6

—Un cabrón que huyó de la casa de los De Macy.

Jacques Dufresne había pedido información sobre la persona que había detrás de Assam en cuanto se habían averiguado los antecedentes del envenenamiento. En esos momentos hablaba de los resultados. Deirdre había insistido en que abandonaran la ciudad, por lo que Victor y ella volvían a pasar el fin de semana en el campo. El joven médico todavía se encontraba trastornado y en la plaza del mercado aún humeaba la pira en que habían quemado a la esclava Assam. Victor había acompañado a la mujer en sus últimos momentos e intentado que ya no sintiera nada, pues después de la tortura estaba más muerta que viva.

Todo lo sucedido lo había afectado mucho, y en la casa Dufresne reinaba una atmósfera sofocante. Amali, Nafia y la cocinera se habían quedado en casa conforme a las instrucciones cuando se llevó a cabo la ejecución, pero Lennie no había querido perderse el espectáculo. Ahora parecía no solo asustado, sino lleno de odio. Amali intentaba tranquilizarlo. No todos los blancos quemaban a sus esclavos en La Española y además, él y su familia estaban exentos de peligro. La joven negra se percató de que Lennie todavía no había entendido del todo el significado de los salvoconductos.

En cualquier caso, Deirdre juzgaba oportuno dejar que la casa y la ciudad recuperasen la calma. Convenció a Victor de que volviera a cerrar la consulta el viernes por la tarde y el sábado para ir a Nouveau Brissac. Se llevó a la excitada pequeña Nafia. La niña no cabía en sí de orgullo, y Amali y Lennie dispondrían de su casa dos días y noches para ellos solos. Eso desviaría los pensamientos de Lennie hacia otros temas.

Victor, sin embargo, no hallaba sosiego. François Macandal y sus planes constituían el único tema de conversación también en la casa de su familia.

—Lenormand de Macy compró a ese sujeto —prosiguió Jacques Dufresne después de la cena. De Macy era el propietario de una de las plantaciones más grandes de La Española, a algo más de treinta kilómetros de Cap-Français—. En el mercado, prácticamente recién desembarcado. Entonces era todavía casi un niño, debía de tener unos doce años. Lo pusieron a trabajar en la prensa de la caña de azúcar y no se sabe qué pasó que perdió un brazo ahí…

—¿A un niño de doce años? —se indignó Deirdre—. Pero ¡si no podría ni manejar la prensa!

—A lo mejor ya era mayor —la interrumpió Jacques, enfadado por la réplica—. Esto no viene al caso. Luego lo pusieron de pastor, un…

—Padre, tal vez deberías mencionar también que el chico no era tonto —intervino Gérôme mientras se secaba la boca con su habitual afectación—. Aprendió muy rápido el francés; al parecer no habla solo patois, sino francés con fluidez. Quizá por eso mismo el viejo Lenormand quería tenerlo controlado. En la prensa podían vigilarlo mejor que en los campos…

—He oído decir que habla árabe —terció Gisbert—. Al menos eso se rumorea en Port-au-Prince. —Había estado en la ciudad para visitar tabacaleras—. A mí todo esto me suena raro.

—No es tan raro —objetó Deirdre, y esta vez todos los comensales le dedicaron su atención. Cuando los Dufresne y sus invitados (dos matrimonios de plantaciones vecinas) volvieron de golpe la cabeza hacia ella, enrojeció bajo el maquillaje que dócilmente se había aplicado—. Es probable que sea musulmán. Nosotros también tenemos a algunos en la plantación… Ellos…

—En Saint-Domingue todos los esclavos están cristianamente bautizados —puntualizó indignada madame Dufresne.

Deirdre se encogió de hombros.

—Bueno, en Jamaica no —replicó y recuperó la calma. No debería haber empezado, pero ahora tenía que reconocer para bien o para mal que en Cascarilla Gardens reinaba la libertad de credo—. Sea como fuere… muchos negros de África son musulmanes. Y rezan en árabe a su dios. Al menos todos saben un poco el idioma, incluso los niños. Si ese Macandal aprende idiomas con facilidad y en África tuvo un buen profesor ya debía de saber árabe con doce años.

