—Pero ¡no admiten mujeres a bordo, Bonnie! ¡Y no puedes disfrazarte de chico! ¡Lo que quieres hacer es una locura! Imagínate, si se dan cuenta. —Jefe había detenido de golpe al burrito, ansioso por llegar al establo, cuando Bonnie le había confiado sus intenciones—. Te… te…
—Es probable que me echen por la borda —señaló Bonnie imperturbable—. Pero primero tendrán que descubrirme, y no lo harán. No si me comporto como un chico…
—¡Anda ya! No puedes comportarte como un chico, eres…
Bonnie se encogió de hombros.
—Llevo años observando a mi backra maldecir y beber. Lo puedo imitar, no te preocupes. En cuanto al trabajo… no va a ser más difícil izar un par de velas que ir enterrando desechos de la carnicería en la arena, arrastrando sacos de sal para las conservas y fregando el suelo…
—¡Tendrías que pelearte! —exclamó Jefe—. ¡Y matar…!
Bonnie apretó los labios.
—¡Lo que tú puedas hacer, Jefe, también podré hacerlo yo! —replicó—. Puede que hasta mejor, espera a ver. ¿O es que ya has matado a alguien?
Jefe rio inseguro.
—Claro que no. Pero ¡tú tampoco! No puedo imaginarte blandiendo un sable.
—Te llevarás una sorpresa —respondió Bonnie, segura de sí—. ¡Ya veremos quién se cobra su primera presa! ¿Mañana a la misma hora? ¿Me recoges? A lo mejor tendrás que esperarme, el backra…
Jefe resopló.
—Otra vez me sales con esas. Mucha palabrería, pero cuando llega el momento, vuelves a encogerte delante del backra. ¿Tú, corsaria? ¡No me lo creo!
Bonnie no respondió. Se despidió con la mano y bajó de la carretilla. En la casa no había luces encendidas: o bien Dayton no había vuelto o estaba durmiendo la mona. Bonnie fue a su cobertizo y se envolvió contenta en la raída manta, lo que al menos le ofrecía algo de calidez.
Estaba tranquila, ya no tenía miedo. Ese capitán Seegall era un enviado del cielo, o tal vez del infierno. En esta vida, ella nunca volvería a doblegarse ante el backra. Solo un día más. Y luego jamás.
Al día siguiente Dayton tenía resaca y estaba de mal humor, probablemente arrepentido del dinero que la noche anterior había malgastado con Mandy. Como siempre, descargó su cólera en Bonnie. La regañó, le dio órdenes y le hizo limpiar la carnicería mientras él sacrificaba animales. Los chillidos de las bestias llegaban hasta la tienda y Bonnie casi se ahogaba en el odio que la inundaba. Temblaba de nervios, pero hasta el momento todo transcurría según lo previsto. Esa noche Dayton no saldría, pero tampoco permanecería sobrio. Destapó la primera botella de ron cuando Bonnie vació el último cubo de fregar.
—¿Todavía no has preparado la comida?
Bonnie suspiró. Había esperado que no le pegara, pero, al parecer, iniciaría su nueva vida con los ojos morados y las costillas doloridas. Pero bien, eso tal vez daría credibilidad a su personaje. Una pelea de taberna…
—Enseguida, backra… tener que limpiar tienda… por favor, no pegar pobre Bonnie. —Sabía que no conseguiría nada con sus súplicas, pero insistía porque a él le gustaba. De todos modos, era la última vez. Después de esa noche tampoco tendría que hablar como una esclava.
A continuación arrojó dos pedazos de carne fresca en la sartén. Contuvo las ganas de vomitar al pensar en los chillidos de los animales. Naturalmente, la carne no estuvo en su punto lo bastante deprisa, y luego se quemó mientras Dayton se ocupaba de imponer su «castigo» a Bonnie. Aun así, devoró los filetes y Bonnie esperó que lo retuviera todo. No le convenía para realizar sus planes que el backra vomitase el ron que había bebido. Más de la cuarta parte de la botella ya estaba vacía. Pero Dayton tenía un estómago fuerte y ahora también estaba de mejor humor.
—Ven, Bonnie, vamos a ver quién es mejor, ¡la puta o tú! —dijo con tono juguetón, una vez que hubo acabado de comer—. He aprendido una cosa nueva con Mandy… Esa sí que es lista… se lo ha pasado bien conmigo. Pero luego me ha pedido dinero y se lo he dado, maldita sea.
