Cuando Deirdre, enfundada en su vestido de fiesta, se mezcló con los invitados en la bien iluminada sala de baile, estos se arracimaron en torno a ella para felicitarla. La mayoría eran hombres, por supuesto, pero entre los jóvenes también las muchachas buscaban su proximidad… aunque fuera con el fin de exhibirse a sí mismas. De todos modos, no había mucho tiempo para establecer contactos. La velada se iniciaba con un banquete y Nora invitó a los presentes a pasar al comedor contiguo. Adwea ya llevaba media hora refunfuñando que el asado se iba a enfriar y los soufflés se desinflarían si la comida no empezaba pronto. Nora sonrió al pensar en lo que la anciana cocinera le diría a Deirdre si eso sucedía. Naturalmente, los invitados no se percataron de nada. El arte culinario de Adwea compensaba el retraso de la homenajeada. Como siempre, todo lo que procedía de la cocina era delicioso.
La mayoría de las mujeres, sin embargo, apenas podían apreciar los sabrosos manjares. Los corsés comprimían sin piedad los estómagos, que solo admitían diminutas porciones de alimento, con independencia del hambre que se tuviera. Nora se preguntaba cómo algunas damas —sobre todo lady Warrington, cuyo esposo parecía comerse con los ojos a Deirdre— conseguían tener esas formas redondeadas a pesar de todo. Pero miss Lucille siempre había tendido a una cierta corpulencia.
Deirdre, sentada en el centro de la mesa, se concentraba en mantener una conversación animada con el comensal más cercano, un secretario del gobernador. Si bien sabía que era una persona importante, no tenía nada en común con el anciano caballero. Doug había invitado al gobernador, aunque no creía que fuera a asistir. Seguramente Edward Trelawny, antecesor del almirante Charles Knowles, ya había puesto al corriente a este último de las relaciones de parentesco en la familia Fortnam. Sin duda apreciaba los servicios que Doug había prestado a Jamaica —en especial su importante papel en la pacificación de los insurrectos negros libres, los llamados cimarrones—, pero el gobernador no llegaría tan lejos como para celebrar la presentación en sociedad de una hija bastarda. Pese a todo, había enviado a lord Bowden, un representante de alto rango, al que Deirdre, siguiendo instrucciones, estaba deslumbrando en ese momento. La hija de lord Bowden celebraría su presentación en sociedad al mes siguiente y Nora esperaba que respondieran al presente convite, invitando a su vez a Deirdre.
El banquete finalizó cuando Adwea y sus ayudantes aparecieron con un espectacular pastel de cumpleaños con dieciocho velitas. Deirdre tuvo que levantarse y rodear la mesa para apagarlas de un soplo. Luego troceó el pastel. Los invitados aplaudieron encantados.
Nora dirigió un gesto de aprobación a su hija. No cabía duda de que todos los jóvenes asistentes habían contemplado a la muchacha y era probable que la mitad de ellos ya se hubiera enamorado de ella. En el baile todos se pelearían por Deirdre.
Mientras los músicos afinaban los instrumentos —hasta el momento solo habían acompañado a los comensales con una suave música de fondo—, los sirvientes abrieron las puertas del jardín, donde ya habían encendido los farolillos. El bastidor de las mimosas, cascarillas y mahoes iluminados de colores era fantástico y los invitados reaccionaron con expresiones de admiración antes de dirigirse hacia el exterior. Era de esperar que al anochecer soplara allí una brisa fresca.
Al principio del baile, se ofrecieron en la pista unos minués previamente ensayados. Para deleite de todos los presentes, los hijos pequeños de Doug y Nora, Thomas de catorce años y Robert de doce, ejecutaron con su hermosa hermana unos complicados pasos de danza. A continuación salieron otras parejas de hermanos. La mayoría de las plantaciones estaban demasiado alejadas de la ciudad más próxima para que los niños de distintas familias acudieran juntos a clases de danza u otras artes y disciplinas. Solo los jóvenes que vivían en Kingston o Spanish Town iban a escuelas que ofrecían clases de música y baile, donde los maestros podían formar parejas de muchachos y muchachas sin relación de parentesco, algo sobre lo cual, naturalmente, la gente empezaba a cotillear. ¿Habrían forzado esos emparejamientos los padres? ¿Se avecinaba este o aquel compromiso?
