3

Listo. Bonnie volvió a pasear la mirada por las dos habitaciones de la casa de su señor que acababa de limpiar. Pese a sus esfuerzos, todavía ofrecían un aspecto deslucido. Y eso que Bonnie ponía auténtico empeño. Le habría gustado que la casa de la pequeña localidad portuaria tuviera un aire más hogareño. Pero a Skip Dayton, su backra, le bastaba con un mobiliario compuesto por una cama, una mesa y un par de sillas rústicas. Al menos no había que preocuparse por mantener limpias cortinas, manteles o sábanas.

Bonnie soñaba con unas sábanas limpias y perfumadas. Odiaba la cama sucia del backra. Pero ahora prefería no pensar en ello, todavía era temprano. Hasta que el amo volviera a llamarla pasarían muchas horas. Y tal vez ese día la dejara en paz… Bonnie habría rezado para que así fuera, si no hubiese dejado de pedir ayuda a los dioses mucho tiempo atrás. Ya no malgastaba energía en esfuerzos inútiles, visto que ninguna de sus oraciones había sido escuchada.

Necesitaba urgentemente un descanso. La última noche había sido dura. Lanzó un gemido mientras se levantaba. Había fregado el suelo de rodillas, de otro modo no había quien pudiese con los restos del tabaco de mascar que el backra solía escupir sin la menor consideración. Así visto, quizás era mejor que no hubiese alfombras… aunque Bonnie habría caído en una superficie más blanda si a él se le ocurría castigarla, como la pasada noche, tirándola al suelo. O cuando la poseía ahí mismo… También en esas ocasiones tenía después todo el cuerpo dolorido. Los gruesos tablones de madera eran duros como piedras y, para más inri, se le clavaban astillas en la espalda. A veces tan profundamente que tardaban días en salir.

Bonnie buscó apoyo en la mesa de la cocina, pues al levantarse se le había nublado la vista. Habría preferido retirarse un par de horas al cobertizo detrás de la tienda del backra, donde solía dormir. Si se acostaba, el dolor tal vez cesaría. Pero el cobertizo no era un refugio acogedor. Desprendía un terrible hedor a los restos de la carnicería que el backra solía dejar en agua, y precisamente esa mañana había vuelto a tirar pellejos y vísceras delante de la casa. A Dayton no le molestaba el olor de los pellejos cuando se secaban ni los restos de la carnicería cuando se pudrían. Ni los berridos de las ovejas, cabras y bueyes que hasta la matanza mantenía en corrales mugrientos, ni los millones de moscas que todo aquello atraía. Y tampoco había nadie que se quejara, pues la carnicería se hallaba en el extremo más alejado de la población, y justo detrás empezaba la playa de arena virgen de Gran Caimán. Únicamente Bonnie sufría. Cuando reunía fuerzas, cubría los restos con arena antes de irse a dormir.

Ese día no habría podido descansar sin que nadie la molestara, pues el patrón había llegado borracho a casa por la noche. Pasaba con frecuencia, pero en esa ocasión, de vuelta de los garitos que había junto al puerto, había pasado por la tienda de Máanu y armado jaleo. Esos altercados por sorpresa constituían lo que Skip Dayton entendía por «petición de mano», y solo conseguía enervar a Máanu, la propietaria del colmado de la localidad. Lo había recibido tal como se merecía, vaciándole un orinal encima y, además, su hijo Jefe estaba presente. El corazón de Bonnie siempre palpitaba más deprisa cuando pensaba en Jefe. Era tan alto, tan fuerte, tan seguro de sí mismo… y protegía a su madre. Bonnie también deseaba tener a alguien que la protegiera, la noche pasada lo habría necesitado imperiosamente.

Después del desaire de Máanu, el backra Skip se había «calentado», como él mismo decía, y, como siempre, solo había tenido a mano a Bonnie para satisfacer sus antojos. La joven esclava también había tenido que sufrir el castigo que, según él, Máanu merecía por su terquedad. Pocas veces la había golpeado con tanta inquina. Bonnie tenía la sensación de que le dolían todos los huesos y músculos, pero, claro está, no podía dejar de trabajar sin arriesgarse a recibir una nueva paliza. Así que había madrugado como siempre, había dado de comer a los animales y limpiado la casa, y ahora tenía que salir a comprar.

