—¿Tampoco quieres venir esta vez a ver a las chicas?
Sánchez golpeó a Bonnie con el puño en broma. Preguntaba pese a saber ya la respuesta. Bobbie tampoco se sumaría en ese puerto al grupo que acompañaba al intendente del Mermaid a los burdeles.
El pequeño y nervudo artillero tampoco se había cambiado para salir. Bonnie llevaba la ropa de a bordo, pantalones de lino cortos y anchos y camisa de cuadros, mientras que Sánchez, Jefe y los demás se habían engalanado para el desembarco. Sánchez combinaba los calzones y la chaqueta de brocado con el tricornio, Jefe llevaba chaleco y chaqueta de seda, así como una camisa con chorreras de un blanco inmaculado además de calzones, medias y zapatos de hebillas plateadas.
Bonnie sonrió tímidamente y sacudió la cabeza.
—No, Sánchez, no me hace falta. Voy a ver si lanzo el sedal y pesco una buena presa.
Mientras que en los dos años que llevaban a bordo del Mermaid Jefe se había convertido en un hombre hecho y derecho y con una buena musculatura, Bonnie conservaba el mismo aspecto de jovencito huido de casa. Desde hacía un tiempo aprovechaba los paseos por tierra para pasarse por las tabernas portuarias y preguntar por puestos de grumete. Al mismo tiempo obtenía información sobre lo que habían cargado los barcos y qué ruta iban a tomar.
—Bueno, que tengas suerte entonces —dijo Sánchez resignado—. Aunque no apruebo tu obstinación. ¡Deberías darte una alegría, pequeño! No es sano… ¡dos años sin una mujer!
Pitch, el cocinero cojo, soltó una risita.
—Bueno, su último revolcón lo escarmentó para años…
Bonnie se sonrojó y los hombres lo jalearon cuando se dieron cuenta. Comprendían que a un hombre se le hubiese contagiado el «mal francés».
A Bonnie, sin embargo, le daba rabia que ese asunto siempre le resultase lamentable, y todavía más cuando no tenía nada de qué avergonzarse. A fin de cuentas, no padecía ninguna enfermedad venérea. Si no lo desmentía era solo porque le servía de camuflaje. El que los hombres supusieran que padecía la enfermedad que los españoles e ingleses denominaban «mal francés» y los franceses «español» la ayudaba a sobrevivir en el Mermaid. Una tarea, por lo demás, menos difícil de lo que ella se había temido. Los piratas casi nunca se desvestían, y los anchos ropajes que llevaban a bordo también habrían ocultado formas más femeninas que las del flaco cuerpo de Bonnie. Los hombres se explicaban su falta de barba por su juventud y, para orinar, la chica se había agenciado un tubo que siempre llevaba consigo. Con un poco de práctica, había llegado a desviar el chorro de orina que, gracias a los anchos pantalones, lanzaba hacia delante como si fuese un chico.
El único problema era la menstruación. Aprovechaba cualquier oportunidad para sisar retales o esponjas para detener discretamente la hemorragia, pero a veces los hombres descubrían manchas en la ropa o la orina con sangre cuando «Bobbie» orinaba a su lado por la borda. Bonnie habría sido incapaz de dar una explicación, pero para su sorpresa ningún pirata se sorprendía por ello; antes al contrario, lamentaban solo que su joven artillero sufriera tan perniciosa enfermedad. Todos sabían que se contagiaba por relacionarse con mujeres sucias, y la sangre en la orina era uno de sus síntomas. Para alivio de Bonnie, los piratas se explicaban así su abstinencia. Tomaban el pelo al «pequeño» porque no les acompañaba al burdel, pero no sospechaban nada.
—¡Yo me haría ver por un matasanos! —propuso Sánchez—. Tiene que haber curas que mejoren tu estado. Y en todos los puertos hay algún medicucho de fiar. Pero nuestro Bobbie prefiere ahorrar…
—¡Un día nos despertaremos y le habrá comprado el barco al capitán! —advirtió Pitch con cara de bonachón.