A continuación, el maestro de ceremonias anunció el inicio del baile abierto, esperado con ansiedad por los jóvenes. Los mayores tomaron asiento a las mesas dispuestas en la sala y el jardín. Los empleados sirvieron café y chocolate a las damas y ponche de ron a los caballeros. Muchos invitados varones ya hacía rato que se habían retirado con sus cigarros a la sala de caballeros de Doug. Preferían hablar de negocios y política antes que ver bailar a los jóvenes o urdir planes de casamiento para luego desestimarlos. Esto solía ser una tarea de las damas coloniales, a falta de otras actividades.
Los hijos de los esclavos, situados tras los asientos, abanicaban a los invitados con hojas de palma. Ese año hacía un terrible calor en Jamaica y muchos hacendados procedentes de Inglaterra nunca acababan de acostumbrarse al bochorno y la elevada humedad. En especial las mujeres, con sus corsés, sobrellevaban muy mal ese clima.
Lady Warrington —que continuaba de mal humor y además se sentía incómodamente llena después del banquete— seguía con desgana y un poco de envidia las evoluciones de los bailarines. De joven nunca la sacaban a bailar. Siempre preferían a las chicas flexibles y ágiles. Los caballeros de su época nunca se habían peleado tanto por ella como lo hacían los jóvenes de ahora por Deirdre Fortnam. Miss Lucille abrigaba incluso la sospecha de que a su esposo, cuando pidió su mano, le interesaba más la plantación de los Hollister que su propia persona. Y tampoco tenían hijos…
—¡Cuidado! —increpó a la negrita que acababa de rozarla por descuido con el abanico de palma. La menuda niña mostró una expresión asustada, al borde de los pucheros—. ¡Vas a arruinarme el peinado! ¿Y bien? ¿Es que no piensas disculparte al menos?
Otra niña dejó el abanico y corrió a ayudar a la negrita.
—¡Claro que lo siente, missis! —explicó en el inglés fluido que distinguía a los esclavos de Cascarilla.
A lady Warrington, así como la mayoría de los demás colonos, esto la sacaba de quicio. Que los negros hablasen como sus amos no era voluntad divina.
—Rehema todavía es muy pequeña, ni siquiera tendría que estar trabajando, pero ella se ha empeñado.
Rehema… ¡Vaya nombre! ¿Acaso no podían los Fortnam llamar a sus esclavos Janey o Lizzie como todo el mundo? Aquella negrita debía de tener, en efecto, cuatro o cinco años. La otra niña, que le hizo una sumisa reverencia, debía de andar por los siete u ocho. Lady Warrington podría haber dejado el asunto tal como estaba, pero esa noche todo la molestaba.
—¿Qué significa eso de que «se ha empeñado»? —preguntó impaciente a la niña mayor—. ¿Qué importa que se empeñe o no? Estos negros impertinentes y mimados de aquí…
La niña volvió a hacer una reverencia, confundida.
—¿Puedo hacer algo más por usted, missis? —ofreció con amabilidad. Una frase que seguramente habría oído a los sirvientes mayores.
—¡Sí, sí que puedes! —respondió la mujer, desabrida, aunque a pesar suyo ya más tranquila, y señaló la taza de café medio vacía—. El café se ha enfriado. Y además es muy fuerte, ya tengo ardor de estómago. ¡Ve a buscarme un poco de agua caliente de la cocina!
La niña resplandeció y por tercera vez se inclinó diligentemente.
—¡Será un placer, missis! Enseguida vuelvo. ¡No la haré esperar mucho! —Y dejó la hoja de palma en la hierba y echó a correr.
