—¿Un salvaje noble?
Victor rio cuando poco después Deirdre le comentó sobre la forma elaborada en que Jefe se expresaba y la amabilidad de sus modales. Victor lo había conducido al establo y luego cerrado con doble vuelta de llave todas las puertas antes de preparar los remedios para Bonnie. La muchacha dormía agotada y tranquila, aunque ardía a causa de la fiebre. No se despertó cuando Victor le administró un jarabe.
—No seas ridícula, Deirdre. Estoy de acuerdo en que parece tener algo de educación, pero no creo que haya asistido a una especie de academia de piratas. Más bien creo que procede de una buena casa, tal vez era un esclavo doméstico. Y luego huyó porque toda su inteligencia no le servía ahí para nada. Con la pequeña, quizás, aunque… no parece que haya nada entre ambos, no la miraba como si fuese su amante.
Deirdre no supo por qué, pero de inmediato juzgó a la enferma con más benevolencia. Parecía más joven durmiendo, más niña, y sus rasgos se habían suavizado, pero carecía de la madurez que cabía esperar de una amante de César… Victor tenía razón.
—A lo mejor tenían buenas razones para huir —observó.
Victor se encogió de hombros.
—Quizá, pero eso no justifica abordar a inofensivos mercantes, matar o apresar a la tripulación y apropiarse de las mercancías. Los bucaneros tienen una aureola de romanticismo, Deirdre, pero en el fondo no hay más que robo y asesinato. Así que no te hagas ilusiones respecto a ese joven. Es un lechuguino y un bribón, nada más…
Deirdre hizo un mohín.
—¿Y la chica? —preguntó.
—De la chica ya sabremos más cuando despierte. Si es que lo hace. Ahora deberías volver a la cama y dormir un poco más, Deirdre. Yo me quedaré aquí. La pequeña tiene que tomar cada hora algo de jarabe, no vale la pena volver a acostarse entre toma y toma. Y pronto amanecerá… —Suspiró mientras acercaba un sillón a la cama de Bonnie y se acomodaba en él.
Deirdre se obligó a besar a su marido antes de dejar la habitación, y apretó los labios cuando fue consciente de que al hacerlo pensaba en el fornido negro que dormía en el establo, no muy lejos de ella… La esposa del médico se prohibió tales pensamientos cuando volvió a tenderse en la cama. ¿Qué le importaba a ella ese hombre? ¿Cómo podía ensimismarse de ese modo pensando en un negro, seguramente un esclavo fugitivo? Pero tal vez estuviera cansada. A la mañana siguiente, ese César no sería para ella más que otro negro grandullón. Como Lennie o Jolie.
Como todos los demás.
Jefe, que se había alejado de mala gana unos metros de la casa y se envolvía en una apestosa manta de caballo, no se sentía menos agitado. ¿Cómo iba a dejar de pensar tan rápido en los encuentros de esa noche? ¡Ese doctor impertinente, que sin embargo conocía bien su trabajo, y esa preciosa mujer que lo ayudaba! Algo en esa… en esa blanca le había conmovido como nunca antes otra mujer. Su rostro, sus extraños ojos verdes, su cabello que no era liso ni crespo, sino que caía en ricitos diminutos sobre su espalda. Y sus hombros, tan redondos y a la vez tan esbeltos… la forma en que se ceñía la bata, sorprendentemente siempre que él se la imaginaba desnuda debajo de la prenda. Y cómo al hacerlo traicionaba justamente las suaves redondeces de sus pechos y sus caderas… La bata de seda apenas si dejaba intuir su silueta. ¿Cómo la había llamado el hombre? ¿Deirdre? Un nombre inusual. ¿Africano? Absurdo, ¿cómo se le ocurría semejante idea? Deirdre era… irlandés, sí, irlandés. Una vez había leído un cuento. La niña de un cuento se llamaba así… Qué suerte haber llevado a Bonnie allí.