Bonnie sonreía y callaba. Era cierto que ahorraba todo lo que recibía por su parte en el botín y, de hecho, no había nada que le produjera mayor placer que dejar que todas esas monedas de plata y ducados de oro que guardaba en su hamaca resbalaran entre sus dedos. Nunca gastaba dinero en chucherías o en ropa elegante como Jefe y los demás, tan solo se había hecho hacer en una ocasión una funda apropiada para su cuchillo de carnicero. Así que miraba complacida cómo aumentaba su fortuna. Al principio, como aprendiz de artillero, su parte en el reparto había sido irrisoria. Pero desde que se había convertido en artillero y luego lo habían nombrado primer cañonero, la suma que recibía era muy jugosa.
Bobbie estaba considerado el artillero con más puntería que el capitán Seegall y sus hombres habían conocido. El joven parecía poseer un sexto sentido para ajustar los cañones y con su vista de águila distinguía los posibles blancos antes que nadie. El orondo maestre artillero Twinkle lo había propuesto como su sucesor antes de dejar el barco un par de meses antes.
—¡Vivo! ¡Y por su propio pie! —Como no se cansaba de recordar Sánchez.
Sucedía en contadísimas ocasiones que un pirata se retirara por su propio pie (¡y menos con los dos pies!). La mayoría de los hombres acababan en el mar, arrastrados por la tormenta o caídos en una batalla. Sin embargo, Twinkle había hecho como Bonnie: había ahorrado su dinero y cuando se enamoró de una puta del puerto en Barbados, se la compró al macarra y se instaló junto a Bridgetown con la agradecida joven. Ambos se ocupaban de una tienda similar a la de Máanu en Gran Caimán y abastecían al Mermaid cuando el capitán Seegall navegaba por allí y fondeaba en una retirada bahía. Twinkle ayudaba también a su anterior capitán en la venta del botín obtenido en alta mar. Para los piratas, Esa tienda constituía un sólido baluarte en tierra firme.
Y el maestro de Bonnie se había convertido para ella en un modelo también en ese aspecto: la muchacha quería navegar un par de años más y luego coger el dinero, asentarse en un lugar y ¡hacerse honrada! Soñaba con una primorosa casita en alguna isla y una tienda en la que las mujeres de los trabajadores y comerciantes intercambiaran cotilleos. Y de algún modo, Jefe, a quien en sus fantasías nunca llamaba César, aún formaba parte de sus sueños. En su imaginación lo veía con un mulo enjaezado o un caballo tirando de un carro y repartiendo artículos, lo oía bromear con los clientes y disfrutaba de la sonrisa que el muchacho le dirigía a ella y solo a ella en esas fantasías. Bonnie podía abandonarse a esas ensoñaciones durante horas cuando se sentaba en la cofa y oteaba el mar azul e infinito. Se consolaba con ellas cada noche antes de ir a dormir, cuando los hombres que la rodeaban roncaban y gruñían y el aire del camarote de la tripulación apestaba a cuerpos mugrientos.
Pero la joven nunca se habría quejado. Tampoco contaba los días que le quedaban para poner fin a esa clase de vida e iniciar una nueva. En realidad, su existencia en el Mermaid era la mejor que nunca había tenido. Nadie la pegaba, la humillaba ni abusaba de ella. Tenía su propia hamaca y un poco de espacio bajo cubierta que nadie le disputaba y en el que también podía guardar su dinero sin temer que fueran a robárselo. Era seguro que tres veces al día comían. La comida era bastante monótona: la mayoría de las veces el desayuno estaba compuesto de pan marino hecho con una papilla de harina, ron y azúcar, y la comida de salmagundi, una especie de ensalada de trozos de pescado marinados, tortuga y carne combinados con verduras, palmitos, vino aromático y aceite; pero Bonnie siempre acababa saciada. Comía mucho, pues el trabajo a bordo era duro.
Entre los agitados días en que perseguían y abordaban barcos, los hombres se ocupaban del mantenimiento y cuidado del Mermaid. Se calafateaban las fugas con estopa y se sellaban con brea caliente, y se cosían y reparaban las velas. De vez en cuando la tripulación también buscaba bahías resguardadas para combatir la carcoma o librar de balánidos el casco. Los cangrejos solían instalarse cómodamente allí y entorpecían el avance del barco.
