Dos días después de enrolarse en el Mermaid, Bobbie y el Pequeño César Negro tuvieron su bautismo de fuego.
El veloz barco pirata, cuyo timonel demostró ser un maestro, alcanzó un galeón inglés en mar abierto y fue Bonnie la primera que divisó sus velas.
—¿Ves algo, pequeño?
Sánchez, que había nombrado grumete al miembro más joven de la tripulación y le había confiado todos los deberes de la cubierta, se quedó pasmado. Por primera vez y con el corazón desbocado, Bonnie había trepado a la cofa y enseguida había informado de su descubrimiento.
—Dime, yo solo veo sol y mar. Uno se refleja en el otro, y hasta me duelen los ojos. ¿Cómo puedes estar viendo unas velas? ¿Estás seguro?
—¡Seguro del todo! —gritó Bonnie desde lo alto. Siempre había confiado en sus ojos—. Son dos barcos grandes, cada uno de tres velas. ¿Bajo?
Sánchez sacudió la cabeza.
—No, quédate ahí. Puedes poner la bandera. ¿César? —gritó entonces a Jefe, que estaba fregando la cubierta. El joven no se alegraba de la tarea que le habían encomendado, menos aún viendo a Bonnie subiéndose en las jarcias y, encima, desempeñando en ese momento un papel destacado—. ¿Los barcos eran ingleses? ¿Estás seguro?
—¡Claro que sí! —replicó Jefe—. El patrón me timó en perfecto inglés y me pagó la mitad del sueldo por llevar las cuentas. Me extrañaría que fuese español…
—¡Ya lo has oído, Bobbie! —gritó Sánchez—. La bandera inglesa. En la cofa hay una cesta…
Bonnie no sabía exactamente qué se esperaba que hiciera, pero enseguida encontró la cesta y dentro, para su sorpresa, las banderas pulcramente dobladas de muchas naciones. Buscó la inglesa y de inmediato acudieron en su ayuda. Uno de los piratas más jóvenes había escalado ágilmente detrás de ella y le enseñó el mástil en que tenía que ser izada la bandera.
—Vamos… ¿vamos a navegar con una bandera falsa? —preguntó vacilante Bonnie.
El joven rio.
—Con distintas banderas. ¡Piensa, cabeza de chorlito! Cuando nos acercamos a otro barco, lo primero que mira la tripulación es nuestro pabellón. Y si llevamos el mismo que ellos no se preocuparán. Nos dejarán acercarnos confiados y cuando estén a tiro y tengamos los cañones cargados… ¡pondremos este!
Sacó otra bandera del cesto: el pabellón pirata de la calavera.
Bonnie se quedó atónita al principio, pero luego dejó que le enseñaran cómo enarbolarlo conforme a las reglas. Al parecer también esa sería en el futuro una de sus tareas. Por suerte, siempre que no se tuviera vértigo, no era difícil. Pero Bonnie no tenía problemas con las alturas. Pensándoselo bien, siempre se había tenido por miedosa, pero en realidad nunca se había asustado de nada… excepto de su backra.
Cuando la bandera ya ondeaba orgullosa al viento, Bonnie no supo qué más hacer. ¿Tenía que quedarse en la cofa o bajar de nuevo antes de que hubiera que cambiar la bandera? Para eso último era posible que ni se tuviera que subir. El joven marinero había colgado la pirata por encima de la inglesa y de la primera colgaba un cabo hasta la cubierta. Era posible que bastase con dar un tirón para que la calavera dominase sobre la otra bandera.
Bonnie decidió dejar la cofa y participar en las agitadas actividades que se estaban desarrollando en la cubierta. Todo allí estaba en movimiento sin que por ello reinase el caos o la confusión. Los hombres parecían excitados pero disciplinados. Conocían perfectamente todos los pasos a dar.
Sánchez, el intendente, supervisaba el armamento de los piratas que formaban en fila delante de él. Naturalmente, todos llevaban siempre un cuchillo u otra arma en el cinturón, pero Sánchez distribuyó para la ocasión mosquetes, hachas, dagas y alfanjes. Algunos llevaban sables; a Jefe, tras el cual se colocó Bonnie, le dieron una especie de machete. La muchacha escuchó cómo el joven protestaba que un arma tan sencilla no era digna de un guerrero. Esperaba al menos una espada, y aún mejor un arma de fuego. Pero Sánchez no le hizo caso.
