7

Bonnie siguió a Jefe y el burro con la carretilla, primero un poco por la playa y luego por el manglar. Ignoraba que hubiese caminos entre la espesura de helechos y palmas, pero Jefe encontró una pequeña vereda lo suficiente ancha para la carretilla. El burrito, de todos modos, tenía que hacer un gran esfuerzo porque el camino no era liso, sino que estaba sembrado de raíces y lleno de barro después de las lluvias tropicales casi diarias. La playa y los accesos se secaban rápido al aire libre, en cuanto asomaba el sol, pero entre el denso follaje de la selva no entraba la luz. Sin la linterna que Jefe llevaba encendida, los dos aventureros se habrían extraviado o no habrían encontrado el camino.

—¿Adónde vamos? —preguntó Bonnie tras una hora caminando entre la vegetación. Era inquietante, la chica se sobresaltaba cada vez que un ave nocturna chillaba u otro animal se internaba entre el follaje alarmado al ver la luz—. ¿Y cuánto nos queda todavía?

—Enseguida llegamos, no tengas miedo —la tranquilizó Jefe—. También se llega por la playa, pero habríamos tardado mucho más. El barco está anclado en la siguiente cala, ¿comprendes?

—¿El barco? ¿Qué barco? Tú…

—¡Bonnie! ¿De qué barco te crees que hablamos? —Jefe se llevó las manos a la cabeza—. A ver, tienes que tener claro que nos dirigimos hacia un barco. ¿O es que te has creído que estamos abasteciendo a los espíritus del bosque?

Bonnie torció el gesto. No le gustaba que Jefe la tratase como si fuese tonta. Por supuesto pensaba en un barco, la simple elección de la mercancía ya lo indicaba, pero ignoraba por qué un capitán no iba al puerto sino a una bahía recóndita para cargar provisiones.

—Está claro que porque son piratas —explicó Jefe cuando se aclaró la espesura. La vereda terminaba en una costa escarpada.

—¿Piratas? —repitió Bonnie, perpleja—. Pero… pero ¡si ya no hay! ¿Es que no han colgado a Barbanegra y los demás? Pensaba… pensaba que ya no quedaban.

—Algunos quedan.

Jefe tiró del fatigado burrito por una senda pendiente abajo y llegó a una cala. Bonnie distinguió entonces un buque de tres palos anclado. El barco había penetrado tanto en la bahía que no podía verse desde mar abierto.

—¡Ahí… ahí está! ¡Es verdad!

Bonnie seguía sin dar crédito. Iluminado por la luna había un velero no demasiado grande pero airoso. La tripulación, al menos una parte de ella, había descendido a la playa, donde se veían botes de remos y ardía una hoguera. Los piratas no parecían temer que los descubriesen. Era probable que utilizasen ese escondite con frecuencia.

—¡Claro que está ahí! —confirmó Jefe—. Siempre está ahí. Hace una eternidad que abastecemos al capitán. Echa las anclas aquí una o dos veces al año. Y también habría… —soltó una especie de bufido antes de acabar la frase— se habría llevado a mi padre. Mi madre le había hablado a mi padre del Mermaid y del capitán. Y él quería fugarse una vez más. Pero entonces esos cerdos le pegaron un tiro… —Se pasó la mano por los ojos—. Sea como sea… el capitán Seegall lo habría esperado. Es un buen tío.

Bonnie apenas podía creerse que Jefe estuviera hablando del patrón de un barco. Ninguno de los capitanes que ella había conocido en Gran Caimán habría siquiera pensado en ayudar a escapar a un esclavo.

—¿Es… negro? —preguntó.

Jefe sacudió la cabeza.

—¿El capitán Seegall? No. Pero eso da igual en un barco pirata. Cualquiera puede convertirse en capitán. No les importa que seas negro o blanco. Solo tus capacidades de liderazgo y de abordar otro barco. Y el capitán Seegall… dicen que navegó con Barbanegra.

Bonnie bajó la vista hacia la playa. No distinguía demasiado a la luz de la hoguera, pero daba la impresión de que, en efecto, los hombres eran de razas distintas. Muchos al menos mulatos.

—¿Y sabes qué? —añadió Jefe y su voz todavía triste pareció animarse de repente—. Esta vez no dejaré que zarpen y se marchen. ¡Esta vez me voy con ellos!

Bonnie se estremeció.

—¿Que… que te vas con ellos? —repitió—. ¿Quieres… quieres hacerte pirata?

