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Deirdre estaba hermosísima con su camisón de seda. La tela, de una blancura nívea y de corte refinado, envolvía su cuerpo con suaves pliegues. Parecía como si la seda y la melena suelta compitieran por juguetear alrededor del cuerpo de la joven, acentuando aún más sus formas que el estrecho vestido de boda. Amali, al menos, parecía muy satisfecha cuando se marchó, no sin antes desearle que fuese feliz y, con un pequeño guiño, que sobre todo se lo pasase bien en la noche de bodas. Poco antes Victor se había disculpado para retirarse a la habitación que había ocupado hasta ese día y desprenderse del traje de novio. Con su elegante, rígida y demasiado calurosa chaqueta de brocado de seda y con los zapatos altos que estaban de moda había sufrido casi tanto como las mujeres con el corsé. Con lo considerado que era, seguramente se estaría lavando el sudor antes de meterse en la cama con Deirdre.

Con el corazón palpitando, la joven esperó a su marido. Había oído tantas cosas sobre lo que le aguardaba a una chica en la noche de bodas que todo le parecía posible. Sin embargo, no sentía miedo, tenía una confianza ciega en Victor y le abrió contenta cuando llamó a la puerta.

Deirdre sonrió al ver su aspecto. Victor se había limpiado el maquillaje del rostro y cepillado el cabello oscuro para quitarse el polvo. No se había vuelto a hacer ni trenza ni coleta, y la melena suavemente ondulada enmarcaba su rostro. Deirdre sintió el deseo de acariciar y juguetear con aquel cabello. Pero también los ojos color avellana de Victor se iluminaron cuando vio por primera vez a su joven esposa tan ligeramente vestida y con el cabello suelto. Los bucles y el camisón parecían bailar alrededor de su cuerpo. Él pensó en un hada cuando la tomó de la mano y la condujo a la cama.

—¿Tenemos que dejar la luz encendida? —preguntó ansiosa—. Bueno, ¿un par de velas al menos?

Victor sonrió.

—Siempre estaré agradecido, aunque sea a una minúscula llama, por poder contemplarte —dijo galantemente.

Y acto seguido la cogió en brazos, la depositó sobre la cama y la miró a la luz de las velas. Inspiró el aroma del agua de rosas con que las lavanderas habían aclarado el camisón y las sábanas. Además, Amali había diseminado pétalos de rosa sobre la cama.

—¿Y yo qué? —preguntó Deirdre coqueta agarrando el cinturón del batín—. ¿Tengo que contentarme con la vista del batín?

Victor se desprendió sonriente de la prenda. Era delgado y fibroso y a Deirdre no le pesaría mucho si se le ponía encima, algo que la preocupaba desde el día en que Amali y ella habían sorprendido a una de las sirvientas con su amante en el granero. Aquel hombre le había parecido enorme y había tenido miedo de que aplastara a la chica. Pero Victor no se abalanzó sobre su amada sin más, sino que la desvistió lentamente, mientras le susurraba palabras cariñosas, para besarla y acariciarla a continuación hasta que ella estuvo tan excitada que se apretó impaciente contra él. Deirdre sintió un breve dolor y luego nada más que placer y una dicha que lo abarcaba todo. Victor se movió con suavidad dentro de ella, como si la meciera y emprendiese con ella un dulce viaje. Deirdre se sentía como una barca en una tormenta, se imaginaba aguas turbulentas que tiraban de ella, pero que no podían hacerle daño mientras Victor permaneciese a su lado. Le habría gustado prolongarlo más, conocer más a fondo ese ahogarse entre las olas antes de encontrar salvación en un maravilloso éxtasis. Pero ya tendría tiempo para ello… tendría toda una vida para explorar el río del amor.

Al final ambos yacieron abrazados y exhaustos, los rostros relajados, el cabello rizado de Deirdre entrelazado sobre la almohada con el ondulado de Victor. La joven pensaba que iba a estallar de felicidad, hasta que se percató de lo cansada que estaba. Había sido un largo día y quedaban muchos más por delante…

—No tengo ganas de ver a gente ahora —suspiró Deirdre cuando Amali le ciñó el corsé por la mañana.

