6

Después del infantil acto de «venganza» contra los habitantes blancos del puerto de Gran Caimán, Bonnie intentó mantener cierta distancia con Jefe, pero le resultaba difícil renunciar a su compañía. Al poco tiempo añoraba su voz profunda, incluso la risa sardónica con que solía responder a los frecuentes reproches y críticas de Máanu. Echaba de menos, sobre todo, su forma de ser despreocupada. Jefe no parecía tener miedo de nada, mientras que Bonnie se asustaba de casi todo. Su backra podía percibir un deje de reticencia en una pregunta inofensiva o en el trato cotidiano de su esclava y castigarla sin piedad al instante. Tal vez Máanu tenía razón y simplemente le divertía golpear a Bonnie.

Pese a ello, Dayton la estaba dejando últimamente bastante tranquila. La joven se preguntaba si tal vez debía atribuirlo a que Máanu hubiese intervenido a su favor o, quizás, a que la señora Benton se hubiese quejado. La esposa del capitán del puerto había estado observando a Bonnie y seguro que se había dado cuenta de sus cardenales y cicatrices. Además, tenía más autoridad que Máanu. Nadie que quisiera hacer negocios en esa localidad desatendía al señor Benton, y si este le había dicho un par de cosas a Dayton, eso habría contribuido a que se moderase.

Fuera como fuese, Bonnie se sentía agradecida a la esposa del capitán del puerto, aunque si quería compartir las opiniones de Jefe, tendría que odiar también a los Benton. Para él era causa suficiente el hecho de que ellos fuesen blancos y él negro, pero la menuda esclava no podía creerse que todos los blancos fuesen tan rematadamente malos y perversos como el joven afirmaba. El señor Benton, por ejemplo, era, por todo lo que Bonnie percibía, un hombre honrado que incluso trataba a los esclavos casi con cordialidad, y su mujer tenía una única doncella negra. Se llamaba Bridget y llevaba un bonito uniforme, y era tan estirada que ni siquiera hablaba con Máanu, así que ni pensar en que lo hiciera con alguien como Bonnie. Seguro que a Bridget nunca le gritaban ni pegaban. Y seguro que tampoco se mataba trabajando en el cuidado de la casa.

Fuera quien fuese a quien tuviera que agradecérselo, Bonnie disfrutaba esos días de un poco más de sosiego. Las hinchazones del rostro estaban remitiendo y junto a sus obligaciones encontraba tiempo para pasarse por la tienda de Máanu y dedicarse a una tarea severamente prohibida: ¡Máanu le estaba enseñando a leer! La misma Máanu había aprendido de pequeña con el hijo de su backra; Bonnie desconocía en qué condiciones precisas, pues la negra liberta nunca hablaba de ese tema. Sin embargo, había dado mucha importancia a que su hijo Jefe estudiase e incluso había pagado al borrachuzo del doctor, que se ocupaba más mal que bien de la atención médica de los blancos de Gran Caimán, para que le diera clase. El chico estaba sediento de saber, y si uno daba crédito a lo que contaba, su padre Akwasi había sido una especie de erudito. Pero ella ya era consciente: si había que hacer caso de todo lo que el joven contaba sobre su padre, Akwasi había estado por encima del resto de la humanidad en todos los asuntos. El que aun así no hubiese llegado a rey del mundo, Jefe lo atribuía al color de su piel, y por eso estaba enfadado con el género humano.

En cualquier caso, gracias a que sabía leer y escribir, Jefe había encontrado una especie de trabajo temporal. El propietario de los dos barcos ingleses que estaban amarrados en el puerto daba importancia a que la contabilidad estuviese bien llevada y exigía del maestre de provisiones unas listas exactas de los suministros que se cargaban a bordo. Este último no sabía escribir, lamentablemente, y apenas contar, así que el señor Benton le había recomendado a Jefe para que lo ayudase. La admiración de Bonnie hacia su amigo por la tarea que estaba realizando era ilimitada: estar ahí sentado y contar los barriles y sacos que metían en las bodegas del barco de tres palos en lugar de cargarlos con un calor de muerte debía de ser como estar en el cielo.

Jefe le guiñó el ojo cuando pasó por su lado camino de la casa de Máanu. A Bonnie le habría gustado responder al saludo, pero se contuvo. En ningún caso debía contarle nadie a su backra que había hablado con un hombre en el muelle, y el señor Benton tampoco tenía que pensar que ella distraía a Jefe de su trabajo. Así pues, pasó corriendo, apartó la vista de los burdeles y bares como era habitual y llegó a la tienda de Máanu, donde la encontró hablando con un extraño forastero.

