Gérôme Dufresne se despidió al día siguiente para ponerse en camino de la plantación. Se llevó consigo la suntuosa carroza, al cochero con librea y a su agobiado criado personal Benoît.
Deirdre apenas si se dio cuenta, estaba demasiado ocupada desempaquetando los baúles que le habían llevado del puerto. Como comprobó sorprendida, se ocupaban de la entrega unos mulatos libertos. En Saint-Domingue había más gente de color libre que en Jamaica y podía ganarse el pan de forma honrada.
—Pero solo en posiciones inferiores —puntualizó Victor cuando Deirdre se lo comentó—. Ser libre no significa ser igual. Por ejemplo, si yo atendiera a esa gente en mi consulta, los pacientes blancos pondrían el grito en el cielo. Y la mayoría de los mulatos no puede permitirse visitas domiciliarias. No disponen de escuelas para sus hijos y tampoco de asistencia jurídica si alguien comete una injusticia contra ellos. Y la gendarmería… Esta ciudad no es un paraíso para los negros libertos, Deirdre. Al contrario, en lo que se refiere a ropa y alimentos, los esclavos lo tienen mejor.
Al menos eso parecía ser así para el personal de la joven familia Dufresne. Amali, Lennie y Nafia se habían instalado en sus alojamientos y estaban muy contentos. El edificio junto al establo ofrecía más espacio que las cabañas de los esclavos en las plantaciones. La cocinera Sabine ya había instalado un huerto y no cabía en sí de alegría cuando Victor le dio permiso para vender los excedentes. Jacques Dufresne adoptaba al respecto una actitud muy severa.
—A mi padre no le gusta que ronden por la plantación pacotilleurs —explicó Victor—. Son vendedores ambulantes, negros libertos que van de un lugar a otro y venden a los esclavos tonterías como bisutería barata u otras bagatelas. Para que no caigan en la tentación, a los negros de Nouveau Brissac no se les permite tener dinero.
—No lo entiendo —dijo asombrada Deirdre—. Pero otros hacendados lo consienten…
En Jamaica no ocurría nada comparable, pero ahí los esclavos tampoco disponían de tiempo suficiente para comerciar. La mayoría de los hacendados exigían que se trabajara todos los días desde la salida hasta la puesta del sol. Únicamente el día de Navidad era fiesta. Pese a ello, Amali y Lennie pudieron disfrutar de un día libre ya la primera semana. La católica ciudad de Saint-Domingue festejaba a un santo del que ni los dos negros ni Deirdre habían oído hablar. Sin embargo, era un día de fiesta oficial que tanto señores como sirvientes tenían que celebrar por ley.
—Mi padre opina que los pacotilleurs siembran discordia —respondió Victor—. No solo reparten baratijas entre los empleados, sino también información. A los esclavos de Saint-Domingue les está prohibido reunirse si pertenecen a señores diferentes, de este modo se intenta prevenir alzamientos. Así pues, los pacotilleurs son los que divulgan las novedades y los rumores y, para mi padre, son unos agitadores y rebeldes. —Victor sonrió, era evidente que él opinaba distinto—. Bueno, ya lo conocerás. Detrás de cada arbusto ve a un cimarrón con un afilado machete y empeñado en llevar a sus obedientes esclavos de campo a la revolución.
—¿Hay cimarrones?
Deirdre sabía que el número de negros libres que vivían escondidos en las montañas de Jamaica había disminuido rápidamente cuando el gobernador había permitido repartir salvoconductos. En tiempos anteriores, cualquier esclavo que se atrevía a bajar a las poblaciones corría el riesgo de volver a ser capturado. A fin de cuentas, oficialmente no había personas de color libres. La gente había tenido que vivir en la clandestinidad a la fuerza, mientras que luego, ya fuera con salvoconductos auténticos o falsificados, había podido integrarse en la sociedad. En Saint-Domingue, sin embargo, hacía mucho tiempo que había negros libertos. ¿Por qué iba a haber cimarrones?
Victor rio.
—Cariño, los esclavos también se escapan en La Española y se esconden de sus backras, que, dicho sea de paso, aquí reciben el nombre de «mèz». Además, están también los descendientes de los indígenas, una parte de los cuales se ha mezclado con los negros fugados. Se calcula que en las montañas viven unos tres mil cimarrones. Pero no representan una gran amenaza. La mayoría vive en grupos reducidos y enfrentados entre sí. Los problemas que vosotros teníais en Jamaica, los asaltos a las plantaciones, los saqueos y los incendios, no los sufrimos aquí. A lo sumo, roban ganado. Los hacendados los odian, por supuesto, porque acogen a los esclavos que escapan. Y los pacotilleurs los visitan con frecuencia, por lo que, teóricamente, pueden establecer contactos.
