Al día siguiente, Victor salió a pasear a caballo con Deirdre para mostrarle la plantación. En el establo encontraron caballos y una silla de amazona. La muchacha habría preferido una silla para hombre, pero sin duda eso no le habría gustado a su suegra. Así pues, la joven tuvo que aceptar que Victor la ayudara a subir a una pequeña y elegante yegua de cabeza noble y una extraña forma de avanzar. Deirdre enseguida se percató de que apenas se notaban sacudidas en la silla, incluso cuando el caballito trotaba.
—Se conoce como ambladura —indicó Victor—, o paso llano. El caballo peruano de paso procede, como su nombre indica, de Perú. Colón los trajo a La Española y se siguieron criando aquí. Son buenas monturas y de trato agradable; aunque Alegría dejaría atrás al más rápido de ellos.
Deirdre disfrutó del paseo, incluso a falta de veloces galopadas. Le gustaban las extensas plantaciones ubicadas en terrenos con colinas. Por lo visto, los Dufresne poseían un territorio inmenso. No todo estaba cultivado, pero se habían trazado caminos a través de muchos bosques vírgenes. Así pues, no solo se podía cabalgar entre cultivos de tabaco y café, sino también por caminos umbríos y entre árboles enormes. El bosque de Nouveau Brissac todavía producía más la impresión de jungla y selva que los bosques claros cercanos a la costa. El clima húmedo propiciaba que crecieran en abundancia líquenes, helechos, arbustos de hoja crasa y plantas trepadoras.
—A mi madre le encantaría. —Deirdre rio al descubrir una orquídea con raíces aéreas—. Seguro que se la llevaba y la plantaba en su jardín. Lástima que no podamos enviársela por correo.
Las zonas cultivadas estaban en pleno proceso de recolección. Gérôme y Gisbert Dufresne habían salido temprano para supervisar los trabajos. Deirdre y Victor se los encontraron en los secaderos y en las dependencias para la fermentación. La joven se sorprendió de que fueran tan elegantes a trabajar. En ningún momento prescindían de los calzones, los zapatos con tacones altos y la levita.
—Bueno, tampoco es que se ensucien —reconoció más tarde, preguntándose qué era lo que hacían en realidad.
Deirdre estaba un poco triste cuando volvió con Victor a la casa principal y él quiso ayudarla a bajar del caballo delante del establo. Después de la gran cena de la noche anterior y el desayuno de la mañana todavía no tenía hambre y no sentía ningunas ganas de reunirse para una comida de varios platos con esa atmósfera formal que rodeaba a Louise Dufresne. Pero en realidad no se habían percatado del paso del tiempo durante la cabalgada, como le comunicó Victor, horrorizado tras consultar su reloj de bolsillo. De hecho, tendrían que haberse reunido con los Dufresne una hora antes. Era posible que los reprendieran.
Antes de que la joven desmontase, un pajecillo negro y aparentemente alterado salió del establo y se dirigió en un veloz patois a Victor. Deirdre no entendió ni una palabra, pero se quedó atónita cuando tras el niño apareció Louise Dufresne. Naturalmente no llevaba traje de montar, y se recogía la falda con aspecto desdichado. Dos muchachas negras intentaban llevar la cola del vestido y otra corría tras ella con una sombrilla. No parecía tratarse de un simple paseo. Debían de haber razones importantes para que la dama hubiera abandonado sus aposentos.
—¡Ay, Victor, menos mal que ya has llegado! Si no habríamos enviado a alguien en tu busca. Imagina, acabamos de recibir un mensaje de los Courbain. Se han puesto enfermos los tres. Sobre todo monsieur y madame, que se retuercen a causa de los espasmos, ha dicho el mensajero. Deben de haber comido algo… es posible que… ¡que en mi propia mesa…!
La dama parecía fuera de sí, aunque más preocupada por la buena reputación de su cocina que por la salud de sus vecinos.
—Sea como fuere, necesitan un médico —concluyó excitada.
Victor asintió e indicó al paje que bajase el maletín de sus aposentos.
—Salgo ahora mismo —anunció—. Pero no creo que se hayan intoxicado aquí. Todos hemos comido y bebido lo mismo, y nadie está enfermo. No te preocupes, madre, yo me ocuparé de eso… —Dicho lo cual, se dispuso a volver a montar.
Deirdre, que seguía sentada en la silla, aprovechó la oportunidad.