Jefe se avergonzó un poco, porque ese era el único pensamiento que había dedicado a su compañera en las últimas horas. Pero ahora ella estaba en buenas manos. Y él tenía que dormir… Quizá mañana pudiera volver a pensar con claridad y ver a esa Deirdre como lo que era: una blanca, y por tanto carente de todo interés. Las mujeres blancas nunca habían atraído a Jefe, entre otras cosas porque siempre había el peligro de que hiriesen su orgullo. A fin de cuentas, pocas veces dejaban de tratarlo como si fuese basura o, en el mejor de los casos, un animal doméstico. Aunque Deirdre parecía distinta. Ella le había hablado con amabilidad y… No, Jefe se prohibió ese pensamiento. Estaba loco… O puede que solo cansado. Al día siguiente, vista a la luz del día, Deirdre volvería a ser una de esas repugnantes mujeres blancas en las que un negro ni siquiera reparaba.
Una missis. Como todas las demás.
A la mañana siguiente, la primera persona con quien Jefe se topó fue Amali, que se dio un susto de muerte al ver a aquel negrazo en su establo. Como cada mañana, había entrado ahí a pesar suyo para dar de comer a los animales, lo que en realidad era tarea de Lennie, pero que ella realizaba «transitoriamente» desde hacía unos meses. Victor hablaba de comprar un joven para el establo o de traerlo de la plantación de su padre, pero siempre se olvidaba. Por lo visto, en Nouveau Brissac había otras cosas en las que pensar y de las que hablar. En la última visita, habían vuelto a llamar al médico porque habían envenenado otra vez a alguien, pero por fortuna había sido una falsa alarma. Las familias de los hacendados reaccionaban histéricamente al menor problema digestivo.
Victor lo comprendía: Macandal y sus secuaces seguían asesinando en toda la colonia y nunca podía saberse quién sería su próxima víctima. Para el doctor, no obstante, era algo enervante. El último fin de semana había estado cabalgando a galope tendido durante dos horas para llegar a la casa de un niño cuyo estado había mejorado notablemente después de tomar tres tazas de manzanilla. Poco a poco, Victor fue abrigando la sospecha de que las indisposiciones estomacales aumentaban cuando la gente sabía que tenían un médico cerca. No lo hacían conscientemente, pero al sentirse algo más seguros somatizaban sus temores. Fuera como fuese, Victor no tenía ganas de ver a sus padres y solo iban dos veces al mes a Nouveau Brissac, y eso por deseo expreso de Deirdre. Durante las estancias allí, nunca se acordaba de que necesitaba un mozo de cuadra y Amali era demasiado tímida para recordárselo. La cocinera no dejaba de reprocharle a la joven esclava que se encargaba mucho de la niña y poco del trabajo.
Al principio, Sabine estaba intimidada, como todos los esclavos de la plantación Dufresne, pero el trato amable de Deirdre y Victor con sus sirvientes acabó por soltarle la lengua. Repetía a Amali que necesitaba al menos una ayudante de cocina y una doncella si quería administrar la casa como Dios manda, y también se lo decía a Victor y Deirdre, aunque el primero le explicaba que la consulta no daba dinero suficiente para permitirse más personal. Deirdre, por su parte, encontraba que la casa ya estaba suficientemente bien llevada. Era mucho más pequeña que Cascarilla Gardens, y junto a sus otras tareas, Amali y Nafia la mantenían limpia mientras Deirdre jugaba con Liberty.
—Cuando tengamos hijos propios —le comentó a la cocinera—, seguro que necesitaremos una muchacha más. Pero ahora mismo…
Amali, en cualquier caso, no quería enervar a sus señores y ayudaba de buen grado en la cocina. En cambio, detestaba el trabajo en el establo. Tras el sobresalto inicial, cuando vio a Jefe en la paja, enseguida alimentó la esperanza de traspasarle sus tareas. El joven ya se había levantado, y se veía dónde había estado durmiendo por el nido construido con paja amontonada. Se lavaba en una cuba con agua, para lo que se había desprendido de la noble camisa y del jubón. Amali, pues, no le dirigió ninguna mirada de asombro. Le sonrió.
—Vaya, por lo que veo el señor por fin ha conseguido un nuevo mozo de cuadra —se alegró—. Y no nos ha dicho nada. Puede que te encontrara ayer mismo por la noche, ¿o qué? Claro, no quería molestarnos enseñándote el alojamiento —siguió suponiendo Amali—. Siempre tan respetuoso, nuestro doctor. Pero ya lo verás tú mismo: es el mejor backra, quiero decir mèz, que hayas podido imaginar, has tenido mucha suerte. Ahora voy a enseñarte qué forraje les damos a los caballos y luego limpias esto y te vienes a desayunar, ¿de acuerdo? —Miró resplandeciente al nuevo, que cada vez le gustaba más, aunque él contraía el rostro enfurruñado—. Te prepararemos algo bueno. ¡A un hombretón como tú hay que alimentarlo como es debido! —Amali le apretó con suavidad los duros músculos del brazo—. ¿Cómo te llamas?