—¿Has aprendido esgrima de sable, César? —preguntó lacónico—. No, no has aprendido. Así que lo único que harías con un sable sería ir manoteando por aquí. Y la cubierta de un barco no es sitio para ir dando mandobles sin ton ni son, en especial cuando hay cincuenta personas luchando. Y tampoco necesitamos a un bribón que en su vida ha disparado un mosquete. Así que coge el cuchillo y cierra el pico.
Sánchez cogió la siguiente arma y vio a Bonnie en la fila. Sacudió la cabeza.
—No, tú no, pequeño. A ti no te envío allí, todavía estás demasiado flaco. Ocúpate de algo aquí… —Señaló con un gesto vago la cubierta.
Bonnie se sintió decepcionada. Fue a quejarse, pero Sánchez no se lo permitió.
—Yo soy el que decide quién combate y quién no —declaró con el mismo tono lacónico y cortante—. ¡Y no empieces ahora con que eres un valiente! Creemos que es cierto que has acabado con tu backra, pero no ha sido en una lucha cuerpo a cuerpo, ¿o sí?
Bonnie se esforzó en vano por no ruborizarse.
Sánchez rio.
—Bobbie, pequeño, a mí me es igual cómo hayas matado a ese cabrón. Pero si te enfrentas con tu cuchillito a un hombre que pesa tres veces más que tú y ha peleado diez veces más, no tardaremos en quedarnos sin tu ojo de lince. ¡Aprovecha lo que tienes, Bobbie, haz lo que puedas! A partir de mañana pasarás cada día un par de horas en la cofa haciendo de vigía y buscando barcos mercantes, pero hoy ocúpate de mantenerte con vida. ¿Entendido?
Bonnie asintió intimidada y salió en busca de alguna ocupación con la que ser útil en el Mermaid. En eso estaba cuando tropezó con el maestro artillero, que iba a empezar a cargar y preparar los cañones. Era inglés, como ella ya sabía, y los hombres lo llamaban Twinkle. Cuando Bonnie se acercó a él, el hombre le sonrió irónico.
—¡Hola, novato! ¿Quieres ayudar? ¡Entonces enséñame lo bueno que eres tirando de la cuerda!
El Mermaid solo disponía de cañones ligeros, quince de 12 libras en cada lado. Eran pocos comparados con los que llevaban los grandes buques de guerra, muchos de los cuales tenían hasta setenta. También los buques mercantes, para su propia seguridad, estaban mucho mejor artillados; solían transportar los cañones hasta la cubierta baja y disparar desde troneras en los costados del buque. Pese a ello, para los piratas era más importante la facilidad de maniobra de sus barcos que su fortaleza. Tenían que ser rápidos y de fácil manejo, lo que conllevaba un calado más reducido. Se tacañeaba con cualquier peso superfluo que pudiese instalarse en cubierta y, en especial, debajo de ella, y los cañones pesaban toneladas. Para manejar los cañones corrientes de 41 y 32 libras se necesitaba una docena de hombres, muchos más de los que podía disponer la tripulación del capitán Seegall. Los hombres tenían que volver a colocar en su sitio los cañones que disparaban y se desplazaban a causa del retroceso. Para cañones más pequeños, como los que había en aquel barco pirata, bastaba con Bonnie y dos hombres.
—¡Y ahora vamos a cargar esto! —exclamó Twinkle, un hombrecillo orondo y campechano. Parecía halagarle el interés del joven novato—. Primero la pólvora… La guardamos ahí. —Señaló una especie de cobertizo en la cubierta—. La razón de que no esté permitido fumar a bordo es para que no caiga una chispa en el lugar equivocado y saltemos todos por los aires. Ahora hay que rellenar. —Y mostró a su aprendiz un utensilio de hilaza o de un material similar—. Y por último la bala… Veamos. —Estudió los diferentes proyectiles con la mirada.