Una vez fuera, se animó un poco. Le gustaba ir a la tienda de Máanu, charlaba con ella y tenía la ilusión de que en algún momento Jefe pasaría por ahí. El joven trabajaba de mozo de los recados en el puerto y lo contrataban para tareas temporales. No ganaba mucho dinero ni era una ocupación a jornada completa, pero para negros libres casi no se encontraba trabajo en las islas Caimán. Estaban llenas de esclavos que trabajaban gratis. Las plantaciones pertenecían a los blancos, al igual que la mayoría de las miserables tiendas que había en la población que rodeaba el pequeño puerto. En ellas nadie hacía nada, y el backra Skip se ocupaba por sí solo de la carnicería, en lugar de instruir a un negro. Probablemente temía dar a un esclavo un cuchillo bien afilado para desollar y destripar animales. ¡Y seguro que no se equivocaba! Si tratase a un hombre como trataba a Bonnie… A veces la esclava disfrutaba imaginándose que se defendía con el cuchillo de carnicero… Las fantasías de Bonnie solían ser violentas. No le importaría vadear por sangre si esta fuera la de su backra…

La muchacha se llamó al orden. Tales ensoñaciones no le convenían a nadie. Era mejor que repasara la lista de la compra, no fuera a ser que se olvidara de alguno de los encargos que el backra le había hecho por la mañana.

Bonnie se alejó de la pequeña y destartalada cabaña de madera junto a la carnicería, donde Skip Dayton pesaba en ese momento un trozo de lomo de cerdo para la esposa del capitán del puerto. La señora Benton realizaba personalmente sus compras, probablemente porque estaba sola y se aburría. Había solo unas pocas señoras respetables en el lugar. Las mujeres de la zona portuaria de Gran Caimán eran esclavas o putas, con frecuencia las dos cosas a la vez. Los dos burdeles donde las tripulaciones de los barcos iban a divertirse ofrecían casi exclusivamente mujeres negras y mulatas. Una blanca y su hija, que no se sabía cómo habían acabado allí, administraban una taberna y tampoco tenían nada de mojigatas. Desde luego no eran amistades adecuadas para la formal señora Benton.

Sí, y luego también estaba Máanu, o mejor dicho, «miss Máanu». Esa negra de mediana edad, todavía hermosa y bien educada, insistía en el tratamiento de respeto y se lo merecía, pues no trabajaba para ningún backra. ¡Miss Máanu era libre! Al principio Bonnie no se lo había creído. Había pensado que Jefe fanfarroneaba cuando lo había conocido, después de que el amo la hubiese comprado. Bonnie tenía entonces doce años y, como le había dicho su anterior señor, no era de ninguna utilidad en una plantación. Era pequeña y estaba medio desnutrida. En los campos de caña de azúcar no le sacarían ningún rendimiento y carecía de educación y modales para trabajar en el servicio doméstico. De todos modos, Bonnie se preguntaba por qué la habían llevado junto con su madre a las islas Caimán y no se habían limitado a dejarla en la plantación jamaicana donde había nacido. Pero tal vez el último backra de Jamaica ya se había cansado de la madre y quería librarse de ella y su cría. Tilly, la madre de Bonnie, había robado, había intentado seducir al vigilante, incluso se había lesionado para no tener que trabajar y, en algún momento, se había lanzado con su machete sobre la cocinera del barrio de los esclavos porque se sentía maltratada. El backra la había enviado entonces con otros esclavos que habían cometido crímenes a Gran Caimán, donde no cesaba de jactarse de cuánto había luchado por la libertad.

Bonnie no se lo creía. Ya no se acordaba con exactitud de las plantaciones de Jamaica —era entonces muy joven—, pero sí de cómo su madre Tilly se había comportado en las islas Caimán. Tilly no era valiente y tampoco la impulsaban las ansias de libertad. En opinión de Bonnie, simplemente estaba loca. Constantemente estaba buscando pelea —cuando no estaba colgada del cuello de algún blanco o negro— y era incapaz de realizar ningún trabajo sin estar renegando o replicando. Nunca se había ocupado de su hija, la pequeña había permanecido acurrucada y asustada en la cabaña, llena de piojos y medio muerta de hambre, hasta que un vigilante la había descubierto y había informado al backra, quien la había llevado al mercado de la localidad. Probablemente la habría ofrecido antes a un burdel, pero Skip Dayton se había dado cuenta de que necesitaba una criada y Bonnie era muy barata. Así que aprovechó la oportunidad, y parecía estar satisfecho.

