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A Deirdre Fortnam se le hizo largo el tiempo que su prometido permaneció solo en Cap-Français. Sin embargo, tenía suficientes tareas en que ocuparse. Reunió su ajuar, proceso durante el cual tuvo discusiones con Nora. Su madre opinaba que la esposa de un médico debía mostrarse más modesta que la hija de un gran hacendado.

—No más vestidos de fiesta con miriñaque, Dede, y basta también de trajes de montar. En la ciudad necesitarás vestidos de tarde prácticos y de colores cálidos. ¡Y sombreros ya tienes suficientes!

Deirdre se adaptaba. De todos modos, le costaba asimilar que estaba a punto de empezar a pasar los días tomando el té con las esposas de otros notables de la ciudad y charlando de los precios del azúcar, en lugar de montar a caballo, bañarse desnuda con las chicas negras en el estanque o nadar a escondidas en el mar. Por supuesto, se llevaría a su caballo a Saint-Domingue, seguro que también allí había playas preciosas, aunque ninguna de ellas pertenecería a su propia plantación. No se sentiría tan segura ni se pasearía tan despreocupadamente con su yegua como en Jamaica. Así pues, aprovechaba el tiempo que todavía le quedaba en Cascarilla Gardens para realizar largas excursiones, no sin antes obtener la aprobación con reservas de su madre.

—Deirdre, hemos invitado especialmente a miss Hollander para que perfeccione tu francés. A partir de ahora hablarás esta lengua todo el tiempo, y debes perfeccionarla. Así que quédate aquí y haz la clase de conversación.

Deirdre hizo un mohín al pensar en la clase con miss Hollander. No era que no quisiera aprender francés. Al contrario, estaba deseando mejorar el idioma de Victor y se sintió orgullosa cuando logró escribirle la primera carta en francés. Pero con su profesora no tenía nada en común, se adormilaba en las clases de conversación. Miss Hollander era una señora de cincuenta años, flaca y de expresión amargada, procedente de una noble familia inglesa venida a menos. Había disfrutado de una muy cuidada educación, pero era la tercera hija de sus padres. Una vez que sus hermanas se hubieron marchado de casa, ya no quedó nada más para su dote. De ahí que hubiese tenido que buscar trabajo de institutriz y la hubiese contratado como profesora privada uno de los hacendados y nuevos ricos de Jamaica que se compraban títulos nobiliarios en Inglaterra.

Lamentablemente, su puesto en una gran plantación junto a Spanish Town no duró mucho. Se rumoreaba que había mantenido una relación con el hijo mayor del hacendado, relación que los padres cortaron de inmediato. Los nuevos nobles ingleses no eran menos arrogantes que los viejos, y el heredero ni consideraba la idea de casarse con la profesora de su hermana. Miss Hollander perdió su empleo y con eso terminó la relativamente placentera vida en una gran casa con servicio y otros lujos. Como no podía pagarse el pasaje de vuelta a Inglaterra, se las apañó con una sencilla vivienda en Kingston y a esas alturas ya llevaba veinte años allí instalada. La antes institutriz daba clases de francés a los hijos de los hacendados que disponían de residencias en la ciudad, enseñaba a las niñas a tocar la espineta de forma aceptable y las instruía en los buenos modales. En las familias de nuevos ricos también los padres necesitaban ese tipo de educación, pero, si miss Hollander les echaba una mano, nunca mencionaba nada al respecto. Tenía fama de discreta e inteligente, por lo que Nora la había contratado no solo para que enseñara un francés perfecto a su hija, sino también para darle los últimos retoques a sus modales. Una tarea que, por una parte, hacía feliz a miss Hollander, pues le permitía permanecer varias semanas en Cascarilla Gardens; pero que, por otra parte, la llevaba con frecuencia al borde del ataque de nervios.

La temperamental Deirdre exigía demasiado de la profesora privada, al igual que los dos hermanos pequeños a los que Nora había pedido que diera clase. Ninguno de los dos tenía ganas de aprender francés y urbanidad. Siempre que era posible se saltaban las clases, y Deirdre solía salir a galope detrás de ellos cuando se escapaban a lomos de sus ponis.

