5

—¿He sido víctima de un espejismo o acabo de ver pasar trotando por delante de mí, a lomos de Attica, a nuestro doctor Dufresne?

Doug Fortnam había llegado de Kingston y entraba en ese momento en las dependencias de su esposa, que se encontraban en una torrecilla por encima del segundo piso de Cascarilla Gardens. A Nora le encantaba ver el mar desde las ventanas. Desde una de las habitaciones tenía incluso una vista de la playa, donde empezaba de forma abrupta la selva que pocos decenios atrás había estado ocupada en parte por la plantación. El juego de colores que ofrecía la selva verde, la arena de un blanco níveo y el azul del mar no dejaba de cautivar a Nora, que ya de joven había soñado en Inglaterra con esas playas.

También ahora estaba junto a la ventana contemplando el paisaje, lo que no era propio de ella en un día soleado. Cuando no llovía, Nora siempre encontraba algo que hacer fuera. Aunque entonces se ponía vestidos de algodón sencillos y no aquel vestido de seda de tarde estampado con flores de colores y con miriñaque. Naturalmente, Doug no se había equivocado cuando había reconocido a Victor Dufresne: su esposa y su hija tenían visita.

—Y eso no es todo —respondió Nora, sin volverse hacia él ni saludarlo con un beso como era su costumbre—. Ven aquí y compruébalo por ti mismo.

Doug enseguida distinguió qué había de tan absorbente en el paisaje. Sobre la playa galopaban las yeguas Alegría y Attica, esta última era el caballo favorito de Nora. Ahora la montaba Victor, monsieur Victor, como Deirdre le había llamado formalmente cuando pidió a Nora que le prestase la montura. Sin embargo, la madre notó que ya hacía tiempo que en sus pensamientos había suprimido tal tratamiento.

Por lo visto, Deirdre y su galán estaban echando una carrera, lo que a los padres de la muchacha no les sorprendía. Esta aprovechaba cualquier oportunidad para mostrar su habilidad como amazona y la velocidad de Alegría. Lo inesperado era, únicamente, que la negra Attica iba por delante de Deirdre y su yegua blanca.

Doug rio.

—Así pues, el doctor Dufresne ha superado el último obstáculo para pedir la mano de nuestra revoltosa hija —observó—. No cabe duda de que sabe montar a caballo.

La yegua Attica, con sus largas patas, era más veloz que la pequeña Alegría, pero era recatada. Si el jinete no la manejaba con determinación, prefería quedarse en el segundo o tercer puesto en lugar de adelantar a otro caballo. Sin embargo, Victor Dufresne había conseguido estimularla. Deirdre quedaría hechizada por su talento en cuanto se recuperase de la derrota…

—Ese joven tiene muchas virtudes —observó Nora, aunque sin entusiasmo—. Es afable, inteligente, buen médico y de aspecto agradable. No es extraño que Deirdre se haya enamorado…

La noche del baile de presentación, Deirdre no había vuelto a apartarse de Victor Dufresne y, ya que pernoctaba en Cascarilla Gardens, como la mayoría de los invitados que venían de lejos, a la mañana siguiente le había mostrado la plantación. Durante el paseo el joven había vuelto a hablar con Nora, la había acompañado a la visita matutina en el barrio de los esclavos y hablado con ella acerca del tratamiento de los enfermos. El efecto que había causado con ello había sido impresionante. Victor permaneció allí incluso cuando ya hacía tiempo que lord Bowden se había marchado y entretuvo a Deirdre y Nora poniéndoles al corriente de las últimas noticias de Londres y París. Al final se despidió solemnemente, pero en los días que siguieron, para sorpresa de todos, no hubo ningún barco que zarpara rumbo a La Española. Así que algunas damas de Kingston pidieron su opinión al joven médico, quien al parecer se vio obligado, dado el estado de las señoras, a ocuparse de su tratamiento y no abandonarlas. Así pues, Victor no se fue y una semana más tarde se mostró contentísimo cuando Deirdre apareció con sus padres en Kingston. Doug tenía asuntos que resolver allí de forma periódica y las damas tenían la intención de ir de tiendas. Victor Dufresne se alegró de poder acompañar a Deirdre y su doncella negra a dar un paseo por el barrio comercial mientras Nora tomaba el té con unas amigas. Y ahora, el fin de semana, se había presentado en Cascarilla Gardens con medicamentos que Nora desconocía y una caja de refinados bombones de chocolate para Deirdre. Nora se preguntaba para cuál de sus parientes femeninas la habría traído de Europa. De todos modos, no habría precisado de ningún obsequio para hacer dichosa a Deirdre. En cuanto Victor se aproximaba, los ojos de la muchacha resplandecían. Ese día habían ido a dar un paseo a caballo, durante el cual Victor Dufresne no había pretendido aprovecharse como el joven Keensley. Por supuesto, los dos iban acompañados de un mozo de cuadra, al menos al principio, pues al llegar a la playa habían dejado atrás al joven y su mulo.