En cualquier caso, la muchacha hacía cuanto podía por cuidar de la casa, no quería ser como su madre. Al menos la comida no era mala en casa de Dayton. Bueno, tenía que cocinarla ella misma, y para aprender había necesitado un poco de tiempo y muchos golpes. Pero había carne en abundancia y el backra no protestaba porque ella cultivase verduras como había visto hacer a miss Máanu. Jefe la había ayudado a plantar los bancales. El chico tenía entonces trece o catorce años y le había contado que era libre. Tanto él como su madre, ambos eran libres. Se ocupaban de sí mismos. Máanu no solo se encargaba de la tienda, sino que ¡era su propietaria! Bonnie no salía de su asombro.

Mientras volvía a reflexionar acerca de lo que uno debía de sentir siendo libre, la chica recorrió la calle polvorienta. Allí las casas eran similares a las de su amo: de madera, con o sin porche, algunas adornadas con un par de tallas de madera, otras eran simples cobertizos. En un principio todas habían estado pintadas, pero el sol pronto desteñía los colores y solo unos pocos propietarios de bares y burdeles, pequeños negocios o talleres, se tomaban la molestia de dar periódicamente una nueva capa de pintura.

Gran Caimán no era exactamente la perla del Caribe, aunque las playas eran preciosas, de arena blanca como la nieve e infinitamente largas, y el mar resplandecía al sol con miles de matices verdes y azules. Abundaba en pescado y el agua era cálida, Bonnie se acordaba de haber ido a pescar con Jefe un día de Navidad, el único día libre de los esclavos, al menos en las plantaciones. A Skip Dayton se le había ocurrido un único año que su esclava también merecía ese día libre. Había sido estupendo. Se habían metido en el agua y había ensartado peces con una especie de lanza. Jefe también había cogido una de esas tortugas gigantes que habían dado a las islas su anterior nombre de Tortuga.

Pero Bonnie no quiso que la matara. Siempre le daban pena las tortugas que los marineros y la gente del puerto amontonaba en las oscuras bodegas de los barcos. Era fácil mantenerlas vivas durante un tiempo y servían como carne fresca para los marinos. La captura y venta de esos animales constituía una de las fuentes de ingreso más importantes de los pescadores de las islas Caimán. Sin embargo, a Bonnie siempre la asaltaba el pensamiento de cómo se sentirían los animales, en cajas oscuras, sin espacio donde moverse ni comida. Días y semanas durante los cuales solo aguardaban la muerte.

La muchacha se estremeció y apartó la cabeza al pasar por delante de un burdel. Por mucho que le gustara recordar aquel día en la playa, en realidad odiaba las islas Caimán. Si ella hubiese sido Máanu, no se habría instalado ahí. Cierto día había preguntado a Jefe cómo era que una negra libre que tenía todo el mundo para ella precisamente había ido a caer en aquel hoyo de las colonias.

—Por mi padre —había contestado Jefe, y Bonnie todavía recordaba el orgullo que había en su mirada.

El muchacho solía explayarse sobre su padre Akwasi. Un cimarrón orgulloso, un hombre que había luchado realmente por la libertad, una persona de confianza de la gran Reina Nanny, que en Jamaica había fundado y defendido toda una ciudad de negros libres en las Blue Mountains.

—Vivieron allí como en África, como los ashanti, un pueblo de grandes guerreros. Pero ¡mi padre descollaba por encima de todos! Tenía tierras y dos o tres mujeres que las trabajaban para él. En África un hombre tiene varias mujeres, ¿sabes?, ¡cuantas más, más orgulloso puede estar! Y Akwasi era muy respetado. Acaudillaba a los cimarrones cuando asaltaban plantaciones y liberó a un montón de esclavos… Era el mejor guerrero de la Abuela Nanny.

Los ojos de Jefe brillaban cuando hablaba de la maravillosa vida de Akwasi en las Blue Mountains. Y Bonnie casi creía escuchar el sonido de los tambores mientras las mujeres bailaban por la noche para él, y el del cuerno que convocaba a los cimarrones para la lucha cuando un ejército de ingleses o un destacamento de hacendados intentaba conquistar el inexpugnable poblado junto al río Stony.

El padre de Jefe siempre lo había defendido con éxito, hasta que la legendaria reina de los cimarrones había firmado la paz con los blancos, algo con lo que Akwasi no estaba de acuerdo. Según Jefe, había abandonado Nanny Town, como llamaban los esclavos libres a su poblado en la montaña, y había proseguido la lucha en solitario. Lo habían capturado durante el heroico intento de asesinar al gobernador de Jamaica.