Bonnie siempre tenía que arrimar el hombro, incluso aunque el «pequeño cañonero» no fuera tan fuerte como Jefe y los demás. A veces acababa hecha polvo, pero como era joven y sana casi siempre se reponía enseguida. La muchacha era respetada y querida. En conjunto se sentía bien en el barco. Los piratas formaban una comunidad, casi como la familia que la joven nunca había tenido.
—¡Un barco propio sería mi mayor ilusión! —aseguraba Jefe—. ¡Uau, un velero con un patrón negro! Todos los capitanes de puerto tendrían que decir «sí, señor».
Los ojos de Jefe brillaban solo de pensarlo, y Bonnie sentía una punzada de dolor. ¿Soñaría su amigo realmente con tener un barco? No podía negarlo: mientras que las incursiones del Mermaid para ella no eran más que un medio para alcanzar un objetivo, Jefe parecía disfrutar intensamente de los abordajes, los combates, el humo de la pólvora y el peligro. También había ascendido con celeridad en la jerarquía del Mermaid, aunque no todavía hasta uno de los puestos elegibles por la tripulación. El puesto que antes podría plantearse ocupar era el de intendente, pero, como tal, Sánchez tenía experiencia y era apreciado por todos. Seguro que los hombres no lo destituirían.
No obstante, Sánchez no era intransigente e incluía de buen grado a Jefe en las discusiones sobre asuntos que le resultaban difíciles, recompensándole después como correspondía. El joven pirata se encontró de nuevo y de forma imprevista desempeñando las funciones de escribano y contable del barco, un trabajo que no le gustaba pero con el que se ganaba el respeto de los demás. Nadie en el Mermaid, ni siquiera el capitán Seegall, dominaba tan bien como Jefe la lectura y la escritura. Al principio, incluso se habían burlado de él llamándole maestro, sobre todo porque al principio todavía daba clases a Bonnie. Para que la broma cesara, Jefe tuvo que romper algunas narices, y después dejó de enseñar a leer y escribir a su amiga.
A Bonnie le dolió, no solo porque apreciaba adquirir nuevos conocimientos, sino también porque disfrutaba de poder estar a solas con el muchacho. Sin embargo, Jefe parecía vivir como una carga sus propios conocimientos. Estaba decidido a adaptarse en todo a los piratas y convertirse en el vivo retrato del César Negro.
—¿Qué hay de malo? —preguntó con terquedad cuando Bonnie le habló un día sobre este tema.
La muchacha parecía compungida.
—Al César Negro lo ahorcaron —respondió, sin atreverse a mirarlo.
—Aquí me separo de vosotros —señaló Bonnie cuando atisbaron las primeras casas de Le Marin.
El Mermaid había fondeado en una bahía escondida de Martinica y los hombres se dirigían a pie a la capital para dedicarse a sus placeres o tareas. El capitán y la mitad de la tripulación habían salido el día anterior y ese día les tocaba al intendente y a la otra mitad. Jefe había refunfuñado por formar parte del segundo grupo, pero Bonnie estaba contenta de desembarcar la última. Así los resultados de las pesquisas que obtenía haciéndose pasar como posible futuro grumete todavía eran más recientes. Antes de llegar a la ciudad se separó de los demás, nadie tenía que verla con el variopinto grupo de corsarios que esa noche haría estragos en burdeles y tabernas.
Bonnie a veces se preguntaba qué pensarían en los bares y cuchitriles de prostitutas portuarios sobre la tripulación del capitán Seegall. Deberían saber que esos hombres eran piratas, pero imperaba la ley del silencio. La joven no sabía de ningún barco pirata que hubiese sido delatado en los bajos fondos.
Paseó por el puerto y observó un barco anclado. Se trataba de una embarcación francesa de tres mástiles que atrajo su atención.
—Saint-Domingue —informó un marinero que haraganeaba por ahí cuando Bonnie le preguntó por el destino del sólido carguero. Por fortuna entendía el inglés, pues el francés de la chica dejaba que desear.
—¿Traéis de ahí caña de azúcar? —preguntó Bonnie—. ¿No la cultivan aquí mismo? —El azúcar era lo único que podía exportarse de Martinica. Por tanto, era absurdo que lo importaran de La Española.