Jefe asintió orgulloso.

—¡Eso mismo! Estoy harto de hacer trabajos sucios para los bribones blancos del puerto. Harto de bajar la cabeza cada vez que pasa un backra. ¡Quiero ser libre! ¡Un guerrero como mi padre!

Bonnie recordó que, de hecho, Jefe nunca hacía trabajos sucios ni bajaba la cabeza ante nadie. Lo único que se le ocurría era que él quería marcharse. Jefe quería irse, quería dejarla sola… Hizo una mueca abatida.

—¿Y te llevarán con ellos, así sin más? —preguntó en voz baja.

—Bueno, «así sin más» no. Debo entregarles algo… —Miró con orgullo hacia sus futuros compañeros.

—¿La mercancía? —Se sorprendió Bonnie, mirando la carretilla del burro—. Pero si han pagado por ella.

¿De dónde si no habría sacado Máanu el dinero que había dado a Dayton? Y seguramente no estaba de acuerdo en que Jefe se hiciera a la mar con los bucaneros. Era poco probable que le diera una especie de dote.

—¡La mercancía no, tontaina! —Jefe sacudió paciente la cabeza—. La pagan siempre, es cuestión de honor, el capitán Seegall no tima a nadie. Pero en estos círculos no se paga con dinero. Se paga con conocimientos. Sánchez, ese estaba muy interesado en los veleros que zarparon ayer llenos hasta los topes rumbo a Inglaterra. Los piratas todavía están cargando provisiones y luego se pondrán en marcha, tras ellos, mañana por la noche. Tienen una presa como es debido… —Acentuó la palabra «presa»: el primer vocablo del tesoro léxico de los piratas.

A Bonnie le quedaron claras varias cosas. Sánchez era el mulato que vestía con elegancia y que había estado con Jefe en la taberna. El hijo de Máanu le había hablado de los barcos que zarpaban. Algo en Bonnie protestó contra el hecho de que hubiese traicionado fríamente a sus capitanes y tripulaciones. Pero, por otra parte, no era ningún secreto que los barcos habían cargado caña de azúcar en Barbados, después de haber descargado esclavos llegados de África. Si ahora la misma tripulación acababa en algún mercado de esclavos y su cargamento en manos de los corsarios, ¡lo tenían bien merecido!

Entretanto, Bonnie y Jefe ya habían recorrido más de la mitad del camino de la costa. Los piratas ya debían de haber visto la carretilla y el burro. Los pensamientos se agolpaban en la cabeza de Bonnie e iba formándose la idea más audaz que jamás se le había ocurrido, aunque necesitaría algo de tiempo para desarrollarla. Se detuvo con determinación.

—No voy contigo, Jefe. Me escondo aquí y veo desde lejos cómo descargas.

Jefe la miró casi ofendido.

—¿En serio? Pero yo creía… creía que te gustaría conocer a esos hombres. ¡Hay un par que son realmente auténticos! El cocinero solo tiene una pierna. Dice que la perdió frente a la costa de Charleston. Habían ahorcado a los demás corsarios y él escapó por los pelos…

Bonnie lo interrumpió.

—Jefe, soy una chica —dijo enfadada—. Y una chica decente no se alegra de conocer a hombres que probablemente no hayan visto a una mujer en tres meses.

El muchacho sonrió.

—Ven, Bonnie, estos son hombres respetables… —objetó, defendiendo a sus nuevos amigos.

—¡Son piratas, Jefe! —Bonnie tuvo que esforzarse por bajar la voz. Vacilaba entre la preocupación, la risa y la tensión. Esa idea…—. Si los calificaras de respetables, es probable que se ofendieran…

Jefe sonrió burlón.

—Vaaaaale, no respetables en «ese» sentido —replicó—. Sino… hum… en el de honrados. Y estás conmigo, a ti no te harían nada.

Bonnie lo dudaba. Pero en realidad tenía menos miedo de que la violaran que de enseñarles la cara antes de tiempo…

El rostro de Jefe se ensombreció de repente.

—O… ¿los detestas? ¿Por eso no quieres hablar con ellos? ¿Los juzgas por lo que hacen?

Bonnie se preguntó cómo aquel amigo durante más de cuatro años podía conocerla tan poco.

—No —musitó—. ¡Los envidio!