Entretanto, Bonnie miraba hacia los buques mercantes. A esas alturas, las banderas inglesas eran reconocibles a simple vista. Bonnie suspiró aliviada. Lo habían hecho todo bien. Y también la estrategia parecía demostrar su eficacia. Los veleros no parecían prepararse para huir del Mermaid, sino que se diría que lo estaban esperando tranquilamente.
Bonnie temblaba de emoción. ¿Dispararían ya los piratas? Miró la mecha que Twinkle colocaba.
—Podríamos —respondió el artillero cuando se lo preguntó—. Pero no serviría de nada. A esta distancia es difícil hacer blanco, sobre todo si hay que ser preciso. No, pequeño, no, mejor esperamos tranquilamente y dejamos que Biddy y Gabby hagan su trabajo. Fíjate en ellos, ¡te troncharás de risa!
En efecto, Bonnie se quedó extrañada cuando la mayoría de los piratas desalojaron la cubierta. Solo un par de «marineros» de aspecto inofensivo se pusieron a trabajar con las jarcias mientras aparecían dos señores elegantemente vestidos, pelucas en la cabeza y el tricornio en la mano. ¡Unas «damas» con miriñaque se cogían de sus brazos! Los piratas así disfrazados se contoneaban con afectación sobre la cubierta y balanceaban sus sombrillas de sol. Uno de ellos se acercó a Twinkle, que se escondía detrás de sus cañones, se inclinó por la borda y estudió el armamento del enemigo.
—Treinta cañones de dieciocho libras en la segunda cubierta. Pero seguro que ahora mismo duermen la siesta…
Dicho esto, la dama se volvió hacia su galán y empezó a coquetear aparatosamente. Twinkle y los demás artilleros se echaron a reír.
—Pero… pero ¿esto qué es? —preguntó Bonnie. Esa representación previa al ataque la desconcertaba.
Twinkle sonrió con ironía.
—Son nuestros pasajeros —explicó al novato—. Un camuflaje todavía mejor que el de la bandera. Si esos ingleses creen que llevamos mujeres y lechuguinos a bordo, no recelarán de nada. ¿Y a que es mona nuestra damita?
Esa farsa más bien inquietaba a Bonnie. ¿Qué ocurriría si a alguien se le ocurría que también el grumete podía disfrazarse de damisela? ¿Bastaba con colaborar y rogar que también a ella la encontraran «mona» y no sospechosamente femenina? Entonces recordó que era negra. Perfecto. Nadie la tomaría por una dama.
Los dos piratas disfrazados saludaron melifluos a los mercantes y rieron cuando los marineros de las otras embarcaciones les devolvieron el saludo.
Los barcos se fueron aproximando hasta unos treinta metros. Bonnie distinguió los nombres en los cascos: Pride of the sea y Morning Star. Eran los barcos que habían zarpado de Gran Caimán. Sus últimas dudas se disiparon.
En ese momento, el capitán decidió acabar con la comedia. En el mástil más alto del Mermaid la bandera pirata negra se desplegó encima de la rojiblanca inglesa.
Gabby y Biddy se desprendieron al instante de sus miriñaques, bajo los cuales aparecieron dagas y espadas. Lo mismo sucedió bajo las casacas de brocado de los «caballeros». El capitán Seegall, que era uno de ellos, alzó su sable.
—¡Soy el capitán Jeffrey Seegall! —gritó a los sorprendidos hombres del Pride of the Sea, que se habían quedado con la mirada fija en las damas de la cubierta del Mermaid—. ¡Entregad el barco y la carga! ¡Si os rendís pacíficamente no os pasará nada!
—¡Solo que nos apresaréis! —Se mofó un marinero del Pride of the sea que se había recuperado antes que el resto.
El Morning Star, que navegaba algo más alejado del barco pirata, cambió de rumbo en el acto. Por lo visto, la tripulación esperaba huir mientras los piratas abordaban a su gemelo.
El capitán Seegall miró a Twinkle.
—¡Detenlo! —ordenó lacónico.
El maestre artillero se levantó.