—Esto al menos explica la situación —señaló Victor—. Pero prosigue, padre. El joven perdió un brazo, tal vez por negligencia. Eso debió de ponerle en contra de los patrones blancos. Y luego…

—Y luego ya no servía para nada —prosiguió el anfitrión—. Lenormand lo hizo trabajar de pastor, casi no lo vigilaba y de golpe ¡se escapó! Y por lo visto ahora ejerce de insurgente.

—Debe de estar en las montañas —dijo Victor, repitiendo las declaraciones de la esclava Assam—. Con los cimarrones. Y por lo que parece, consigue fomentar cierto espíritu de unidad entre ellos. Eso los hace peligrosos, como es sabido por lo ocurrido en otras colonias…

No necesitó abundar en el tema. Todos los presentes conocían, cuanto menos a grandes rasgos, las historias de Nanny Town y otros asentamientos cimarrones en Jamaica.

Jacques Dufresne le hizo callar con un gesto de la mano.

—¡Qué va a ser peligroso! Vamos a sacar a toda esa gentuza de sus escondites, ya se están formando cuadrillas de exploración, ¡os advierto que vamos a reclutar a medio ejército! Este tipo ya ha sembrado suficiente cizaña. Ahora lo vamos a pillar.

Deirdre casi se hubiera echado a reír. En Jamaica se hablaba con frecuencia de las expediciones de castigo que se habían emprendido contra la Abuela Nanny y sus hermanos Cudjoe, Quao y Accompong. La mayoría de los hacendados implicados recordaban muy bien lo que ocurría cuando salían en pos de los rebeldes hacia las montañas. Nunca le había pasado nada a nadie, y eso que habían circulado ríos de ron y aguardiente mientras los jinetes atravesaban de buen humor las Blue Mountains. En ningún momento se habían cruzado con un negro y habían estado muy lejos de acabar con los poblados de cimarrones. Doug Fortnam, al menos, estaba convencido de que los negros vigilaban todos sus movimientos. Habían observado a los jinetes, pero los habían dejado marchar para que no estallase la guerra. La Abuela Nanny era una líder muy prudente.

Macandal estaba hecho de otra madera. Deirdre se alegró de que nadie pidiese a Victor que se uniera a una expedición de castigo.

En el período que siguió, gendarmes, soldados y voluntarios se desplazaron una y otra vez a las montañas, pero, tal como Deirdre había esperado, sin obtener ningún resultado. Algunas patrullas regresaron sin haber visto ni a un solo cimarrón, otras no volvieron. Llamaba la atención el que nunca hubiera supervivientes. Al enfrentarse con el enemigo, las patrullas eran exterminadas. Y volvieron a producirse más atentados con veneno. Macandal parecía cumplir su amenaza. De algún modo conseguía avivar a tal punto el odio de los esclavos domésticos hacia sus patrones que aquellos estaban dispuestos a envenenar a familias enteras. El modelo siempre era el mismo: los asesinos desaparecían tras el crimen y ninguno de los demás esclavos sabía adónde habían huido. Cuando había más cómplices no solían revelar nada, y, naturalmente era impensable torturar hasta la muerte a todo el servicio doméstico. Al asesino casi nunca se le atrapaba, y cuando eso ocurría, él mismo acababa poniendo fin a su vida con veneno. Deprisa y relativamente sin dolor, lo que todavía enfurecía más a los hacendados. Los blancos morían despacio y víctimas de un intenso sufrimiento.

Los médicos de la colonia —incluso si se les avisaba a tiempo, antes de que las víctimas dieran su último suspiro— eran incapaces de evitar la muerte. Volvieron a llamar a Victor en dos ocasiones para que acudiera a unas plantaciones a cuyos propietarios habían atacado, pero le fue imposible salvar a nadie. Pocas veces había supervivientes como Yvette Courbain. Los autores solían ser esclavos que hacía muchos años que trabajaban en el servicio doméstico y conocían qué les agradaba o desagradaba a sus señores. No cometían errores como el de Assam, que podría haber mezclado el veneno en la salsa y haber acabado así con todos los miembros de la familia.