Miss Hollander no quería ni imaginarse qué hacían los hermanos durante sus correrías por la plantación, y en el fondo ya le inspiraba lástima el futuro marido de su reticente alumna. A ello se añadía el comportamiento desenfadado de los negros. Ya que la buena sociedad le prestaba tan poca atención, la profesora daba mucha importancia a que la trataran, al menos los esclavos, con respeto. De ahí que tendiera a comportarse como una tirana con el personal doméstico, lo que los negros de Cascarilla Gardens no toleraban de buen grado. A veces, tanto la profesora como el servicio acudían con sus quejas a Nora, la cual tenía que limar las asperezas. Las clases de su hija eran caras y se indignaba por el hecho de que Deirdre fuera tan desagradecida.

A pesar de estos pequeños contratiempos, los Fortnam disfrutaban de los últimos meses con su hija. Ninguno de los dos lograba imaginar su vida sin Deirdre, pero ambos estaban convencidos de hacer lo correcto por ella. Recientemente Doug había conocido a una joven que había huido de su backra y se había hecho pasar por blanca en Kingston. Se había casado con un tendero y dado a luz dos hijos antes de ser descubierta. Por supuesto, el matrimonio se había invalidado y los hijos habían sido dados como esclavos y declarados propiedad del backra de la mujer. Doug, que representaba al desesperado esposo, había sugerido al propietario de la mujer que al menos le diera al marido un precio decente por ella y los niños. Sin embargo, el indignado hacendado se había negado: no quería vender a su esclava. Tras un mes de trabajar duramente en los campos de cultivo del patrón, la mujer había estrangulado a sus hijos y se había colgado de un árbol cercano a su cabaña.

Doug se tomó tres vasos de ron mientras se lo contaba a Nora.

—¡Echaré las campanas al vuelo cuando Deirdre se haya casado en Saint-Domingue! —afirmó—. Lo que me trae a la memoria… ¿Hemos encontrado a alguien que le dé un bautismo papista?

Nora tuvo que admitir que no. En los alrededores de Kingston no había ningún sacerdote católico. Sin embargo, seguro que había habido algunos en la época de la colonia española. Nora sabía que los cimarrones de origen español todavía eran partidarios de un cristianismo de marcado carácter papista. Por su parte, Deirdre no tenía nada que objetar en materia religiosa. Miss Hollander, indignada ante la planeada conversión, le había expuesto drásticamente las diferencias entre las dos tendencias, dejando a los papistas bastante mal parados. Repetía que como papista uno acababa en el infierno, pero Deirdre no le hacía caso. El papa de Roma le interesaba poco, ni siquiera sabía dónde quedaba Italia. Y le resultaba indiferente cuántos sacramentos había.

—Pero ¡rezan a María como madre de Dios! —Se escandalizó miss Hollander, como si estuviera presentando una prueba determinante—. La llaman «santa». Tienen un montón de santos. ¡Hombres y mujeres! ¡Es casi como… como el politeísmo!

Deirdre se encogió de hombros.

—También es bonito rezar alguna vez a una mujer —observó con calma—. Me lo imagino un poco como la religión obeah. También ahí hay diosas…

A miss Hollander se le cortó la respiración, pero Deirdre había crecido con las ceremonias obeah de los negros. Por supuesto, Doug y Nora no le habían permitido que asistiera a las celebraciones, pero ella siempre salía con sus amigas negras y observaba atentamente cómo el viejo Kwadwo invocaba a los espíritus. De ahí que un cielo poblado de dioses le pareciera normal.

En primer lugar, la fe católica era la religión de Victor y eso por sí mismo ya bastaba para que Deirdre se entusiasmara con quien fuera que fuese ese dios. Desde que el joven médico se había marchado no vivía más que para el recuerdo de sus caricias. Ardía en deseos de abrazarlo otra vez y poder darle pronto algo más que solo un par de besos. Deirdre se impacientaba por recibir sus cartas, que él escribía, como era debido, cada dos días a más tardar, mientras participaba activamente en los planos de su nueva casa. Victor la quería sencilla, elegante y grande para una familia y un par de sirvientes, pero nada arrogante.

«La esposa de un médico no debe intimidar a la gente —escribía. Respecto a este tema, siempre chocaba con el arquitecto que su padre había contratado para proyectar la “mansión” del joven Dufresne en la ciudad—. Como es natural, él quiere seguir la tendencia de algunos célebres edificios de piedra —le contaba Victor a Deirdre, quien hasta creía oírlo gemir—. En Cap-Français hay mucha gente rica, comerciantes en especial y todo el entorno diplomático del gobernador. Tampoco han racaneado con la iglesia, se habla incluso de construir una catedral. Esto, sin embargo, no debe hacer olvidar que también aquí hay gente menos pudiente. Sobre todo mulatos que realizan trabajos manuales y regentan pequeñas tiendas. También me gustaría ocuparme de ellos, pero seguro que no se acercarían a ninguna casa que compita en lujo con la villa del gobernador. La gente del barrio del puerto desde luego que no. Bueno, tampoco a ti te gustaría que se pasearan por tu casa, cariño. Para recibirlos, tendría que alquilar una consulta en el centro de la ciudad, pero bueno, esto todavía está por verse. Lo primero es nuestra casa, y yo me la imagino como una especie de combinación de las casas sencillas de ciudad y las villas lujosas de la clase alta. Ya he encontrado una parcela donde construirla. Podrás pasear entre majestuosas palmeras, cariño, y el mar tampoco queda lejos…».