—¡Cañones a babor, apunten al casco! Pero no demasiado bajo, para que no se nos hunda —advirtió a sus hombres—. Los puestos de mando centrales a babor; las palanquetas contra la arboladura. Y nosotros, pequeño —dijo volviéndose hacia Bonnie—, les daremos gomina por detrás, así los chicos lo tendrán más fácil.
Señaló sonriente al Pride of the Sea, al que el Mermaid se había aproximado para el abordaje. Y luego cargó una mezcla de plomo, trozos de hierro y clavos en el tubo de los cañones. Todavía no estaba listo cuando retumbaron los disparos de los otros artilleros. Los cañones situados en la popa disparaban al Morning Star, que huía, después de que los hombres los hubiesen cargado con pesadas semibalas unidas con cadenas y barras, proyectiles que semejaban huesos de perro. Esa munición no agujereaba la cubierta del barco, sino que servía para desgarrar las velas, romper los mástiles y conseguir que el barco no lograse maniobrar.
El capitán Seegall esperaba una reacción, pero la tripulación del Pride of the Sea era víctima de una especie de parálisis causada por el espanto. Sin embargo, al poco se desató un jaleo de mil demonios. En los oídos de Bonnie retumbaban los impactos, el ruido de las ruedas de hierro cuando los cañones se desplazaban por la cubierta a causa del retroceso y los gritos de los hombres que rápidamente los devolvían a su posición inicial. Unos ayudantes, que corrían con cubos de agua hasta los cañones para limpiarlos entre disparo y disparo y enfriarlos, gritaban triunfales cuando habían acertado el blanco o enfadados cuando el tiro fallaba. Las balas no habían tocado el casco del barco que se alejaba, pero los otros proyectiles, las palanquetas, habían causado importantes daños en el aparejo. Los mástiles estaban tocados, las velas caían desgarradas sobre la cubierta, y con ellas los hombres que habían estado encaramados a ellas. Heridos y moribundos se arrastraban en la ensangrentada cubierta gritando y gimiendo. Los piratas, que se habían reunido para saltar al abordaje, se daban valor con gritos de combate. Jefe brincaba movido por la emoción y parecía impaciente porque empezase el combate.
Bonnie contemplaba la escena, sorprendida de lo poco que la afectaba. Ahí delante morían hombres y sus nuevos amigos pronto entrarían en combate, y eso la impresionaba menos que la imagen de los animales que su backra mataba. Al menos eso fue así hasta que vio a Jefe. El corazón se le encogió al pensar que su amigo corría el riesgo de que lo atravesara el sable de un inglés.
La muchacha paseó la mirada por los hombres armados y por las instalaciones de la cubierta del barco enemigo. Le habría gustado disparar los cañones y dar en el blanco sin ponerse ella misma en peligro. ¿Habría más adelante alguna posibilidad de evitar la lucha cuerpo a cuerpo?
—También ellos tienen una construcción en la cubierta —anunció a Twinkle—. Una santabárbara como la nuestra. Si pudiéramos alcanzarla…
El maestre artillero se enderezó alarmado.
—¿Dónde, pequeño? ¿Dónde la has visto? Pensaba que la tendrían bajo cubierta… ¡Pero tienes razón! Maldita sea… en el centro del barco, nunca me lo habría imaginado. ¡Demos gracias a Dios por haberte concedido tan buena vista, Bobbie, chico! De lo contrario no habríamos podido…
—¡Si la acertamos, no tendremos que luchar! —exclamó Bonnie llena de emoción—. Ya habremos ganado, ya…
Bonnie contempló decepcionada que el artillero dirigía sus cañones hacia la otra dirección, lejos del polvorín del enemigo.
—Entonces habremos ganado el combate pero perdido a nuestra presa, pequeño —aclaró—. ¿Qué crees tú que quedará del barco si toda esa pólvora salta por los aires? ¿Y del bonito algodón que han cargado? Hay que pensárselo bien. En un combate naval te concederían una condecoración por un blanco así. Pero aquí no queremos que el barco se hunda, Bobbie, queremos su carga. Y perder cuantos menos hombres mejor. Así que miremos a ver si podemos despejar aquel punto antes del abordaje… ¡Sepárate de mi bebé, pequeño!