En el campo cada vez se extendía más el miedo y crecía la atmósfera de desconfianza entre señores y esclavos, pero la vida en Cap-Français transcurría sin verse perturbada por la guerra de Macandal contra los blancos. Exceptuando el palacio del gobernador y las residencias de los hacendados ricos, que tenían incontables sirvientes, los habitantes de la ciudad disponían de pocos esclavos. Además, puesto que estos tenían prohibido reunirse, Macandal no encontraba ninguna audiencia suficientemente grande para pronunciar arengas revolucionarias. Según los rumores, por las noches escogía plantaciones y predicaba a sus trabajadores, quienes pronto veían en él a una especie de mesías. Entre los negros de Cap-Français era una leyenda, si bien las opiniones diferían acerca de los actos del rebelde. Sirvientes domésticos como Amali y Sabine, que llevaban una buena vida y eran leales a sus señores, se mostraban igual de disgustadas que los blancos.

—¡No es justo envenenar gente, da igual lo que hayan hecho! —sostenía Amali ante Lennie, quien parecía algo vacilante. Acababa de llegar a sus oídos noticias sobre otro envenenamiento. En esta ocasión habían muerto cuatro niños pequeños con sus padres—. Algunos backras son malos y tratan mal a sus negros. Pero envenenarlos…

Deirdre, que había escuchado la conversación, se sentía intranquila porque era evidente que Lennie aprobaba el asesinato o había defendido a sus autores. Sin embargo, todos sus esclavos tenían salvoconductos. Seguro que no había de temer un ataque por parte del joven negro.

Ella misma no creía correr ningún peligro, al menos en Cap-Français. Y Jacques Dufresne había establecido en Nouveau Brissac un sistema de seguridad infalible: todos los criados tenían que probar un poco de la comida antes de servirla a los señores.

—Esto funcionará mientras ellos mismos no se ofrezcan en sacrificio —señaló Victor—. Si ese Macandal es tan carismático como para convencer a criados fieles de que maten a traición, también conseguirá manipularlos para que mueran con sus señores. Llegado el caso, los hacendados serían víctimas de una muerte menos dolorosa, padre. Por lo que hemos visto, hay distintos venenos, y de forma voluntaria nadie querrá acabar de una manera tan horrorosa como los Sartremont últimamente.

Las últimas víctimas en los alrededores de Nouveau Brissac habían ingerido menos veneno que los Courbain. Durante dos días, Victor había luchado desesperadamente por salvarles la vida. En la plantación de la familia de Victor, Deirdre siempre tenía un poco de miedo antes de las comidas; habría preferido llevarse su propia comida. Por lo demás, disfrutaba de las excursiones al campo. Por muy bonita y hospitalaria que fuera su casa y por mucho que amase a su marido, tras su llegada a Cap-Français Deirdre pronto había empezado a aburrirse. Su esposo la había introducido en la sociedad de la ciudad y ya el primer día que asistieron a la iglesia la presentó a las familias más importantes, pero no había parejas de su edad en las clases altas. Por joven y bulliciosa que pareciese la ciudad a primera vista, cuando uno visitaba los mercados y el barrio portuario, la mayoría de los individuos que poblaban las calles, que abrían negocios de servicios y talleres eran mulatos o se componían de miembros negros y blancos. Por ejemplo, un carpintero se había casado con su esclava negra y con ello la había hecho libre. Deirdre estuvo hablando con la mujer y enseguida comprobó que con ella habría tenido más temas de conversación que con las señoras de la iglesia que la invitaban a tomar el té. Pero naturalmente no era apropiado para un miembro de la familia Dufresne tratar con gente tan sencilla. ¡Y la buena sociedad de la ciudad estaba muy pendiente de lo que era o no apropiado!

De modo que también Victor le llamó la atención un día por salir a pasear a caballo sin compañía.

—La hermana del párroco me ha dicho… —le comentó algo turbado.

Fabienne Roches administraba la casa del clérigo y en muchos aspectos controlaba mejor a la comunidad que su religioso hermano. Si hubiese tenido una amiga con la que cotillear, Deirdre habría hablado más de «sofocar» que de «controlar».

—Que vayas a pasear sola a caballo es impropio, y más aún lejos de las calles de la ciudad.

Deirdre se quedó mirándolo.

—No. He ido a la bahía siguiente y… —Se interrumpió en el último momento. Seguro que era mejor no comentar que también había nadado—. He galopado por la playa —dijo obstinada—. ¿Qué hay de impropio en eso?

—En realidad nada —susurró Victor—. Pero ya sabes cómo es la gente. Hablan. Y yo como médico y tú como esposa del médico… bueno, esperan de nosotros una conducta modélica. Y que tú te vayas a cabalgar sola no encaja con la imagen que ellos se han formado.