Deirdre estaba impaciente por conocer Nouveau Brissac y a la familia de Victor. Estaba lista para realizar la visita tras haber vaciado los baúles, lo que, con ayuda de Amali, fue muy rápido. Después de que Deirdre hubiera colocado sus muebles, colchas y cortinas, la casa adquirió un aire todavía más acogedor y lucía más bonita, pero la joven pronto empezó a aburrirse. Ardía en deseos de introducirse en la alta sociedad de Cap-Français y, con el tiempo, de todo Saint-Domingue, pero Victor no tenía tiempo para hacer algo con ella. La consulta prosperaba, acudían a ella pacientes y por las tardes él realizaba visitas domiciliarias. Deirdre solo lo veía por la noche y por la mañana temprano, lo que bastaba para abandonarse al amor con continuado entusiasmo, pero no la llenaba. Victor la consoló la primera vez que fueron juntos a misa.
—Te presentaré a algunas de mis pacientes, así podrás ir a tomar el té con ellas o lo que sea que hagan las señoras para entretenerse.
A Deirdre no le sonó muy atractivo. Sin embargo, la primera misa dominical a la que asistieron tras su llegada a Saint-Domingue se celebró en Nouveau Brissac. Gérôme había entregado la invitación antes de su regreso, y Jacques y Louise Dufresne habían insistido. Deirdre se alegraba de ello, pero Victor se limitó a suspirar. Habría preferido reponerse en casa del enorme número de pacientes que había acudido a la consulta al saber que había vuelto de Jamaica, y familiarizar a Deirdre con Cap-Français antes de emprender una salida de varios días. Pero no le quedó otro remedio que tomarse la tarde del viernes libre para visitar a sus padres.
Era evidente que al joven médico le resultaba difícil separarse de sus enfermos: pasó los primeros kilómetros camino de Nouveau Brissac aburriendo a Deirdre con el relato de inquietantes historias clínicas. A la muchacha le habría gustado cambiar de tema, pero no se le ocurría nada apropiado. La flora de La Española, a través de la cual avanzaba en ese momento el carruaje que el mismo Victor conducía, no se diferenciaba mucho de la jamaicana, salvo, según observó Deirdre, en que había más palmeras y ningún mahoe azul. Tampoco se veían animales de interés, y cuando preguntó, Victor únicamente le habló de un tipo de solenodontes.
—Animales pequeños que no dan miedo —explicó—. Se parecen un poco a las musarañas. Pero no debes cogerlos, la saliva es venenosa. Una vez, cuando era niño, quise domesticar a uno, pero me mordió y pasé dos días sin poder mover la mano.
Nada más alejado del pensamiento de Deirdre que domesticar un bicho de esos, aunque le habría gustado ver uno.
Finalmente, abandonaron los bosques vírgenes y atravesaron los primeros campos de cultivos de tabaco. Deirdre observó con interés las plantas de hojas anchas y de hasta más de dos metros de altura. Hasta entonces nunca las había visto, en Jamaica se plantaba el tabaco solo para consumo particular y los hacendados vivían exclusivamente de la caña de azúcar.
—Ah, nosotros también plantamos caña de azúcar —señaló Victor—. Pero en Saint-Domingue se cultiva en general más café y tabaco. Nouveau Brissac es una plantación centrada en estos dos productos, al igual que la mayoría en el entorno de Cap-Français. Pero Gisbert, mi otro hermano, el que un día heredará la propiedad, estaría dispuesto a cultivar caña de azúcar como tercer puntal. Creo que mi padre le ha dado autorización para que empiece ahora.
—¿Y Gérôme? ¿Él qué hace? ¿Tiene profesión?
Victor rio.
—¿Te imaginas alguna que le vaya bien? —repuso con sarcasmo—. No, oficialmente Gérôme colabora en la dirección de la plantación. Para lo cual basta en realidad con un solo hombre, el auténtico trabajo lo hacen sin más los vigilantes y los esclavos. Gérôme se ocupa más de las relaciones sociales. Si quieres saber mi opinión, está buscando a una rica heredera que aporte al matrimonio una plantación propia.