Pasado un tiempo, el arquitecto acabó cediendo, y Victor describió entusiasmado sus planes. «Nuestra casa será de madera, de dos pisos, con una galería que la rodee y un balcón casi perimetral. Siguiendo la costumbre local, haré recubrir los techos de esterilla de rafia, espero que sea de tu agrado».

Victor acompañó la descripción con un esbozo que cautivó a Nora.

—¡Justo una casa así había imaginado yo de joven cuando soñaba con las colonias! —Recordó con una sonrisa—. No pongas esa cara, Doug, naturalmente habría sido demasiado pequeña y poco adecuada como casa principal de una plantación. Cascarilla Gardens, con todas sus torrecillas y balcones, es maravillosa. Y ese jardín de ensueño… lo amo. Pero si hubiésemos tenido que vivir de forma más modesta, una casa así también habría bastado.

Deirdre no le dio muchas vueltas al tema de si esa casa era suficiente para ella o no, igual se habría ido a vivir con Victor a una cabaña. Pero Doug se percató de que su mimada hija tendría que reducir un poco sus pretensiones.

—¿Qué va a hacer Victor con el servicio? —preguntó cuando, poco después de llegar a un acuerdo sobre el proyecto, los trabajos de construcción avanzaban velozmente. Jacques Dufresne, el padre de Victor, había enviado esclavos de su plantación para ayudar—. No hay previstos alojamientos en la casa para los criados. ¿O es que los negros van a construir sus cabañas al lado del establo?

La parcela de Victor no era grande. En realidad solo había sitio para un establo y una pequeña cochera.

Nora se encogió de hombros.

—Por lo que he entendido, no quiere tener servicio. Le ha contado a Deirdre que su padre enviará una cocinera. Y nuestra hija quiere llevarse a Amali.

Doug arqueó las cejas.

—Bueno, ¿le gustará hacer a un mismo tiempo de ama de llaves, cocinera y doncella? Por no hablar de las tareas de una sirvienta. ¿Y una cocinera de una plantación tan grande? Debe de estar acostumbrada a tener muchos asistentes en la cocina a los que dar órdenes a su antojo, mientras que Amali nunca ha hecho mucho más que ocuparse del pelo de Deirdre y sus vestidos. ¡Ya te digo yo que no tardarán en tener problemas!

—También necesitarán a alguien para los caballos —reflexionó Nora—. Podría hacer las veces también de sirviente. Y Amali… bueno, tendrá que acostumbrarse, como Deirdre…

Pronto quedó demostrado que Amali no tenía ninguna intención de acostumbrarse a nada. Deirdre había creído que su amiga estaría contenta de acompañarla a su nuevo hogar, pero la invitación provocó un torrente de lágrimas. Amali no quería marcharse de Cascarilla Gardens y a Nora le costó medio día averiguar la razón.

—Está enamorada —les contó durante la cena a su esposo y a su estupefacta hija—. Sí, Dede, y ahora no pongas esa cara de ofendida. En realidad ya hacía tiempo que quería contártelo. Pero tenía miedo de que surgieran problemas si su madre se enteraba. El chico se llama Lennie y trabaja en el campo. ¿Te acuerdas de Hildy, Doug, la mujer que compramos a Keensley porque Tom se había enamorado de ella? —Tom era un mozo de cuadra y el presunto sucesor de Kwadwo como caballerizo.

Doug hizo un gesto afirmativo.

—Claro. Fue una operación cara, tuve que comprar también al hijo o se habría quedado totalmente desconsolada, y ya conoces al viejo Keensley. Volvió a reírse de nosotros, «los amigos de los negros», y duplicó el precio…

Nora levantó resignada las manos.

