8

Deirdre despertó sobresaltada entre los brazos de Victor cuando llamaron con fuerza a la puerta de su casa en Cap-Français. No era inusual que también por la noche alguien requiriese los cuidados del médico. Sin embargo, el mensajero o el familiar solía pasar primero por la casa de los esclavos, Amali abría la consulta y los hacía esperar allí. A continuación despertaba a Victor. Como él tenía un sueño ligero, bastaba con unos golpecitos discretos. Por regla general, Deirdre se despertaba cuando Victor se levantaba y se despedía de ella con un beso. Luego se daba media vuelta satisfecha y seguía durmiendo. Esa noche, por el contrario… Quien buscaba ayuda aporreaba la puerta como si quisiera despertar a un muerto. Debía de haber llegado a la casa principal sin pasar por la de los criados.

Victor se levantó raudo, se cubrió con el batín de seda y corrió escaleras abajo para abrir él mismo la puerta. También su mujer salió de la cama, se cubrió con una bata ligera y siguió a su marido, con curiosidad por ver quién llamaba con tanto ímpetu. Debía de ser un caso urgente, posiblemente uno de vida o muerte.

El doctor abrió y Deirdre vio ante su marido a un negro corpulento que llevaba en sus brazos, envuelta en una manta, a una figura mucho más menuda. El recién llegado producía una extraña impresión. La muchacha observó sus elegantes calzones, los pies descalzos —pies fuertes y nervudos— y las musculosas piernas. Llevaba una camisa de encaje arrugada y una casaca de seda abierta. Deirdre nunca había visto a un esclavo vestido así, y tampoco a un negro libre. Para un liberto esa ropa era demasiado cara, y los uniformes de los criados de las casas ricas, aunque confeccionados con esmero, no estaban cortados con la misma elegancia y a la moda como la casaca. Las prendas se tensaban sobre su pectoral y dejaban intuir una firme musculatura.

Victor levantó la lámpara de gas que había encendido apresuradamente en el pasillo y alumbró el rostro del hombre. Este tosió. Parecía querer decir algo, pero estaba demasiado cansado tras una veloz carrera o quizá demasiado sorprendido de que le hubiesen abierto enseguida. En cualquier caso, al principio no pronunció palabra. Deirdre distinguió un rostro rodeado de cabello crespo, de un negro puro y más noble que el de otros africanos. Los pómulos y la frente eran más altos de lo normal, pero la nariz chata, al igual que los huesos de las sienes. Llevaba el cabello mucho más largo de cómo solía lucirlo la mayoría de los esclavos, y descuidadamente atado a la nuca. Con toda certeza, ese hombre no había llegado allí en un coche, sino a pie. ¿O acaso no procedía de Cap-Français sino de la playa? Eso explicaría por qué no había pasado por la casa de los esclavos, que se hallaba entre la casa principal y la carretera. No se pasaba por su lado si uno llegaba desde la selva que separaba la población de la playa.

Tales reflexiones parecían resultarle ajenas a Victor. Tan solo miraba preocupado el bulto envuelto que el hombre llevaba en brazos.

—¿Cómo puedo ayudarte? —Se limitó a preguntar—. ¿O… a él?

El hombre por fin habló.

—A mí no me sucede nada… señor… doctor… —informó en inglés, para sorpresa de Victor y Deirdre—. Pero… él… ella… está muy mal… —Daba muestras de querer dejar a la paciente en manos del médico.

Victor no vaciló. Abrió la puerta del todo y señaló el pasillo que separaba los aposentos familiares del ambulatorio.

—Entonces llévalo… o llévala ahí dentro. Allí, detrás de esa puerta, está el consultorio. —También Victor cambió al inglés.

El negro no pareció sorprenderse. ¿Estaría acostumbrado a alternar ambas lenguas? Deirdre supuso que se trataba de un marinero que había visto mucho mundo.