A Deirdre le habría gustado saber más sobre las muchachas casaderas de la región de Nouveau Brissac. Al fin y al cabo, habían sido sus rivales a la hora de ganarse el corazón de Victor. Pero a este poco le interesaban los cotilleos y, como había estudiado en el extranjero, no estaba muy al corriente de esas cosas. En ese momento le contaba a su esposa algunos aspectos sobre el cultivo del tabaco. A diferencia de la caña de azúcar, el tabaco era una planta de solo un año. Tras la siembra se esperaba hasta que los brotes pudiesen ser trasplantados, luego se requerían unas labores esmeradas: arrancar las malas hierbas, separar los brotes laterales y cortar las flores para que las hojas se beneficiaran de toda la energía de la planta. A continuación se cosechaba en varios pasos. Primero se recogían las hojas inferiores, luego las superiores.
—No es tan agotador como cortar caña de azúcar —señaló Victor—, por eso también se recurre a mujeres y niños. Al igual que para secar y fermentar las hojas. Por lo demás, se hace exactamente lo mismo con el café y también ahí participan las mujeres durante la cosecha. Es probable que por eso Gisbert quiera cultivar también caña de azúcar. Opina que los esclavos varones están desaprovechados.
—Pues, ¿cuántos esclavos de campo tenéis? —se interesó Deirdre. Se sorprendió un poco del tono cortante con que Victor respondió.
—Mi padre tiene más de cuatrocientos. —Era obvio que hacía hincapié en que él no tenía nada que ver con la propiedad de esos hombres.
Deirdre no tardó en ver a la gente trabajando, la recolección estaba en pleno auge. El carruaje pasó junto a las cuadrillas de trabajadores, junto a mujeres y muchachas negras con faldas amplias y blusas gastadas por el uso, el pelo cubierto por un turbante. Las trabajadoras se afanaban inclinadas en recoger las hojas que estaban en la parte inferior de las plantas que cosechaban. Los hombres y los chicos, con pantalones raídos de algodón y sin camisa, se dirigían con unos cestos llenos de hojas a los puntos convenidos y, como en Jamaica, en algunas espaldas también se distinguían cicatrices de latigazos. Hacía un calor infernal y los esclavos chorreaban sudor, mientras los vigilantes estaban tranquilamente aposentados sobre la grupa de un caballo o un mulo a la sombra de las grandes plantas de tabaco. No era necesario que agitaran continuamente el látigo, bastaba con su sola presencia para amedrentar a los trabajadores. Como siempre, Deirdre encontró deprimente tal panorama. Los negros casi no levantaron la vista cuando pasaron por su lado en el coche, los vigilantes solían saludar al principio como de paso y luego con sumo respeto.
—Las tierras de los Dufresne —señaló Victor lacónico cuando le dirigieron el primero de esos saludos—. Aquí empieza Nouveau Brissac. Recuerda que el nombre se refiere a un castillo junto al Loira. No quiero que vuelvan a reprocharme que no te introduzco en los detalles familiares.
Deirdre rio.
—¿Falta poco para llegar? —preguntó esperanzada. Hacía calor y, para ella, el caballo iba demasiado despacio. Pero Victor sacudió la cabeza.
—Casi una hora, cariño. Es una plantación grande. Mira, aquí hay más matas de café…
También la casa señorial, situada en medio de un extenso jardín, resultó ser grande. Deirdre contempló asombrada el edificio, que, en efecto, había tomado como modelo un castillo. Enseguida acudió a su mente Versalles y sus jardines. El palacio francés no era más imponente que esa casa en La Española. Unos jardineros estaban ocupados en plantar flores y recortar setos. Contener la frondosa vegetación del Caribe en las rígidas formas simétricas de unos jardines franceses era una tarea ardua. Todos los esclavos llevaban una especie de uniforme y los criados que se apresuraron a salir cuando Victor detuvo el coche delante de la escalinata de entrada vestían con librea, igual que el cochero de Gérôme. Deirdre tuvo la sensación de que todo un regimiento de criados salía a recibirla, saludarla, ayudarla a bajar del coche, recoger el equipaje…
—¿No traer criado de cámara? ¿Y doncella? —preguntó, casi indignado, un imponente mayordomo negro que, además de librea, llevaba una desconcertante y ondulada peluca blanca.