Bonnie se quitó el vestido sin decir nada. Sentía compasión por Mandy, quien después de pasar la noche con Dayton probablemente no tendría mejor aspecto que ella misma. Esperaba que al menos él no la hubiera engañado con el dinero. No obstante… todo el dinero que Mandy no se había quedado, pronto le pertenecería a ella.
La cita con Jefe la inquietaba, ya hacía rato que había salido la luna cuando Dayton se acabó la última gota de la botella y empezó a roncar en su asquerosa cama. Tenía que darse prisa. Inspeccionó brevemente los cuchillos de cocina, pero no estaban lo bastante afilados para lo que tenía intención de hacer. Tenía que suceder deprisa. Ahora, cuando iba en serio, Bonnie no tenía ganas de ver sufrir al backra. Como una pequeña y oscura sombra salió hacia la carnicería, todavía desnuda, y cogió el cuchillo. Brillaba a la luz de la luna. Bonnie se estremeció, pero no dudó. Decidida, se acercó a la cama del backra y alzó la hoja. Había visto miles de veces cómo lo hacía él. Se acordaba de cuánto había llorado la primera vez que Dayton se lo había enseñado. Cómo los berridos de la cabra enmudecieron de repente cuando… Bonnie colocó el cuchillo y con un rápido movimiento le cortó la garganta a Skip Dayton. Saltó hacia atrás cuando la sangre la salpicó y se asustó al ver que el backra abría los ojos. Emitió un sonido ahogado y agitó los brazos.
Bonnie resistió la mirada del moribundo. Debería experimentar una sensación de triunfo o tal vez de culpa, pero esperó tranquilamente que el reconocimiento, el horror y luego la cólera se apagaran en los ojos de Dayton.
—Se acabó, backra —dijo con serenidad—. Y ahora también morirá «Bonnie».
Limpió el cuchillo por encima —se lo llevaría, al igual que las armas del backra— y buscó una tijera. Tan deprisa como pudo, se cortó la media melena. Luego corrió a la playa y se metió en el agua para limpiarse del cuerpo del backra: su sudor, su esperma y su sangre. Le habría gustado bañarse para limpiarse del todo, pero no se atrevió. La marea era fuerte y eran altas las olas. No quería arriesgarse a caer y tal vez ahogarse.
Finalmente, Bonnie cogió las cosas que ya había preparado antes. La ropa de diario de Dayton no se diferenciaba demasiado de la de marineros y piratas. Una camisa ancha y un pantalón de algodón sujeto a la cintura con cuerda. No había tallas distintas, pero las perneras eran demasiado largas para Bonnie. Las cortó rápidamente con la tijera que había utilizado para cortarse el pelo. ¡Listo! Lástima que no hubiera espejo en casa de Dayton, le habría gustado comprobar qué aspecto tenía. Pensó que no se había olvidado de nada. Ahora solo faltaba el dinero, el cuchillo y las armas.
Se estremeció cuando pasó junto a la cama, a esas alturas empapada con la sangre de Dayton. Superó un asomo de miedo de que el backra pudiera despertarse, darse cuenta de que le había robado y castigarla por ello. Pero Dayton nunca más despertaría. Bonnie empezó a sentirse contenta. Y en el cántaro en que el patrón solía guardar el dinero encontró, en efecto, una pequeña fortuna, al menos para Bonnie. Aunque el capitán Seegall probablemente se riera de la cantidad. Si de verdad requería una «dote», Bonnie solo podía ofrecerle ese dinero. Los piratas tenían que llevársela sí o sí; de lo contrario, la colgarían. En el mejor de los casos. Era probable que a los habitantes de Gran Caimán se les ocurriesen formas más crueles de matar a una negra que había asesinado a su backra.
Se guardó el dinero y preparó la pistola de Dayton, la escopeta de caza y el cuchillo de la carnicería. Encontró un cinturón y una funda en la que metió el cuchillo con que había matado a su torturador. Era demasiado grande, debía de dar la impresión de llevar una especie de espada, pero ella presentía que iba a darle suerte. A continuación lo metió todo en una bolsa y añadió un pan, algo de pescado seco y un par de frutas que había comprado en la tienda de Máanu. Si los piratas no se la llevaban, podría quizá sobrevivir con eso un par de días en la selva.