El marinero sonrió irónico.
—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó—. Ah, vale, por el calado del barco… ¡Tienes buen ojo, pequeño! Pues no. Venimos cargados hasta los topes de Francia. Un montón de trastos caros para los hacendados de las colonias. Algo hemos descargado aquí, pero la mayor parte va para los ricachos de Saint-Domingue. Alfombras, muebles… Allí todos los palacios se construyen como Versalles.
Bonnie se emocionó. ¿Un barco cargado de objetos de lujo? Tenía pinta de ser una de esas presas que el Mermaid solo pillaba cada dos meses. Ahora únicamente tenía que averiguar cuándo zarpaba. Pero primero disfrutaría de un buen plato en un restaurante de pescado del puerto. Se dirigió a uno de los locales que prometían un buen servicio y se imaginó que Jefe la acompañaba. Sería bonito sentarse junto a él a una mesa con mantel y conversar relajadamente. No le importaría volver a convertirse en una muchacha al lado de él en lugar de estar ocupándose de intercalar maldiciones y obscenidades cada vez que hablaba para confundirse así con los demás hombres.
Eligió una mesa junto a la ventana y se quedó ensimismada contemplando el mar. No se sentía desdichada con su vida de pirata, pero también era capaz de imaginarse siendo mucho más feliz todavía.
El capitán Seegall se puso tan contento con la perspectiva de apropiarse de la carga del carguero francés como su primer cañonero. Enseguida reunió a su tripulación cuando Bonnie, ya de noche, le contó sobre la apetecible presa. El barco zarpaba hacia La Española por la mañana y Seegall decidió seguirlo de inmediato para que no se le escapara. Para Jefe y los demás esto acortaba la estancia en tierra, pero el capitán no hizo concesiones.
—Ya lo celebraréis cuando tengamos la presa —dijo—. ¡Por mí, os podéis emborrachar tres días seguidos en Barbados! Twinkle tendrá trabajo suficiente para malvender todo el botín y hasta que lo haga tendréis tiempo libre. Así que cerrad el pico y poneos manos a la obra.
Lo último no ocurrió tan rápido, y al principio pareció que el timonel, todavía bajo las brumas del alcohol, cometía un error que dificultaría el abordaje del Bonne Marie. Los hombres dedujeron después que el capitán francés tal vez ya había caído en la cuenta de que los piratas irían tras él. O quizás había dado la casualidad de que los franceses tenían a bordo un grumete con el mismo ojo de águila que Bonnie. El hecho fue que en esta ocasión el camuflaje que solían utilizar los bucaneros no engañó a nadie.
El capitán Seegall había ordenado a sus hombres que siguieran al Bonne Marie intentando pasar inadvertidos y durante días los hombres creyeron que no se habían percatado de su presencia, hasta que pasaron por delante de Puerto Rico. Seegall quería atracar entre esta isla y La Española, más o menos a la altura de la isla Mona, y se sirvió de la estrategia habitual. Antes de que el Mermaid quedase expuesto a la vista, los hombres izaron la bandera francesa y saludaron amablemente a sus víctimas.
Al principio todo parecía ir sobre ruedas, los marineros que se dejaron ver en el Bonne Marie no daban señales de inquietud. Pero justo en el momento en que los corsarios izaron la bandera pirata, los cañoneros del barco francés hicieron un nutrido fuego a discreción.
—¡Responded! —gritó Bonnie, quien ya tenía los cañones cargados.
Los artilleros obedecieron de inmediato, pero no consiguieron evitar que pasara lo que los piratas intentaban evitar a toda costa: que el Mermaid se viera envuelto en un auténtico combate naval.
Podrían haber huido, por supuesto, su barco era mucho más rápido y maniobrable que el pesado carguero, pero eso habría significado abandonar la presa. Y ni el capitán ni sus hombres estaban dispuestos a ello.