Nora, que se acercaba para reunirse con las señoras, detuvo a la pequeña sonriendo.
—¿Qué prisa tienes, Nafia? ¿Adónde vas?
La niña la miró con la cara seria, pero los ojos brillantes.
—¡A hacer un recado importante para missis… lady… Warrington! —respondió con orgullo—. Tengo que ir deprisa porque le arde… le arde…
Nora sonrió.
—Tiene ardor de estómago, Nafia… Adwea tiene unas hierbas que le irán bien. ¡Ve corriendo y tráelas!
—¡Enseguida, miss Nora! —Nafia ya se había puesto de nuevo en camino.
Nora se sentó, todavía sonriente, con las mujeres.
—Vaya, qué importante se siente —comentó con simpatía al tiempo que miraba a la agitada niña—. A esa edad no las hacemos colaborar en trabajos propiamente dichos. Pero, naturalmente, piensan que ya son «grandes». ¡Rehema, no me des con la palma en el pelo! Solo tienes que abanicar. ¡Mira, así!
Para sorpresa de lady Warrington, Nora cogió el abanico de la niña y le enseñó cómo moverlo. La pequeña Rehema rio al sentir una ráfaga de aire. Luego reprodujo aplicadamente el movimiento correcto, mientras Nora conversaba con la dama. Las relaciones entre Cascarilla Gardens y la plantación Hollister se habían tensado desde que, años atrás, Doug le hubiese cedido una doncella negra a la tía de lady Lucille. Lord Hollister había intentado poco después abusar de la muchacha, pero la joven Alima se había defendido: había herido gravemente al caballero con una plancha caliente; la familia todavía reprochaba a Doug que, en lugar de entregar a la doncella, la hubiese ayudado a huir a las Blue Mountains. En la actualidad, los Hollister vivían en Kingston todo el año y Doug mantenía una relajada relación de vecinos con lord Warrington. La esposa de este, sin embargo, no miraba precisamente a Nora con buenos ojos, pues años atrás se había hecho ilusiones de casarse con Doug Fortnam.
En ese momento regresaba Nafia. La niña negra había corrido a la cocina a través del jardín para atajar. Pero no había encontrado a Mama Adwe, sino a una de las asistentes de la cocina más jóvenes que, por fortuna, sabía dónde se guardaba la infusión para el ardor de estómago. A fin de cuentas se trataba de una dolencia que solían padecer las embarazadas de todos los colores y, sobre todo, las damas blancas a quienes les apretaba demasiado el corsé, en especial después de comer. Adwea tenía su medicina siempre lista para los invitados.
La joven cocinera había puesto un chorrito en una elegante copa de jerez y había indicado a Nafia que tuviera cuidado con ella. Además había llenado una pequeña jarra de porcelana con agua hirviendo. La niña llevaba ambas en equilibrio sobre una bandeja, poniendo atención y tan deprisa como le era posible. Sin embargo, concentrada como estaba en la copa y la jarra, tropezó cuando quiso aproximarse a lady Warrington con la elegancia de una cualificada camarera.
Nora intentó coger a Nafia o al menos los recipientes, pero era demasiado tarde. La pequeña dio un traspiés, la copa de jerez se rompió y el agua, muy caliente, se derramó sobre el escote de Nafia y salpicó el brazo de lady Warrington.
La dama se puso a chillar como una condenada. Nafia necesitó un segundo de pánico mudo para ser consciente del dolor, y entonces también ella soltó agudos chillidos. La atención de los presentes se dirigió a la mesa del jardín.
Deirdre, que acababa de dejar la pista con uno de los caballeros y entraba en el jardín para refrescarse, vio a Nafia en el suelo y corrió hacia ella. La niña era la hermana pequeña de Amali y la favorita de Deirdre y Amali. Las dos la habían llevado con ellas de un lado a otro cuando era un bebé y jugado con ella como si fuera una muñeca. Deirdre se acuclilló sin prestar atención a su vestido blanco y apoyó a la niña en su brazo.