Al despertar, descubrió a Victor apoyado en las almohadas y junto a ella, observándola dormir. Luego habían hecho dos veces el amor antes de conseguir separarse el uno de la otra e iniciar el día. Discretamente, Amali había esperado junto a la puerta a que Victor saliera para cambiarse en sus aposentos. Entonces había entrado para ayudar a vestirse a Deirdre.

—Todos los invitados siguen aquí, ¿no?

La doncella rio.

—Todos los que tienen que hacer un largo viaje. Claro, missis. Pues, ¿qué esperaba? ¿Que missis Nora les enviara a casa sin desayunar?

—Ay, ya no sé dónde tengo la cabeza —suspiró complacida Deirdre—. Todavía estoy flotando. ¿También a ti te ha parecido tan maravilloso, Amali? ¿Con Lennie? ¿Es también tan… tan dulce… tan cariñoso, tan…?

Amali se encogió de hombros y la ayudó a ponerse un ligero vestido de andar por casa.

—Lennie es más como un ciclón —reconoció—. No te deja tiempo para tomar aire. Pero sí, ¡es bonito, missis! Y yo estoy muy contenta de haber tenido la suerte de que pase a trabajar de criado doméstico para usted y el backra Victor. Aquí mi madre solo nos habría causado molestias. Casarse con un negro del campo… ¡Nunca lo habría permitido! Y Lennie también está muy agradecido. ¡Dice que lo hará todo bien y que será muy leal!

Deirdre le dio las gracias sonriendo, aunque también veía la promoción de Lennie con cierto escepticismo. Kwadwo se quejaba porque no podía dejar de vigilar al chico. Malograba todo lo que tocaba. Tal vez no había que dudar de su lealtad: Lennie era demasiado tontorrón para urdir un plan de fuga. Deirdre sonrió al pensar en ello, pero se abstuvo de comentárselo a Amali. Ella seguía considerando perfecto a su Lennie.

La joven descendió las escaleras flotando en su nube de felicidad. En el comedor se estaba sirviendo a los invitados un energético desayuno: junto al tradicional bacalao con ocra, había huevos y salchichas, también pan ácimo y unas lentejas guisadas y picantes que los invitados elogiaron con entusiasmo. Nora no les desveló que la receta era africana. Había aprendido a cocinar con los esclavos libertos de Nanny Town y a su vuelta había animado a Adwea a que preparase platos de su país de origen.

En esos momentos observaba cómo el distinguido Gérôme paladeaba los manjares como un gourmet francés y reconocía que nunca había comido tan bien, al menos en una casa inglesa.

Los invitados saludaron a la joven pareja con comentarios divertidos y a Victor con alguna que otra broma picante. Nora miró escrutadora a su hija, pero se quedó tranquila cuando vio el brillo que emanaba de su rostro. Por lo visto, el amor físico también funcionaba entre aquellos jóvenes. No tenía que preocuparse de enviar a un lugar desconocido a su hija con Victor.

La partida ya era inminente: el segundo día después de la boda zarpaba el barco rumbo a Saint-Domingue. No se trataba de un largo viaje, si soplaba viento favorable se podía llegar a La Española en dos días.

—¡Seguro que vendréis a vernos en cuanto nos hayamos instalado! —Consoló Deirdre a su madre cuando esta se secaba las lágrimas al despedirse—. Y quién sabe, a lo mejor este año ya sois abuelos…

Como era la primera vez que navegaba, Deirdre observó emocionada cómo el barco zarpaba y la costa de Jamaica iba haciéndose más y más pequeña hasta desaparecer en el horizonte. Victor la había rodeado con el brazo para consolarla, pero para Deirdre era más fuerte el ansia de aventura que la pena por la partida. Pasó el día en cubierta y admiró la presencia de los delfines que acompañaban la embarcación.

—Delante de La Española también verás ballenas —anunció Victor—. Van para celebrar la boda. Por fortuna son pacíficas. En caso contrario habría que tenerles miedo, son casi tan grandes como nuestro barco.

—¡Qué bonito que todos celebremos bodas! —exclamó Deirdre riendo—. Ay, Victor, desde que estoy contigo me parece que toda mi vida es una gran fiesta.