Pese a todo, la batalla constituyó una experiencia ultrajante para los más jóvenes del barco. Jefe, quien esperaba en la borda para lanzarse al abordaje, vio desconsolado cómo el fuego enemigo también desgarraba las jarcias del Mermaid, y que no solo resultaban destruidas las velas y la cubierta del rival. Por fortuna, el armamento del Bonne Marie no era tan efectivo. Sus cañones se cargaban con balas normales y no con la munición especial de balas de plomo, clavos y esquirlas que utilizaban los piratas. Para los franceses, su opción era la inteligente: las balas producían daños más graves. Si se acertaba con el tiro, se lograba hundir el barco enemigo.
Bonnie y el resto de certeros cañoneros del Mermaid intentaron eliminar los cañones del Bonne Marie, mientras los diestros tiradores de la cubierta disparaban y preparaban de ese modo el abordaje. El timonel del Mermaid acercaba el barco cada vez más al Bonne Marie pese a los disparos, y los piratas que estaban en la cubierta lanzaron vítores cuando Bonnie acertó de pleno en una de las troneras francesas.
Pero de repente la cubierta del Mermaid explotó. El estrépito de la arboladura al desmoronarse y los mástiles al romperse fue ensordecedor. Los piratas comprendieron la gravedad del impacto, aunque en ese momento los combatientes ya no podían detenerse. Ya habían abordado al carguero y en la cubierta del Bonne Marie se libraba una lucha encarnizada. Era más dura que de costumbre, porque la tripulación del carguero había tenido tiempo para armarse y los hombres se defendían con rabia y determinación.
Pasaron horas y corrieron ríos de sangre hasta que el barco francés cayó en poder de los piratas. En ambos bandos, pues hasta la tripulación del capitán Seegall tuvo que aceptarlo, se produjeron pérdidas elevadas. Pero Jefe no reparaba en ello. Tras el abordaje había participado en el infierno de gritos, disparos a mansalva, chorros de sangre, intestinos desparramados, cuchillos y machetes. Clavaba su arma a ciegas en los cuerpos que salían a su encuentro y atizaba golpes por doquier como un guerrero furibundo. También contraatacaba con destreza cuando un buen espadachín se enfrentaba a él. En esos dos años, Jefe se había ejercitado para ser un pirata imbatible. Ya hacía tiempo que llevaba con orgullo una espada y apenas les iba a la zaga al capitán y a Sánchez en el arte de la esgrima. En ese abordaje también combatió con dos oficiales franceses y aulló de orgullo y alegría cuando los derrotó a ambos.
Finalmente también cayó el último hombre del Bonne Marie no dispuesto a rendirse. Jefe y los demás celebraron gozosos su triunfo. Los supervivientes estaban agotados, empapados en sangre y sudor, pero reían y se daban palmadas en los hombros, eufóricos tras el combate.
Esta vez, sin embargo, no los esperaban con entusiasmo en el Mermaid. Sobre el velero pirata flotaban nubes de pólvora, como en el Bonne Marie. En la cubierta superior reinaba el caos. Si bien los franceses no habían alcanzado la santabárbara, dos balas habían caído cerca de las cañoneras. Habían roto los tablones, desgarrado una parte de las jarcias y destrozado dos cañoneras. El encargado de la primera yacía con las extremidades destrozadas bajo el cañón. De los hombres que le habían ayudado a ajustar la pieza solo quedaban horrorosos trozos de los cuerpos. Y al lado…
—¡Bobbie! —gritó Jefe al ver el agujero abierto en la cubierta allí donde estaba el cañón de la chica—. ¡Oh, Dios mío, Bobbie! —Tuvo que reprimirse para no llamar a su amiga por su auténtico nombre. Desesperado, miró en el interior del cráter negro que la bala había horadado hasta la entrecubierta. Jefe temía adentrase ahí abajo.
—¡Aquí! —gritó de repente una débil voz—. Estoy aquí…
Sánchez, que había subido al Mermaid detrás de Jefe, se volvió hacia el sitio de donde provenía la voz. Y entonces vieron una pierna negra que sobresalía bajo un montón de restos de madera y jirones de velas.
—¡Ya vamos, Bobbie! ¡Aguanta! —gritó Jefe.
Corrió hacia el montón de escombros e intentó tirar de la pierna de Bonnie. Pero la muchacha gritó.
—Al menos no ha perdido la pierna —observó Sánchez—. Pero esta no es forma, César, primero hay que retirar lo que tiene encima. ¡Vamos, deprisa!