—¿Puedo acompañarte? —preguntó—. Tal vez te sea de ayuda o…
—… o entretengas a las damas charlando —concluyó Victor sonriendo. No consideraba que la situación fuese especialmente grave—. Seguro que un poco de consuelo será bien recibido.
Madame Dufresne asintió.
—Os daré algo de vino —indicó—. Puede que también ayude. En cualquier caso es un detalle…
Poco después ya estaban de camino, Victor con su maletín negro de médico y Deirdre con dos botellas de vino tinto francés en una alforja.
—Yo diría que el vino ha sido la causa —comentó Victor con una severa mirada hacia la alforja—. Monsieur Courbain bebió ayer demasiado, y tampoco hay que excluir que se trate de una indigestión.
Pese a no conceder demasiada importancia al asunto, el joven espoleó el caballo para llegar cuanto antes. Deirdre disfrutó entonces de una cabalgada rápida, aunque el galope de aquel caballo de paso no alcanzaba el ritmo de su yegua purasangre. Victor no eligió un camino agradable, sino el directo a través de las plantaciones de tabaco y café, sin detenerse ante las cuadrillas de trabajadores y los vigilantes.
Aun así, necesitaron una hora larga para llegar a la plantación vecina. Las distancias eran mucho más grandes que aquellas a que estaba acostumbrada Deirdre en Jamaica. Y lo que se encontraron en la casa señorial, que casi podía competir en lujo con la de los Dufresne, no respondía en absoluto al inofensivo panorama que Victor había imaginado.
—¡Darse prisa, doctor! —lo apremió un negro alto en cuanto se acercaron a la entrada—. Muy malo, dice cocinera. Muy maligno…
Y se ocupó del caballo para que Victor pudiera correr directo a la casa. Deirdre lo siguió. Ya en la entrada una negra gorda detuvo al médico, se hincó de rodillas ante él y le soltó un torrente de palabras. Cuando Victor por fortuna pudo sacársela de encima, la mujer se volvió hacia Deirdre.
—¡Usted creerme, madame! ¡Por favor, creerme! Yo no hacer. ¡Yo no envenenar mèz! Yo buena cocinera, leal, no hacer nada con comida de mèz…
Deirdre entendió. La cocinera ya se veía siendo blanco de todos los reproches, temiendo que la hicieran responsable de la enfermedad de los señores.
—¡Seguro que todo se aclara! —La tranquilizó—. Si no has hecho nada no tienes que preocuparte. Y seguro que enseguida se ponen bien, el doctor dará una medicina a tus señores…
La cocinera sacudió la cabeza. Tenía el rostro empapado de sudor y demacrado por el horror, y sus cabellos crespos se habían escapado del bonito turbante.
—No bien otra vez. No creer Charlene. Creer que morir. Es muy malo, madame, muy malo…
Deirdre decidió no esperar a que alguien acudiera a recibirla. Se limitó a seguir a su marido escaleras arriba y muy pronto ella misma descubrió cuán gravemente enfermos se encontraban los Courbain. De una habitación salían unos gemidos lastimeros y de la otra unos gritos penetrantes. Victor había entrado primero en la alcoba de monsieur Courbain y dejado la puerta entreabierta. Varios esclavos se ocupaban del vigoroso hombre, que se retorcía de dolor y gritaba. El médico rebuscó en su maletín. Se lo veía sereno como siempre, pero algo superado por la situación. A fin de cuentas, era imposible que se encargara de tres pacientes a la vez.
—¿Puedo ayudarte de alguna forma? —se ofreció Deirdre.
Victor reflexionó un instante.
—Es una intoxicación grave —dijo mientras extraía un botellín con un líquido oscuro del maletín—. Primero… primero tenemos que conseguir que vomiten y luego averiguar qué ha provocado esto. Hay que sacar el veneno del cuerpo… si todavía no es demasiado tarde.
Intentó administrar al enfermo el contenido del botellín. Deirdre observaba sin saber qué hacer. Tal vez tendría que ofrecerse a su marido para intentar dar el mismo tratamiento a madame Courbain, pero no se atrevía.
—Puedes ir a ver a Yvette —le indicó Victor—. Los negros dicen que no está tan mal. Háblale. Intenta averiguar cómo se han puesto así…
Deirdre corrió aliviada, mientras monsieur Courbain se erguía en la cama de repente y vomitaba abruptamente. Los esclavos empezaron a limpiarlo y Victor buscó más remedios. De la habitación contigua seguían saliendo los gemidos de madame Courbain. Una criada entró apresurada con un cuenco de agua. La cocinera sollozaba acuclillada en el pasillo.