Victor hizo un gesto negativo.
—Yo mismo puedo vestirme, Jean. Y mi esposa…
A Deirdre no le habría importado llevarse a Amali, pero el coche de Victor era demasiado pequeño para que se instalasen con comodidad más de dos personas. La muchacha negra habría tenido que apretujarse en el maletero, que prácticamente ya estaba lleno con el baúl de la ropa y el maletín de médico. O habría tenido que ir de pie sujetándose a la capota. Victor consideró que no había que exigirle algo así, y aún menos cuando en Nouveau Brissac había un montón de personal a disposición.
—Creo que madame Dufresne me destinará una doncella —respondió Deirdre sonriendo al peripuesto mayordomo. El hombre había realizado tal inclinación delante de ella que hasta las reverencias de Kwadwo, tanto tiempo estudiadas, quedaban ensombrecidas.
—Naturalmente, madame. Yo hacer, yo enviar chica —señaló. Por lo visto era el encargado del personal—. Philippe, usted lleve a madame a sus aposentos. Madame, usted refrescarse para la cena… —Hizo unas señas a un niño que llevaba un uniforme de paje que le daba un aspecto monísimo pero totalmente postizo. El pequeño, que parecía tomarse su trabajo muy en serio, cargó con una de las bolsas de viaje para transportarla arriba. Deirdre se la cogió riendo y la dejó a un lado—. Esta la subirán los mayores después —aclaró, lanzando una expresiva mirada al mayordomo.
El pequeño asintió casi decepcionado.
—Bien, ¿nosotros marchar ahora? —preguntó diligente—. ¿Yo enseñar habitación?
Deirdre se sorprendió un poco de que Victor no pusiera objeciones y siguiera al pequeño. La rodeó con el brazo por la cintura cuando entraron en el ostentoso recibidor.
—¿No vamos a saludar primero a tus padres? —preguntó Deirdre mientras miraba asombrada alrededor. Conocía el estilo mobiliario francés de Jamaica, muchos de los hacendados ricos tenían en sus casas trabajados muebles de Europa. Pero la joven nunca había visto algo tan lujoso como ese recibidor. Dominaba el estuco dorado y candelabros de plata y oro brillantes, y de las paredes colgaban retratos casi de tamaño natural, supuestamente de los miembros de la familia. La joven casi se sintió intimidada.
—Los veremos en la comida —respondió Victor—. Es mejor así, hazme caso. Considerarían ofensivo el modo en que vamos vestidos ahora. Y además está el polvo del viaje… —Sonrió—. Mi madre no osaría pronunciar la palabra, pero es innegable que los dos estamos sudados.
Deirdre arrugó la frente. Claro que tenían las axilas algo húmedas, habían viajado durante más de tres horas con temperaturas tropicales. Pero su ligero vestido de tarde con zarcillos de flores bordados todavía estaba presentable y Victor tampoco había corrido como un desaforado, por lo que no llevaba más de un par de mechones fuera de sitio. ¡Doug y Nora Fortnam no se habrían escandalizado por una cosa así cuando se trataba de conocer a un nuevo miembro de la familia! Pero, en fin, ya sabía por Gérôme que los Dufresne daban mucha importancia a las formalidades.
Una vez que hubieron subido la escalinata ondulante, amplia y cubierta de alfombras, y pasado por delante de tapices colgados de las paredes, delicadas mesitas adicionales y aparadores con arreglos de flores recién cortadas, Deirdre ya no se sorprendió de sus dependencias en Nouveau Brissac. Los Dufresne habían puesto a disposición de la pareja más espacio donde alojarse que el que tenía toda su casa en Cap-Français. Deirdre fue entendiendo cuán diferentes eran las concepciones que tenían Victor y sus padres de un alojamiento adecuado para invitados. Por añadidura, los estaban esperando cinco sirvientes negros. Dos criados se ocuparon de Victor y tres muchachas recibieron a Deirdre sin escatimar alabanzas sobre la belleza de la nueva madame. Pese a eso, tampoco ellas encontraron conveniente la ropa que vestía.