Conservaron su buen humor durante todo el viaje. Por supuesto, los Dufresne viajaban en primera clase. Victor y Deirdre disponían de un camarote lujosamente amueblado en cuya amplia cama se amaron la noche entera. Los enamorados se acoplaban al ritmo de los movimientos del barco y sentían que formaban una unidad con el mar y las mareas. Por la mañana contemplaron por el ojo de buey la salida del sol.

Amali, Lennie y Nafia no viajaban tan cómodos en la entrecubierta. Los esclavos de los pasajeros iban apretujados en unos alojamientos sin ventanas. Lennie lo pasó especialmente mal porque tenía claustrofobia. Cuando era niño llegó desde África con su madre, lo que sucedía en raras ocasiones pues los negreros nunca se llevaban a niños menores de doce años: casi ninguno sobrevivía a la travesía. La madre del esclavo debió de lograr tocar la fibra sensible de algún tripulante y consiguió de algún modo que su hijo llegara vivo a Jamaica. Fuera como fuese, el joven temía desde entonces los espacios estrechos y la oscuridad. En el cobertizo de entrecubiertas no consiguió pegar ojo. A Nafia, quien cada dos minutos tenía que levantarse para ir tambaleando al sucio retrete porque se mareaba, tampoco le iba mejor que al chico. Amali estaba molida cuando fue a peinar y vestir a su señora por la mañana.

—¡Y nosotros aún tenemos suerte! —contó a Deirdre—. Porque el backra ha respondido por Lennie. Casi todos los demás hombres negros van encadenados. Es una norma en el mar, dijo un marinero. Para que no se amotinen y tomen el barco.

A Deirdre eso le pareció absurdo. ¿Qué se suponía que iban a hacer los esclavos negros con un barco? ¿Y no eran demasiado pocos para amotinarse? Sin embargo, cuando observó con mayor atención, comprobó que los negros superaban en número a los señores blancos. Los viajeros que se desplazaban entre las islas eran hacendados o comerciantes y todos iban acompañados de criados. Si esos hombres, en su mayoría fuertes, endurecidos por el arduo trabajo en los campos de cultivo, se unieran para organizar un motín, podrían reducir a la tripulación y apropiarse del barco. Naturalmente, eso era poco probable, sobre todo porque era un viaje muy corto, pero a pesar de ello los capitanes y viajeros blancos tenían miedo. Proporcionalmente, había pocos alzamientos de esclavos en las islas, pero los que se producían solían ser sangrientos. Cuando los negros se rebelaban, ya no tenían nada que perder y atacaban de forma despiadada.

Deirdre y Victor disfrutaron, y Amali y su familia sufrieron otro día y otra noche hasta que el pequeño barco arribó al puerto de Cap-Français. La hija de Nora observó con curiosidad su nuevo hogar y no se sintió decepcionada. A la luz de la mañana, la ciudad mostraba su mejor faceta. Tras una lluvia tropical nocturna, el sol volvía a brillar y las coloridas casas del puerto parecían recién lavadas. En la bahía, unas suaves olas rizadas reflejaban el sol, y Deirdre distinguió palmeras y colinas verdes que asomaban al fondo de la ciudad.

—¡Qué precioso! —exclamó dichosa cuando desembarcaron.

Enseguida se encontraron en medio de un animado mercado semanal en el que se exponían verduras y frutas, así como pescado fresco y prendas de colores. De una iglesia cercana —para sorpresa de Deirdre no era de madera, sino de piedra y revestida con un mármol claro y brillante— llegaba el sonido de las campanas. Allí la gente parecía relajada y contenta.

No obstante, Gérôme se tapó la nariz y la boca con un pañuelo de seda mientras atravesaban el bullicioso mercado. Apenas se veían blancos y los que dominaban eran los mulatos, quienes, con su colorida ropa daban unas pinceladas más alegres al panorama. A Deirdre le habría encantado quedarse allí y ponerse a comprar cosas para su nueva casa, pero, por supuesto, era imposible. Se contentó al saber que al día siguiente darían un paseo de reconocimiento.