—¿Qué ha pasado, Nafi? ¡Ay, válgame el cielo, se ha quemado! ¿Cómo ha podido ocurrir? ¡Un paño húmedo! ¡Rápido! ¿A quién se le ocurre enviar a buscar agua caliente a una cría tan pequeña?
Lo mismo quería saber Nora, quien rápidamente cogió una servilleta de la mesa y la empapó con agua fría de un cántaro para tendérsela a su hija. Luego se volvió como era debido hacia lady Warrington.
—¡Lo ha hecho adrede! —chillaba la mujer—. ¡Sus negros conspiran contra nosotros! No me extrañaría que…
Nora no veía ninguna rojez. Habría preferido ocuparse de Nafia, quien sin duda sufría quemaduras más graves. Pero mientras intentaba calmar a la señora, un joven se abrió paso entre la multitud de mirones.
—Permítame echar un vistazo. Soy médico.
Deirdre, quien aplicaba desconsolada el trapo húmedo sobre el escote de la llorosa Nafia, en el que se iban formando ampollas, alzó la vista sorprendida. Y vio un rostro oval de expresión preocupada, alrededor del cual revoloteaban unos bucles oscuros que se habían desprendido de un sencillo peinado. El cabello largo del hombre no estaba empolvado, simplemente lo había cepillado hacia atrás y, sin hacer una trenza, se lo había recogido en una redecilla de tafetán. Ni rastro de vanidad, constató Deirdre. Para acudir a un baile, la mayoría de caballeros se engalanaba más. Concentrado como estaba en Nafia, sobre la frente del joven se dibujaron unas arruguitas. Entornaba unos ojos serios, así que Deirdre no distinguió su color a la tenue luz de los farolillos. Pero tenía unas pobladas cejas oscuras, nariz recta y labios carnosos. Era un hombre apuesto cuya voz grave y tranquila, ahora que hablaba con Nafia, resultaba enigmática. Hablaba el inglés con fluidez, consideró la joven, pero tenía un suave y extraño acento.
—¿Puedes dejar de gritar, pequeña? ¿Cómo te llamas?
El sonoro llanto de la niña se convirtió en un sollozo.
—Nafia —dijo—. ¡Me escuece mucho! ¡Y la copa se ha roto… y…!
—Qué nombre tan bonito, Nafia —señaló el médico y dejó al descubierto las quemaduras de la niña desabrochando con habilidad el vestidito empapado—. ¿De dónde viene? Nunca lo había oído…
—De África —respondió Nafia más tranquila—. Mi mamá viene de África y me ha llamado como a su madre. —Hizo un puchero.
El médico pareció sorprenderse de la respuesta y levantó un momento la vista, buscando la mirada de Nora o algún otro blanco de Cascarilla Gardens. Eran pocos los hacendados que permitían a sus esclavos poner a sus hijos los nombres que ellos querían y aún menos africanos, que a la mayoría de los blancos les parecían impronunciables. En general, los hijos de esclavos recibían nombres ingleses sencillos, como Toby o Mandy.
Deirdre, en cuyo brazo seguía apoyándose Nafia, asintió confirmando la respuesta y Victor Dufresne vio por primera vez sus fascinantes ojos verdes. Necesitó un par de segundos para apartar la vista de ellos. Luego carraspeó y se dirigió a su paciente.
—Un nombre muy bonito, pequeña, para una niña muy bonita y valiente que ya ha dejado de llorar. Sé que escuece mucho, pero la quemadura no es grave. Te pondremos una esencia refrescante y enseguida mejorará. En un par de días se habrá curado y no quedará ninguna cicatriz.
El médico levantó la vista hacia Deirdre para darle unas indicaciones más, pero Nora intervino.