Ya había pasado la medianoche y, naturalmente, Jefe no la había esperado. Quizá creyese que Bonnie se lo había pensado mejor. ¿Cuándo había dicho que el barco zarparía? Bonnie corrió a lo largo de la playa, con la esperanza de encontrar el sendero que se introducía en la selva. Había cogido una antorcha, pues no había encontrado una linterna, y no podía correr demasiado rápido si no quería apagar la llama. Cuando por fin dio con el sendero en lo alto, respiró aliviada. El barco todavía estaba en la bahía. Pero los piratas ya estaban apagando la hoguera de la playa.
Bonnie descendió corriendo y alcanzó a los hombres cuando estaban metiendo el último bote en el mar.
—¡Esperad! ¡Esperad! —gritó jadeando—. ¡Yo también quiero ir con vosotros!
Los hombres, que estaban ocupados con el bote, sacaron asustados las armas. Bonnie vio dos pistolas apuntándola, pero entonces oyó la voz de Jefe.
—¡No disparéis! No disparéis… es… es… Bon… Un amigo mío —rectificó sobre la marcha.
Bonnie se detuvo sin resuello. No podía pronunciar palabra.
—¿A este le has hablado de nosotros? —Se enfadó uno de los hombres. Bonnie reconoció a Sánchez, el mulato de la tienda de Máanu—. ¡Empiezas bien!
—Yo no… bueno, solo la… lo… —intentó disculparse Jefe.
Bonnie hizo acopio de valor.
—¡Yo lo vi con la mercancía! —afirmó con voz grave—. Y me imaginé para quién era. Y ahora estoy aquí. Por favor… por favor… ¡tenéis que llevarme con vosotros!
El pirata levantó la linterna que había alumbrado a los hombres mientras trabajaban y la acercó al rostro de Bonnie.
—¿Tenemos? —preguntó sonriendo—. ¿A un pardillo como tú? Vale más que vuelvas con tu mamá, pequeño. Y que te lave la cara.
El pirata pasó el dedo por la mejilla de Bonnie y lo acercó a la luz de la linterna. De repente se puso serio.
—¿Sangre? —preguntó—. ¿Te has hecho daño?
Bonnie se obligó a mirar al hombre a los ojos.
—No es mi sangre —respondió con firmeza, y con el rabillo del ojo se percató de que Jefe miraba boquiabierto el cuchillo de la carnicería que llevaba al cinturón.
Bonnie agarró el saco y lo vació delante de los piratas.
—Puedo seros útil —declaró.
Sánchez arrojó un breve vistazo a las armas, mientras uno de los otros silbaba entre los dientes con admiración. La pistola era un modelo nuevo, española, hacía poco que la habían llevado desde Barbados.
—¿De quién es la sangre? —preguntó con severidad Sánchez.
—Ya… ya se lo contaré al capitán. —Bonnie se acobardó. Si confesaba ahora que había matado a su backra… No había ninguna garantía de que los piratas aprobaran algo así—. Cuando… cuando esté a bordo.
La expresión de Sánchez se endureció.
—Yo soy el intendente del Mermaid —dijo—. Soy yo quien decide quién sube a bordo. ¿De quién es la sangre?
—Es de… su backra, imagino —intervino Jefe—. Lo ha tratado muy mal. ¡Ya lo veis!
Bonnie había bajado la cabeza, pero Jefe la cogió por la barbilla y mostró a Sánchez el rostro magullado. A causa de los últimos golpes de Dayton, volvía a tener medio hinchado el ojo derecho.
—Vaya, un negrito rebelde —observó Sánchez al tiempo que le daba un repaso de la cabeza a los pies—. No duda en coger el cuchillo, ¿eh? —Resopló y se volvió hacia los dos hombres que quedaban en la playa—. ¿Creéis que nos lo tenemos que llevar?
Bonnie estaba con los ánimos por los suelos. Por lo visto, acabaría en un cadalso de Gran Caimán. ¿Por qué había sido tan tonta? Habría podido decir que la sangre era de sus propias heridas, aunque no tenía ninguna que sangrara en la cara. Pero luego miró el rostro sonriente de uno de los hombres que estaban detrás de Sánchez.
—Quizá nos sea de utilidad —dijo el hombre, un blanco, y sonrió burlón.