Bonnie, que se había colocado detrás del cañón, se retiró. Twinkle encendió la mecha y disparó. De cerca, la detonación era aún más ensordecedora. Una granizada de hierro, plomo, clavos y cascotes cayó sobre los ingleses que había en la cubierta. Bonnie los vio caer al suelo o precipitarse por la borda. La sangre saltaba a borbotones, oía gritos y gemidos, y sobre todo ese caos se imponía la fuerte voz de mando del capitán Seegall.
—¡Hombres! ¡Listos para el abordaje!
Sánchez, el intendente, fue el primero en subir a bordo del barco inglés. Esa era la costumbre, y el alto y nervudo mulato no tenía nada de cobarde. Enseguida se puso a luchar con un oficial que manejaba con gran habilidad la espada, un arma que constituía una excepción. La mayoría de los marineros esgrimían armas cortas, y muchos piratas también llevaban hachas. Bonnie, que observaba con el corazón en un puño cómo combatía Jefe, comprendió por qué esas armas eran más apropiadas para la lucha cuerpo a cuerpo en una cubierta repleta de gente: era simplemente cuestión de espacio. La cubierta estaba llena de docenas de parejas de combatientes. Cuando uno se disponía a asestar un golpe o clavar un cuchillo solía encontrarse delante del arma de otro. Por añadidura, tras la lluvia de balas, la cubierta estaba resbaladiza a causa de la sangre de los heridos y muertos que yacían por todas partes. Los combatientes corrían continuamente el riesgo de tropezar con ellos.
Por esta razón los piratas tenían como estrategia no librar largas peleas con un único rival. Intentaban matar al enemigo directamente con cuchilladas y golpes rápidos. Les cortaban la cabeza y las extremidades, y la visión se hacía por momentos más espantosa. Bonnie observaba con una extraña mezcla de horror y orgullo cómo Jefe se abría camino entre los ingleses. Los derribaba del mismo modo que su padre había cortado antes las cañas de azúcar. Y parecía gustarle. Bonnie creyó distinguir una sonrisa burlona en su rostro…
—¿Qué pasa, Bobbie, estás soñando despierto? —Twinkle la arrancó de sus pensamientos—. ¡Ve a buscar agua! ¡Limpiaremos a esta dama para volver a cargarla!
Señaló el cañón. Bonnie se estremeció y corrió a cumplir la orden. Se percató asustada de que el Mermaid se estaba alejando del barco en que los hombres luchaban de forma tan encarnizada.
—¿Qué estamos haciendo? —preguntó asustada a Twinkle cuando le dejó un cubo de agua al lado—. ¿No… no estaremos huyendo? Nuestros hombres…
—¡No hables y ayuda con los cañones! —la interrumpió el artillero, que ya no estaba tan campechano, sino bastante inquieto.
El combate parecía entrar en una nueva fase. Bonnie agarró la cuerda con que se volvía a poner en posición el cañón, mientras Twinkle metía un paño mojado para limpiar el tubo. Supuso que los demás artilleros volvían a disparar, pero comprobó horrorizada que no solo oía sus propias descargas: el Pride of the Sea estaba utilizando sus cañones, y eran mucho más ruidosos y pesados que los del Mermaid.
—Están… están contestando… —se le escapó a Bonnie, lo que arrancó a Twinkle una risa burlona.
—Pues claro, ¿qué creías? —preguntó—. ¿Que solo cargan los cañones para divertirse? Pero no temas, nuestro timonel es bueno. No alcanzarán al viejo Mermaid tan fácilmente.
Bonnie observaba que cada vez caían más balas en el agua alrededor del barco pirata. Twinkle y los demás se esforzaban por apuntar a las armas del inglés, tarea harto complicada en un barco en marcha y balanceándose.
—¡Al costado, chicos! —gritó Twinkle a sus hombres—. ¡Y no demasiado abajo! ¡Que no se hunda!