—Lennie es el hijo. Alto y bonachón, tampoco es que sea una lumbrera, si quieres saber mi opinión. Amali lo ve totalmente distinto. No quiere dejarlo, da igual lo que Carrie diga al respecto…

Carrie, la madre de Amali, era el ama de llaves. Junto con la cocinera Adwea estaba al frente de la casa de los Fortnam. Carrie era sumamente enérgica, y arrogante como todos los esclavos domésticos. Nora imaginaba muy bien cómo reaccionaría cuando su hija le confesara que estaba enamorada de un negro que trabajaba en el campo. Como tal, Lennie se hallaba a un nivel inferior en la jerarquía de los esclavos de una plantación. Doug rio.

—Bueno, entonces resolvamos el problema enviando a Lennie como sirviente doméstico a casa del doctor Dufresne —sugirió—. Deirdre, si tú y Victor no tenéis nada en contra, ni por parte de Lennie y Amali hay objeciones, puede marcharse con vosotros. Quizás ahí en Saint-Domingue se case con Amali como Dios manda, por la Iglesia. Eso también debería alegrar a Carrie.

El ama de llaves era una devota creyente.

Deirdre asintió, algo malhumorada porque su amiga no le había contado nada en secreto. Por ella, no había motivo para que Lennie no las acompañara.

—Pero antes envíalo un par de semanas con Kwadwo para que aprenda —señaló Nora, no tan partidaria de esa sencilla solución—. Ya he dicho que no es una lumbrera. Todavía acabará provocándole un cólico a Alegría.

Por último, la comitiva de Deirdre todavía se amplió algo más cuando la hermana pequeña de Amali, Nafia, puso el grito en el cielo al enterarse de que Amali viajaría con Deirdre pero ella no.

—¡Usted siempre me había dicho que un día yo sería su doncella, missis! —se lamentó—. Y ahora se va a otra isla y me deja aquí. ¿Quién me enseñará a peinar y vestir a una missis elegante?

Deirdre podría haberle contestado que Nora se lo enseñaría igual de bien que ella, pero en Cascarilla Gardens había sirvientas y doncellas más que suficientes, mientras que la futura casa de los Dufresne no disponía de las necesarias. La cocinera seguramente se alegraría de tener una ayudante. Y a Deirdre también le habría costado separarse de su querida Nafia.

—Y ahora solo te queda comunicarle a tu esposo que viajas con la mitad del personal de la plantación —se burló Doug de su hija adoptiva—. Y eso que él quería tener poco servicio…

Ese día, Doug se sentía optimista. Había encontrado por fin a un sacerdote católico, un irlandés, que en realidad quería ir a Indochina para abrir allí una misión. A cambio de un generoso donativo para su iglesia se había mostrado dispuesto a permanecer un par de semanas en Jamaica, bautizar a Deirdre y los esclavos y luego celebrar el casamiento de Deirdre y Victor en Cascarilla Gardens. Insistió, no obstante, en iniciar a los recién bautizados en su nueva fe mediante clases periódicas durante ese tiempo. Y puesto que a Deirdre le resultaba pesado y para Lennie, Amali y Nafia totalmente imposible desplazarse casi a diario a Kingston, Doug y Nora acogieron al sacerdote en la plantación como huésped durante unas noches. El religioso aprovechó el tiempo para echar barriga y abastecerse para la fatigosa etapa como misionero, pues la comida de Adwea le volvía loco. Pese a todo, discutía en cada comida con miss Hollander, que defendía el protestantismo y se peleaba con él por decir la oración en la mesa.

Deirdre y los negros encontraban las instrucciones del padre Theodor todavía más aburridas que la conversación con miss Hollander. Deirdre no tardó en confirmar que el catecismo católico poco tenía que ver con el colorido mundo del culto obeah. Nora debía ocuparse continuamente de que los futuros conversos asistieran a las clases del sacerdote y al final lo único que deseaba era mandarlos a todos al infierno: desde la institutriz, pasando por el clérigo, hasta el realmente duro de mollera Lennie, del que Kwadwo no hacía más que quejarse. No estaba nada claro a qué iba a dedicarse en la nueva casa; en Cap-Français Deirdre y Victor no podrían quitarle el ojo de encima.

Sin embargo, todo eso cayó en el olvido cuando se acercó la fecha de la boda y Victor volvió a Cascarilla Gardens. De su familia solo lo acompañaba un hermano mayor. Al parecer, los padres y el heredero eran indispensables en la plantación Dufresne.