—Si tengo que llevar a Lennie trotando detrás de mí no llego a ningún lado —objetó Deirdre—. Y tú sueles llevarte los caballos, así que él se queda sin montura…

Victor apretó los labios.

—Aquí tampoco se encontraría conveniente que salieras a montar sola con un negro —indicó—. Se podría pensar que tú…

Deirdre lo miró incrédula.

—¿Los ancianos Roche podrían pensar que yo… y Lennie? —Se echó a reír.

En Jamaica eso habría sido absurdo, las relaciones entre mujeres blancas y esclavos eran inconcebibles y se aceptaba que un negro acompañase a una mujer cuando salía a montar sola. Aquí sin embargo… El Code Noir incluía normas para hijos de mujeres blancas con esclavos. Parecía que solían darse tales relaciones.

—Así pues, ¿qué crees que debo hacer? —replicó a su marido—. ¿Dejar que Alegría se muera de aburrimiento en el establo?

Victor sacudió apesadumbrado la cabeza.

—No, claro que no, pero… si al menos no salieras a cabalgar fuera de la ciudad… Yo estaré encantado de acompañarte… y si no… A lo mejor se podría enganchar a Alegría una pequeña carroza; sería tal vez más aceptable…

Deirdre arqueó una única ceja y castigó a su esposo poniéndole morros los dos días siguientes. En Nouveau Brissac Victor consiguió salir a montar con ella, pero incluso allí abundaban los pacientes que requerían su atención. ¿Y el purasangre Alegría en medio del tráfico de la ciudad de Cap-Français tirando de un carro? Deirdre se preguntaba cómo alguien podía siquiera plantearse tal idea. Si el caballo se desbocaba tirando del ligero carro podía matarse y también matarla a ella.

Así que siguió saliendo a pasear a caballo a escondidas. Se esforzaba en que ni Victor ni las damas de la congregación se enterasen de sus excursiones. Y lo consiguió, pues las señoras prácticamente no salían de sus casas y la propiedad de los Dufresne quedaba muy lejos de la ciudad. Un manglar separaba la ciudad de la bahía preferida de Deirdre. Pero los secretos suponían una carga para ella y era consciente de que se construirían más viviendas en los alrededores. Entonces tendrían vecinos y, con un poco de mala suerte, desaprobarían sus salidas y la criticarían.

Tampoco las veladas que pronto se celebraron en casa de los Dufresne absorbían lo suficiente a Deirdre. Claro que se lo pasaba bien arreglándose para esas ocasiones, pero, una vez más, sus invitados solían ser gente mayor y muy distinguida, como sus suegros. En contadas ocasiones se celebraban bailes y entonces Deirdre tenía que conformarse con que Victor la sacara a bailar un minué, normalmente lento y anticuado. El médico, a su vez, tenía pocas ganas de bailar. No le importaba para nada la vida social y después de pasarse el día trabajando solía estar demasiado cansado para divertirse realmente. Muchas veces lo llamaban para una urgencia, justo cuando iban a salir. Entonces Deirdre tenía que quedarse en casa, pues, cómo no, no estaba bien visto que la esposa de un médico fuera sin su marido a reuniones sociales, conciertos o funciones de teatro.

Así pues, Deirdre pasaba días y noches en soledad, y por mucho que Victor se esforzaba por animarla con sus muestras de cariño nocturnas, solo revivía cuando pasaban el final de semana en Nouveau Brissac. Allí Victor recuperaba fuerzas y podía dedicarle más tiempo, y los Dufresne y sus vecinos también invitaban a gente más joven: a fin de cuentas, Gisbert y Gérôme todavía estaban buscando novia.

«Las cosas mejorarán cuando tengáis un hijo —la consolaba Nora en sus cartas. Ella era la única a quien Deirdre confiaba su insatisfacción—. ¿Cómo va todo? ¿Todavía no hay ninguna señal?».

Deirdre tenía que responder que no. También eso le amargaba un poco la vida en Saint-Domingue. Había esperado quedarse pronto embarazada, pero cada mes que pasaba era una decepción. Eso dificultaba un poco también la relación con Louise Dufresne. La suegra había contado con que los nietos llegaran pronto y no se inhibió a la hora de preguntar a Deirdre y Victor si se esforzaban lo suficiente a ese respecto.

