jefe aceptaría algo así? ¿Había visto algo en la mirada o la actitud del joven negro que a ella se le escapaba?
—César… César no querrá quedarse —señaló, devolviendo a la realidad al médico y también a sí misma—. Él… creo que no se interesa por mí. Y… y el dinero tampoco sería suficiente, yo…
Victor la interrumpió.
—¡Algo se interesará por ti ese chico si ha dejado su querido barco pirata para traerte aquí! Te ha salvado la vida corriendo cierto riesgo. Así que algo significas para él. Y en cuanto al dinero, habría que ver qué tipo de negocio os podríais plantear. Seguro que algo se podrá hacer. Mi esposa, por ejemplo, está muy satisfecha con César como mozo de cuadra. Podría seguir viniendo por aquí y trabajar por horas que nosotros le pagaríamos. Y si no… os podríamos dar un crédito, o ser fiadores. Me siento un poco responsable de ti, Bonnie. No me gustaría enviarte de vuelta a un futuro incierto.
La negrita sonrió y luchó por contener las lágrimas. Nunca nadie había sido tan bueno con ella. Nunca nadie le había ofrecido algo sin pedir nada a cambio, y nadie, salvo tal vez Twinkle, había creído tanto en ella. Aunque Twinkle había creído en el pequeño Bobbie, no en Bonnie.
—¿Quieres que hable con César? Si le hago ver lo que la vida en el barco pirata significaría para ti…
La muchacha apretó los labios y sintió el tímido despertar de una esperanza. ¡A lo mejor Jefe se interesaba y podían aceptar el ofrecimiento del doctor! Quizás ella tenía un futuro con su auténtico cuerpo y su auténtico nombre. Quizás alguien la protegería por una vez.
Bonnie asintió.