—Naturalmente, nos prepararán un gran recibimiento y celebraremos la fiesta a posteriori, por así decirlo, en cuanto lleguemos a Saint-Domingue —se apresuró a asegurar Victor. Quería evitar que naciera la sospecha de que los Dufresne no estaban de acuerdo con la elección de su hijo.

Sin embargo, Deirdre no se preocupaba por ello y a Nora y Doug ya les iba bien que los Dufresne no acudiesen a Jamaica. Los Fortnam no estaban seguros de que Victor les hubiese contado toda la verdad sobre los orígenes de Deirdre. Cuando conocieron un poco más a Gérôme, su hermano, abrigaron serias dudas al respecto.

Gérôme era el polo opuesto de su hermano. Se vestía de forma más llamativa y con extrema elegancia, nunca renunciaba a empolvarse el cabello y el rostro, y para las ocasiones especiales llevaba por supuesto una aparatosa peluca. El criado negro como el azabache que lo seguía siempre callado parecía encogerse delante de él y Gérôme Dufresne se comportaba con los negros de forma autoritaria y con impaciencia. Además, apenas hablaba inglés y su esclavo ni una palabra, por lo que este último no podía comunicar las órdenes de su patrón al servicio doméstico del señor Fortnam. De ahí que, pese a poner todos su mejor voluntad, los deseos de Gérôme no se cumplieran con tanta prisa y naturalidad como era habitual. Y el recién llegado no era nada comprensivo.

Muy pronto empezó a haber tensiones y Benoît, el criado de Gérôme, se encontró desvalido en medio de ellas. Nora tenía que hablar y traducir sin cesar, lo que no resultaba fácil. Benoît tampoco hablaba un francés fluido, sino un patois especial. A veces la comunicación solo era gestual. Gérôme se volvía más intolerante y Nora, que tanto había temido el día de la partida de Deirdre, empezó a esperarlo con impaciencia.

Aun así, el escaso dominio del inglés por parte de Gérôme también tenía algo de positivo, como Doug le recordaba sosegador.

—No obstante, durante la boda no debemos dejarlo solo con ninguna de esas damas de lengua afilada, pese a que no creo que se atrevan a contarle la historia de Deirdre —opinaba—. Porque estarás de acuerdo conmigo en que es mejor que no lo sepa, ¿verdad?

Nora le dio la razón. El arrogante Gérôme se habría escandalizado de tener como cuñada a una mulata. Y con los padres habría sucedido otro tanto. Según Gérôme, la plantación de café y caña de azúcar de los Dufresne disponía de más de trescientos trabajadores agrícolas, a los que se añadía una multitud de criados y asistentes de cocina en la casa. Gérôme los consideraba a todos unos holgazanes y rebeldes. Ante la autonomía para organizarse de que disfrutaban los esclavos de Cascarilla Gardens se quedaba tan atónito como los vecinos y clientes de Doug.

Nora se preocupaba un poco por el comportamiento de Deirdre con su futuro cuñado. La joven tenía poca paciencia con lechuguinos como él y su madre temía que fuera a violentar de un momento a otro al primer miembro que conocía de su nueva familia. Pero tales temores eran infundados. Deirdre no prestaba atención a Gérôme ni a su infeliz criado. Desde que Victor había regresado, solo tenía ojos para él. La separación no había dañado en absoluto la atracción entre los novios, se miraban radiantes y no podían apartar los ojos el uno del otro. Victor describió vívidamente la nueva casa a Deirdre y reaccionó con calma ante la noticia de que su futura esposa se llevaría consigo tres sirvientes.

—Tendré que esforzarme para alimentar a tanta gente —bromeó—. Pero no pinta mal, acabo de abrir la consulta y los pacientes no querían dejarme venir a recogerte. Claro que tendré que dejarte sola con frecuencia. Me llaman de plantaciones apartadas.

—Pues entonces te acompañaré —replicó complacida Deirdre, evitando la mirada escéptica del joven—. A lo mejor puedo ayudarte. Cuando mejore mi francés…

La fiesta de bodas ensombreció todos los bailes celebrados hasta la fecha en Cascarilla Gardens. La casa resplandecía engalanada con un sinnúmero de flores rojas y blancas. Nora había permitido que le saquearan el jardín, que seguía siendo un prodigio gracias a sus orquídeas en flor. Habían vuelto a decorarlo con guirnaldas y farolillos y los sirvientes encendieron además cientos de velas cuando empezó a anochecer. Se sirvió champán y Adwea elaboró un ponche de bodas con rosas de Jamaica, especias y ron que fue muy bien acogido entre los invitados masculinos. Victor y Deirdre se pusieron las alianzas el uno al otro bajo el mahoe azul que los farolillos de colores envolvían en una luz irreal.