La esposa del médico podría haberse retirado, pero siguió como hipnotizada a su marido y al gigantesco negro, que pareció aliviado cuando depositó su carga sobre la camilla. Si bien la había llevado sin esfuerzo, se alegraba de traspasar la responsabilidad al médico. Este no se tomó la molestia de encender otra lámpara. Miró a su esposa y le tendió la lámpara de gas.

—Deirdre, ¿podrías sujetar esto, por favor? Tengo que echar un vistazo…

Ella tomó la lámpara y creyó sentir casi físicamente la mirada del negro posada en ella. El visitante no parecía haberse percatado antes de su presencia, pero ahora la contemplaba como si ella fuese una aparición. Se ciñó la bata apresurada, casi se sintió desnuda cuando el desconocido le acarició con la mirada el cabello suelto, el rostro delicado y el esbelto cuello. Pese a la preocupación que reflejaba por su compañera, Deirdre enseguida distinguió que en los grandes ojos del hombre asomaba por unos segundos la admiración. ¿O era lascivia? No, su mirada no tenía nada de taimado ni grosero. La había mirado simplemente como… como si ella fuera la respuesta a sus oraciones.

Deirdre se llevó la mano a la frente. ¿Qué pasaba por su cabeza? Debía de estar loca… Desvió la atención del extraño visitante y alumbró a su marido, quien liberaba con delicadeza al paciente de la manta que lo envolvía. Apareció un joven adolescente flaco, tan negro como el hombre que lo había llevado, pero más modestamente vestido. Debía de ser un grumete o un recadero del puerto. También ellos vestían camisas de cuadros y pantalones de lino anchos y a media pierna. Pero la ropa del muchacho estaba empapada de sangre en la zona derecha del abdomen. ¿Del muchacho?

Deirdre se quedó perpleja cuando Victor cortó con unas tijeras la camisa y dejó al descubierto unos pechos muy pequeños pero que no daban pie a ambigüedades. Otro corte abrió los pantalones y disipó las últimas dudas. Victor cubrió con un paño la desnudez de la joven antes de quitar el vendaje ensangrentado. Se oyó un gemido.

—No… no decir nada…

Victor acarició la frente de la paciente.

—Está bien, pequeña, nadie te delatará —dijo—. ¿Cómo te llamas?

—Bob… —susurró la joven.

—Bonnie —respondió el hombre—. Se llama Bonnie, y también responde al nombre de Bobbie. Ella…

—¿Es tu… su hermana?

Todo en Deirdre se oponía a tutear a ese hombre imponente, aunque fuese un negro. Desde luego no era ningún esclavo… «Africano» era la palabra correcta, sí, ella lo habría llamado «africano». Se reprendió por su extraña ocurrencia. El hombre hablaba con fluidez el inglés, mejor que la mayoría de los negros. Seguro que no había nacido en África, y tampoco en Saint-Domingue…

—Algo parecido… —respondió Jefe.

—¿Y tu nombre? —preguntó Victor.

Era evidente que el encanto del negro no impresionaba al médico, lo trataba como a cualquier otro familiar de una paciente negra o mestiza, tal vez con mayor recelo. Entretanto, también él debía de haber caído en la cuenta de lo extraña que era esa visita tardía.

—César. —En la voz del hombre resonó un tono de orgullo—. ¿Puede ayudarla?

Victor había estudiado brevemente la herida y seguía examinando a Bonnie.

—Las demás heridas no son graves —señaló Jefe con impaciencia—. Es solo este corte…

—Se diría que le ha caído encima toda una casa —observó Victor—. ¿Qué ocurrió, César?

El negro no respondió.

—¿Puede ayudarla? —Se limitó a repetir.

Victor suspiró.

—Lo intentaré. La herida en sí no es mortal, pero tendría que haber sido atendida desde un principio. Todavía tiene astillas en el interior y no sería extraño que se haya infectado. Ahora tiene fiebre y su estado general deja que desear. Está demasiado delgada, casi consumida. Y es menuda para su edad. ¿Cuántos años tiene? ¿Quince, dieciséis?