Mientras tanto descargaron el barco, el cabo abrió la entrecubierta y la comitiva negra de la joven volvió a reunirse con la pareja. En el barco, solo las doncellas y criados de cámara de los caballeros habían podido salir de sus alojamientos para cumplir sus tareas. Nafia estaba muy pálida y los ojos redondos de Lennie seguían abiertos de pavor, pero ambos no tardaron en recuperarse. En teoría, Lennie también habría podido iniciar sus tareas de mozo de cuadra enseguida, pero en la práctica mostró su ineptitud para sacar a la inquieta Alegría de la bodega del barco. Deirdre quería coger ella misma las riendas, pero al final fue Victor quien se encargó de tranquilizar al animal, cosa que no sucedió sin que su hermano le lanzara una mirada de censura.

—¿No habéis traído a ese granuja para que haga de mozo de cuadra?

Gérôme señaló a Lennie. Hablaba con un sarcasmo tan mordaz y tan rápido en francés que a Deirdre le costó entenderlo todo. Hasta el momento, el hermano de Victor la había tratado con consideración y hablaba muy despacio, al igual que el resto de los pasajeros que se expresaban en esa lengua. Pero en ese momento se olvidó y Deirdre comprendió de golpe lo mucho que le quedaba por aprender.

—Nuestro Lennie todavía no está acostumbrado a navegar —respondió Victor sonriendo, no dispuesto a que le amargaran la alegría de haber regresado a casa—. Y el caballo de mi esposa estaba impaciente por salir. Hasta ahí, ambos tienen mucho en común, pero uno lo expresa en un estado de agonía y el otro con impaciencia extrema. Ambos son comprensibles desde el punto de vista médico y como terapia recomiendo: ¡no dejar que se enfrenten el uno al otro durante todo un día! Pero bromas aparte, Gérôme, ¿ves por alguna parte un vehículo de alquiler? Podríamos ir a pie, pero la casa está algo alejada…

También sobre la ubicación de la casa habían surgido diferencias de opiniones entre Victor y su padre. Al joven le habría gustado instalarse cerca del puerto, en el corazón de la ciudad, pero su familia lo consideraba algo plebeyo. Jacques Dufresne negoció para obtener en su lugar una parcela cerca de la residencia del gobernador, lo que Victor rechazó de forma categórica. Él ni se planteaba establecerse en el barrio de los ricos. Al final se habían puesto de acuerdo en un solar al norte del centro de la ciudad, una zona todavía poco construida que se estaba empezando a urbanizar. La parcela se hallaba cerca de la costa, así que se podía llegar a ella fácilmente desde el puerto, tal como Victor había descrito en su carta. A la larga, Cap-Français sin duda se extendería hacia ese nuevo barrio. Victor suponía que en pocos años su casa estaría en el centro de la ciudad. Ya estaban instalándose allí comerciantes y algún que otro trabajador manual que habían alcanzado un nivel modesto de bienestar.

Gérôme sacudió la cabeza malhumorado e impregnó el pañuelito de nuevo con perfume para llevárselo a la cara y sofocar así los olores del puerto.

—¡Un coche de alquiler! —dijo con desdén—. Has vivido demasiado tiempo en Europa, Victor. Deberías recordar que aquí eres un Dufresne. —Gérôme echó un vistazo alrededor y señaló con un lacónico gesto de la barbilla un carruaje abierto, muy elegante, que esperaba en una calle lateral—. Naturalmente, he ordenado que nos vinieran a buscar en coche…

Deirdre distinguió una especie de blasón en las puertas lacadas en granate del carruaje, dos letras entrelazadas: la D y la F de Dufresne.

—¿Cómo sabías cuándo llegaríamos? —preguntó maravillada.

Victor, que había apretado los labios al oír las palabras de su hermano, respondió:

—Pues no lo sabía. Ha hecho esperar a esclavos y caballos durante horas al sol… Si el viento no hubiera sido propicio durante la travesía habrían tenido que esperar dos días más.

Hablaba en tono de reproche, pero Gérôme no le hacía caso. Dirigió un gesto al esclavo que estaba sentado en el pescante con librea y camisa de chorreras, un uniforme que los criados de los Fortnam solo se ponían para los grandes eventos. El hombre debía de esta agonizando de calor así vestido, pero no se habría permitido ni una queja. Acercó el coche, saltó del pescante y saludó sumiso, luego abrió las puertas a su señor. Benoît y Lennie apilaron el equipaje en el maletero del carruaje. Las cajas más grandes, con el ajuar de Deirdre, se trasladarían después a la casa.