A primera vista, el mulato, alto de estatura, parecía un comerciante rico; pero eso era imposible. Los comerciantes siempre eran blancos y pocas veces hacían ellos mismos sus compras en una tienda como la de Máanu. Pero fuera quien fuese, ese cliente llevaba calzones y medias, una camisa con chorreras y un chaleco bordado. En sus zapatos de tacón alto relucían unas hebillas de plata. Al entrar, se había sacado el tricornio, lo que redujo un poco el glamur de su aspecto general. Llevaba desgreñado y sin cuidar el cabello oscuro y liso.

Bonnie esperó amedrentada como siempre junto a la puerta de la tienda a que el hombre se despidiera, aunque sus negociaciones con Máanu ya parecían a punto de concluir. La propietaria lo estaba acompañando hacia la salida.

—Con discreción, por supuesto —respondió la negra a una última pregunta que Bonnie no escuchó—. Enviaré a mi hijo, como es habitual. Tenga el bote preparado…

El hombre se despidió con una exagerada reverencia a la que Máanu respondió con la misma sonrisa torcida que solía exhibir su hijo. Alguna sospecha debía de suscitarle aquel cliente. Bonnie se acurrucó en las sombras del porche para que no la vieran, pero el hombre se percató de su presencia, le sonrió y le guiñó un ojo. Saludó con la mano antes de bajar por las escaleras.

—¿Quién era? —preguntó Bonnie cuando Máanu la invitó a entrar.

La negra se encogió de hombros.

—Un cliente de paso. De uno de los barcos…

Bonnie no preguntó más, pero luego tampoco consiguió concentrarse en las letras que Máanu le escribía con tiza sobre una de las tablillas donde solía apuntar los precios. Hasta ese día, Máanu nunca le había mentido, la pequeña habría considerado a la altiva liberta casi incapaz de decir algo que no fuera verdad. Sin embargo, aquel hombre tan elegantemente vestido no era un cliente corriente. Y no había llegado en uno de los barcos cuya carga Jefe estaba supervisando.

La muchacha sintió una extraña curiosidad. Hacía tiempo que había aprendido a no preocuparse por los asuntos de los demás, le bastaba con sus propias preocupaciones, pero ahora se trataba de Máanu y Jefe… «Enviaré a mi hijo, como es habitual…». ¡No cabía duda de que tenía algo que ver con Jefe!

Bonnie caviló si preguntar al muchacho camino de vuelta a la carnicería, pero los barcos se estaban equipando para zarpar y no tenía esperanzas de encontrarlo. Aun así, descubrió a su amigo en uno de los pringosos bares del puerto… ¡en compañía del mulato que había visto en la tienda de Máanu! En ese momento, el hombre depositaba delante del chico un vaso de ron, obviamente invitándolo a beber. Jefe tosió tras tomar el primer trago del fuerte licor y empezó a hablar. Bonnie no oyó nada de la conversación, solo vio que Jefe era quien más hablaba. El otro escuchaba.

Eso le pareció extraño. Si quería preparar la cena y dar de comer a los animales antes de que el backra cerrase la carnicería tenía que marcharse de inmediato. ¡No quería darle ningún motivo para que volviera a pegarle!

Pese a todo, Bonnie no se olvidó del asunto del forastero y cuando al día siguiente tuvo que llevar al puerto la carne en salazón, no dudó en buscar a Jefe. Lo encontró detrás de la tienda de su madre y, qué extraño, trabajando aplicadamente. Estaba reuniendo una entrega importante de pan marino para los barcos, pescado en salazón y legumbres secas.

—¿Es para un barco? —preguntó desconcertada cuando el chico colocó también un tonel de carbón sobre la carretilla en que Máanu solía transportar las mercancías—. No hay ninguno en el puerto.

Jefe se sobresaltó, como si lo hubiera pillado in fraganti; al parecer no la había visto llegar. Luego le dirigió una sonrisa pícara, como si se alegrase por alguna razón.

—Aquí no —susurró.

Bonnie frunció las cejas.

—¿Dónde, entonces? ¿Hay otro puerto más en Gran Caimán?

Le parecía posible, aunque ella solo conocía el barrio de los esclavos de una plantación. Si había un segundo puerto, tenía que estar muy lejos. Demasiado para entregar un encargo con la carretilla.