—¡Melena espléndida, pero peinado no bonito! —señaló la primera, y la segunda asintió con la cabeza mientras abría el baúl de Deirdre—. ¿Un corsé solo? ¿Para todo fin de semana? ¿Solo dos vestidos? Y qué arrugados… Belle, tú deprisa planchar…
La tercera muchacha instaló una mesa en un santiamén, mientras las dos primeras desvestían a Deirdre, la lavaban con paños empapados en agua de rosas y luego la perfumaban generosamente. Emplearon para ello los perfumes de la mansión; el agua de colonia ligera que Deirdre prefería no estaba a la altura de sus exigencias. Deirdre comprobó malhumorada que en un periquete las muchachas la habían convertido en una mujer totalmente distinta. Claro que antes ya la habían maquillado y empolvado, pero ¡esto superaba con creces las concesiones que se hacían en casa de los Fortnam en asuntos relativos a la moda! Solo cuando una de las tres chicas hizo gesto de cubrir con polvo blanco el complicado peinado que había elaborado con el pelo de Deirdre, esta se opuso firmemente.
—¡No queda bien, muchacha, tengo el pelo demasiado negro! —dijo severa—. Se queda de color gris y parece sucio. Por mucho que lo lamente, madame y monsieur Dufresne tendrán que contentarse con el color natural de mi pelo. ¡Lo que me fuerza a plantearme para qué he tenido que venir aquí! Parezco una de esas muñecas que abundan en todos los bailes…
Las jóvenes se asustaron, pero Victor se limitó a reír. Daba la razón a su esposa. La moda imperante transformaba a todas las mujeres en figurines de rostro y cabello blancos, cuyas formas también se intentaba homogeneizar con el corsé. Solo seguían diferenciándose en los rasgos faciales, aunque a veces iban tan empolvadas que hasta la mímica producía la impresión de ser artificial.
—¡Necesitar peluca, madame! —exclamó una chica—. ¿Yo ir a buscar? ¿Pedir prestada a madame Dufresne?
Deirdre se negó horrorizada: ¡de ninguna manera iba a presentarse ante su suegra con una de sus propias pelucas! Las doncellas se quejaron un poco más, pero ella no dio el brazo a torcer.
Victor, por el contrario, se dejó llevar por los criados y permitió que le pusieran una peluca, que, al menos, era suya. Había ocasiones en que los hombres no podían eludir la obligación de engalanarse, incluso Doug Fortnam guardaba un monstruo blanco en el rincón más apartado del armario, pero para una cena familiar…
—Seguro que habrá más invitados —señaló Victor cuando Deirdre se lo planteó—. Mis padres dirigen una casa muy hospitalaria y seguro que querrán presentarte al menos a sus vecinos más cercanos…
A esas alturas, Deirdre se sentía bastante angustiada. Por primera vez dio las gracias a su madre para sus adentros por haber insistido en que miss Hollander le diera clases de comportamiento. Fuera como fuese, en ese momento había conseguido contonearse afectadamente y sin contratiempos sobre los zapatos altos por la habitación, del tamaño de un salón de baile, en que los Dufresne recibían a los invitados, y también saludar sin haber cometido ningún error. De hecho, todo había sido más sencillo de lo que se temía. Madame y monsieur Dufresne esperaban a su hijo y a su flamante nuera en la entrada del comedor, como si fuesen a saludar a unos invitados cualesquiera. Deirdre se sentía más como si estuviera en una recepción en el palacio del gobernador que conociendo a sus suegros.
Jacques Dufresne era un hombre alto e imponente, características que su impresionante peluca blanca todavía subrayaba más. Su rostro era de facciones marcadas y ya algo arrugado, lo que se percibía pese al maquillaje; tenía los ojos castaños como su hijo, pero penetrantes y escrutadores, no bondadosos o divertidos como los de Victor. En general, este se parecía más a su madre, cuyos rasgos eran más suaves, aunque los ojos azules también daban impresión de frialdad y severidad. Debajo de la peluca, el cabello de Louise Dufresne debía de ser rubio. Ambos iban ostentosamente vestidos según la última moda francesa, en opinión de Deirdre, demasiado abrigados para el clima de La Española. No obstante, para sofocar el eventual olor a sudor, se habían perfumado en abundancia. La muchacha se mareó con esos dos olores contrapuestos.
Jacques Dufresne declaró a su nuera, que hizo una ceremoniosa reverencia ante él, que estaba encantado de conocerla, y Deirdre leyó en sus ojos que no mentía. No obstante, estaba acostumbrada a la mirada admirativa de los hombres, fuera cual fuese su edad, así que aceptó el cumplido con una sonrisa. Madame Dufresne se expresó de forma más contenida.