—¿Es nuestro este coche? —susurró la joven a su marido cuando el cochero azuzó los caballos.

Era un vehículo sumamente distinguido, resplandecía en tonos negros y granates, con asientos acolchados y tapizados de terciopelo. También los caballos eran elegantes: de sangre caliente, adiestrados especialmente para tirar de las suntuosas carrozas de los ricos.

Victor sacudió la cabeza.

—No… y espero que eso no te decepcione demasiado. Pero es el carruaje de mis padres… Necesitan… necesitan algo simbólico de su posición, y Gérôme parece que también. —Pronunció las últimas palabras lo suficientemente alto para que su hermano le oyese—. Del puerto a nuestra casa habría bastado con un coche de alquiler y se puede hacer el camino desde la plantación hasta Cap-Français a caballo. Son veinticinco kilómetros.

—¿Y habrías atado el equipaje a la silla? —preguntó Gérôme con un breve resoplido—. ¿Como un… un pastor? No, Victor, no, como miembro de la familia Dufresne hay que exhibir cierto estilo. Espero que no nos desacredites cuando empieces a trabajar de médico. —De nuevo se llevó el pañuelo a la cara cuando el cochero condujo el carro entre los puestos de pescado y carne.

Victor no pudo objetar gran cosa. Gérôme había llevado de hecho mucho equipaje a Cascarilla Gardens. Nora había señalado de broma que había cargado con su ajuar y quería mudarse a casa de los Fortnam.

En ese corto viaje a través de Cap-Français, Deirdre decidió que el hermano de Victor no le gustaba demasiado. En Cascarilla Gardens le había parecido más simpático, aunque algo raro, pero a esas alturas encontraba estúpida su conducta. En cualquier caso, los hacendados de Saint-Domingue parecían más pomposos que la mayoría de los propietarios de origen inglés de las plantaciones de Jamaica. Aunque se compraban títulos nobiliarios, permanecían fieles a su estilo de vida rural, mientras que por Cap-Français circulaba más de una carroza lujosa. Estos carruajes pasaban por delante de edificios de piedra inspirados en los castillos franceses, flanqueando las anchas avenidas por las que circulaban. Mientras, Gérôme iba señalando quién vivía aquí y allá: nombres que Deirdre jamás había oído pero que, por lo visto, eran altisonantes. Se cruzaban con vehículos igual de nobles que el suyo, y los hermanos Dufresne saludaban a los pasajeros del interior.

—De todos modos, tendrás que conformarte con un sencillo coche de doctor —explicó Victor a su joven esposa. Casi todos los médicos hacían las visitas a domicilio en esos vehículos de cuatro ruedas, con dos asientos cubiertos y una pequeña superficie de carga—. Pero tienes también tu yegua.

Alegría había superado la travesía en barco, pero Deirdre estaba algo preocupada por ella. No había encontrado a nadie más a quien confiársela para llevarla a casa que a Lennie. Si hubiesen dispuesto del coche de alquiler, probablemente la habría atado al pescante e indicado al conductor que condujera con precaución. Con el noble carruaje de Gérôme no se había atrevido a sugerirlo. No se atrevía ni a pensar en que la yegua rascase la laca del coche con una coz o el bocado de hierro… En cualquier caso, Deirdre solo podía esperar que Benoît, el criado de Gérôme que conducía la carreta de esclavos, tuviese alguna idea de cómo tratar a los caballos. Tal vez podría echar una mano a Lennie.

El coche avanzó al principio a través de calles pobladas, luego por zonas residenciales más tranquilas, y acabó deteniéndose ante una casa algo apartada de la calle. Resultaba muy acogedora.

Era una casa de dos pisos en un espacioso terreno, y destacaba por una galería en sombras que podía utilizarse en parte como sala de espera para pacientes, y, en el primer piso, por un balcón corrido en el que Deirdre tendría la posibilidad de tomar el aire sin que la molestara el movimiento de la consulta. Era como Victor la había descrito, muy sobria, solo las barandillas mostraban tallas de madera. Pero tenía un aire acogedor gracias también a las altas palmeras que Victor había conservado al desbrozar el terreno. Quitaban a la casa el aire impersonal de construcción nueva, y casi parecía amoldarse desde siempre a las sombras de los árboles. El establo, algo alejado de la residencia, era un edificio de troncos macizos. Detrás se hallaban las casas de los negros, nada de cabañas separadas como en las plantaciones, sino largos barracones compartimentados que no ocupaban tanto espacio.