Nora echó otro vistazo a la playa. Los jinetes habían puesto las monturas al paso y charlaban animadamente. Suspiró.

—¿Qué sucede, cariño? —Doug la rodeó protectoramente con el brazo—. Por un lado pones por las nubes al doctor Dufresne, pero por el otro… ¿Hay algo que se oponga a que le haga un poco la corte a Deirdre?

Ella se frotó la frente y consiguió apartar la vista de la pareja.

—Si se queda en «un poco…» —murmuró—. Sin embargo, Victor Dufresne es un joven muy formal. Es muy posible que dentro de poco pida la mano de nuestra hija.

Doug sonrió.

—También yo lo he pensado. ¿Tan mal estaría? Como bien dices, es formal, sabe lo que quiere, tiene una profesión con la que puede mantener a su esposa…

Nora arqueó las cejas.

—Y aún más, los Dufresne son propietarios de media La Española.

Doug se retiró de la ventana y se dirigió a la habitación contigua, que hacía las veces de vestidor para ambos. Empezó a cambiarse la chaqueta de seda formal y la camisa con chorreras que había llevado en Kingston por un traje de montar más cómodo.

—Ahora entiendo tu pequeña escapada a Kingston —le dijo a Nora desde allí—. Y yo que me preguntaba por qué de repente, tres días después del baile, tenías que ir a tomar el té con lady Bowden y esas matronas de Kingston. Cuando por lo general no te entusiasma su compañía. Pero claro, esas señoras lo sabían casi todo sobre la familia Dufresne en La Española.

Besó a Nora en la mejilla cuando regresó a su lado.

Ella sonrió: la había pillado in fraganti.

—Bueno, quería saber…

Doug rio.

—No solo tú. Yo también me he informado. Es cierto que los Dufresne son muy ricos. Lo que no significa que vayan a mantener a su benjamín eternamente. Por lo visto, le financian el consultorio en Cap-Français, pero nada más. De acuerdo, también le darán una residencia en la ciudad, tiene que guardar las apariencias si ya ha elegido esposa. Pero ¡nada comparable a Cascarilla Gardens! Nuestra mimada hija no tendrá ninguna doncella que solo esté allí para cepillarle el pelo.

—¡Eso puede provocar una catástrofe! Cuando pienso en cómo lleva ahora el pelo… —ironizó Nora, aunque todavía algo abatida—. Bueno, bromas aparte, incluso si le escatiman algo de dinero, la familia Dufresne no permitirá que su hijo se muera de hambre si el consultorio no rinde lo suficiente. Eso no me preocupa.

—Entonces, ¿qué? Los comerciantes dicen que Cap-Français es una ciudad bonita. Y hasta ahora solo hay un médico allí instalado. El consultorio seguro que funcionará estupendamente.