Jefe la miró con desdén.
—No seré yo quien limpie la porquería del establo —le espetó con arrogancia—. Yo no soy un esclavo…
Amali se quedó un momento desconcertada y luego rio.
—¡Imagínate, yo tampoco! Tengo un salvoconducto del doctor. ¿Tú también? Sí que has sido rápido. —Pareció un poco decepcionada, hasta entonces se había sentido especial—. Pero eso no significa que no tengas trabajo aquí. Tú…
—¿Ya se ha despertado?
Tanto Amali como Jefe se volvieron turbados al oír la voz de Deirdre en la entrada del establo. Amali sabía que los señores blancos dormían más cuando el doctor volvía tarde. De todos modos, no había ninguna razón para que Deirdre se levantara antes de las nueve. Sin embargo, la joven señora se encontraba allí, en el establo, vestida con un ligero y holgado vestido de casa para el que no necesitaba que Amali le ciñera el corsé. Se lo ponía pocas veces porque estaba anticuado, pero le daba un aspecto arrebatador. Tampoco se había arreglado el pelo. Estaba magnífica con una fina cinta que le retiraba el cabello del rostro.
Jefe recordó la noche anterior. Deirdre estaba preciosa.
Y ahora ella acababa de verlo.
—Ah, ¡aquí está! —exclamó vivaracha. Una extraña expresión de inseguridad cruzó su rostro, pero luego relució, casi como una señal de reconocimiento.
Jefe advirtió que sus rasgos le jugaban la misma mala pasada. También él adoptó primero una expresión incrédula, luego casi malhumorada porque su evaluación de la joven se ponía en ese momento a prueba, pero al final sonrió. La sonrisa transformó su rostro, que se suavizó, despertando confianza… Entonces recordó que a Bonnie le encantaba su sonrisa. Y eso le trajo el recuerdo de la muchacha.
—¿Le… le ha pasado algo a Bonnie? —preguntó, poniéndose serio.
Amali miraba confusa a uno y otro.
Deirdre pareció reparar por primera vez en la presencia de la doncella.
—No, no… —respondió lacónica, volviéndose hacia la muchacha negra—. Amali, este es… César. Ha llamado esta noche a nuestra puerta con una paciente. Está muy enferma, por eso la hemos albergado aquí y le hemos ofrecido a él dormir en el establo. Encárgate, por favor, de que le den de desayunar. Después podrá pasar a ver a Bonnie…
Al menos eso esperaba Deirdre. En realidad, esa mañana todavía no se había cerciorado de si Bonnie estaba mejor, ni siquiera de si estaba aún viva. Esto último era de suponer, puesto que Victor seguía con ella. Deirdre no había ido a verlo ya arreglada. Sin duda él le hubiese preguntado el motivo y ella no iba a decirle que era debido a César…
Dirigió al soberbio negro otra sonrisa, pero antes de que él pudiera responder, Amali se inclinó delante de su señora.
—¿Missis? —preguntó como si estuviera hablándole a alguien ausente—. ¿He entendido bien? ¿Tenemos que darle de comer incluso si no ha movido un dedo? ¿Tengo que hablarle también como si fuera todo un caballero? Sí, monsieur César. No, monsieur César. ¿Ha descansado usted bien, monsieur César? —La voz de la criada rezumaba rabia y en su boca apareció una sonrisa irónica cuando hizo un asomo de reverencia ante el negro—. Nanay, monsieur, quien quiere comer aquí tiene que trabajar, ya sea libre o esclavo. Así que coge una horquilla y ponte a limpiar, luego podrás ir a la cocina…
—Ya lo has oído, César —señaló una voz masculina desde la puerta. Victor fue el siguiente en sorprender a todos—. Amali tiene razón. Si quieres, puedes asumirlo como un gesto de cortesía hacia una dama. Este trabajo es demasiado pesado para una mujer, discúlpanos Amali por exigirte hacerlo. Pero seguro que este joven te ayudará… ¿Qué haces aquí, Deirdre?