—¡Es precioso! —exclamó Deirdre tras observar el lugar—. ¡Y está realmente rodeado de vegetación! ¡La playa tampoco debe de estar muy lejos!

Victor asintió.

—Cerca de aquí hay una cala. Es casi virgen como vuestra playa de Cascarilla Gardens. Pensé que te gustaría.

Deirdre lo besó.

—Podemos bañarnos a escondidas por las noches… —susurró al oído de su marido, que soltó una risa.

—¿Podemos entrar ya? —preguntó Gérôme impaciente—. Aquí hay muchos mosquitos…

Era una exageración, por la mañana había pocos insectos en las islas. Pero Gérôme estaba de mal humor. También él se había mareado en el barco y eso le había impedido disfrutar de la travesía. Por añadidura, era evidente que le resultaba imposible compartir el entusiasmo de Deirdre por la nueva casa. A la joven eso no la sorprendía: seguramente Gérôme formaba parte de la familia que habría preferido una mansión más grande y ostentosa.

—Y los negros, ese atajo de vagos, todavía no han llegado… —Y buscó con la mirada a Benoît, pero no era factible que los negros hubiesen recorrido ya todo el camino en su destartalada carreta.

»¡Sabine! —llamó Gérôme fuerte y despóticamente cuando subió los pocos escalones que llevaban al porche.

Enseguida se abrió la puerta y una negra rechoncha se precipitó al exterior. Llevaba la indumentaria característica de la isla —falda roja, blusa blanca y turbante de colores— y corrió a saludar con una reverencia a Gérôme.

—Mèz Gérôme… y ¡mèz Victor! —Volvió a hacer una reverencia—. ¡Yo todavía no esperarlos! ¿Viaje bueno? ¿Todo bien? —La mujer estaba tan inquieta que al principio no se percató de la presencia de Deirdre.

Victor le sonrió.

—¡Sabine! ¡Qué alegría verte! Había esperado que mi padre te enviara con nosotros, pero no podía imaginar que en la casa grande pudieran renunciar a ti —la lisonjeó, y luego se volvió hacia Deirdre—. ¿Me permites que te presente a nuestra cocinera, Deirdre? Sabine.

La mujer resplandeció ante las palabras de Victor y la expresión de miedo que Deirdre creía haber visto en su redondo rostro ya no estaba. Pero regresó de inmediato cuando descubrió a Deirdre.

—¡Oh, Jesús! ¡Si es la madame! Discúlpeme, madame, yo no verla. Yo a usted… —Dobló la rodilla para hacer una reverencia tan profunda que casi se cayó.

A Deirdre se le escapó la risa.

—No pasa nada, Sabine. Es la luz del sol que deslumbra al salir de la casa. Eres…

—Es la cocinera —repitió Gérôme burlón—. Por cierto, observa que es la única en todo Nouveau Brissac que ha querido venir a trabajar aquí… Pero bueno, ahora llegan Amali, la niña y el criado que no sirve para nada. Un buen equipo. Aunque si esto te hace feliz, Victor…

—¿Nouveau Brissac? —preguntó Deirdre vacilante a su marido.

No estaba segura de haberlo entendido todo, pero seguro que desconocía esas palabras.

—Es la plantación de nuestra familia —explicó Gérôme mordaz—. Una de las más importantes de Saint-Domingue. No puedo creer que Victor no te haya mencionado su nombre en todo este tiempo…

—Bien. Ya es hora de madame entrar… —Sabine intentó relajar el ambiente, abriendo la puerta solícitamente a los señores—. Yo enseñar casa. O no, primero refrescarse… —La cocinera parecía hallarse algo superada por las numerosas tareas domésticas.

Victor hizo un amistoso gesto de rechazo.