—Deberías ponerte peluca —señaló tras haber contemplado benévolamente su hermoso rostro y su silueta impecable—. Tienes un cabello… hum… encantador, pero algo fuera de lo normal.
Deirdre no supo exactamente qué contestar, pero por suerte Victor acudió en su ayuda.
—Madre, en mi preciosa esposa todo es fuera de lo normal —intervino con una sonrisa encantadora—. Por eso la escogí a ella en lugar de pedir la mano, por ejemplo, de Yvette Courbain.
Por el rostro de madame Dufresne cruzó una sombra de enojo.
—¡Chiss, Victor! Los Courbain están aquí…
Señaló el comedor, donde Gérôme hacía la corte en ese momento a una joven que parecía una copia de madame Pompadour. Otro hombre joven —probablemente Gisbert, el hermano mayor— conversaba con una pareja de edad más avanzada.
Victor sonrió con cortesía, pero Deirdre advirtió que estaba reprimiendo un suspiro. Sin embargo, le ofreció galantemente el brazo y la condujo, seguido por sus padres, a la habitación decorada para el banquete y la presentó a Gisbert y los invitados.
—Deirdre, estos son nuestros vecinos, madame y monsieur Courbain y su encantadora hija Yvette. A mi hermano Gérôme ya lo conoces, y este es Gisbert…
Deirdre hacía reverencias, intercambiaba inclinaciones corteses y dejaba que los caballeros le besaran la mano. Los Courbain eran personas de edad mediana, ambos algo gruesos. Parecían disfrutar comiendo y también echaban vistazos a las copas de cristal y la porcelana de Meissen que reposaban sobre la mesa vestida de ceremonia. Madame Courbain realizó una profunda inspección de Deirdre; tal vez sí había acariciado la idea de tener a Victor como yerno. No obstante, su hija Yvette prefería a ojos vistas a Gérôme y no mostraba interés por el hermano de este.
La joven observó a Deirdre con la envidiosa distancia con que solían mirarla casi todas las mujeres de su edad. Ellas mismas veían que era más bonita que las demás y que todos los hombres se la quedaban mirando. Y ahí en Saint-Domingue Yvette ni siquiera podía consolarse con la mancha social con que Deirdre cargaba en Jamaica, sobre la cual solían chismorrear satisfechas las chicas. Sin embargo, Deirdre estaba casada y por tanto no constituía una amenaza. Yvette le sonrió y le dijo que tenía que contárselo todo sobre Jamaica y las novedades de Cap-Français.
De hecho, los hombres dominaron la conversación de la mesa. Courbain, Gisbert y Jacques cambiaban impresiones sobre la cosecha de tabaco, la calidad de las hojas y lo holgazanes y depravados que eran los esclavos. Unos días antes, a Courbain se le habían escapado dos hombres, y Gisbert, un hombre alto y delgado, una auténtica copia de su padre, se interesó por cómo iba la caza. Por lo visto un grupo de vigilantes con perros había salido en persecución de los fugitivos.
—Pero se trata simplemente de dar un ejemplo —señaló el gordo Courbain, y tomó un sorbo de champán para empujar el pastel de hígado de ganso que iba llevándose a la boca en trozos pequeños pero, por ello, en intervalos más breves—. ¡Excelente, madame Dufresne! —Alzó la copa en honor de la anfitriona antes de volverse hacia los caballeros de nuevo—. Uno es la tercera vez que se escapa, el otro es la segunda que lo intenta. Así que uno morirá y el otro acabará tullido…
—No debería aplicar las reglas más severas —intervino Victor por vez primera—. Me refiero a que… cogerán a los hombres antes de que lleven un mes fuera. Entonces el reglamento puede interpretarse.
—¿Qué tipo de reglamento? —preguntó Deirdre con curiosidad.
En Jamaica eran los mismos hacendados los que decidían cómo castigar a los esclavos huidos. En general los azotaban, pero cuando el individuo había huido repetidas veces, solían cortarle un pie.
—Aquí hay leyes para castigar a esclavos huidos —respondió Victor malhumorado—. Pero no es un tema apropiado para la mesa y en presencia de damas, padre, monsieur…
—La primera vez les cortan las orejas, a la segunda los tendones de Aquiles y a la tercera se los ahorca —señaló tranquilamente Yvette Courbain. No parecía andarse con remilgos.