Bonnie no daba del todo crédito a eso, porque solo por intentar matar al gobernador de Jamaica no se contentaban con desterrarte de las islas Caimán, sino que te colgaban en el acto. Quizás algún backra rico lo había evitado, aunque Jefe no se sentía agradecido por ello. Al parecer, también su padre había odiado a un hombre de cuyo nombre Jefe no se acordaba.

La muchacha se preguntaba cómo era posible que Jefe tuviese algo más que vagos recuerdos de su padre. Máanu había seguido a Akwasi a las islas Caimán, algo que también había propiciado un bienhechor blanco. Pero su influencia no había llegado hasta la plantación donde habían destinado a Akwasi como esclavo. En cualquier caso, el propietario no había estado de acuerdo en acoger a Máanu. Ni se planteaba tener una negra libre en los alojamientos de los esclavos, eso sembraría discordia. Y el amor de ella no llegaba hasta el punto de volver a someterse a sí misma y a su hijo a la esclavitud para poder vivir con su marido en la plantación. Así pues, durante años solo había visto a Akwasi el día de Navidad y sabido poco de él. De todos modos, el pequeño Jefe había vivido para esos días, para todo lo que su padre le contaba sobre Nanny Town, la libertad, África y… ¡la fuga! Por lo visto, el progenitor de Jefe no pensaba en otra cosa y urdía planes continuos. También lo intentó en dos ocasiones, pero siempre lo habían apresado, lo que sorprendía y encolerizaba a Jefe.

Bonnie escuchaba lo que su amigo le contaba sobre los desdichados contratiempos que habían frustrado la fuga sin hacer comentarios al respecto; no quería molestar al muchacho. En general, sin embargo, sospechaba que el padre del chico estaba tan loco como su propia madre Tilly. En Gran Caimán no había Blue Mountains, la isla era pequeña y había sido explorada hasta el más ínfimo rincón. Allí no se ocultaba ningún cimarrón. Los esclavos escapados eran devueltos a sus plantaciones, ni siquiera se tomaba nadie la molestia de castigarlos con especial severidad. A veces ocurría que los mataban de un tiro si se rebelaban para no ser devueltos.

Y eso era lo que había sucedido con Akwasi cuando Jefe tenía diez años. Desde entonces, su heroico padre solo vivía en sus recuerdos. Máanu se había quedado en Gran Caimán; ¿qué otra cosa podía haber hecho? Nadie habría comprado a una negra su negocio por un precio decente. Y marcharse sin recursos la habría abocado de nuevo a la esclavitud.

Bonnie no creía que a miss Máanu le gustase realmente estar en esa localidad portuaria, pero tenía tan pocas oportunidades de huir de ahí como una esclava.

La muchacha llegó a la tienda de Máanu y se sintió mejor en cuanto vio el acogedor toldo blanco que daba sombra al porche pintado. Siempre se ponía contenta una vez que dejaba atrás sin que la incordiasen todos los bares y burdeles en torno al puerto. La tienda de Máanu tenía algo de hogareño… Le encantaba el olor de las especias y la visión de las frutas y verduras frescas que Máanu exponía ordenadamente en los estantes del porche. Recordaba a un puesto de mercado, seguramente quería abrir el apetito de los transeúntes. El resto de los artículos estaban apilados en el interior de la tienda —sobre todo comestibles, pero en especial frutos y legumbres secas y carbón que guardaba en barriles, harina y azúcar, y naturalmente grandes cantidades de galletas o pan marino para los barcos—. Máanu y Jefe no podían vivir de las ventas a la poca gente de la localidad, así que vendían la mayoría de sus artículos a los maestres de provisiones de los barcos que fondeaban allí para reabastecerse.

Bonnie subió con esfuerzo los escalones de la galería y sintió que su corazón se aceleraba al oír las voces de Máanu y Jefe en el interior. ¡Había tenido suerte, él estaba ahí! Sin embargo, la conversación entre madre e hijo no parecía muy relajada. Al contrario, se diría que estaban peleándose.

—¡Jefe, tienes casi dieciocho años!

Máanu intentaba conservar la calma pero se notaba su enfado. La negra liberta hablaba un inglés perfecto. Al principio a Bonnie también eso le había resultado increíble, pero en los últimos años había tenido una relación tan frecuente con Máanu y Jefe que a esas alturas incluso ella podía expresarse correctamente cuando quería.