—¡Es solo que está muy lejos! —soltó Nora por fin—. No quiero ni pensar en que Deirdre se case y se vaya a la costa noroeste. ¡Así que menos a La Española! Más de trescientos kilómetros por mar…

Doug la tomó del brazo.

—Pues tú te casaste y te marchaste a Jamaica sin parpadear… —Sonrió—. La Española está a tiro de piedra. Dos días en barco. Podemos ir a verla cada año… Y eso tiene también sus ventajas… —La última frase tuvo un deje vacilante que bastó para alarmar a Nora. Reaccionaba de forma muy susceptible a todo lo relacionado con Deirdre.

—¿Te parece deseable enviar lejos a nuestra hija? —inquirió con dureza.

Doug sacudió la cabeza y puso los ojos en blanco.

—¡Tonterías, cariño! Ya sabes que es la niña de mis ojos, no podría querer a ninguna hija más que a ella y la añoraré tanto como tú. Pero es… Ven, vamos a dar un paseo mientras hablamos. Hace un tiempo precioso y ya he pasado estos últimos días detrás de suficientes oficinas y escritorios.

Doug no era por naturaleza aficionado a los despachos, prefería dirigir la plantación a asesorar a sus clientes en Kingston. Había estudiado derecho solo porque su padre se lo había ordenado, y ni siquiera se había licenciado. Posiblemente nunca hubiese ejercido de abogado si cuando volvió de Inglaterra Elias Fortnam no lo hubiese excluido de todos los asuntos relacionados con la gestión de la propiedad. El joven se había visto obligado a buscarse otra ocupación, y se había ganado tal respeto como experto en derecho marítimo y mercantil internacional que no podía abandonar. Al menos no sin ofender a gente influyente. Y eso no era aconsejable cuando se tenía una hija como Deirdre…

Mientras ambos bajaban la escalera y salían al exterior meditó sobre cómo comunicar a Nora con delicadeza sus reflexiones. Como siempre, el jardín le pareció paradisíaco. Al amanecer había llovido y las orquídeas abrían sus pétalos al sol. Las hojas del campeche tenían un brillo amarillo claro en esa época del año, y los arbustos de cascarilla y accaria se superaban mutuamente con el esplendor de sus racimos de flores blancas.

—Mira, Nora —empezó Doug mientras ella arrancaba una orquídea y la agitaba entre los dedos—. Tú misma dices que la sociedad jamaicana tiene tendencia a excluir a Deirdre…

—Vaya —se burló Nora—. Hasta ahora siempre lo has negado…

Doug apretó los labios.

—Lo he negado porque sabía que no supondría ningún problema grave. Mientras la protejamos y el gobernador también lo haga, no le pasará nada malo. Tanto forzándolo con el baile como si no, tarde o temprano habría aparecido un partido adecuado para Deirdre. Todos los jóvenes caen rendidos a sus pies en cuanto la ven, y los padres no se arriesgarían a provocar un escándalo.

—¿Y entonces? —preguntó Nora, sorprendida—. ¿Por qué prefieres que se case en otro lugar?

—Porque su historia se sabe —se le escapó a Doug—. La hemos educado como si fuera hija nuestra, pero ante la ley de Jamaica no es más que una esclava liberta. Si ahora se casa con un blanco y él quiere en algún momento desembarazarse de ella…

—Pero ¿por qué iba a querer alguien desembarazarse de ella, por qué? —Nora se frotó las sienes.

—Por qué, por qué… ¡Hay miles de causas posibles! —exclamó Doug acalorado, y empezó a enumerarlas—. Porque su forma de ser independiente no se ajuste a la de él una vez haya pasado el enamoramiento inicial. Porque después de unos años se enamore de otra más joven. Porque pierda todo su dinero en el juego y piense en casarse con una rica heredera. Porque Deirdre no le dé hijos… o peor aún, porque sus hijos nazcan negros…

—¡Deirdre tiene la piel clara, casi como una blanca! —protestó Nora.

Doug alzó los ojos al cielo.