—Dieciocho. Al menos es lo que suponemos.

Deirdre arrugó la frente. Si fuera su hermana debería saber su edad. Pero la joven tampoco se parecía para nada a él. El muchacho era muy apuesto y se veía audaz, atractivo, mientras que la muchacha era bastante insignificante. Tenía un rostro huesudo y rasgos bastos.

Victor encendió todas las lámparas de la consulta.

—Vamos a iluminar esto para que pueda limpiar la herida a fondo y como Dios manda. Os daré también un medicamento contra la fiebre. Tenemos que procurar que no pase nada de frío y que esté bien alimentada, si es que come algo… y rezar para que la herida se cure antes de que la fiebre la consuma. ¿Tenéis alojamiento en el barrio del puerto? —Victor estudió a Jefe con la mirada—. Nunca os he visto a Bonnie y a ti por aquí.

—A Bobbie —intervino Deirdre—. La chica se hacía pasar por un muchacho, ¿no es así?

Jefe bajó un momento la cabeza, como si lo hubieran pillado in fraganti. Eso le dio un aire más juvenil. Pese a su aspecto imponente no era mayor que su amiga.

—Nosotros… no somos de por aquí —respondió—. Pero tal vez podamos… Escuche, ya encontraré algo. Si la puedo dejar aquí, iré al puerto y alquilaré algo. Nosotros… tenemos dinero. —Mostró brevemente la bolsa—. También podemos pagarle, doctor. Lo… lo que usted quiera… —Y se llevó el dedo a los labios.

Deirdre comprendió. Estaba dispuesto a pagar también por su silencio. Victor también debió de entenderlo y sacudió la cabeza.

—Descuida, muchacho, mi profesión me obliga a mantener discreción sobre mis pacientes. ¿Dónde vas a alquilar una habitación en plena noche?

Al rostro del negro asomó una especie de sonrisa irónica.

—No debería ser problema. —Sonó como si se dedicara a alquilar habitaciones solo a la luz de la luna.

Victor resopló.

—Yo lo veo de otro modo —apuntó con severidad—. Claro que encontrarás algún que otro picadero cuando agites tu bolsa de dinero o pongas el cuchillo en las costillas de alguien…

El negro volvió a sonreír. A Deirdre le pareció que ufanándose. Sin duda no había nada a lo que él temiera en un barrio portuario.

Victor siguió hablando imperturbable.

—Pero esta chica necesita una cama limpia, cuidados… Mira, vamos a hacerlo de otro modo. En primer lugar cuidaré de Bonnie ahora y luego…

—Podemos alojarla aquí —se le escapó a Deirdre, que se quedó sorprendida de su espontánea salida. Antes nunca se había preocupado del cuidado de los enfermos. Y Amali y los otros esclavos no necesitaban que les dieran todavía más trabajo—. Yo… yo cuidaré de ella…

Victor le lanzó una mirada asombrada. Era evidente que se alegraba de la sugerencia.

—Ya has oído a mi esposa —dijo a Jefe—. Y tú podrías dormir en el establo, pero por… por lo que nos has contado sobre tu procedencia y lo que hayáis estado haciendo recientemente, he de pensármelo. En mi casa no quiero a ningún fuera de la ley.

El joven pareció dispuesto a replicar, pero Deirdre intervino impulsivamente:

—Victor, ocupémonos ahora de la chica y luego… —dijo apaciguadora.

—¿Que nos ocupemos? —preguntó Victor divertido—. ¿Quieres… quieres colaborar?

Deirdre asintió decidida.