—Yo no hacer nada, madame, usted creerme, nada, negra buena…
—¿Dónde está la habitación de mademoiselle? —preguntó Deirdre—. Ella no se encuentra tan mal, ¿verdad?
—También mal, todos mal, muy mal, pero yo no hacer nada…
Charlene siguió lamentándose, era imposible sonsacarle más información. Deirdre se contentó con seguir a una doncella que se dirigía con sales de olor y sábanas limpias a otra habitación. Y, en efecto, ahí estaba tendida en la cama Yvette Courbain. Pálida como una muerta. Tenía grandes y oscuras ojeras y sin duda estaba debilitada, pero no se retorcía de dolor como sus padres.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó Deirdre a la doncella, que se disponía a cambiar la ropa de cama manchada.
—Ella enferma. Vomitar dos, tres veces. Pero ahora mejor. Yo creer —opinó la chica.
—Me encuentro fatal. —La voz de Yvette sonó débil, pero algo ofendida porque la esclava hubiese quitado importancia a su malestar—. Y tenía retortijones. Todavía los tengo. Es horrible…
No era nada comparable con lo que estaban padeciendo sus padres, pero Deirdre no dijo nada. A la joven no le ayudaría enterarse de que Francine e Yves Courbain quizás estuvieran a punto de morir. Así pues, le planteó lo que le interesaba saber.
—Yvette, ¿qué ha desayunado? Sus padres deben de haber comido algo que usted no ha tomado en exceso. Y tiene que haber sido en el desayuno… ¿o en la comida? ¿Han comido ya al mediodía?
La joven asintió.
—Todo ha empezado tras la comida del mediodía —explicó—. Justo después. Papá se ha puesto mal ya en el postre y mamá un momento después. Yo he tardado un poco más.
—¿Y qué había? —insistió Deirdre—. ¿Recuerda qué han comido sus padres que usted no haya probado o solo un poco?
La joven esclava se acercó con un cuenco de agua y un paño y empezó a refrescar la frente de la enferma. Yvette gimió.
—La sopa —respondió entonces—. No me gusta la sopa. Mi padre insiste en que la tome. Y esta vez era precisamente caldo de pollo, que me horroriza. En realidad fingí comerlo, pero solo tomé un sorbo.
Deirdre hizo una mueca afligida. No tenía ni idea de medicina, pero su sentido común le decía que los Courbain no lo iban a tener fácil. Si un solo sorbo de sopa había provocado unos síntomas tan graves, todo un plato…
—¿Y tenía un sabor distinto del usual? —preguntó.
—Asqueroso —se quejó Yvette—. Ya le he dicho que no me gusta la sopa de pollo… No tan fuerte, Sandrine, ¡estás mojándome todo el pelo! —Yvette ya empezaba a reñir a su doncella y Deirdre decidió que ya había pasado lo peor. El veneno estaba en el caldo de pollo…
Se sobresaltó. ¿Veneno? ¿Había realmente pensado en veneno? Hasta el momento se imaginaba alimentos en mal estado, tal vez una intoxicación a través del pescado. Pero el pollo en la sopa…
—Patrick matar pollo. Poco antes de cocinar. ¡Lo juro! ¡Y yo probar sopa! Todo bueno. A Charlene la sopa no hacer nada. ¡Madame creer a Charlene! —La cocinera, a quien Deirdre había preguntado a continuación, empezó de nuevo con la letanía de pruebas de inocencia.
Deirdre examinó a la gruesa mujer negra. No parecía que fuera capaz de envenenar a sus señores. Y por lo oronda que estaba debía de probar previa y sobradamente las comidas. Tenía que haber catado la sopa y tomar al menos tanta cantidad como Yvette. Pero Charlene no estaba enferma…
—¿Quién ha servido la sopa, Charlene?
La cocinera pensó unos instantes.
—Nueva chica de cocina —respondió—. Es con nombre raro. Africana…
—Assam —intervino la doncella de Yvette, que pasaba por ahí con un nuevo encargo de su señora—. Lleva aquí tres o cuatro meses.
Deirdre escuchó con atención. Era una pista… Descendió la escalera y se topó con el esclavo que antes les había recogido los caballos. Estaba dando instrucciones a los sirvientes. Tal vez era el mayordomo que ese día, en medio del caos, había prescindido de la librea.