Victor parecía asombrado de ver a su mujer en el establo, lo que tranquilizó a Deirdre, que se temía que hubiera estado buscándola.
—Por cierto, Bonnie se ha despertado hace un momento —se dirigió de nuevo a Jefe—. No puedo prometer nada pero creo que mejora. Ha bebido infusión y ha tomado obedientemente la medicina. Después probaremos con un poco de sopa. ¿Deirdre? —Victor no repitió la pregunta a su esposa, pero ella sabía que esperaba su respuesta.
—Yo… solo quería… bueno, pensaba en avisar a Amali antes de que viniera a dar de comer a los caballos. Se asustaría si se encontraba de golpe con un hombre aquí. —Era un buen pretexto, y Deirdre se tranquilizó cuando Victor sonrió.
—Bien, entonces puedes venir a desayunar conmigo —respondió complacido—. Lo primero que necesito es un café bien cargado…
Ambos salieron del establo. Deirdre no volvió la vista hacia Jefe, pero sintió la mirada de él en la espalda. No era desagradable, solo totalmente distinto a cuando Victor la contemplaba. Bajo la dulce mirada de Victor se sentía arropada, pero aquel negro la hacía sentir viva.
Jefe cogió al final la horquilla y se ganó las simpatías de Amali trabajando deprisa y a fondo. Mientras, no apartaba sus pensamientos de Deirdre, que debía de estar desayunando con su marido. Su imagen esa mañana se había grabado todavía más profundamente en él que la impresión de la noche anterior, cuando él estaba cansado y preocupado. Ahora estaba seguro de que la atracción entre ambos no era imaginación suya. Esa mujer lo deseaba. Jefe se avergonzó en el momento mismo de pensarlo, pero había algo en la mirada de ella… No era lascivo ni escabroso, tampoco era lo que había en las chicas del puerto que le pestañeaban. Al igual que su deseo hacia ella era algo más que lujuria. Jefe pensó de golpe en dos imanes que se atraen, una fuerza contra la que no se puede oponer resistencia.
Tras concluir su trabajo, se presentó en la cocina tal como habían quedado y, ante la satisfecha mirada de la cocinera y de la tontuela que pese al salvoconducto trabajaba para el doctor y su esposa, se comió unas raciones impresionantes de bacalao y ocras, huevos, barquillos y pan fresco. Bastante mejor que el pan marino a base de masa con ron que Pitch servía en el Mermaid. Mientras, las dos mujeres no cejaban en observarlo, la joven hasta coqueteaba con él. Esta ya tenía un hijo, al parecer había estado casada. En cualquier caso, y siguiendo las indicaciones del doctor, sacó ropa de su anterior marido que no se diferenciaba demasiado de la indumentaria de los marineros. Jefe fue probándose una prenda tras otra. Sus potentes bíceps forzaba las camisas, que también se tensaban sobre la musculatura pectoral. Los pantalones de lino anudados a la cintura se le ceñían a los muslos. Amali admiró sin la menor turbación aquella musculatura.
—Por hoy bastará —murmuró la cocinera, menos impresionable—. Pero a la larga necesitarás algo nuevo, así no puedes ir a la iglesia. Es… hum… provocador.
Jefe no tenía la menor intención de ir a una iglesia, ni vestido ni desnudo, pero en ese momento no tenía ganas de discutir. El doctor le había autorizado que fuera a visitar a Bonnie y Amali lo acompañó.
—El médico dice que está mucho mejor —explicó Nafia, que había estado junto a la enferma. En esos momentos Victor estaba en la consulta. La pequeña observó al recién llegado con curiosidad. Había oído hablar de un tal César pero todavía no lo había visto.
Jefe apenas miró a Nafia y concentró toda su atención en Bonnie. No advirtió ninguna mejora sustancial en su amiga, que seguía teniendo el rostro sudoroso, se hallaba en estado febril y yacía inmóvil entre los blandos cojines de la suntuosa cama. Pero la herida no había vuelto a abrirse, el vendaje estaba limpio y la muchacha no había muerto durante la noche. Así pues, lo que el carpintero había pronosticado el día anterior no se había cumplido. Jefe decidió compartir el optimismo del doctor. Sin embargo, no sabía en qué podía resultar de utilidad su presencia ahí. Amali parecía tener la intención de permanecer en la habitación de la enferma. Le acercó una butaca a la cama de Bonnie y se dispuso a charlar un rato más con él. Por lo visto, ahora le tocaba a ella ocuparse del cuidado de la enferma. La pequeña se marchó, seguramente su colaboración había sido breve.