—Necesitarás a alguien que…

No sabía qué más decir, pero seguro que algo habría. Algo que ella pudiera hacer, en presencia de ese fascinante forastero y su pequeña y enferma amiga. ¿O esposa? Deirdre sintió una punzada, algo parecido a los celos. Qué locura, debía de haberse vuelto loca…

Poco después se encontraba sosteniendo un cuenco esmaltado que Victor había llenado de agua caliente y lejía de jabón. Mojaba la herida de Bonnie cada vez que sacaba una nueva astilla. Al principio, Deirdre se había sentido mal. Parecía terriblemente doloroso. Por fortuna, la joven no estaba despierta, así que Deirdre se rehízo y mantuvo la mirada apartada. Victor le sonrió. Estaba orgulloso de ella.

El negro observaba fríamente el proceso, tal vez preocupado por su amiga pero inalterable. Parecía habituado a no inmutarse ante la sangre.

Victor tardó más de una hora en limpiar la herida. Luego le lavó el sudor y la sangre del cuerpo antes de ponerle una venda limpia.

—¿Tienes un camisón para ella? —preguntó a Deirdre—. ¿O se lo preguntamos a Amali?

Los camisones de Deirdre eran prendas de fina seda que mostraban más de lo que cubrían, y además eran carísimos. Deirdre, sin embargo, no dudó ni un segundo.

—No, no hace falta que despertemos a Amali para eso. Voy a buscar uno. Yo…

Cuando Deirdre pasó junto a Jefe, se estremeció. Se preguntó de nuevo qué le pasaba, pero luego subió corriendo a la alcoba y cogió la mejor prenda de su armario. Era de un amarillo dorado, de seda y encaje.

Jefe contuvo el aliento mientras Deirdre ayudaba a Victor a poner el elegante camisón a Bonnie. La delgada muchacha casi parecía bonita así vestida, el delicado encaje realzaba su modesta figura. Deirdre creyó notar que el negro solo le lanzaba un breve vistazo a la chica antes de concentrarse de nuevo en ella. La anfitriona creyó leerle el pensamiento y le pareció que él la imaginaba a ella misma con ese camisón de seda. Se ciñó más la bata y volvió a sentir la sonrisa de Jefe sobre su piel.

—Ya está —anunció Victor—. Llevémosla a una de las habitaciones de invitados. No sé qué diría mi padre si lo supiera. —Y guiñó el ojo a su esposa.

Las habitaciones de invitados habían sido concebidas para alojar a los Dufresne. De ahí que a sus extraños huéspedes deberían parecerles lujosas. Deirdre ignoraba qué esperaba del enorme negro, pero este no mostró ninguna reacción ante los tapices de seda, la cama con dosel y las sillas y mesillas Luis XIV. En cualquier caso, su mirada parecía expresar desprecio. También Victor lo notó. Una vez que hubo acomodado a Bonnie sobre los cojines y la hubo tapado, se volvió hacia Jefe con cierto recelo.

—Bien, la pequeña ya está atendida, ahora le daré algo para la fiebre. Y ahora tú, César. Tu patrón tenía debilidad por la antigua Roma…

Jefe lo interrumpió.

—No tengo patrón, doctor. Soy un hombre libre. Y ella… —señaló a Bonnie— ella también es libre, ella…

—Se ha enrolado de chico por diversión —ironizó Victor—. Y no porque huyera de algo… ¡Habla! ¿Dónde está vuestro barco? ¿Y cómo has dado conmigo?

—Por la placa de la casa.

Se había aproximado al edificio desde el linde de la selva y pretendido dejarlo atrás para dirigirse a Cap-Français por la carretera, cuando descubrió la placa en la entrada. Un golpe de suerte.

—¿Y vuestro barco? —repitió Victor, cuando el visitante calló.

Jefe meditó unos segundos. Pestañeó, no tenía experiencia ni habilidad para mentir.

—En el puerto, doctor, señor. Nosotros… venimos de Martinica, nos hemos enrolado ahí porque…

Victor sacudió la cabeza.

—No venís de Martinica ni de ninguna otra colonia francesa —replicó severo—. O no me habrías hablado en inglés. Deberías pensártelo antes de mentir.

Jefe se frotó la frente.