De hecho, incluso el gobernador acudió en esa ocasión a la fiesta de la plantación, contento sin duda de ver partir hacia La Española a la hermosa piedra de escándalo de la familia Fortnam. El almirante Knowles se dedicó en exclusiva al hermano del novio, y Gérôme se sintió halagado. Podría comunicar a sus padres que los Fortnam se hallaban vinculados a los mejores círculos de Jamaica. El padre Theodor celebró el enlace con toda solemnidad; el día anterior ya había oficiado el bautizo de Deirdre y los criados en el estrecho círculo familiar.

Adwea se superó a sí misma en el banquete que siguió. El punto culminante llegó con el espléndido pastel de boda de tres pisos con frutas maceradas en ron y generosamente decorado con nata: una obra maestra de la repostería. Deirdre y Victor cortaron sonrientes la tarta y la sirvieron personalmente a los invitados. Lo único que lamentó Deirdre fue no llegar a probarla ella misma: el vestido de novia, blanco como la nata, era precioso, pero exigía llevar el corsé muy apretado. A las elaboradas danzas de exhibición siguió el baile, que el maestro dirigió en francés como homenaje al novio. No obstante, los hacendados se sintieron algo ofendidos al percatarse de que también del barrio de los esclavos surgía música, en realidad más viva y alegre que la del cuarteto de Kingston que tocaba para los blancos. Nadie podría haber impedido a los Fortnam que organizaran también una fiesta para sus empleados. Los criados que estaban de servicio esa noche en la fiesta de los blancos podrían celebrar el acontecimiento al día siguiente. Sorprendentemente, eso a Gérôme le resultó comprensible. En Saint-Domingue era corriente que los negros participasen al margen de las fiestas familiares. También en Navidad, contó Gérôme a una agradablemente sorprendida Deirdre, los Dufresne solían ofrecer a sus esclavos un banquete y abundante cerveza y ponche de ron.

Pero la joven no tenía bastante con dejar que el personal bailase y comiese en el barrio de los esclavos. También quería celebrar la fiesta con ellos, así que a medianoche, Deirdre y Victor se escaparon un momento del baile para visitar a los negros y charlar un rato. Ambos llegaron al poblado de cabañas justo a tiempo de ver cómo Kwadwo sacrificaba un pollo a los dioses.

—En su honor, missis —anunció el hombre obeah, señalando a Deirdre con un gesto de la cabeza.

Eso superó un poco el nivel de tolerancia de Victor, que censuró a los esclavos por sus costumbres paganas. Deirdre, por el contrario, oscilaba entre la curiosidad y la inquietud. Cuando muy avanzada la noche Amali apareció en su habitación para ayudarla a desvestirse hizo un aparte con la doncella.

—¿Qué ha dicho, Amali? Me refiero a Kwadwo. ¿Los dioses… los dioses nos serán… propicios? —Deirdre sabía que en los nacimientos y bodas Kwadwo consultaba con una especie de oráculo.

Amali puso una mueca compungida.

—No lo sé… —murmuró—. Bueno, a Lennie y a mí nos ha dicho…

Lennie y Amali también habían celebrado su enlace en el barrio de los esclavos saltando por encima de una escoba. Doug había introducido esa costumbre de las plantaciones americanas entre sus empleados. En Saint-Domingue ambos se casarían también por el rito católico.

Deirdre sacudió la cabeza impaciente.

—No quiero saber lo que os ha dicho a Lennie y a ti —interrumpió a su doncella—. Además ya puedo imaginármelo… —Todo el mundo sabía lo que Kwadwo opinaba de Lennie. Probablemente no habría augurado una larga felicidad en el amor al lerdo Lennie y la espabilada novia—. ¡Quiero saber lo que ha dicho de Victor y de mí!

Amali se encogió de hombros.

—No mucho —respondió—. Solo algo así como «Otra vez son dos…». No sé a qué se refería…

Deirdre sonrió.

—¡Se referiría a dos hijos! —interpretó Deirdre las palabras del anciano hombre obeah—. ¡Puede que hasta sean mellizos! ¡Qué bonito sería, Amali!

La doncella asintió, contenta de que no siguiera interrogándola, ya que no creía en la interpretación de su amiga y señora. Si Kwadwo hubiera augurado una descendencia numerosa, habría sonreído. Pero de hecho su rostro mostró preocupación al ver el futuro de Deirdre y Victor.