Jefe lamentó que no fuera Deirdre quien estuviera de guardia junto a la cama de Bonnie. Con ella habría podido pasar horas allí. Pero, dada la situación, respondía con evasivas a las preguntas de Amali, como había hecho toda la mañana, y se aburrió durante media hora mientras contemplaba dormir a Bonnie, que apenas se movía y emitía de tanto en tanto murmullos incomprensibles.
—Seguro que siente que estás aquí —afirmó Amali.
Jefe lo dudaba. Respiró aliviado cuando la cocinera por fin asomó la cabeza por la puerta, a todas luces ofendida porque la utilizaran como simple mensajera.
—El joven César debe ir al establo para ensillar el caballo de la señora —anunció.
Y antes de que Jefe pudiese responder, ya se había marchado. El pirata que había en él quiso ignorar esa exigencia formulada como una orden, pero luego se dirigió al establo… donde Deirdre ya lo estaba esperando.
Deirdre había disfrutado de un copioso desayuno con su marido que la había hecho reflexionar sobre levantarse más frecuentemente con él. Por lo general, él desayunaba solo y ella apenas si tomaba algo después de despertarse en su habitación. Seguro que a él le gustaría más que cada día ella le hiciese compañía durante la primera comida del día. Pero cuando él se marchó a la consulta para atender a los pacientes, ella no supo qué hacer. Por la mañana, tan temprano, no podía ir de compras ni ir de visita, y aún menos cuando no le apetecía hacer ninguna de las dos cosas… Una salida a caballo sí le gustaría, y a esa hora seguro que no se cruzaba en el camino con nadie que se escandalizara de verla sin dama de compañía.
Y… espera, ¡si a lo mejor hasta encontraba compañía! ¿Si Victor podía ordenar al negro a trabajar en los establos, por qué no iba a encargarle ella las tareas propias de un mozo de cuadra? Ante tal ocurrencia, Deirdre bailoteó por la habitación y, dando un rodeo, pasó por la cocina.
—¿Le preguntarías a César si puede ensillar mi caballo? —pidió a la cocinera—. ¿Y me ayudarías antes a ponerme el traje de montar? Amali está con Bonnie… Ah, sí, y envíame a Nafia para que me peine…
Como era de esperar, la cocinera no se alegró del encargo, y el aspecto de Deirdre era insatisfactorio cuando se miró en el espejo. Nafia le había sujetado más o menos los rizos en lo alto y seguro que se le soltarían debajo del sombrero cuando galopara. Y el vestido… Sabine no tenía ni idea de cómo ceñirle el corsé a una dama. Deirdre había tenido que decidirse por su vestido más holgado y menos atractivo.
Le habría dado igual, pero esa mañana precisamente le puso un poco de mal humor… hasta que vio que los ojos de Jefe se iluminaban cuando entró en el establo. Deirdre acababa de ponerle el cabestro a Alegría y se disponía a sacar al animal del compartimento. Naturalmente, ella misma sabía ensillarlo, al contrario que Amali. La doncella condescendía a regañadientes en dar de comer a los caballos y limpiar el establo. Pero cepillar, ensillar y embridar al brioso purasangre de su señora… a tanto no llegaba.
Jefe, por el contrario, lo había hecho muy bien. No era la primera vez que hacía esa tarea, pero seguro que no era un mozo de cuadra con experiencia. Con un poco de mala suerte, jamás se había sentado a lomos de un caballo…
—¿Sabe montar? —preguntó la joven, resuelta.
Jefe la miró altivo.
—Claro —respondió lacónico.
Deirdre le sonrió.
—Estupendo. Entonces sería muy… amable por su parte que me acompañara a dar un paseo. La gente aquí… rumorea cuando salgo sola.
El negro frunció el ceño.
—¿Y no rumorea cuando sale con un hombre que no es su marido? —preguntó burlón.
Deirdre apretó los labios.
—Bueno, la gente… al menos la gente de por aquí, no desconfía cuando el acompañante es negro.
Jefe sonrió con ironía.