—De Barbados… Disculpe, señor. Pensé, nosotros… nosotros hemos pasado por Martinica, el barco se ha detenido allí porque…

—Y eres marinero, ¿no es así? —repuso Victor con una sonrisa irónica—. Por tu indumentaria se diría que eres el propietario del barco. ¿No tripularás también un globo aerostático por casualidad? Eso explicaría cómo has podido pasar por delante de los alojamientos de mis esclavos sin despertar a nadie. Maldita sea, chico, no cuentas más que patrañas. ¿Dónde se encuentra el barco pirata del que procedes? ¿Al lado de la cala? ¿Tengo que pensar que mañana los gendarmes llamarán a mi puerta si continúo atendiendo a la chica?

Su tono era cortante y Deirdre pasó la mirada sorprendida de uno a otro. Jefe había bajado los ojos al principio, pero ahora miraba echando chispas a su interlocutor.

—No tenga miedo, señor… Ya hace mucho que el barco ha partido y en el bote de remos que hay en la cala no ondea ninguna bandera negra. Nosotros…

—¿Son piratas, Victor? —preguntó Deirdre—. ¿Todavía hay? ¿No era que todos…?

—¿Se refiere usted a que todos habían sido colgados, señora? —Ella se sobresaltó cuando Jefe le dirigió la palabra directamente. Los ojos del hombre eran más claros que los de la mayoría de los negros. Su mirada penetrante y firme—. Pues no, lamento decepcionarla. Los años dorados de la piratería se remontan a medio siglo atrás, pero no por eso ha desaparecido.

Ella se maravilló ante su elaborada forma de expresarse. «Los años dorados de la piratería…». Se diría que lo había leído en un libro.

—Tal vez hayan pasado los tiempos de las grandes naves, de los nombres famosos como Barbanegra o Morgan, pero piratas, señora mía, ¡siempre los habrá! ¡Mientras haya barcos que naveguen por los siete mares!

La voz de Jefe tenía un deje triunfal, y Deirdre sintió una vez más que era parte de los pensamientos y sentimientos del hombre y que compartía su orgullo.

—¿Así que primero habéis desembarcado la chica y tú? —terció Victor—. Pero ¿no os buscan?

Jefe negó con la cabeza.

—Bien, eso me tranquiliza. Te mostraré el establo, ahí podrás dormir. La noche es cálida. Mañana por la mañana ya veremos en qué puedes ayudarnos…

Jefe lo miró.

—No soy ningún mozo de los recados, doctor. Puedo pagarle mi comida y sus servicios, y también un sitio donde dormir.

—Pero esto no es un hotel —objetó Victor—. La gente se extrañaría de ver rondando por aquí a un lechuguino negro sin hacer nada. Necesitas también otra ropa, se nota de lejos que eres un bucanero…

Jefe se encolerizó.

—Señor, ¡no se lo consiento! Soy uno de los mejores espadachines del… —Se mordió la lengua antes de pronunciar el nombre de su barco.

El médico se echó a reír.

—¿Quieres retarme a duelo? —preguntó—. No te molestes, sé manejar la espada, pero ni me gusta ni lo hago especialmente bien. En el mundo hay cosas mejores en que ocuparse, César. Tal vez tú mismo lo averigües algún día, todavía eres joven. Y ahora instálate en el establo. Mañana preguntaremos a Amali si conserva unos pantalones de su díscolo marido. No puedes ir pavoneándote por aquí con esta pinta.

Deirdre creyó que volvía a percibir al sentimiento de cólera y frustración del negro. ¿Cómo podía su marido sermonear como si fuera un niño tonto a ese pirata orgulloso e imponente? Le habría gustado decirle algo para consolarlo, pero se calló y se sentó en la cama de Bonnie cuando Victor acompañó a Jefe al establo.

Pero dio un respingo cuando el negro se dirigió a ella desde la puerta.

—Buenas noches y muchas gracias, señora —se despidió sonriendo.

Deirdre parpadeó. Desde luego era un pirata educado…