—¿Dónde puedo encontrar a Assam? —preguntó Deirdre.
El hombre no supo qué responder. Y tampoco los demás esclavos recordaban haber visto a la «africana» recientemente.
Dos horas después, monsieur Courbain había muerto. Su esposa todavía sufría espasmos, ya demasiado débil para gemir o gritar. Y esa misma tarde siguió a su marido y también murió. Yvette reaccionó llorando como una histérica. Solo se tranquilizó cuando Victor le administró láudano. Eso la debilitaría un poco más, pero el pulso se había normalizado y parecía haber superado el envenenamiento. Y ni Victor ni Deirdre conservaban entonces energía para ofrecerle las palabras de consuelo necesarias.
Victor, sobre todo, estaba rendido y no sabía qué decir. Durante esas horas había hecho todo lo posible para sacar el veneno del cuerpo de los enfermos. Sin embargo, había llegado demasiado tarde para concluir la tarea con éxito.
—Quién sabe si realmente habría servido de algo que el tratamiento se hubiera realizado enseguida —dijo—. Era un veneno muy virulento… En fin, mi madre se sentirá aliviada. El asunto no tenía nada que ver con nuestra comida.
Agotado, bebió un sorbo de vino. Deirdre le había pedido a un criado que abriera una botella del tinto que llevaba en las alforjas y lo decantara. Prefería no probar ninguna bebida de los Courbain.
—No —repuso entonces—. Estaba relacionado con la sopa de pollo y al parecer con una esclava llamada Assam. Me habría gustado interrogarla, pero desde la comida del mediodía se desconoce su paradero.
La joven pareja pasó el domingo con los Dufresne, mientras los gendarmes interrogaban a los esclavos de la familia Courbain. Emplearon métodos drásticos: para sonsacarles información azotaron con el látigo a casi todos los sirvientes de la casa. Al final los criados y la cocinera en especial quedaron exculpados, como comunicó el oficial a Jacques Dufresne por la tarde. Era comprensible que, como vecinos de la familia afectada, los Dufresne se sintieran inquietos, algo que las autoridades tuvieron en cuenta. El oficial les prometió mantenerlos informados de todos los detalles de la investigación.
—La misma cocinera y dos ayudantes de cocina probaron la sopa después de llenar la sopera para los señores y de dársela a la esclava Assam —dijo el gendarme—. Esta la devolvió vacía antes de desaparecer. La cocinera se asombró, pues sus señores no solían acabarse todo el entrante. Lamentablemente lavaron los platos y la sopera. De ahí que no se hayan obtenido rastros del veneno.
—No hay ninguna duda acerca del proceso —señaló Victor, cuando a primeras horas de la tarde regresaba a casa con Deirdre—. Al parecer, esa tal Assam vertió en la sopa un veneno de acción rápida, por lo visto inodoro e insípido, y luego limpió la sopera. Después huyó y ahora la están buscando.
—¿Por qué habrá hecho algo tan horrible? —preguntó con tristeza Deirdre.
El asesinato de los Courbain no la había dejado disfrutar de la esperada excursión al campo. El domingo, después de la misa, había podido hablar con su suegra. Esta había abandonado su reserva y su trato había sido amable. Con Louise Dufresne se podía charlar muy bien acerca de moda, música y sociedad en Cap-Français, si bien no dejaba de ser una conversación superficial. Deirdre tenía la sensación de que había causado una buena impresión, pero que en realidad no conocía a su madre política. Pese a todo, estimó que la primera visita a los Dufresne había sido en su conjunto un éxito, aparte del luctuoso suceso.
Victor soltó una risa cínica.
—Sus razones debe de tener —meditó—. Muchos esclavos guardan odio hacia sus señores. La cuestión que a mí me preocupa es otra bien distinta. ¿De dónde habrá sacado el veneno?
Unos días después, Victor había concluido antes en la consulta y estaba cómodamente instalado con su batín en casa y en compañía de Deirdre, cuando Amali, muy inquieta, anunció la visita de un gendarme. Tras hablar con él, Victor se preparó para vestirse.
—¿Hay alguien enfermo en la gendarmería? —preguntó Deirdre.
Victor apretó los labios. Parecía muy serio y nada satisfecho con esa tardía visita.
—Han atrapado a esa chica Assam —respondió—. Aquí en Cap-Français, en el mercado del puerto. Llevan horas… interrogándola.