—¡No puedes desperdiciar tu vida vagando por el puerto y esperando que alguien te dé un par de monedas por cargar un barco!

—¿Y qué otra cosa voy a hacer? —repuso Jefe, provocador.

Para verlos mejor, Bonnie se acercó más a la puerta de la tienda, provista de una cortina contra las moscas hecha de tiras de colores. Jefe estaba sentado sobre un saco de judías secas, con sus musculosas piernas enfundadas en los pantalones anchos de lino relajadamente elevadas, como repanchingado en un sofá. Era extraordinariamente fuerte, los músculos que asomaban bajo la camisa blanca podrían haber pertenecido a un luchador. Llevaba el pelo corto y tenía una tez muy negra. Había heredado los pómulos altos de su madre, pero no los ojos sesgados. Los del chico eran más bien redondos y separados bajo unas cejas pronunciadas. Su boca era ancha, y cuando reía resultaba irresistible. Pero pocas veces reía.

Máanu hizo un gesto de hastío. Era evidente que renunciaba a seguir discutiendo con su hijo.

—¡Y yo qué sé, Jefe! ¡Invéntate tú mismo algo! ¡Sal a navegar o…!

El muchacho suspiró.

—¿En un buque mercante, mamá? —preguntó burlón—. ¿Tal vez uno de esos que traen esclavos de África?

La madre del chico alzó las manos, un gesto de impotencia que ella transformó fingiendo que tenía que arreglarse el turbante rojo brillante bajo el que escondía su cabello. Iba vestida según la costumbre de la isla: falda roja ancha y una sencilla blusa de lino junto al llamativo, pero práctico, tocado.

—Alguno habrá que no transporte esclavos. O pregunta a algún trabajador si puedes echar una mano, a lo mejor en una plantación…

—¿Quieres que me ponga a cortar caña de azúcar? —Jefe se levantó de un brinco—. ¡Yo no trabajo para ningún backra! —Escupió la palabra con que se refería a los propietarios blancos—. Yo no dejo que me azoten ni me humillen, yo…

—Tú eres libre y nadie te va a azotar con un látigo —replicó Máanu—. Pero hasta los jóvenes blancos tienen que aceptar que un maestro le dé un sopapo a un aprendiz de vez en cuando, como hizo el herrero en aquella ocasión.

Bonnie recordó que el aprendizaje de Jefe como herrero, dos años antes, había fracasado por un motivo así. Frazer Watts, el herrero, era uno de los pocos habitantes nobles y accesibles de la localidad. Él mismo era mulato y no había puesto objeciones a tomar como aprendiz al joven negro. Sin embargo, no se había entendido con Jefe. El hijo de Máanu odiaba que le dieran órdenes. Un guerrero ashanti, así se lo hizo saber al señor Watts, no necesitaba someterse. Watts le había propinado un bofetón y se había visto de repente frente a un joven iracundo que lo amenazaba con unas tenazas candentes. Poco después, Watts había explicado a Máanu que no quería tener como aprendiz a ningún guerrero ashanti. Jefe tenía que comportarse o marcharse. El muchacho no volvió a la herrería después de aquello.

—¡Ahora no vuelvas a empezar con eso! —suspiró Jefe—. ¡Yo tampoco voy a herrar a los jamelgos de los backras blancos! Cada vez que oigo al viejo Watts diciendo: «¡Faltaría más, señor Fulano! ¡Por supuesto, señor Zutano! ¡Encantado, señor Mengano!»… ¡me entran ganas de vomitar!

—¡Ser amable no significa tener que humillarse! —replicó su madre, pero entonces dirigió la vista a la entrada y vio a Bonnie mirando entre las tiras de la cortina. Sus rasgos severos se transformaron en una sonrisa. Siempre era afectuosa y dulce con la joven esclava—. ¡Hola, Bonnie, pasa! No te asustes porque esté riñendo a Jefe, ¡se lo merece! —Miró a su hijo, que contestó con un gesto aburrido—. ¡Oh, qué aspecto tienes, Bonnie! —Miró horrorizada el rostro magullado de la joven y por sus movimientos imaginó lo sucedido—. ¿Ha vuelto a pegarte ese tipo?