—Lo entiendo. Es inconcebible que una dama tenga relaciones con un esclavo… Para eso igual podría tratarse de su perro.
Deirdre se sonrojó.
—No debería decir algo así —murmuró, pero se repuso—. Puede ensillar a Roderick —le indicó, señalándole uno de los dos caballos bayos que estaban junto a Alegría—. Se deja llevar mejor que Cedrick. Victor también necesita a Cedrick para el coche en caso… en caso de que haya una urgencia.
Siguió explicándole las particularidades de los caballos, pero Jefe casi no la escuchaba. En realidad nunca había montado en un caballo, apenas en un burrito prestado por los caminos polvorientos de Gran Caimán… Bastaría con que la blanca no se diera cuenta de que no tenía ni idea.
La joven se percató de inmediato, claro. Ya cuando Jefe se subió trabajosamente a la silla, porque no sabía cómo darse impulso una vez apoyado el pie en el estribo, tuvo claro que no era precisamente un jinete experimentado. Él tampoco hizo nada por ayudarla a encaramarse en la silla de amazona antes de montar él mismo. Era evidente que el mundo de los caballos le resultaba ajeno. Sin embargo, en contra de lo que solía ocurrirle, Deirdre no se enfadó. Roderick era un caballo bueno y no derribaría a un principiante. Y ella cabalgaría más despacio para que él la siguiera.
Deirdre le sonrió cuando Jefe se esforzó por poner el bayo a su lado y refrenó a Alegría para que le resultara más fácil. Luego se internó por el camino de la selva hacia la playa, era mejor que el vecindario no la viera con su «mozo de cuadra». Por lo general, los mulos de los acompañantes negros iban detrás de sus señores, guardando la distancia de un cuerpo.
—¿De dónde es usted en realidad? —preguntó—. Bueno… ¿dónde ha vivido antes de ser pirata?
—Nací libre —aclaró Jefe disgustado—, no soy un esclavo fugitivo, si se refiere a eso.
—No me refiero a eso.
Deirdre vaciló. Era la verdad, en el fondo le resultaba indiferente de dónde venía y qué hacía. Solo quería tenerlo a su lado, oír su voz. Le gustaba su voz, grave y sonora, se notaba que salía de un tórax poderoso… Deirdre paseó la mirada por la musculatura de Jefe, perceptible bajo la ceñida ropa.
—Yo solo quería…
—De una isla —contestó él.
Aquello era muy impreciso, en el Caribe había un sinnúmero de islas, incluso los inmigrantes ingleses habían nacido en una isla en sentido estricto.
—Mi madre vivía allí… —prosiguió Jefe. Se esforzaba por estimular a Roderick hincándole los talones en los flancos, pero el caballo solo movía de mala gana la cabeza.
Deirdre observaba sus intentos con expresión burlona.
—No puede avanzar si lo retiene con las riendas. Déjelas sueltas —le indicó antes de seguir con la conversación—. ¿Y por qué se hizo a la mar? ¿Como… como pirata? ¿No había nada allí… nada más…?
Jefe soltó las riendas y Roderick apretó el paso. El joven se agarró sorprendido a las crines cuando el bayo empezó a trotar. Por fortuna el animal volvió a calmarse y el muchacho suspiró aliviado.
—¿Decente? —Le dirigió una mueca irónica—. Señora, por si quiere usted saberlo: me hice a la mar porque me gustaba. Y un trabajo decente… una vida entera en un islote desesperante, en el que no hay más que un par de tortugas y palmeras cocoteras… Trabajar año tras año como escribiente de un capitán del puerto…
—¿Sabe…? —Deirdre se interrumpió compungida. Ya había vuelto a ofenderle, pero estaba atónita. Que un negro supiese leer y escribir era una rareza. Y un trabajo de escribiente para el capitán del puerto tampoco le parecía tan malo. Si no… si no se trataba precisamente de alguien como César, a quien no podía imaginarse anotando cantidades de mercancías y precios.
Jefe resopló.
—Pues sí, señora, sé escribir… y contar. Con lo que hubiese ganado en el puerto jamás habría salido de esa isla en el fin del mundo. Así que cuando se presentó la oportunidad… —Sonrió muy ufano.
—¿Y nunca tiene mala conciencia? —preguntó Deirdre. Esperaba que no sonara a moralina, pero era una cuestión que le interesaba realmente—. Cuando… cuando se roba a gente…
Jefe irguió la cabeza.