—¿Y para eso te necesitan? —Se asombró Deirdre—. ¿Está enferma? De todos modos la ejecutarán, ¿no?
Victor asintió ceñudo.
—Al parecer tengo que ocuparme de que todavía quede algo que ejecutar… —masculló antes de coger el maletín—. No me esperes, seguro que llego tarde. O… o sí, espérame… Yo…
No acabó la frase, solo dio un beso fugaz a su esposa antes de ir hacia la puerta para seguir al gendarme.
Deirdre se quedó inquieta. El resto de la tarde estuvo impaciente y fue incapaz de concentrarse ni en una lectura ni en un trabajo manual, hasta que oyó por fin cerrarse la puerta tras Victor. La joven ya había abierto una botella de vino para ofrecerle una copa antes de irse a dormir, pero cuando este apareció pálido como un muerto y a punto de desmoronarse, la joven abrió el armario de los licores fuertes.
—¿Qué ha pasado? —preguntó alarmada.
Se había arreglado para él y llevaba el pelo suelto y un negligé, pero Victor ni siquiera la miró. Tampoco respondió hasta que se hubo bebido una copa de aguardiente de caña de azúcar.
—Ha sido espantoso —dijo en voz baja, sentándose en el sillón con la copa de nuevo llena—. La han torturado. Al principio no ha querido decir nada, pero luego… Cualquiera habría hablado, prefiero no contarte los destalles.
—¿Ha dicho la verdad?
Deirdre era hija de un abogado y Doug opinaba que las confesiones obtenidas mediante tortura no siempre tenían demasiado valor.
Victor asintió.
—Creo que sí. En esas circunstancias no hay nadie que mienta. Antes tampoco había negado su crimen. Al contrario, se diría que estaba orgullosa. Pero los gendarmes no tenían suficiente con eso. Querían saber si tenía cómplices…
—Pero ¿los había?
Deirdre se asombró. En las colonias solía suceder que algún esclavo desesperado decidiera matar a su patrón o a un vigilante, pero nunca había oído que tras esos actos hubiesen cómplices o rebeliones.
—Los gendarmes han pensado lo mismo que yo —señaló Victor. Estaba más tranquilo y cogió la copa de vino que Deirdre le tendía—. Es imposible que una esclava africana (llegó con uno de los últimos barcos) haya adquirido en tan poco tiempo tanto conocimiento sobre plantas venenosas autóctonas. Por ejemplo, yo, siendo médico, no podría, sigo sin tener ni idea de qué veneno utilizó. Así que tiene que haberle dado la pócima otra persona.
—¿Uno de los pacotilleurs? —preguntó Deirdre. Empezaba a recordar por qué Jacques Dufresne no quería en su plantación a esos vendedores ambulantes.
—Por ejemplo. Y otra cosa: no es la primera muerte por envenenamiento de este tipo. Una familia de Port-au-Prince ya fue víctima y también otra de Mirebalais. Según dicen, padecieron los mismos síntomas y el proceso fue el mismo. Algún esclavo doméstico administró el veneno mezclado con la comida. Hasta aquí resulta comprensible que los gendarmes hayan utilizado métodos tan… tan drásticos para sonsacar a la chica. Incluso si yo… —Se interrumpió y vació la copa de vino tan deprisa como la de licor. Deirdre se la volvió a llenar.
—¿Y al final qué ha dicho? —preguntó.
Su marido se frotó la frente.
—Que se trata de un asunto importante. Al final lo ha soltado sin ambages. Nos ha dicho que ha llegado el final del dominio blanco. Que ella solo era una de las primeras de los muchos que iban a actuar. Que François Macandal estaba formando un ejército y que todos los esclavos de La Española se unirían a él. Y ha dicho que vencerían…
Victor ocultó el rostro entre las manos.
—Mañana será ejecutada en la plaza del mercado —concluyó—. Se solicitará a la población que lleve a sus esclavos para que presencien el castigo ejemplar. Pero nosotros dejaremos a los nuestros en casa, en cualquier caso a Nafia. Si he de hacerlo, certificaré que ella y los demás sufren una enfermedad contagiosa. No tienen por qué ver algo así…
Deirdre asintió y le acarició el pelo. En sentido estricto, Nafia, Amali y Lennie no eran esclavos. Los salvoconductos para sus empleados ya se encontraban en manos del notario para su legalización.
—¿Quién es François Macandal? —preguntó.