Bonnie se mordió el labio. Máanu siempre amenazaba con denunciar al backra Skip a las autoridades. Estaba prohibido maltratar a un esclavo sin razón. Pero tales denuncias nunca tenían consecuencias prácticas y para Bonnie la situación todavía empeoraría más.

—Resbalé —afirmó la joven—. Por la escalera.

Máanu arqueó las cejas.

—Bonnie, la casa de tu backra no tiene escalera —señaló, pero no insistió—. Ahora siéntate, voy a prepararte algo que comer. Estás tan delgada, hija mía…

Se internó en su vivienda, que estaba en la parte posterior de la tienda. Ahí casi siempre había un sabroso cocido sobre el hornillo y su aroma se mezclaba con los olores ya de por sí embriagadores de los artículos en venta. Bonnie la siguió con la mirada. Su delgadez, sin embargo, no se debía a falta de alimentación —Bonnie siempre había estado flaca sin importar cuánto comiese—, y con sus dieciséis años todavía crecería un poco más. Pero esa mañana no había tenido fuerzas para desayunar algo más que un seco mendrugo de pan. Además le encantaba la comida que preparaba Máanu. Ahí no había ningún puchero sin imaginación, ninguna carne chamuscada, como la que cocinaba Bonnie, y tampoco el proverbial bacalao que comían la mayoría de los pobres isleños. Máanu cocinaba con especias y legumbres. Todas sus recetas procedían de África. La Abuela Nanny, la legendaria reina de los cimarrones, se las había legado.

También en esta ocasión, la madre de Jefe apareció con un exótico y especiado plato de papilla de lentejas con pan ácimo. Bonnie hincó el diente con hambre.

Al parecer, aquello también despertó el apetito de Jefe, pues se levantó, fue a la cocina y volvió con una ración para él. Por el camino lanzó una mirada a las heridas de Bonnie.

—¡Desgraciado! —siseó.

Bonnie se sintió extrañamente consolada.

Mientras ella comía, Máanu fue reuniendo las compras. Skip Dayton necesitaba especias, sobre todo sal para adobar. Vendía carne en adobo a los barcos que atracaban. También precisaba pan y algunas verduras, así como dos botellas de ron.

—Estas no tendría que vendérselas —siseó Máanu—. Cuando se emborracha vuelve a abalanzarse sobre ti.

La muchacha se encogió de hombros.

—Se emborracha de todos modos —respondió resignada—. Si lo hace en casa suele quedarse tranquilo. ¿Puedo mirarme en su espejo, miss Máanu?

El que Máanu se hubiera asustado por el aspecto que ofrecía le había dado que pensar. De repente, Bonnie sintió algo parecido a vergüenza frente a Jefe. Le desagradaba mostrarle un rostro magullado y feo.

Tampoco es que fuera precisamente bonita cuando no tenía un ojo hinchado o un labio partido. Enseguida volvió a tomar conciencia de ello cuando siguió a Máanu hasta su dormitorio, limpio y provisto de un mobiliario sencillo. Allí colgaba un espejo grande que no solo reflejaba las heridas, sino también un rostro demasiado huesudo y seco, de labios finos, dientes demasiado grandes y cabello crespo. Bonnie encontraba su nariz demasiado hinchada y la frente demasiado estrecha. No tenía nada de princesa o guerrera ashanti, nada de las orgullosas mujeres negras de las que Máanu hablaba de vez en cuando; también la madre de Jefe conservaba recuerdos de Nanny Town. «No soy más que una chica negra. No es extraño que Jefe nunca me mire como con ganas de besarme». Bonnie se mordió el labio. Tampoco ella pretendía, por supuesto, que él la mirase con deseo. Probablemente le habría resultado repugnante descubrir en sus ojos la misma expresión lasciva que veía en los del backra. Pero alguna expresión… que el rostro se le iluminara al verla, eso sí le habría gustado.

Jefe se estaba llevando el último bocado de su pan ácimo a la boca cuando la joven negra volvió a la tienda. Todavía con la comida en la boca, cogió el cesto con las compras de la chica.

—Le llevo las cosas a casa —anunció a su madre—. No está bien que vaya sola por el puerto. Han llegado dos barcos nuevos de Inglaterra. Los marineros llevan semanas sin ver a una mujer…

Bonnie le sonrió agradecida.

Máanu movió la cabeza dando su aprobación.

—Pero ¡luego vuelve aquí inmediatamente! —le ordenó—. ¡Y no hagas tonterías!