—No tiene por qué pasarles lo mismo a sus hijos. Mira, Nora, nunca te lo he dicho para no inquietarte. Pero tengo casos así en todas las colonias. Yo…

—¿Casos así? —repitió Nora con los ojos soltando chispas—. ¿Qué… qué tipo de casos? ¿Es que el asunto de Deirdre, mi rapto, solo fue un «caso» para ti?

Doug la agarró por los brazos y la atrajo hacia sí.

—Por Dios, Nora, no seas tan susceptible y no manipules mis palabras. Con «casos» me refiero a las historias de mulatos, o más bien de mulatas, que se han desenvuelto como blancas en sociedad. De forma abierta o fingiendo. Con o sin salvoconducto. ¡Y algunas historias son realmente dramáticas! Una mujer de Barbados, por ejemplo, hija de un hacendado y la doncella de la esposa. También la esclava era de piel muy clara. La niña fue «engendrada» en toda regla porque la esposa no tenía hijos. La missis fingió un embarazo mientras la sirvienta tuvo a la niña. Al parecer la muchacha era una belleza, mimada y querida, muy educada. Acabó casándose con el propietario de una gran plantación… y al cabo de un año dio a luz a un niño con el aspecto de un negro de pura cepa. Esas cosas suceden… A veces las similitudes se saltan una generación. ¡Por todos los cielos, lo has visto con los caballos, Nora! Mira a Alegría y Attica. Son hermanas. Pero una parece un purasangre inglés y es negra y la otra se asemeja a su padre árabe y es menuda y blanca. Si mañana la cubre un semental, Nora, ¡puede dar a luz un potro negro de patas largas!

Nora se mordió el labio.

—¿Qué… qué pasó con la chica? —preguntó en voz baja.

Doug suspiró.

—El hombre sospechó que había tenido relaciones con uno de sus esclavos negros, con lo que el asunto no habría pasado de ahí, pero la mujer estaba, cómo no, tan aterrorizada como su marido. Lo negó todo indignada… ni ella misma sabía nada de sus orígenes. Al final el padre confesó y hubo un gran escándalo… Naturalmente, se anuló el matrimonio, pero el estado de irritación era tal que se llegó hasta el punto de discutir acerca de a quién pertenecían las dos esclavas, es decir, la mujer y la hija. ¡El padre acabó comprando su hija y su nieta al marido y padre! Las dejó a las dos libres y envió a la joven a Europa. Y la niña negra crece con su abuela carnal…

Nora suspiró.

—Podría haber sido peor… —murmuró.

Doug resopló.

—¿Quieres oír algo peor? Había una mujer en Luisiana, también mulata, muy guapa y de piel bastante clara, esclava en la plantación de su padre natural. Huyó, robó los papeles de una blanca y vivió hábilmente de esa mentira. Se casó luego con un hombre acaudalado, vivió como blanca hasta que el matrimonio se cruzó por azar en el camino del padre de la chica. Este enseguida lo descubrió todo y quiso recuperar a su esclava… La joven se suicidó. O, en América también, la hija de un viudo que creció sobre protegida. Un adversario de su esposo descubrió a su madre negra, que era cantante en un bar. La mujer acabó en un burdel. —Doug inspiró hondo—. Y Deirdre… Nora, en el momento en que su esposo rompa su salvoconducto, ¡será una negra como cualquier otra! De acuerdo, nadie se atreverá mientras nosotros vivamos y yo tenga influencia. Pero ¡no viviremos eternamente! Y para conservar mi influencia tengo que estar continuamente haciendo concesiones: un favor aquí, otro favor allá, al gobernador, a la unión de propietarios de plantaciones… No pongas esa cara, Nora, ¡no me molesta hacerlo! Quiero a Deirdre, cuántas veces tengo que decirlo. Pero ¡aquí no está segura, Nora! ¡No tan segura como desearíamos!

Nora destrozó la orquídea entre los dedos.

—¿Y lo estaría en La Española? —preguntó en voz baja—. ¿Allí no se divulgaría su… historia? ¿Se la ocultarías a Victor?