Bonnie ya veía a Jefe sumergiéndose con el barco entre las olas, pero se olvidó de todo cuando Twinkle encendió la mecha y los dos siguieron sin respirar el recorrido de la bala. ¡Y dio en el blanco! El pesado proyectil percutió justo en una de las troneras del Pride of the sea desde las que se estaban disparando a mansalva. De las entrañas del barco surgió humo.
Twinkle soltó un grito alborozado y agitó los brazos en el aire, y Bonnie lo imitó. ¡No cabía en sí de alegría, como si ella misma hubiese efectuado el disparo! ¡Nunca se había sentido tan bien y tan fuerte!
Entretanto, también el resto de artilleros del Mermaid demostraba su destreza. No todos eran unos virtuosos como Twinkle, pero se produjeron unos cuantos impactos en el casco del Pride of the Sea y luego… de repente cesó el fuego.
—Mira, nuestros hombres —dijo Twinkle satisfecho, secándose el sudor de la frente y mirando a uno que agitaba las manos desde una tronera del Pride of the sea—. Se han colado bajo la cubierta y han abatido a sus artilleros. Acabaremos pronto.
En efecto, el Mermaid volvía a aproximarse al barco asaltado y también al dañado Morning Star.
—¡¿Os rendís o queréis seguir jugando?! —gritó el capitán Seegall a los indecisos hombres del segundo barco.
La tripulación inglesa tenía una panorámica estupenda del baño de sangre producido en la cubierta de su gemelo. No se notaba que hubiese muchas ganas de pelea, en especial cuando los piratas maniobraron y abordaron el Pride of the sea. Las jarcias de este casi no se habían dañado, lo que también era una prueba de la habilidad de Twinkle y sus hombres. Ni los mástiles estaban rotos ni el polvorín había explotado, y tampoco se había perforado el barco por debajo de la línea de flotación.
Sin embargo, cuando Sánchez saltó a la cubierta del Morning Star, un par de tripulantes ingleses se interpusieron en su camino. De nuevo lo desafió un individuo bien vestido con una espada, tal vez el capitán. Y en esta ocasión ambos encontraron más espacio para enfrentarse. Del resto de la tripulación, solo una parte se decidió a combatir. No todos los piratas subieron al segundo barco, muchos todavía estaban ocupados en el Pride of the sea apagando incendios.
Pero Jefe no parecía satisfecho. Bonnie lo vio saltar al Morning Star y meterse de inmediato en una pelea. También el capitán Seegall pasó a la otra nave y se enfrentó a un oficial, pero mientras que él consiguió reducirlo, Sánchez se las veía con un auténtico maestro de esgrima. Aguijoneado por los hombres de su tripulación, que se amontonaban vacilantes junto a los botes salvavidas, cada vez atacaba con más violencia al intendente pirata. Bonnie y Twinkle advirtieron desde lejos sus intenciones: por poco que los ingleses se animaran a luchar, si el oficial les ponía al corsario al alcance de la mano, alguno le clavaría una espada o un cuchillo.
Bonnie y los artilleros le lanzaron gritos de advertencia, pero Sánchez, en medio del ardor del combate y con el infernal estrépito que producían las armas, los gritos de dolor y las maldiciones, no oía nada.
Pero ¿habría escuchado Jefe los gritos de Bonnie? Nunca lo sabría, aunque vio que su amigo arrojaba a su contrincante como si fuera un muñeco de paja a un rincón de la cubierta y luego corría en ayuda de Sánchez. No se detuvo en sutilezas ni en la nobleza en la lucha: Jefe esgrimió su machete con fuerza y decapitó al espadachín con un violento golpe asestado por la espalda. El mulato contempló perplejo cómo el inglés se detenía en medio de un movimiento y se desplomaba al suelo. El intendente casi había bajado su espada cuando Jefe le gritó:
—¡A tu espalda!
Demasiado tarde: Sánchez no podía volverse con suficiente rapidez para evitar la cuchillada que le asestaba un marinero. Pero Jefe reaccionó con la velocidad del rayo: se abalanzó sobre el intendente y lo derribó. Sánchez cayó desconcertado, pero Jefe logró conservar el equilibrio. Se recuperó y de un solo golpe acabó con el inglés. El intendente volvió a levantarse y junto con Jefe se enfrentaron al resto de hombres. Estos los evitaban. Algunos se lanzaban amedrentados al suelo, otros saltaban por la borda. Sin duda ya no se defenderían. Por toda la cubierta del Morning Star los combates disminuían, y en el Pride of the sea ya reinaba la calma.