Y dio media vuelta para internarse en la selva, a un lado del camino. La vegetación era abundante en todas partes. Al abrigo de la noche, podría acercarse algo más a la cala si quería correr ese riesgo. Pero primero tenía que seguir elaborando su idea. Aquella idea monstruosa…

Jefe condujo al burrito hacia la cala y los piratas lo saludaron como a un viejo amigo. Enseguida empezaron a trasladar la mercancía de la carretilla a los botes fondeados en la playa. Todos trabajaban con rapidez y diligencia, lo que a Bonnie le sorprendió un poco. En el puerto, cuando alguien encendía una hoguera enseguida empezaba a circular la botella de ron y el aguardiente. Sin embargo, los hombres del capitán Seegall no parecían estar borrachos. Solo cuando estuvo todo guardado en los botes, conversó un poco el capitán con Jefe, o al menos Bonnie supuso que ese hombre alto e imponente era Seegall. A diferencia del resto de los hombres, que llevaban camisas de cuadros y pantalones de lino hasta el tobillo, iba vestido con pantalones hasta la rodilla, camisa con chorreras y levita. Sin embargo, la poderosa barba, que seguramente no iba a la zaga de la de su idolatrado Barbanegra, enturbiaba la imagen del serio comerciante o hacendado. Tampoco llevaba zapatos ni medias de seda: iba descalzo, como sus hombres.

Estos mostraban poco respeto ante Seegall. Al menos no parecían tenerle el miedo que los tripulantes de los mercantes sentían hacia sus capitanes y oficiales, a quienes más bien trataban de evitar. Bonnie había oído decir que en las compañías navieras los encargados de reclutar a los hombres los emborrachaban para forzarlos a enrolarse. Pero las tripulaciones de los barcos piratas sin duda llegaban allí por propia voluntad. Y además tenían que «pagar», como Jefe…

Así pues, tener que alistarse en un barco pirata era la única dificultad insoslayable del audaz plan de Bonnie. Tenía que enterarse de más cosas. Cuando Jefe regresó, ambos se sentaron en la carretilla y dejaron que el burrito tirara de ella. Entonces Bonnie lanzó a su amigo una andanada de preguntas.

Jefe reflexionó.

—La mayoría de los hombres de Seegall son desertores —señaló—. O amotinados. Gente que no aguantaba en barcos mercantes o en buques de guerra. Según Sánchez, convivir con militares es horrible. Los oficiales no son mejores que los backras de las plantaciones. A veces los piratas también se llevan prisioneros. Si abordan un barco en el que hay un médico o un carpintero…

Bonnie corrigió su hipótesis acerca de la decisión voluntaria de enrolarse.

—Pero a estos también les gusta —aseguró Jefe—. Todos se quedan porque quieren.

—¿Siempre hay que… que aportar algo cuando uno quiere alistarse en un barco pirata? —preguntó Bonnie.

Jefe se encogió de hombros.

—Bueno… —murmuró—. Ellos… ellos quieren saber si uno va en serio… Por ejemplo, alguien como yo…

Bonnie reflexionó acerca de si el capitán pirata le pondría dificultades a Jefe. Eso no la sorprendería, ya que pondría en peligro la larga y al parecer buena relación comercial con Máanu. Seegall debía de saber que la propietaria de la tienda tenía para el chico planes muy distintos de una carrera como bucanero. Seguro que montaría en cólera cuando comprobara que Jefe se había escapado con los piratas, y a saber si estaría dispuesta a volver a abastecerles de víveres la próxima vez.

Sin embargo, otro chico… uno sin familia y sin amigos… Bonnie llegó a la conclusión de que la «dote» tampoco sería tan elevada.

—¿Cómo es que te interesas por los piratas? —preguntó Jefe cuando la playa del pueblo ya no quedaba tan lejos—. No… no irás a chivarte a mi madre, ¿verdad? Nadie más que tú sabe que quiero irme. No hay nadie que se lo imagine. Después puedes contárselo, claro. A lo mejor le escribo una carta y te la dejo para que se la des…

Bonnie sacudió la cabeza.

—No voy a traicionarte —dijo—. Desde luego que no. Pero será imposible que entregue una carta en tu nombre. Porque yo voy contigo, Jefe. Y no intentes que desista. Ya sabes que hace tiempo que quiero irme de aquí. Y esta es mi única posibilidad. Me cortaré el pelo, me pondré pantalones y nadie se dará cuenta de que soy una chica. —Decidida, miró a su amigo a los ojos—. ¡Voy a ser pirata!