—La gente está empezando a murmurar —señaló de mal humor cuando Deirdre negó de nuevo a su pregunta acerca de su «estado de buena esperanza» tras seis meses de matrimonio—. No estarás haciendo algo para evitar el embarazo, ¿verdad?

Y miró con severidad a su nuera, que volvió la cabeza. Entre los colonos ingleses de Jamaica no era normal hablar de forma tan directa sobre «asuntos sexuales».

Belle-mère, lo que más deseamos Victor y yo es un hijo —respondió solemnemente—. Y no sé cómo… cómo… —Se ruborizó.

La dama arqueó las cejas.

—Victor es médico —dijo—. Pero claro, en una casa tan pequeña como la vuestra…

Deirdre casi se habría echado a reír. Era demasiado absurdo pensar que en su casa no iba a caber una cuna. Sus suegros todavía no la habían visto, pero una semana antes Gisbert se había hospedado allí y se había mostrado aún más disconforme que Gérôme con las dimensiones del edificio.

—Puedes estar segura, belle-mère —aclaró Deirdre, para entonces ya molesta—, que un hijo siempre será bien recibido. Tendríamos sitio para dos o tres, una cuna no necesita un salón de baile. Sucede que simplemente aún no hemos recibido la bendición divina —añadió astutamente. Por fin podía sacar partido de su relación con la hermana del párroco, que había comentado lo sorprendida que estaba de que Deirdre conservara el vientre plano—. No podemos hacer más que seguir rezando por ello.

Louise Dufresne soltó una especie de gañido no muy propio de una dama.

—Si queréis limitaros a eso, lo veo difícil para tener un nieto.

Deirdre volvió a esforzarse por contener la risa o una carcajada histérica. Sabía que los franceses consideraban a los protestantes ingleses unos beatos aburridos. Recurrió entonces a una dulce sonrisa.

Belle-mère, hacemos lo que podemos…

Amali, por el contrario, quedó encinta pocas semanas después de casarse. Deirdre sintió una pizca de envidia cuando su criada se lo comunicó llena de orgullo.

—No será esclavo, ¿verdad? —preguntó—. Ya que ahora soy liberta…

Deirdre asintió.

—Tu hijo nacerá libre —tranquilizó a la feliz joven negra.

—Eso significa una gran responsabilidad para ti, Amali —comentó Victor—. Tiene que aprender qué hacer con su libertad.

Amali rio.

—Ande, mèz Victor, ¿qué va a tener que hacer? Se quedará con ustedes, igual que Lennie y yo. ¿O es que no quiere usted a mi hijo, missis Deirdre?

Deirdre le aseguró que el niño sería bien recibido en la familia Dufresne. También expresó su satisfacción por la lealtad de Amali y Lennie. Sin embargo, no tardó en demostrarse que el apego de Amali hacia la familia blanca no era compartido por su marido. Una mañana, un par de semanas antes del alumbramiento, Lennie desapareció de repente. Amali lo buscó en la casa y en el establo, donde se encontró con tres caballos inquietos y hambrientos. Lennie se había olvidado de darles de comer, lo que alarmó a la muchacha. Fuera de sí, despertó a Deirdre y Victor. No podía imaginarse qué le habría sucedido a su marido y fantaseaba con horribles accidentes y delitos.

—A lo mejor salió por la noche para echar un vistazo a los caballos y alguien… ¡Tiene que informar a la gendarmería, mèz Victor!

Victor sacudió la cabeza y se echó el batín por encima.

—¡Me lo temía! —suspiró—. Ya hacía tiempo que le veía esa… hum… expresión en los ojos. Y en su trabajo no se aplicaba demasiado últimamente…

Amali quiso protestar, pero Victor continuó:

—Voy a ver si me entero de algo en la ciudad antes de ir a la gendarmería, se lo podrían tomar a mal.

—Pero si… si lo han secuestrado o… —Amali miraba a su señor sin entender.

Victor se rascó la frente.

—¡Un poco de sensatez, Amali! ¿Quién iba a estar acechando a Lennie en nuestro jardín? No, no, tiene que haberse ido por voluntad propia.

Los ojos de Amali se abrieron de par en par.

—¿Que se ha ido? ¿Hui… huido? ¿Solo, sin mí?

Deirdre la rodeó con un brazo.