—Doctor, ¿podría por favor echar también un vistazo aquí? —preguntó, señalando la mano de lady Warrington—. Por lo visto sufre un dolor tremendo, pero yo no alcanzo a ver nada…
—¡Y el médico atiende primero a una cría negra en lugar de preocuparse por la dama! Es increíble…
Nora no vio de cuál de los invitados que la rodeaban procedía ese comentario, pero tampoco quería saberlo. Al médico eso no parecía interesarle. A su pesar, alejó la mirada del bello rostro y los rizos negros de Deirdre, observó la mano de lady Warrington y sacudió la cabeza.
—No hay nada. Quizás una pequeña rojez apenas perceptible con esta luz. Es sobre todo el susto… señora…
—¡Lady! —lo corrigió altiva lady Lucille. En cuanto el médico le dedicó su atención, dejó de chillar.
—Lady Lucille Warrington —la presentó Nora con resignación.
—Debería pedir para lady Warrington —el joven se inclinó cortésmente antes de seguir hablando— un vaso de ponche. Se tranquilizará en cuanto la quemazón interna haga desaparecer la externa…
Nora reprimió una sonrisa. Luego se volvió hacia los invitados y los miembros del personal que, preocupados, se habían reunido detrás de los blancos y miraban asustados a la niña herida.
—Ya lo han oído, damas y caballeros, un pequeño incidente pero nada grave. Maddie, Kesha… ya habéis oído al doctor. Que Adwea mande traer una jarra de su maravilloso ponche de ron. ¡Pruébenlo todas, señoras! Nuestra cocinera prepara el ponche con zumo de fruta y azúcar, es muy refrescante y no demasiado fuerte…
Acto seguido dejó que consolaran a lady Warrington aquellos que se apiñaban alrededor. Deirdre y el joven doctor ayudaron a Nafia a ponerse en pie.
Nora hizo un gesto al médico.
—Sígame, doctor… bueno, si me permite un momento. Tenemos en la cocina un bien abastecido botiquín para urgencias. Si desea aplicar un apósito a la niña…
La misma Nora podría haberlo hecho, pero le gustaba escuchar la opinión de un profesional sobre unos síntomas dados. Sus propios conocimientos de medicina procedían de un médico que había ejercido hacía más de veinte años en los barrios bajos de Londres y de curanderas jamaicanas y africanas.
El médico asintió.
—Encantado. Si me permite, voy a presentarme: Victor Dufresne. Lamentablemente no soy lord, aunque debo de ser el único en tan ilustre reunión…
Nora rio.
—Nosotros también hemos renunciado a comprarnos un título de nobleza —explicó sin grandes ceremonias—. Mi nombre es Nora Fortnam… ya lo sabe, por supuesto. Sea quien sea quien le haya traído aquí, debe de haberle dicho el nombre de sus anfitriones. Y esta es mi hija Deirdre… Deirdre, ¿cómo es que miras al doctor Dufresne así? ¿No quieres ir a bailar? Deben de echarte de menos…
La muchacha negó con la cabeza con tanta vehemencia, que unas flores se desprendieron de su trenza.
—No, yo… voy con vosotros… Seguro que… que en algo podré ayudar.
Nora disimuló la sorpresa que le causó el ofrecimiento de Deirdre. En general, su hija no se interesaba por la medicina, lo que Nora lamentaba. Pero ese día su preocupación por Nafia tal vez explicara su interés. Y, por lo visto, también el doctor Dufresne había atraído su atención.
El joven médico, a su vez, parecía encantado de que Deirdre les acompañara. La siguió cuando escogió el sendero que cruzaba el jardín hasta la cocina y descubrió entonces unas manchas en el vestido blanco de la muchacha.
—Se ha manchado su precioso vestido al arrodillarse en la hierba, miss Deirdre —señaló con su suave voz—, pero ha consolado a la niña.
Revolvió cariñoso el cabello crespo de Nafia, que seguía sollozando por lo bajo y empeoraba el desastre con el vestido de Deirdre agarrándose a él.