—Nosotros no robamos, señora. Abordamos barcos. Apresamos barcos en combate limpio.
—También podríamos llamarlo «saqueo» —lo pinchó ella.
Le gustaba provocarle. Era interesante ver cómo se plasmaban en su cara sentimientos como la cólera y el orgullo. En esos momentos sus ojos reflejaron indignación.
—¡Llámelo saqueo si así lo desea, señora! Pero ¡entonces deberá encontrar el nombre adecuado para referirse a lo que los blancos hacen a mi pueblo! Para la captura de esclavos en África, para los barcos en que nos apretujan como si fuésemos reses, para el trabajo al que nos obligan sin sueldo ni esperanza…
Deirdre pensó que todo eso no le concernía al orgulloso hombre nacido libre. Entonces, ¿por qué se lo tomaba así? Quería preguntárselo, pero calló. ¿No era el pueblo de él, a fin de cuentas, su propio pueblo?
Alcanzaron el manglar a través del cual unos senderos conducían a la playa. Victor llamaba mangles rojos a esos árboles que podían alcanzar los treinta metros de altura. La parte interior de la corteza de las raíces era rojiza, lo que les daba el nombre. La raigambre era impresionante, los enormes árboles parecían flotar sobre filigranas, construcciones ramificadas en parte de color hueso. ¿Vivían tal vez los dioses obeah o del vudú al abrigo de las hojas de los mangles? Deirdre sonrió y compartió sus pensamientos con Jefe, que la miró arrugando la frente.
—Yo no creo en el vudú —declaró lacónico.
Deirdre enrojeció.
—Yo… yo tampoco, claro. Solo pensaba… —¿Tenía que explicarle que únicamente había tratado de hacer una broma romántica?
Entonces, mientras todavía estaba buscando las palabras para explayarse, la vegetación se aclaró. En la playa que rodeaba la maleza solo se erguían unas cuantas palmeras. Deirdre se olvidó de los espíritus, retuvo a su montura y respiró hondo. Como siempre, la belleza del mar la cautivó y sintió un poco de añoranza por la bahía de Cascarilla Gardens.
Alegría dio un respingo y Deirdre descubrió un bote de remos. Lo habían arrastrado por la arena lo suficiente para que la marea alta no se lo llevara.
—¿Es el suyo? —preguntó Deirdre.
—Sí. Debería arrastrarlo un poco más arriba y esconderlo entre los árboles. Pero hoy por la noche me tomaré mi tiempo. —Se bajó con torpeza del caballo y se dirigió hacia el bote.
—Nunca he ido en un bote de remos —apuntó Deirdre—. He viajado en un barco, pero no en esta clase de botes.
Jefe rio, adquiriendo un aire más jovial.
—Si eso es lo que desea, señora —dijo, señalando el bote—. Súbase, milady. En un momento estará en el agua.
Deirdre resplandeció cuando él arrastró el bote por la arena. Desmontó grácilmente y corrió a atar a Alegría y Roderick a una palmera.
—¿En serio? Oh, es…
Se dispuso a subir al bote cuando se balanceaba sobre las olas. Pero en el último momento se acordó de los modales que debía mostrar una dama… ¡y un caballero!
—¡Tiene que ayudarme a subir al bote! —pidió—. ¡O no estará bien!
Le tendió la mano con afectación. Jefe la tomó con el ceño fruncido. Deirdre ya estaba en el agua, en realidad podría haber subido sin ayuda. Pero entonces Jefe disfrutó de sostener su mano. Estaba caliente y seca y era pequeña y necesitada de protección. La mano de él era dura y fuerte, presta a agarrar, a veces quizás áspera… Intentó coger la de la muchacha con delicadeza.
Deirdre se deslizó en el pequeño bote, se sentó en uno de los asientos y dejó colgar la mano en el agua con sensualidad.
—Supongo que se hace así, ¿no? —Sonrió, echó la cabeza atrás y expuso el rostro al sol con los ojos cerrados—. Así… fluyendo hacia algún lugar…
—¿Fluyendo hacia un lugar? —Jefe frunció el ceño. Deirdre volvía a desconcertarlo—. ¿Qué es lo que se hace así?
La joven soltó una risa cristalina.