Entretanto, otros piratas se habían acercado a ayudarlos. Jefe se esforzó febrilmente por retirar los escombros; después del grito, Bonnie no había dicho ni una palabra. El joven negro era incapaz de imaginar que la muchacha fuera a morir sin que él pudiese ayudarla.
Pero entonces se oyó una exclamación animosa de Sánchez, el primero en llegar hasta el joven cañonero.
—¡Vive! Pero…
La camisa de Bonnie estaba empapada de sangre.
—Espera, voy a quitarte esto, chico…
Sánchez ya iba a desgarrar con el cuchillo el jubón de Bonnie, cuando el chico, que hasta el momento había guardado silencio, empezó a quejarse alterado.
—¡No! No, por favor… ¡Maldita sea, déjame en paz! Nadie… que nadie me toque… Solo… ¡solo puede acercarse César! César, tú… tú, maldito putero, ¡ven aquí! —Bonnie soltó esas palabras con tal rabia y desesperación que Sánchez retrocedió sobrecogido.
—Está bien, chico, si insistes… Ven, César, el pobre está fuera de sí… A saber qué mosca le ha picado. Pero da igual quién le salve, así que ocúpate tú y ten cuidado…
Jefe se inclinó junto a Bonnie.
—¿Dónde te han herido? —le susurró.
—En el costado —gimió—. Tienes… tienes que llevarme abajo… solo tú… Si los otros me ven… entonces estaré perdida…
Jefe vio por dónde sangraba. Un trozo de tablón de la cubierta o de la borda astillada se le había clavado en el cuerpo cuando el impacto la había lanzado junto con los escombros por la cubierta, pero el resto eran contusiones y lesiones superficiales. La herida a la altura de la cadera era lo único grave. Seguro que todavía tenía clavadas astillas, había que lavarla. Pero entonces habría que quitarle los pantalones y todos verían que era una chica…
—¡Sácame de aquí! —suplicaba. Y luego bramó con su voz más profunda—: ¡Llévame el culo al catre, César! Que nadie me lo vea aquí. ¡Y vosotros largaos! Enseguida estaré bien. Solo necesito un poco… de tranquilidad.
Bonnie necesitó todas sus fuerzas y su coraje para dejar que Jefe la ayudase. El joven, fuerte como un toro, podría haberla llevado sin esfuerzo, pero si ella conseguía ir hasta su hamaca por su propio pie los demás se tranquilizarían y dejarían de fijarse en ella. Y así fue en efecto: cuando Bonnie logró ponerse en pie, los piratas continuaron la búsqueda por la cubierta de otros heridos y empezaron a hacer un balance general. Ese día habían logrado un gran botín, pero habían tenido que pagar un elevado tributo de sangre.
—Jorge está muerto y Perry también —informó Jefe a Bonnie mientras la ayudaba a bajar por la escalera de la entrecubierta—. Silver está herido y…
—¿Podrías llevarme en brazos ahora?
Bonnie desfalleció en cuanto desaparecieron de la vista de los demás. En la entrecubierta no había nadie, los otros heridos se atendían arriba, lo que era más sensato, como pronto comprobaría Jefe: resultaba casi imposible estimar la gravedad de la herida de Bonnie en la penumbra del camarote de la tripulación.
—¿Crees que es serio? —preguntó el joven mientras la depositaba en la hamaca. Bonnie gimió. La oscilante e inestable hamaca era un lugar inadecuado para acostar a un herido.
—No sé —susurró ella—. Solo sé que nadie tiene que verlo. Diremos que no es grave, ¿de acuerdo? Me dejas aquí y ya se curará. Ya no sangra más y…
—Pero no está limpia —objetó Jefe. Había descubierto la herida y a Bonnie no le quedaban fuerzas para protestar—. Solo es un corte profundo, pero muy sucio. Voy a buscar agua y lo limpio.
Bonnie soportó los dolores apretando los dientes cuando Jefe se ocupó de ella con una esponja y empleando un agua no especialmente limpia. Retiró un par de astillas más de la herida y consultó ansioso un libro que había cogido de la cabina del capitán Seegall.