—¡Podría llegar a convertirse en un buen pirata! —añadió el otro, un mulato como Sánchez. Y se acercó a Bonnie y le dio unas palmaditas en la espalda—. ¡Al menos cuando críe músculo! Pero ya te cebará nuestro cocinero…
El rostro de Bonnie resplandeció, igual que el de Jefe. Tal vez no había querido que Bonnie lo siguiera, pero ahora se alegraba y casi se sentía un poco orgulloso de una amiga que había matado a un blanco.
Sánchez también sonrió.
—Bien, ¡démonos prisa, demonios! Recoged lo que el negrito ha traído y larguémonos. O ya no atraparemos los cargueros que su amigo nos ha servido en bandeja de plata. ¡Ven, chico, no te quedes como un pasmado!
Empujó a Bonnie, que miró el bote fascinada.
No logró creerse el giro de los acontecimientos cuando se vio sentada junto a Jefe en el bote que Sánchez y los otros piratas alejaban de la tierra a fuertes golpes de remo rumbo al Mermaid.
El capitán esperaba a los últimos hombres en el puente.
—¿Qué os ha entretenido tanto ahí? —preguntó mientras se retorcía la barba—. Pensábamos que os queríais quedar en esta hospitalaria isla. —Los hombres rieron detrás de él.
Sánchez sacudió la cabeza.
—No tenemos ningún interés, capitán. Las putas son feas y los negros respondones.
Le guiñó un ojo a Bonnie, quien en ese momento subía desde el bote hacia la borda seguida por Jefe. El chico había subido primero para tenderle la mano, pero ella lo miró enfadada. Nada de galanterías. La tripulación de los barcos piratas, había insistido él la noche anterior, consideraba que llevar mujeres a bordo traía mala suerte.
—¿Dos? —preguntó el capitán mirando a Bonnie malhumorado—. ¿Es que aquí todos quieren abandonar a sus mamás negras? —La mirada que lanzó a Jefe tampoco fue muy amable—. Ya tenía suficiente haciendo de niñera de uno.
Sánchez se encogió de hombros.
—Ha sido inevitable —dijo—. Uno no pudo cerrar el pico y el otro aprovechó la oportunidad para cortarle el gaznate a su backra. Demasiado prometedor para abandonarlo. —Empujó a Bonnie delante del capitán.
—Yo también he traído algo —dijo ella en voz baja—. Armas y… y dinero… —Palpó con los dedos las monedas de los bolsillos—. Si me lleva, yo…
Seegall sacudió la cabeza.
—Quédatelas, pequeño. Te las has ganado a pulso. Está bien, chicos…
Lanzó una breve mirada a la cubierta. Un par de hombres trepaban por las jarcias y el maestre de velas impartía órdenes a gritos. Sánchez también daba instrucciones. El capitán consideró que aquí no lo necesitaban.
—Me llevo a los dos abajo y les hago firmar el código —anunció a Sánchez—. ¡Ya sabes cuál es nuestro rumbo! ¡Zarpemos! —Rio y los hombres sonrieron.
Bonnie y Jefe siguieron a Seegall. El capitán ocupaba un camarote diminuto al lado del alojamiento de la tripulación. Contenía una cama y una estantería llena de documentos, sobre todo cartas náuticas. Cogió unos papeles encuadernados en piel. Precedió a Bonnie y Jefe hacia la estancia donde se servía el rancho. Alrededor de una mesa había unas cuantas sillas. La muchacha se percató de que estaba todo tan sucio como en la casa de su backra. Ahí seguro que nadie se ocupaba de mantener el orden y la limpieza, y le habría encantado introducir algún cambio. No obstante, eso no sería aconsejable. Si quería vivir como hombre entre hombres tenía que aceptar sus rarezas.
El capitán limpió la mesa con la manga antes de colocar encima la carpeta de piel.
—Nuestro código de conducta —explicó, abriéndola—. Aquí tenéis por escrito las reglas que rigen en este barco. Supongo que no sabéis leer.
—Yo un poco —murmuró Bonnie—. Pero Jefe lee bien.
Señaló a su amigo, que no pareció muy contento con la revelación. Tal vez considerase que en un barco pirata se pedían otras habilidades más contundentes.
El capitán levantó la vista.
—¿De verdad, chico? Bien, entonces quizá nos seas de utilidad. Pero tardarías mucho en leerte esto ahora. Os diré simplemente lo que debéis saber.