Bonnie vio que Sánchez palmeaba la espalda de Jefe antes de volverse hacia sus hombres. El capitán y el intendente hicieron balance. Entre los piratas había dos heridos leves y uno grave, pero ningún muerto. El capitán señaló este dato con satisfacción, tras lo cual se dispuso a impartir instrucciones. Se maniató a los cautivos, pero a unos pocos los dejaron sueltos bajo palabra de honor. A fin de cuentas, los corsarios no tenían la intención de realizar todo el trabajo sin ayuda. Los «oficiales» del Mermaid se pusieron de acuerdo en el reparto de las mercancías del Morning Star y del Pride of the sea. Un reducido grupo de piratas y marineros conduciría el Pride of the sea tras el Mermaid hacia Santo Domingo, a una cala escondida que conocía Seegall. La colonia española estaba en decadencia y muchos comerciantes no se tomaban las cuestiones legales muy en serio. Les comprarían a los corsarios el algodón y también pagarían un precio aceptable por el barco. Además, cuando se trataba de un barco inglés no les ocasionaba ningún remordimiento. En las colonias inglesas también se vendían los botines obtenidos en los ataques realizados contra barcos españoles.
Al anochecer la mercancía ya se había repartido y, para pasar el rato, Twinkle sugirió disparar al maltrecho Morning Star y hundirlo. Bonnie se volvió a poner a su lado. Observó cómo utilizaba la cuña de puntería para girar el cañón y cambiar así el ángulo de inclinación. Ahora que tenía tiempo suficiente deseaba apuntar con suma precisión. Incluso en medio del combate había logrado una puntería asombrosa.
—¿A lo mejor… a lo mejor un poco más abajo? —aventuró Bonnie tímidamente cuando Twinkle ya había cargado la bala. Estaba empezando a comprender cómo funcionaba ese asunto.
El hombre la miró inquisitivo e hizo una mueca.
—Por todos los diablos, chico, ¿pretendes enseñarme cómo tengo que ajustar a mi bebé? —preguntó con tono severo.
Bonnie se acobardó.
—No, no… claro que no… Solo que…
—¡Solo que así daríamos en el blanco sin duda alguna! —exclamó Twinkle con una amplia sonrisa—. ¡Tienes talento, pequeño! Y además esa vista de águila… Sí, ya lo había oído decir, Sánchez estaba fascinado contigo. Entonces, ¿te gustaría ser artillero?
Bonnie miró incrédulo al hombre. ¿Tan fácil era? ¿Estaba alguien dispuesto a compartir sus conocimientos con ella? Como artillero podría participar en las batallas aunque fuera una cría menuda y debilucha…
Tuvo que carraspear antes de contestar.
—Si me enseñas cómo funciona… Yo… yo lo haré lo mejor que pueda.
Bonnie no cabía en sí de orgullo cuando Twinkle volvió a sonreír y dio un sorbo al vasito de ron que el capitán Seegall había repartido entre todos, pese a que estaba prohibido beber alcohol en el barco.
—En Santo Domingo lo celebraremos en serio —había prometido—. Pero ¡qué diablos! ¡Dos barcos en un solo día se merece un trago! Y un brindis… Por estos niños, a quienes debemos nuestra presa. Ven aquí, Pequeño César, ¡deja que brindemos por ti!
Alzó su vaso.
Jefe dio orgulloso un paso al frente, pero entonces intervino Sánchez:
—¿Qué he oído? ¿Pequeño César, un niño? ¡Capitán, este hombre me ha salvado el culo! ¡De pequeño ya no tiene nada!
También Sánchez alzó su vaso.
—¡Por el nuevo Gran César Negro! —exclamó, palmeando la espalda de Jefe—. Hoy has hecho honor a tu predecesor. ¡Y estoy seguro de que nos darás más satisfacciones!