—Ay, claro, por supuesto, usted nunca ha leído novelas inglesas románticas —se burló—. Pero me imagino que se trata de esto. En Inglaterra, quiero decir. Cuando los aristócratas organizan una comida campestre junto a un lago en un parque. Y los jóvenes caballeros invitan a las damas a dar un paseo en bote. Entonces las ayudan a subir, por lo que supongo que debe de haber un embarcadero para que no se mojen. —Contempló sus botas de montar, en las que había conservado los pies secos, pero que seguramente no se correspondían con el calzado que llevaba la nobleza inglesa en una comida campestre—. Y entonces las damas se tienden en el bote y los caballeros reman…
—¿Y eso para qué? —preguntó Jefe—. ¿Adónde van remando?
Deirdre volvió a reír.
—Podría decirse que remando se alejan de la playa, donde están los padres y las damas de compañía que no pierden de vista a las muchachas y su virtud.
Entretanto, Jefe había cogido los remos y avanzaba con impulsos enérgicos y seguros rumbo a mar abierto.
—Se apartan un poco de la vista —siguió explicando Deirdre—. Y los más atrevidos reman quizás hacia una isla o un cañaveral, y entonces…
—¿Entonces qué? —Jefe subió los remos y dejó que el bote se meciese.
—Bueno, se cuentan sus intimidades y… a lo mejor la chica hasta permite que el chico le dé un beso…
Jefe miró desconcertado a aquella joven que tan despreocupadamente yacía en el bote y que jugaba a algo que él no entendía. Pero sabía en qué terminaba, y ella también debía de saberlo. Jefe se inclinó hacia delante y besó a Deirdre. Olió el perfume de sus cabellos, sintió la dulzura de sus labios, se arrodilló frente a ella y la cogió entre sus brazos. Sin plantearse nada besó su rostro, su escote, y le abrió el corpiño. La muchacha no hizo ademán de rechazarlo. Lo apretó contra ella con una pasión que nunca antes había sentido.
—¡Quiero verte! —musitó ella, y sonrió cuando él se liberó de sus vestiduras.
Deirdre contempló maravillada la piel azabache y los músculos turgentes y gimió cuando él le subió la falda del traje de montar y la penetró con ímpetu.
Al final ambos yacieron uno al lado del otro, jadeantes, sobre las incómodas tablas del bote. Aun así, ninguno de los dos parecía encontrarlo desagradable, los dos estaban deseando repetir la experiencia. Deirdre empezó a excitar a Jefe de nuevo en cuanto este hubo recuperado el aliento; esta vez era el cuerpo más delgado y flexible de ella el que jugueteaba con el de él. Dejó que su cabello, que se había soltado, cayera sobre él y lo provocó cogiendo un mechón entre los dedos y dibujando en la piel de Jefe al juego de luces y sombras. Se sentó sobre él, lo acarició con los labios, las manos, se frotó contra su cuerpo firme, rodeó con los cabellos el sexo de él, que se liberó fácilmente de esta atadura.
Fue como si ambos hubiesen sido presa de un delirio que empezó a aplacarse lentamente cuando el sol ya había alcanzado el cenit. Lo que quedaba era sopor, satisfacción y una burbujeante alegría anticipada por su próximo encuentro. No experimentaban ninguna sensación de vacío, ningún sentimiento de culpa. Era como si eso hubiese tenido que ocurrir entre ellos, como si respondieran a un mandato de la naturaleza. Deirdre miró afligida su alianza nupcial.
—Debería habérmela quitado —dijo meditabunda—. La próxima vez me la quitaré.
Jefe se puso la desgarrada ropa, esforzándose por parecer al menos medio vestido. Tendría que comprarse pantalones y camisas de su talla. Deirdre se peleaba con el cabello y el traje de montar. No era fácil vestirse sobre un bote oscilante. Jefe la ayudó a abrocharse el vestido y al hacerlo casi sucumbió al arrebato de quitarse la ropa en lugar de ponérsela.
—Ha sido bonito —dijo ella cuando el bote llegó a la playa de la bahía, que seguía igual de solitaria y abandonada al sol como antes.
A partir de entonces ese lugar siempre sería especial para ella. Era como si un destello dorado cubriera los mangles, las palmeras y la arena.
—Pero ¿por qué tenía que remar antes? —preguntó Jefe.