Jefe se echó a reír.

—Bonnie —dijo—, hay cosas que no te cuento. Si me juras no decírselo a mi madre, te lo enseñaré. Me matará si se entera de que se lo he dicho a alguien…

La joven asintió sin comprender. Ese asunto debía de estar relacionado con el hombre que había visto hablando con el chico el día anterior, no podía ser algo tan misterioso. A fin de cuentas, el individuo había caminado con toda naturalidad por el lugar y había bebido en el bar del puerto. Nadie se lo había quedado mirando. O sí. Bonnie reflexionó. ¿No era chocante? ¿No tendría que llamar la atención que un mulato vestido con tanta elegancia se pasease por ese sitio? Pero la gente no le había prestado atención.

—¿Y bien? ¿Me lo juras? —la apremió Jefe.

Ella volvió a asentir. El muchacho daba la impresión de tomarse como un juego ese asunto… o como una aventura.

—Pero tiene que ser después de que el sol se haya puesto, cuando salga la luna —precisó Jefe—. Pasaré por casa de Dayton. ¿Podrás escaparte?

Bonnie alzó los hombros. De todos modos, dormía fuera, en su cobertizo, así que no tenía que salir a escondidas de la casa. Siempre que esa noche el backra no le exigiera nada. De lo contrario sí se retrasaría. Ella no solía tener ánimos para ir a pasear a la luz de la luna, pero era incapaz de explicarle todo eso a Jefe…

—Lo intentaré —prometió. No convenía que él conociera detalles de cómo vivía ella—. Te oiré cuando pases.

Jefe sonrió burlón.

—¡No me oirás! ¡Nadie me oye! —Se jactó.

Bonnie puso los ojos en blanco. Un juego, una aventura, tal como había imaginado. Esperaba que valiera la pena.

Sin embargo, Bonnie tuvo un insólito golpe de suerte. Dayton recibió un encargo más grande: precisamente Máanu le pidió dos toneles de carne en salazón y quiso aprovechar la oportunidad para saldar las últimas cuentas que aún tenía pendientes. Así pues, Skip Dayton se dirigió al puerto, de muy buen humor y seguido por Bonnie, que empujaba la carretilla con los toneles. Pesaba y hacía tiempo que no había engrasado las ruedas.

La joven estaba empapada en sudor cuando llegaron a la tienda de Máanu. Esta le lanzó una mirada compasiva, pero no dijo nada. Tampoco regateó cuando Dayton le presentó la factura, sino que pagó sus deudas. Por lo visto había cobrado una gran suma de dinero hacía poco, pues Máanu no solía tener mucho dinero en la caja.

Fuera como fuese, Dayton se marchó satisfecho y reaccionó de forma inesperadamente afable cuando una pelandusca se dirigió a él. Era Mandy, una criolla que trabajaba por cuenta propia. O para su madre blanca, que llevaba uno de los tugurios portuarios. Alguien debía de protegerla, pues en caso contrario ya haría tiempo que alguno de los propietarios de los dos burdeles le habría puesto la mano encima. En ese entorno y para ser prostituta, Mandy era extraordinariamente bonita, su cabello rubio ya era de por sí un reclamo para los clientes.

—Cómo lo ves, Dayton, ¿me invitas a beber algo? —preguntó con la voz ronca. Bonnie, que se arrastraba detrás del amo, no la miró—. No está pasando gran cosa por aquí. Si tienes ganas… te haré un precio especial para esta noche.

La menuda esclava apenas si daba crédito cuando el backra empezó a negociar un precio. Por lo general solía excitarse con las putas del puerto para desquitarse luego en casa con Bonnie. A esta le sorprendía a veces el poder de imaginación del hombre. Según cómo, no dejaba de ser un mérito imaginar a la voluptuosa Mandy, con su melena rubia, en el lugar de la huesuda Bonnie, con su cabello crespo.

Pero esa noche, Dayton parecía dispuesto a darse un gusto especial. Tras un breve regateo envió a casa a Bonnie con la carretilla y se fue del bracete con Mandy. La prostituta parecía satisfecha mientras lo conducía hacia el tugurio de su madre. Bonnie no la entendía. Skip Dayton, regordete, muy fuerte pero tirando a bajo, que nunca se lavaba la sangre de la carnicería, que masticaba tabaco sin parar y a quien la boca le apestaba a caries y ron, debería haberla repelido más que atraído. Bonnie nunca había conseguido sonreírle o dirigirle palabras cariñosas.