—Tranquila, tiene un salvoconducto. Pero sí, sin ti. Y me temo que no podemos obligarlo a que regrese…

Victor estaba convencido de esta explicación, mientras que Deirdre se la creía tan poco como Amali. A esta no le había llamado la atención el modo de trabajar de Lennie. Ya de por sí, no tenía muy buena opinión de él al respecto y estaba acostumbrada a controlarlo y también a ir arreglando las cosas detrás de él. Pero Victor lo encontró muy pronto en un cuchitril del puerto. No fue difícil, el médico tenía muchos contactos entre los mulatos gracias a su profesión y Lennie no se había molestado en borrar sus huellas. Habló con toda tranquilidad cuando el doctor fue a verlo.

—Yo ahora trabajo aquí —declaró. Acababa de limpiar la mesa, así que el patrón lo había contratado como ayudante—. Me gusta más que el trabajo del establo. Y nadie me lo puede impedir. Soy libre, ¿no?

Y sonrió triunfal. Había tardado en comprender lo que era un salvoconducto, pero estaba decidido a aprovecharlo.

Victor alzó las manos.

—No eres ningún esclavo, Lennie, tienes razón, pero sí eres el marido de Amali. Puedes irte de nuestra casa, pero tu esposa y tu hijo…

Lennie emitió una especie de gemido.

—¿A quién le gusta esa gorda? —soltó groseramente—. Ahora con hijo no me lo paso bien. Tengo mujer nueva en el puerto.

Victor ya iba a reprenderlo por su desvergüenza, pero se remitió al contrato sobre el sacramento del matrimonio. Como era de esperar, Lennie no había entendido ni una pizca. Doug Fortnam siempre había respetado los casamientos de sus esclavos, pero si querían disolver su unión tampoco objetaba nada. Lennie estaba bautizado, pero no tenía miedo de los perjuicios que pudiera sufrir su alma inmortal solo porque diera la espalda a su esposa y su hijo nonato.

Mientras Victor se lo explicaba, esforzándose en describir de forma espantosa su posible condena al infierno, el negro se limitó a sacudir la cabeza y se retiró a la cocina de la taberna.

—Le llevará un pollo a algún hombre obeah —vaticinó Deirdre por la noche, después de que Victor le contara su encuentro con Lennie—. Eso calma los espíritus y todo va bien. Entretanto Amali está sufriendo. Así no se había imaginado ella la libertad —añadió—. Habría preferido que ambos permanecieran juntos como esclavos.

Victor hizo un gesto de impotencia.

—No por ello él la habría querido más. Claro que tendría que haberse quedado y ninguna mujer del puerto lo habría mirado siquiera. No siempre es sencillo…

Un par de semanas después, Amali trajo al mundo una niña negra como el carbón a la que bautizó como Liberty. Para Deirdre fue una prueba de que estaba olvidándose de Lennie y volvía a recuperar la confianza en su libertad, si bien Amali aprovechó la primera oportunidad que se le brindó para correr al puerto a presentarle la niña a Lennie. Horrorizada, se lo encontró cerca de la taberna, en un cobertizo que compartía con una mulata ordinaria y maquillada de blanco brillante. Casi no le dedicó ni una mirada a la niña, ni a Amali. En lugar de ello, hizo gala de su «mujer blanca», como si Amali tuviera que admirarlo por eso. Y además fanfarroneó con que le gustaba su nuevo trabajo.

—Yo nunca querer ser criado de la casa ni mozo de cuadra. Es cansado. ¡Esto es mejor! —señaló—. ¡Yo no sirvo a backras blancos!

Amali hizo un gesto de resignación. El nuevo jefe de Lennie era un mulato grasiento en cuyo establecimiento pocas veces entraría un blanco, pero Lennie tendría que rebajarse a servir una cerveza a los pocos que sí lo hicieran. Sin embargo, él consideraba que su actitud era una pequeña victoria en la liberación de los esclavos y se veía a sí mismo como un héroe.

Amali conservó la calma hasta llegar a casa. Allí se desmoronó y no dejó de llorar. Cuando el tercer día no acudió a trabajar, Deirdre fue a verla a su alojamiento.

—Vuelvo mañana, missis —gimió Amali, sintiéndose culpable. Creía que Deirdre iba a exigirle sus servicios—. Ahora no puedo… estoy enferma… —En efecto, estaba en cama y con el cestito de Liberty al lado.

Deirdre asintió comprensiva y acercó una silla a la cama. Había llevado una cesta pequeña que depositó junto a Amali.