Deirdre bajó la vista con el ceño fruncido.
—Oh —suspiró—. Qué tontería. Manchas de hierba. Es posible que no haya modo de quitarlas… —sonrió—, pero tal vez pueda teñirse toda la falda de verde, ¿verdad, mamá?
Nora se encogió de hombros.
—Ya veremos —respondió—. Tengo que mirarlo a la luz del día. Suelta la falda, Nafia, tampoco tienes que utilizarla como pañuelo. —Rebuscó solícita en su propia falda y sacó un pañuelo que le tendió a la niña—. Aquí tienes; suénate y compórtate como un niña mayor. ¿Qué va a pensar si no el doctor de ti? ¿Le has dado ya las gracias? Muchas gracias también por su ayuda con lady Warrington, doctor Dufresne…
Nora cambió de tema. Si aquel doctor vivía en algún lugar de las colonias, encontraría extraño que Deirdre hablara con cierto conocimiento sobre lavar y teñir la ropa. La mayoría de las mujeres dejaban que las sirvientas negras se ocuparan de su vestuario y se mostraban más disgustadas que comprensivas si no conseguían quitar una mancha. Nora ponía interés en que Deirdre no se comportara como una niña mimada, pero el joven doctor no tenía que llevarse la impresión de que su hija era especial.
—Usted… usted no tiene su consultorio en Kingston, ¿no es así? —preguntaba en ese momento Deirdre. No era una pregunta razonable. Si una nueva consulta médica se hubiera establecido en la ciudad, los Fortnam se habrían enterado. La chica se corrigió de inmediato—: ¿De dónde es usted?
El doctor sonrió y Nora se percató de las arruguitas que se le marcaban alrededor de los labios. Un chico serio al que también le gustaba reír. Desde luego, francamente simpático.
—Ahora mismo justo de Europa —respondió con sencillez, mientras entraban en las dependencias de la cocina.
La cocina de Cascarilla Gardens era abierta y aireada como el resto de la casa. Tenía un acceso directo al huerto donde Nora cultivaba plantas medicinales y a un pequeño arroyo del que las cocineras se abastecían de agua. Dufresne observó con satisfacción que todo estaba limpio y ordenado. Las chicas de la cocina ya estaban lavando la vajilla y restregando los cazos. Nora las saludó cordialmente, elogió a la cocinera por la fantástica comida y luego se dirigió a un pequeño armario del que extrajo un par de remedios, útiles sobre todo en casos de accidentes de poca gravedad. El doctor Dufresne comprobó de forma somera los vendajes, ungüentos y lociones.
—Estos últimos años he estado estudiando en París y Londres —siguió contando, al tiempo que escogía dos preparados—. Aquí está, yo optaría por esto. Caléndulas y aloe vera son apropiadas para el tratamiento de quemaduras, salvo que se hayan elaborado con una base de manteca de cerdo…
—¿Qué opina del aloe fresco? —preguntó Nora, aunque a Deirdre le interesaba más la información relativa a la carrera y origen de su invitado. Pero Nora era curandera por vocación. Señaló una de las plantas grandes y carnosas que crecían en el huerto—. Cojo unas hojas, las pelo y las machaco y con eso hago un apósito.
Dufresne asintió.
—También puede utilizar queso fresco, si tiene. Pero ese apósito de aloe vera parece interesante. En Londres no aplicábamos nada así… —Salió de la cocina, cogió una hoja, regresó y la examinó.
Nora sonrió.
—Tal vez fuera porque allí no crece esta planta —señaló burlona—. Nosotros la utilizamos mucho. También como crema para la piel y para el aseo…
—La crema para la piel de mi madre embellece —intervino Deirdre con una sonrisa pícara.
El doctor la miró y pareció perderse de nuevo en su visión.
—Si su belleza se debe a ello —respondió—, esta planta es un regalo del cielo…
Deirdre enrojeció, dejando pasmada a Nora. Los piropos nunca turbaban a su hija.