The Surgeons Mate, de John Woodall, era un manual para el cuidado de enfermos y heridos que no faltaba en ningún barco pirata. Jefe se concentró en leer. También había cogido un par de ungüentos y vendas del botiquín del barco. La caja, que contenía cuchillos, tenazas para arrancar dientes, ventosas y muchas cosas más, se hallaba bajo la custodia del capitán. En Barbados, Seegall había pagado una buena suma por ese conjunto de utensilios y remedios, pero nadie en el Mermaid sabía cómo utilizarlos correctamente. A lo sumo el carpintero, que en esos momentos atendía a los heridos en la cubierta, era el que mejor se las arreglaba. Por lo demás, el botiquín le resultaba útil porque también contenía una sierra de huesos. Antes realizaba amputaciones con la misma herramienta con que cortaba las tablas.
—Aquí pone que una herida así hay que coserla —señaló algo vacilante Jefe—, con hilo lavado. Pero no me atrevo…
Bonnie tampoco pareció especialmente entusiasmada ante la idea de que él realizara una sutura.
—¡Echa un poco de sangre de drago y véndamela! —gimió y se preparó contra el dolor.
La sangre de drago se componía de la resina de agave y ratán, así como de granada y ron. Se suponía que contribuía a cicatrizar las heridas. Jefe repartió la esencia generosamente sobre la herida y también sobre los pequeños cortes y heridas en el tórax. Luego colocó torpemente la venda de tiras de lino.
—Ojalá no se infecte —masculló abatido.
Jefe era consciente de que se habría requerido de la habilidad de un médico para examinar la herida, lavarla y luego, tal vez, coserla. Pero en el Mermaid no había médicos.
—¡Dame corteza de quina! —pidió Bonnie—. Combate la fiebre y a lo mejor la previene.
El botiquín contenía corteza de quina en abundancia, pero Jefe no creía que fuera a detener la gangrena. Woodall no decía nada al respecto. No obstante, administró a Bonnie un poco y dejó que se la tomara con unos tragos de ron. La ley seca a bordo no se aplicaba en el caso de los heridos.
—Esto bastará —susurró Bonnie extenuada—. Pero… pero no me dejes sola.
A Jefe le habría gustado subir a cubierta a celebrar la victoria con los demás, pero nadie se habría ocupado de Bonnie, el carpintero ya tenía suficientes pacientes. Así que cogió la botella y bebió a solas por la victoria tan duramente obtenida. Su amiga ya se había dormido. Permaneció de guardia a su lado hasta que todos los hombres se hubieron acostado y dormido en sus hamacas.
Pero los optimistas pronósticos de la muchacha no se cumplieron. Al día siguiente despertó con unos fuertes dolores, los bordes de la herida estaban rojos e hinchados, y pese a que Jefe volvió a limpiarla y a aplicarle sangre de drago, se notaba la piel caliente y seca ya por la tarde. Por la noche empezó a subirle la fiebre.
—Esto no pinta bien —advirtió el carpintero, a quien Jefe consultó a la mañana siguiente—. Seguro que es gangrena; como mucho podemos quemarle la carne podrida. Quítale la venda y echemos un vistazo…
Jefe sacudió la cabeza con determinación. No tenía fe en cauterizar las heridas: los bordes de la llaga todavía no estaban gangrenados, únicamente hinchados e infectados. Y no estaba dispuesto a traicionar a Bonnie por un tratamiento cuestionable. Ya el día anterior ella le había suplicado que no la descubriera. Prefería morir a quedar expuesta como mujer. Ahora ya no era capaz de tomar decisiones. Decía solo incoherencias y había perdido la conciencia.
Aun así, Jefe se negaba a arrojar la toalla. Lo intentaría con otro ungüento del botiquín, uno a base de trementina, que también cauterizaba; ¿tendría el mismo efecto que el hierro de marcar y destruiría la carne putrefacta?
Jefe se dirigió al capitán para volver a trastear en el botiquín del barco, pero le costó encontrarlo. Tuvo que subir a cubierta para salir en busca de Seegall y lo halló enzarzado en una discusión con Sánchez. Inclinados sobre la borda, ambos miraban preocupados el agujero que un obús había abierto en la proa del Mermaid.