—No vengo como missis —dijo con dulzura—, sino como amiga. Para charlar. Y he creído que con esto charlaríamos mejor… —Con un gesto teatral levantó la tapadera del cesto y un exquisito aroma llenó la habitación. Amali olisqueó.

—¿Pastel de miel? —preguntó, y al instante interrumpió la llantina.

—Según la receta inglesa de mi madre —confirmó Deirdre—. A Sabine le ha salido casi tan bien como a Mama Adwe… ¿Te acuerdas de los trozos que le birlábamos en la cocina?

En el rostro de Amali, todavía humedecido por las lágrimas, apareció una sonrisa y Deirdre observó satisfecha cómo hurgaba hambrienta en el cesto. Sabine se había quejado de que Amali llevaba días sin comer nada.

—Lo siento mucho —se disculpó una vez más la muchacha—. No debería dejarla en la estacada, missis. Ayer se celebró esa reunión de la iglesia, ¿verdad? ¿Y quién le ciñó el corsé? ¿Sabine? Y ese pelo…

Deirdre la interrumpió con un gesto de la mano.

—Nafia ya lo hace muy bien. Y en cuanto al peinado, solo había de pasar la prueba delante de la horrible Fabienne Roches y no del gobernador. Y ella considera una frivolidad todo lo que se aparte de la toca de una monja. Así que no fue tan mal. Cuéntame lo que dijo Lennie. No va a volver…

Fue una afirmación más que una pregunta, pero a Amali le soltó la lengua. Otra vez entre sollozos, le contó su visita al barrio portuario.

—¡No es un buen hombre! —Resumió—. ¡Y además es tonto!

Deirdre tuvo que contener la risa, aunque se le escapó un «¿Y eso te extraña?».

Amali la miró sorprendida.

—¿A usted no? Bueno, yo siempre había pensado… Sí, Lennie es algo lento, pero en realidad muy inteligente y…

Deirdre inspiró hondo.

—Amali, todos aquellos que lo conocen lo consideran tonto y holgazán. Solo lo trajimos aquí por ti, aunque Kwadwo ya se temía lo peor para los caballos. ¿No has visto que Victor comprueba cada noche el horno de la cocina para que Lennie no nos incendie la casa por descuido?

Amali se la quedó mirando.

—Pero… pero ¡tendrías que habérmelo dicho! —protestó, olvidándose por un momento del tratamiento formal que hacía de su amiga su missis.

Deirdre sonrió.

—No me habrías creído. Estabas enamorada…

—Pero ¡aun así tendrías que habérmelo dicho! —insistió Amali—. A ver: fue muy amable por parte de mi missis que aceptara en casa a un negro tonto y vago solo por mí. Pero ¡mi amiga Deirdre tendría que habérmelo dicho!

Deirdre levantó las manos en gesto de disculpa.

—No quería ofenderte, Amali. Nadie quería hacerlo, tampoco Sabine y Nafia…

—Sabine no es mi amiga y Nafia todavía es pequeña. Ellas no cuentan. Pero tú… tú… Las amigas se dicen estas cosas. O al menos lo intentan.

La mirada de Amali todavía era reprobatoria, pero cogió otro pedazo de pastel de miel. Parecía, pues, dispuesta a perdonar a su amiga.

Deirdre suspiró.

—De acuerdo, la próxima vez te lo digo. Si es que hay próxima vez. Y ahora olvidémonos de esta historia, ¿de acuerdo? Y deja de llorar. Ese tipo no vale la pena. ¡Que sea feliz con su puta del puerto!

Tal como había prometido, Amali acudió al trabajo al día siguiente. Y pocos días después empezó a coquetear con el lechero Jolie, un joven jovial, con la piel color café con leche y una mirada resplandeciente.

—Pronto te quedarás sin doncella —profetizó Victor a su esposa, cuando advirtió lo que sucedía—. Si Jolie se casa con ella, se marchará. Me temo que se ve tan poco atada por el sacramento del matrimonio como Lennie. ¿No deberías hablar con ella sobre este tema?

Deirdre se demoró en responder.

—Yo no soy su madre espiritual, no considero tan importante el sacramento —dijo—. Como señora lamentaría que se marchara, pero Amali es libre. Y como amiga digo: Jolie es un tipo amable y, gracias a Dios, no es estúpido.