—¿Y qué le trae a las colonias, doctor Dufresne? —siguió indagando Nora, mientras preparaba hábilmente la cataplasma—. ¿Nostalgia de países lejanos?
Dufresne sacudió la cabeza.
—Más bien la morriña —respondió—. Soy de Saint-Domingue, la parte francesa de La Española. Ya sabe, la isla que está a unos trescientos kilómetros al noreste de aquí…
—Claro.
Nora no había viajado demasiado, pero conocía todo el Caribe a través de los mapas. Ya había soñado con las colonias mucho antes de pensar en casarse en Jamaica. Años atrás había planeado emigrar con Simon Greenborough, su primer amor, un auténtico lord a diferencia de todos los Warrington, Hollister y Keensley; aunque por desgracia un noble venido a menos. Simon había muerto antes de poder cumplir los sueños que ambos compartían. Al pensar en Simon, Nora cayó en la cuenta de que el joven doctor Dufresne se lo recordaba vagamente. También Simon era reservado, amable y modesto, algo que encontraba positivo, asimismo, en aquel médico. Su vestimenta era elegante pero sencilla, no cursi como la de la mayoría de los presentes en el baile.
—¡Así que su lengua materna es el francés! —señaló Deirdre. De ahí el extraño deje del inglés—. ¡Tiene que hablar francés conmigo! Mi madre me lo ha enseñado y miss Priscilla también lo habla… en cualquier caso, conocía a un espíritu que…
Deirdre se interrumpió cuando el doctor se la quedó mirando perplejo. Se mordió el labio. ¿Por qué no conseguía hablar de forma civilizada con ese hombre?
—Miss Priscilla es la esposa de nuestro profesor privado y, según ella misma afirma, es médium —acudió Nora al rescate—. Se comunica con espíritus de distintas nacionalidades y tiempo atrás ofreció a mi hija la posibilidad de mejorar su francés conversando con una tal Catherine Monvoisin… —Puso los ojos en blanco.
—¿La Voisin? —El médico mencionó sonriente el nombre de la famosa envenenadora que había desempeñado un importante papel en la corte de Luis XIV—. ¿Precisamente con esa bruja?
—Comprenderá que no le di importancia. —Nora sonrió y recurrió al francés—. ¡Voilà, docteur!
Y le tendió una gasa en la que había extendido una pasta de hojas de aloe vera desmenuzadas y observó cómo él la aplicaba con destreza a las quemaduras de la pequeña Nafia. La niña, ya confortada, mordisqueaba una generosa ración de pastel de cumpleaños que Adwea le había dado. Ya no gemía, la herida no era tan grave como Deirdre había creído en un primer momento.
Después de que el doctor Dufresne hubiese colocado la cataplasma, la niña volvió a preocuparse por la vajilla rota.
—No lo he hecho adrede, ¡aunque la lady lo diga! —aseguró a Nora.
Esta asintió y le acarició el cabello.
—¡Claro que no! —terció Deirdre—. ¡Esa lady es tonta y…! —Se interrumpió asustada, temiendo que su madre la reprendiera; el doctor reprimió una risa.
—Se puede expresar más amablemente —observó el joven—. Pero…
—Exacto. —Nora suspiró—. Esa Lucille Warrington… ¡Vigila tu vocabulario, Deirdre! No se habla así de los vecinos, incluso si… —Se enredó y observó para su disgusto que el doctor se estaba riendo tanto de la madre como de la hija. Menuda impresión iba a llevarse de ellas, incluso si estaba claro que compartía sus pareceres acerca de lady Warrington—. Además, ¡ya es hora de que vuelvas con tus invitados! ¡Seguro que te echan de menos!
—Pongámonos en marcha todos —intervino pacificador el joven—. ¿Necesitas algo más, Nafia? ¿O ya estás bien?
La niña asintió con gravedad y Deirdre dirigió una sonrisa a ella y al médico. ¡Qué amable al interesarse otra vez por su estado! Caminó a su lado cuando abandonaron la cocina.