Doug sacudió la cabeza.

—Saint-Domingue es francés —respondió.

Nora soltó un sonoro resoplido.

—¿Y? ¿Es que los franceses no tienen esclavos? ¿O los tratan mejor? Nunca he oído nada al respecto…

—Tampoco es eso —respondió Doug apaciguador—. Claro que tienen esclavos. Y en ciertos aspectos los tratan peor que aquí. Pero…

—¿Pero? —preguntó Nora, mirando expectante a su marido.

—Los franceses son papistas, como tal vez ya sepas…

Nora rio.

—El reverendo no tenía nada más urgente que hacer esta mañana después de la misa que recordármelo. Pero ¿qué tiene eso que ver con el hecho de tener esclavos?

Doug alzó los hombros.

—Bueno, los papistas adoptan otra postura respecto a la… hum… inmortalidad del alma de sus esclavos. Suena casi extraño. Aquí tenemos el eterno problema de que a los esclavos se les predica constantemente el cristianismo, pero los sacerdotes escurren el bulto a la hora de bautizarlos. Y no hay matrimonios cristianos…

—Claro que no. Porque los backras tendrían que cumplir la máxima «lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre».

Doug hizo una mueca.

—Cierto, no podrían seguir comprando parejas negras por separado como si tal cosa. Pero los papistas lo ven de otro modo. Ponen su religión por encima de todo. El Code Noir, una compilación de normas que determinan el trato que se dispensa a los esclavos, procede de la época de Luis XIV. Todos los esclavos tienen que estar bautizados y casarse por la Iglesia cuando el propietario está de acuerdo. El matrimonio es sagrado, hombre y mujer son inseparables, tampoco se puede vender a sus hijos mientras no hayan alcanzado la pubertad. Y ahora viene lo mejor, Nora: la ley permite matrimonios entre blancos y negros. Y en el momento en que un blanco se casa con una negra, ella adquiere la libertad y sus hijos también. Los hijos de blancas con negros son de por sí libres. Nora ya no necesitaría su salvoconducto. En Saint-Domingue sería ante la ley una ciudadana libre como cualquiera, aunque puede darse el caso, naturalmente, de que se divulgue su historia. No contárselo a Victor sería, por supuesto, imperdonable, previendo que cabe la posibilidad de que sus hijos con Deirdre sean de piel oscura.

—Y eso que él mismo no es completamente blanco… —caviló Nora, recordando una vez más a su amor de juventud, Simon—. Es posible que tengas razón, Doug… ¿Qué vamos a hacer mañana con el baile de los Keensley?

La estrategia de Nora para que Deirdre obtuviese reconocimiento social ya había dado sus frutos. La misma noche de la presentación de la muchacha, una lady Keensley algo antipática les había invitado a asistir a un «baile de finales de verano» que iba a celebrarse el siguiente fin de semana. La invitación había llegado muy tarde: era evidente que los Keensley habían pensado volver a excluir a Deirdre de ese acontecimiento social.

Doug se encogió de hombros.

—Nos llevaremos al doctor Dufresne, claro, eso seguramente complacerá a lord y lady Keensley, aunque no al cursi de su hijo.

Era obvio que Quentin Keensley había insistido en invitar a la chica de sus sueños. También ese joven mostraba un creciente interés evidente por Cascarilla Gardens. Se había presentado tres veces en la plantación después del baile de Deirdre, y siempre por motivos insustanciales, decidido a agarrarse a un vaso de ponche mientras no viera a Deirdre. Aunque ella lo evitaba de forma manifiesta. Solo había intercambiado un par de palabras con él cuando no había podido evitarlo. A Nora le correspondía ocuparse del chico, lo que la sacaba de quicio.

Lord y lady Keensley no aprobaban que Quentin cortejase a la bonita pero «inconveniente» hija de los vecinos. Doug sabía que ya habían puesto los ojos en una joven de Kingston apropiada para él. Seguro que se alegraban de que Deirdre llegara al baile que ofrecían en su casa acompañada de un galán.