—Prepara tú un tentempié, Sabine, mientras yo enseño la casa a mi esposa —señaló, haciendo caso omiso de Gérôme—. Tomaremos un ligero desayuno en la galería anterior. Algo de fruta y café, nada pesado, ya vuelve a hacer mucho calor…

La negra asintió aliviada y corrió a la cocina. Gérôme daba muestras de no saber qué hacer, y tampoco parecía dispuesto a seguir a Victor mientras enseñaba la casa, ni nadie le ofreció una habitación donde retirarse a descansar. Pero ni Victor ni Deirdre cayeron en la cuenta.

La joven recorrió su nueva casa tan emocionada como una niña y se quedó tan cautivada por el interior como por el exterior. La distribución era la misma que en Cascarilla Gardens, aunque sus proporciones mucho más reducidas. No obstante, había un gran salón comedor y sala de estar, adecuado para celebrar reuniones sociales, y que se abría al pequeño jardín, pero la residencia carecía de salón de baile. En lugar de un recibidor, había una sala de espera y la consulta de Victor. Naturalmente, también la cocina y las dependencias de servicio se hallaban en la planta baja; no había sótano. En el primer piso se encontraban los aposentos de los señores. Deirdre entró en la amplia alcoba con vestidor.

—¿Te… te parece bien que compartamos alcoba? —preguntó Victor con cautela.

Deirdre respondió con un beso. De ninguna manera admitiría que vivieran separados y que él fuera a «visitarla» ocasionalmente.

—¿Cuántos hijos has pensado tener? —preguntó risueña cuando contó que había cuatro habitaciones de niños e invitados y un pequeño cuarto para el servicio en el extremo más alejado de la casa que, en caso de necesidad, también podía utilizarse como dormitorio adicional.

Victor se encogió de hombros.

—Me quedo con los que me des —respondió afectuoso—. Pero primero he pensado más en habitaciones de invitados. Al menos en un principio se había pensado que nuestra casa sirviera a toda la familia Dufresne de residencia en la ciudad. De ahí que el proyecto incluyera habitaciones para mis padres y hermanos, aunque no parece que vayan a hacernos el honor de visitarnos con mucha frecuencia. Al menos Gérôme está horrorizado de nuestro «primitivo» domicilio, y mis padres ni siquiera lo han visto. Supongo, en cualquier caso, que preferirán aceptar la hospitalidad del gobernador y otros notables antes que instalarse aquí. Sea como sea, siempre habrá divergencia de opiniones. Si he entendido bien lo que Gérôme me ha contado, la familia quería la residencia en la capital para poder organizar bailes y recepciones. Y este no es un lugar apropiado para eso…

Deirdre sacudió la cabeza.

—Tampoco tendríamos suficiente personal —señaló.

Victor sonrió con dulzura.

—Si mis padres viajan con toda su corte habrá personal de sobra —señaló—. Mi padre envió docenas de negros para que construyeran esta casa. Por fortuna, en lo que al proyecto se refiere, el arquitecto se puso al final de mi parte. Su esposa tuvo un parto difícil y la ayudé a dar a luz gemelos. A partir de entonces comprendió que las dependencias de la consulta podían ser más importantes que los salones de baile.

—¿Cuándo conoceré a tus padres? —preguntó Deirdre casi intimidada—. ¿Y qué podemos hacer para que se sientan a gusto con nosotros? Seguro que no está bien que nos peleemos con ellos en cuanto vengan.

Victor le apartó un rizo del rostro que se había desprendido del flojo moño.

—Nuestros queridos madame y monsieur Dufresne no van a tomarse la molestia de emprender un viaje solo para conocer a su nuera. Ellos no piden audiencia, Deirdre, como mucho la conceden. Creo que el próximo fin de semana iremos a visitarlos. Como ya te he dicho, la plantación se encuentra en el interior, a veinticinco kilómetros al sureste de aquí. En el coche, unas cuatro horas.

—También podemos ir a caballo —sugirió Deirdre. A caballo podía avanzarse más deprisa y, además, ella consideraba aburridos los viajes en carruaje.

—¿Y el equipaje? —replicó Victor con afectación y fingiendo sacar un pañuelo del bolsillo para taparse la nariz y la boca—. ¡Como Dufresne debes estar equipada conforme a tu posición! No querrás meter tus vestidos en una alforja como… como una pastora, ¿no?

Deirdre todavía reía mientras bajaban de nuevo por la escalera de madera.