Louise Dufresne la reprendió con una mirada disgustada. Dirigió un gesto de aprobación a su hijo: no tenía ganas de tratar un tema tan desagradable durante el banquete.
Sin embargo, Deirdre no se percató del descontento de su suegra.
—¿Y… y siempre los atrapan? —preguntó con voz ahogada y los ojos desencajados de espanto.
—No siempre.
Victor y monsieur Courbain habían respondido casi al mismo tiempo, pero las palabras del primero tenían un deje de consuelo, mientras que las del segundo de cólera.
—Esos malditos cimarrones…
El vecino de los Dufresne ya se disponía a soltar una letanía de improperios, pero su mujer consideró que ya era suficiente.
—Por favor, Yves —intervino alzando la mano—. Nos gustaría tratar un tema… hum… más edificante. ¿Le gusta Cap-Français, madame Dufresne? ¿Ha tenido ya tiempo de visitar la nueva iglesia? ¿Y su casa? Tenemos tantas ganas de visitar la residencia de los Dufresne en la ciudad… ¿Procede usted también de una gran plantación?
Deirdre se refirió aliviada a Cascarilla Gardens, alabó las bellezas de La Española y recalcó que la casa respondía en todo a sus expectativas y deseos.
—Naturalmente, no es tan lujosa como esta, pero… así no necesitamos tanto personal y estamos más en familia, y…
Yvette soltó unas risitas.
—La parejita feliz… —observó Gérôme.
Deirdre se mordió el labio, pero decidió no dejarse intimidar.
—¡Sí, somos felices! —aseguró con una ancha sonrisa—. Y nuestros negros también están a gusto. Creo que no tenemos que temer que intenten dejarnos…
—Y lo que es mejor, yo no tengo la intención de cortarle las orejas a nadie —declaró Victor cuando los dos estuvieron por fin a solas en sus aposentos.
Habían tenido que convencer a los sirvientes de que no solo Victor sino también Deirdre podían desvestirse solos. En esos momentos bebían una copa del exquisito vino que los esclavos les habían servido diligentemente y pasaban revista a lo sucedido durante la velada.
—Supongo que ya sabes que mi padre, Gisbert y los Courbain estaban indignados cuando dijiste que encontrabas demasiado severas nuestras leyes. —El joven sonrió.
Deirdre hizo un gesto de resignación.
—Yo no puedo cambiar nada —replicó—. Pero ¿existe realmente tal reglamento? Siempre había pensado que… que eran ciertos hacendados los que actuaban con tanta crueldad.
Victor negó con la cabeza.
—Nosotros tenemos el Code Noir —explicó—. Regula casi todas las relaciones entre señores y esclavos. En algunos aspectos es más justo que el de otras colonias. Por ejemplo, está prohibido torturar a los esclavos…
—¿Antes de ahorcarlos? —inquirió enfadada Deirdre.
Victor asintió y la estrechó entre sus brazos.
—La mayoría de estas reglas tiene diversas interpretaciones —explicó—. Para bien o para mal. Por ejemplo, en cuanto a los esclavos huidos. La ley se aplica realmente cuando han desaparecido durante un mes. A la mayoría se los captura antes. También pueden aplicarse castigos más suaves. Gente como los Courbain… o como mis padres, por el contrario…
—Es mejor que no sepan nada de mí, ¿verdad? —preguntó Deirdre angustiada y tomó un sorbo de vino—. Bueno, me refiero a que soy… soy…
Sabía que Victor conocía su historia, pero nunca había hablado al respecto con él. Hasta ese día nunca le había parecido realmente importante, siempre se había visto a sí misma como la hija de Doug Fortnam. Pero ahora… Era paradójico, se hallaba en un lugar donde nadie sabía nada sobre su origen. Su seguridad era máxima y, sin embargo, era la primera vez en su vida que se sentía negra.
Se arrebujó entre los protectores brazos de Victor.
—¿Podemos escribir mañana mismo los salvoconductos? —murmuró—. ¿Para Amali, Nafia y Lennie? Me… me gustaría que estuvieran seguros.
Victor asintió y dijo:
—Si crees que como negros libertos se quedarán con nosotros…
Deirdre replicó airada:
—¡Amali es amiga mía! —Pero luego sonrió quitando hierro al asunto—. ¿El propósito del salvoconducto no es que ellos mismos decidan?
Victor la besó.
—Se quedarán —dijo dulcemente—. ¿Quién iba a abandonarte a ti?