Aquello tranquilizó a los chicos. La escritura casi era ilegible, la tinta era de mala calidad y ya en las dos primeras frases distinguió faltas de ortografía.
—Si queréis navegar en el Mermaid, tenéis que obedecer las órdenes del capitán, el intendente y el contramaestre. El último porque lo sabe todo, los primeros porque los habéis elegido. Si no os conviene lo que el señor Sánchez y yo ordenamos, tendréis que buscaros aliados para destituirnos. Mientras eso no ocurra, no hay réplica que valga, ¿entendido?
Jefe y Bonnie asintieron.
—Por lo demás, las normas son sencillas: a bordo no se fuma, no se juega y nada de mujeres, licores ni peleas. Si tenéis diferencias de opiniones con otros hombres, decídselo al señor Sánchez y él decidirá. Por lo general, es el intendente quien castiga a los que infringen las reglas. Pero en asuntos de vida o muerte, toda la tripulación interviene. También en ese caso se vota. —Pasó la mirada por los dos novatos, que lo escuchaban con atención, para confirmar que lo habían comprendido todo—. Cuando capturamos un barco, el botín se distribuye de forma justa —añadió—. Una parte para cada hombre; una y tres cuartos para mí, una y media para el señor Sánchez, una y un cuarto para el carpintero, el primer artillero y el contramaestre. En caso de recibir heridas graves durante un abordaje ajustamos los pagos, es decir, cuando alguien pierde un brazo o una pierna o un ojo. Las cantidades exactas están aquí, pero no os las muestro, no os quiero asustar. ¿Lo habéis entendido todo? ¿Alguna objeción? —Sonrió burlón cuando ambos asintieron con vehemencia—. Entonces jurad sobre estas dos pistolas… —Depositó ceremoniosamente sobre la mesa dos armas adornadas con incrustaciones en plata—. Por cierto, ¿cómo os llamáis? —preguntó mirando a Jefe, quien ya había levantado la diestra con el índice y el corazón extendidos para jurar.
—Jefe… Jeffrey, señor… —contestó el joven dándoselas de importante. En realidad estaba orgulloso de su nombre africano, pero el salvoconducto, que en ese momento se sacó del bolsillo, estaba a nombre de «Jeffrey»—. No soy un esclavo, señor.
El capitán resopló.
—Aquí no hay esclavos —observó—. Puedes guardarte eso. Pero no puedes llamarte Jeffrey, aquí solo hay una persona con este nombre, y es Jeffrey Seegall. —Se dio un golpe en el pecho—. Así pues, ¿cómo hemos de llamarte?
Jefe contrajo los labios. Bonnie se sorprendió de que no protestara, el capitán le intimidaba.
—No lo sé, capitán —respondió—. Elija usted un nombre. Un… un nombre de pirata… algo como «Barbanegra».
Seegall lanzó una sonora carcajada.
—¡Primero tiene que crecerte la barba! Ese nombre te viene demasiado grande.
Jefe lo desafió.
—Al hijo de un guerrero no hay nada que le vaya demasiado grande —objetó.
Seegall volvió a soltar una carcajada.
—Y también tienes mucha labia. ¿Qué ha dicho antes Sánchez de un negro bocazas? En fin, está bien, buscaremos un gran nombre para un negro grandote: el César Negro.
El rostro de Jefe se iluminó.
—César era teniente del Queen Anne’s Revange, ¿verdad?
Seegall asintió con aire casi afligido.
—Del barco del capitán Barbanegra —confirmó—. Trabajé a sus órdenes, chico. Un gigante increíblemente fuerte, pero también inteligente. Siempre iba descalzo. —Volvió a sonreír—. Así pues, Pequeño César Negro… ¿firmas con tu nuevo nombre en el código?
Jefe posó con gravedad la diestra sobre las pistolas en señal de juramento y con una enérgica firma certificó que obedecería las leyes del Mermaid.
—¿Y tú? —preguntó el capitán a Bonnie—. ¿También te llamas Jeffrey?
Bonnie sacudió la cabeza.
—No, yo soy… —Iba a decir Billie, pero pensó que no sabía escribir ese nombre. Necesitaba otro—. ¡Lo juro! —dijo Bonnie con voz firme y luego escribió con esmero «Bobbie» en el documento.
Nunca más volvería a ser una esclava. Su vida sería maravillosa.