Nora rio.

—También visto de este modo, Victor Dufresne es un regalo caído del cielo —observó—. Pero mira, ya vienen…

Señaló la entrada de la cocina del jardín, cuya puerta Victor sostenía abierta para Deirdre en ese momento. El cabello de la muchacha se había alborotado tras la cabalgada. Los rizos le caían sueltos por la espalda y había perdido el sombrero. Tenía las mejillas enrojecidas a causa del sol y el viento y sus ojos resplandecían compitiendo con los de su acompañante. También el rostro del joven había perdido la leve palidez causada por las largas horas que había pasado estudiando en París y Londres. Tenía la piel tostada por el sol y el cabello tan despeinado como el de Deirdre. Unos mechones oscuros revoloteaban alrededor de su cara, imposibles de atrapar con la redecilla que siempre llevaba. Ese hombre no perdía el tiempo arreglándose el pelo y tampoco parecía disponer de un criado personal.

—¡Papá! —Deirdre corrió al encuentro de Doug, a quien no había visto en tres días, y lo abrazó con ímpetu—. ¡Qué bien que ya hayas vuelto y que Victor aún esté aquí! Quería ir hoy a Kingston, pero… ¿se queda usted, Victor? ¿Hasta mañana? ¿O quizá mejor hasta el domingo? Así podría ir con nosotros al baile de los Keensley el sábado. Por favor, ¡o me aburriré como una ostra allí sola! —Miraba radiante al joven y luego, traviesa, a su padre—. Así podremos practicar el francés más tiempo. Papa, ¡il faut certainement que tu fasses encore des exercices!

Doug fingió amenazar con el dedo a su hija adoptiva.

—Cuidadito con lo que dices, mademoiselle. Seguro que yo no necesito clases suplementarias. Si monsieur Dufresne y yo nos ponemos a hablar como es debido, te garantizo que no entenderías ni una palabra. —Doug también representaba a clientes del área lingüística francesa y sin duda había practicado más que Nora, que no había hablado francés en veinte años, y que Deirdre, cuyos conocimientos se limitaban a los adquiridos con los libros de texto. No obstante, parecía estar haciendo grandes progresos, pues la joven había pronunciado con fluidez la última frase—. Pero por supuesto está usted invitado a cenar con nosotros, doctor Dufresne —añadió Doug—. Sin que importe el idioma que utilicemos en la mesa. Estaré encantado de conversar con usted.

—Acepto de buen grado, monsieur Fortnam —contestó educadamente Victor—. De todos modos… antes tendré que refrescarme un poco.

Se miró la ropa con una sonrisa de disculpa. Sin embargo, Nora pensó que su traje no había sufrido ni la mitad de lo que había padecido recientemente el del joven Keensley. Aunque Dufresne tampoco llevaba ningún traje de fiesta, sino unos prácticos pantalones de montar y unas botas recias. Ante Doug Fortnam, eso le daba puntos.

—Lo mismo tendrá que hacer mi hija —observó Nora con fingida severidad—. ¡Se diría que te ha arrollado un huracán, Deirdre Fortnam!

La muchacha rio feliz.

—¡También me siento un poco así! —susurró a su madre cuando vio que Victor estaba hablando con su padre y no podía oírla—. ¡Mamá, Victor es maravilloso! ¡Tan inteligente, tan atento! ¡Y tan guapo! ¿No encuentras que parece… que parece un auténtico lord?

Nora apretó los labios. Era como si el amable espíritu de Simon Greenborough hubiera vuelto a reunirse con ellos. En esta ocasión para liberar a su hija y hacerla feliz.

—Y ¡todavía no sabes lo mejor! —prosiguió complacida Deirdre, cogiéndose del brazo de su madre—. Ha montado a Attica y nos ha ganado a Alegría y a mí. ¡También sabe montar!