Aliviada de tener la noche libre, empujó la carreta en dirección a la carnicería. No, Bonnie nunca podría seducir a hombres, adularlos y fingir admiración por ellos. El encuentro con Mandy reforzaba esa idea y la privaba de cualquier esperanza de poder abandonar alguna vez su vida con Dayton. A menudo había jugado con la idea de colarse de polizón en algún barco y marcharse de Gran Caimán. Lo conseguiría, seguro que los estibadores negros del puerto no la traicionarían. Y tampoco se moriría de hambre si se ocultaba en la bodega cargada de provisiones. Pero ¿qué pasaría cuando el barco atracara? Era muy probable que la descubrieran, que le exigieran que pagara el pasaje y la vendieran al burdel más cercano. E incluso si conseguía escapar sin ser vista, solo le quedaría el trabajo de prostituta.

Bonnie se estremeció. No, para eso mejor se quedaba con Dayton. Al menos no le pedía que sonriese. Al contrario, parecía excitarlo que ella sintiera repugnancia. Le gustaba forzarla.

Pero ahora tenía vía libre para emprender su aventura con Jefe, incluso tiempo suficiente para darse un chapuzón en el mar. Bonnie se zambullía en el agua refrescante y disfrutaba chapoteando. No sabía nadar, aunque Jefe siempre se ofrecía a enseñarle. Pero es que no se atrevía a desnudarse delante de él, no quería que viese lo delgada que estaba y, sobre todo, las cicatrices que el maltrato de Dayton dejaba en su cuerpo. Bonnie no quería reconocerlo, pero le gustaba estar bonita en presencia del muchacho.

Tras retozar entre las olas, se sintió limpia y fresca y volvió a ponerse de mala gana su único y sudado vestido azul. Dayton lo había comprado en una tienducha de ropa usada después de que su viejo vestido casi se le desintegrara de tanto usarlo. Le habría gustado tener una falda roja y una blusa como las que Máanu y la mayoría de las criollas llevaban. Seguro que así habría parecido mayor, mientras que aquel vestido le daba un aire infantil. Pero para Dayton esas prendas eran demasiado caras.

Bonnie se acuclilló en su cobertizo y se quedó contemplando el mar mientras esperaba a Jefe. Pero la belleza de la playa blanca en que nacía el verde intenso de la selva no la conmovía. Cuando Bonnie pensaba en el mar, lo concebía como un muro que rodeaba su prisión y que saltaría gustosa en cuanto se presentara la menor oportunidad. Como tantas otras veces, esa noche soñó de nuevo con escapar de Gran Caimán, pero sin lograr imaginarse la vida en otro lugar. Pese a ello, Jefe siempre formaba parte de sus fantasías. A veces se imaginaba llevando la casa y cocinando para él, tal como lo hacía ahora para el backra. El joven no mataría animales delante de la puerta de su casa y con toda certeza no la pegaría, antes bien… bueno, le daría de vez en cuando algún beso. Dulcemente, a lo mejor en la mejilla… Los sueños de Bonnie eran así de ingenuos.

Por supuesto, Jefe no consiguió pasar junto a Bonnie sin hacer ruido, pero sí la sorprendió con su comitiva: un burrito que arrastraba una carretilla cargada hasta los topes. El animal pertenecía a un viejo mulato que cultivaba un campo al otro extremo de la localidad y abastecía la tienda de Máanu con sus verduras. Bonnie observó lo que había en la carretilla y distinguió los barriles de pescado en salazón que antes con tanto esfuerzo había llevado al puerto.

—¿No podrías haberlos recogido aquí mismo? —preguntó disgustada—. ¡Me ha costado mucho cargar con ellos!

Jefe sacudió la cabeza.

—¡No! ¡Claro que no! —contestó, haciéndose el interesante—. Tu backra se habría olido dónde los entregamos. Y eso no debe saberlo nadie, ya te lo he dicho. Has jurado…

—Sí —respondió Bonnie, esforzándose por no parecer enfadada. ¿Podía Jefe creerse realmente que pasaba desapercibido recorriendo media isla con un burro y una carretilla? ¿Y que Dayton no había sospechado nada cuando Máanu había saldado de repente sus cuentas? Su curiosidad iba aumentando. ¿En qué andarían metidos Máanu y Jefe que medio Gran Caimán ignoraba a sabiendas?