—¿Así que está haciendo aquí escala en su viaje a Santo Domingo? —Intentó reanudar la conversación camino de la fiesta, esta vez despacio, con prudencia y en francés.
Dufresne aceptó de buena gana el cambio de idioma.
—Oui, mademoiselle, me ha invitado lord Bowden, un conocido de mi padre. Pero yo no soy de Santo Domingo, sino de Saint-Domingue, lo que puede inducir a error. Colón descubrió la isla y la ocupó para los españoles, pero también había un par de colonos franceses.
—O sea, un nido de piratas en Île de la Tortue —señaló Nora. Dufresne y Deirdre le lanzaron la misma mirada de reproche.
—En cualquier caso, la parte occidental pasó al gobierno francés en 1665 —siguió el médico—. Allí se cultiva tabaco, café y caña de azúcar, un negocio floreciente. Saint-Domingue puede vanagloriarse de ser la más rica de las colonias francesas. Mi familia es propietaria de una de las plantaciones más grandes. Yo, personalmente, no tengo las cualidades necesarias para dirigir una plantación, la medicina me atraía más. Por fortuna, tengo dos hermanos mayores y no se produjo ningún drama. Al contrario, creo que mi familia se alegró de mi marcha.
Deirdre sonrió, pero Nora reflexionó. Por el modo en que Victor Dufresne acababa de tratar a la negrita y la naturalidad con que se había ocupado de ella antes que de la histérica lady Warrington… Ese joven no tenía problemas con el cultivo de la caña de azúcar o del tabaco, su «problema» era que carecía de las cualidades para ser un negrero.
—Y ahora regresa a casa —comentó de pasada, examinando el vestido de Deirdre.
Los tres se hallaban de nuevo en el decorado jardín y pronto se verían rodeados por los invitados. Era de esperar que las manchas no llamaran la atención de nadie cuando Deirdre estuviera bailando.
Victor Dufresne asintió.
—Así es. No tengo el propósito de vivir en la plantación, sino de abrir un consultorio en Cap-Français. Es una ciudad portuaria situada en un lugar muy bonito y extremadamente próspera, el centro comercial de Saint-Domingue. Hay una sede del gobierno y una clase social refinada. Últimamente recibe el apelativo de «París de las Antillas». Aun así, cuando uno ve el barrio del puerto… En fin, también París posee sus rincones oscuros. Como sea, seguro que tendré muchos pacientes, pobres y ricos…
Deirdre contemplaba al médico con los ojos como platos.
—¿El París de las Antillas? —inquirió—. Tiene que contármelo todo. Venga, nos sentaremos en el jardín. ¿Quiere un ponche de ron? Nuestra cocinera lo prepara con…
—Deirdre, tal vez deberías ir a bailar —interrumpió Nora, al tiempo que lanzaba una mirada a su marido.
Esperaba que al menos Doug hubiese conversado con los invitados mientras ella se ocupaba de Nafia y Deirdre trataba de coquetear con ese joven médico. No tenía nada en contra de que su hija charlara con Dufresne, el chico le caía muy bien, pero en un par de días se marcharía a La Española y no volvería a ver a Deirdre. Era mejor que la muchacha aprovechara la fiesta para atraer el interés de candidatos al matrimonio más accesibles. Tenía que exhibirse, y cuando bailaba daba gusto verla.
La joven lanzó una mirada aburrida a la pista de baile. Por lo visto, ninguno de los numerosos caballeros la había impresionado lo suficiente para hacerla volver allí.
—Mademoiselle Deirdre, no soy un bailarín muy diestro… más bien algo patoso. Pero si me concediera el honor de bailar conmigo… —dijo Victor en ese momento.
Deirdre resplandeció cuando se deslizó por la sala de baile de su brazo. Daba igual lo que su madre esperase de ella, esa noche no tenía ojos para ningún otro hombre.