—Claro que sé que hay que repararla pronto. Con mar gruesa seguro que entra agua… —El capitán se mesaba la espesa barba.
—El próximo puerto es Cap-Français —observó Sánchez—. Llegaríamos en un par de horas…
—¿Tenemos alguna cala apropiada allí? —preguntó el capitán—. Yo no conozco ninguna. Y tiene que estar muy retirada, esto no se repara en un par de horas. Habrá que talar árboles, cortar tablas… Y no olvides que llevamos a los franceses de remolque. Si llamamos la atención… Saint-Domingue es una colonia francesa. ¡Imagínate lo que nos harán si nos descubren!
—Pues Santo Domingo —suspiró Sánchez. Seegall tenía buenos contactos en la colonia española—. Y hasta que lleguemos ya podemos rezar para tener buena mar… Hay que tapar el agujero de forma provisional. Pondré a dos para que…
—¿Capitán? ¿Intendente?
Jefe los interrumpió a su pesar, pero acababa de ocurrírsele una idea para salvar a Bonnie. Era la única posibilidad que le quedaba si no quería dar a conocer que era mujer. En Cap-Français debía de haber algún médico. Y en el barco no había nadie con vínculos allí. Si el doctor estaba de acuerdo en curar a Bonnie en secreto, podría luego volver a la embarcación como si nada hubiese ocurrido.
—Si estamos tan cerca de tierra, ¿no podrían dejarnos desembarcar a Bobbie y a mí en un bote? Podría llegar remando. El barco no necesita acercarnos demasiado a la costa… el riesgo sería mínimo.
Tres horas más tarde, el capitán Seegall insistió en fondear en una cala de Cap-Français para satisfacer la demanda de Jefe. Uno de los piratas de origen francés la conocía de tiempos anteriores.
—También podríamos hacer allí los trabajos de reparación —indicó el hombre—, hay muchos bosques alrededor, manglares… y cuando uno se interna no es tan fácil ser visto desde el mar. Pero desde que la ciudad está creciendo es peligroso… Una pareja de amantes podría perderse por ahí…
Los demás piratas rieron. Jefe suspiró aliviado porque su travesía a solas con Bonnie, ya muy enferma, no resultaría en exceso larga. Informó a la muchacha de sus intenciones mientras la sacaba de la hamaca, aunque no creía que ella se enterase de gran cosa. Llevaba horas en un estado febril y semiinconsciente. Pero Bonnie era más fuerte de lo que él había creído.
—Dinero —gimió, cuando Jefe la envolvió en la colcha—. Cosido en… colchón… Cógelo…
Jefe dijo que no tenían tiempo para eso, pero Bonnie se obstinó en llevarse consigo los ahorros. Al final, el chico cedió y cogió también su propia bolsa, aunque contenía mucho menos dinero que la de la joven. Él planeaba regresar al Mermaid, pero Bonnie tenía razón, mejor ser prudentes. Además habría que pagar al médico, que no solo les cobraría la consulta sino también su silencio.
Jefe depositó con cuidado a Bonnie en un pequeño bote que los piratas arriaron. No tendría que remar demasiado hasta la playa.
—De acuerdo —dijo Seegall cuando Jefe se dispuso a subir al bote con Bonnie—. Vamos a Santo Domingo y reparamos el barco. Podemos tardar un par de semanas. Si entretanto Bobbie muere… —el capitán lo consideraba bastante probable, pero no quería resignarse a abandonar a su hábil cañonero—, entonces te vuelves con nosotros, César. Si se recupera pronto, os venís los dos. Y si no: anclamos aquí en esta cala antes de dejar La Española y os esperamos dos o tres días… Una vez que nos hayamos librado de los franceses no será tan arriesgado. No pierdas de vista esta zona de la costa, no podremos tocar la campana del barco para que nos oigáis.
Jefe asintió agradecido. No había esperado tanta comprensión por parte del capitán. Daba la impresión de que Seegall se separaba a disgusto de los miembros más jóvenes de su tripulación, y también los demás hombres saludaron a Jefe, y hasta hubo alguno que se restregó los ojos.
—¡Que la suerte os acompañe! —gritó Sánchez cuando Jefe empezó a remar—. La necesitaréis.