La joven esclava se preguntó si esas últimas palabras tendrían algo que ver con su amo y por unos segundos se abandonó a la fantasía de que Jefe pidiera cuentas a Dayton y lo matara, o al menos le diera un buen escarmiento. Y de hecho, el joven le guiñó el ojo cuando salieron juntos a la calle.

—¡Los tiraría a todos al mar! —dijo, mirando a unos blancos sentados en una taberna cercana tomando aguardiente de caña mientras los esclavos amontonaban sacos—. ¿A veces no te entran ganas de… de vengarte de todo lo que hacen?

Bonnie asintió. Lo deseaba con toda su alma, aunque sus sueños de venganza en realidad se limitaban a su amo. Bueno, quizá también a unos vigilantes de la plantación de su madre que de pequeña la habían tratado con desprecio. Pero en cuanto a esto, los «amigos» negros de Tilly no se habían comportado mucho mejor con ella. En especial, su madre… En la lista de ajustes pendientes, Tilly estaba muy por encima de la mayoría de los blancos.

Jefe sonrió irónico.

—¡Vamos! —dijo con tono de complicidad, girando en la esquina del garito—. A ver con quién podemos meternos…

Frente a ellos vieron la casa del capitán del puerto. Estaba vacía, el señor Benton se encontraba en el trabajo y su esposa haciendo las compras. Sin embargo, en el quicio de la ventana de la cocina había un pastel enfriándose. Jefe le dio un manotazo al pasar. El pastel cayó en el jardín y el molde se rompió. Los pequeños cerdos negros que criaban muchos habitantes de la isla darían cuenta del contenido. Corrían libremente por las calles y se alimentaban de las basuras que la gente arrojaba fuera de las casas. Sus gruñidos y sus ruidos al masticar, además del olor de sus excrementos, no hacían de la población un lugar especialmente agradable.

—Oh, qué pena, este mediodía el tratante de esclavos, el señor Benton, no tendrá comida… —susurró irónico Jefe.

La joven miró alrededor asustada. No quería que la pillaran haciendo una travesura. Pero la calle estaba desierta, salvo por dos caballos atados detrás de uno de los dos burdeles, dos edificios más allá. Uno de ellos era un imponente caballo negro que llevaba una silla preciosa, con adornos de plata.

—Mira allí, nuestro señor Lewis… —Jefe miró un momento alrededor y cortó con su cuchillo las riendas que sujetaban el caballo. La silla no podía ser más suntuosa.

El caballo negro, que hasta el momento no había hecho ningún intento de soltarse, agradeció la inesperada libertad y paseó tranquilamente por la calle. No iría muy lejos, pero se notaba que estaba buscando un lugar apropiado donde revolcarse. A la silla eso no le haría ningún bien.

El primer impulso de Bonnie fue echar a correr y escapar de allí. Esa diablura podía costarles cara… Pero Jefe siguió riéndose como si a él nada fuese a sucederle.

—El señor Lewis verá que las riendas están cortadas —advirtió temerosa la esclava. Lewis era el propietario de uno de los burdeles y con su carácter colérico seguro que no se jugaba.

El chico se encogió de hombros.

—Sospechará de Bromsley —contestó. El otro burdel era de Bromsley—. Lo mismo se pelean, así habremos matado dos pájaros de un tiro…

Bonnie continuó recorriendo las calles con el chico, pero no se sentía nada segura. Tampoco le hizo ninguna gracia que Jefe abriera la puerta de un gallinero y luego soltase a un perro que enseguida salió a perseguir a las gallinas. El chucho pertenecía a un mulato que sin duda tendría problemas si el animal despedazaba a las aves de su vecino blanco. Pero Jefe no hacía diferencias, parecía albergar odio hacia todos.

—Todos son unos idiotas y unos hipócritas —mascullaba cuando pasaron por la herrería y, aprovechando la ausencia del señor Watts, arrojó al fuego de la fragua un par de clavos de herradura y unos hierros ya forjados.

Bonnie se alegró de dejar la población a sus espaldas y entrar en la calle de la carnicería.

Jefe le sonrió.

—¿Mejor? —preguntó—. Les hemos dado una lección, ¿verdad?

Para no disgustarlo, la joven asintió angustiada, aunque no se sentía nada aliviada. Las tropelías de Jefe le resultaban infantiles y bobas. Ella consideraba que vengarse, vengarse de verdad de quien lo merecía, era otra cosa.