Nora Fortnam se encontraba en el vestíbulo, lista para dar la bienvenida a los invitados. Cuando Deirdre por fin apareció, se sintió tan aliviada como disgustada. En consonancia, su hija dio la impresión de sentirse culpable. Si no la hubiese acompañado Keensley posiblemente habría optado por la puerta de la cocina para introducirse en la casa deprisa y sin ser vista, pero eso era inviable en compañía de un galán: hasta su indómita hija todavía se ceñía, por fortuna, a las reglas básicas de la etiqueta. Si bien el joven no tenía un aspecto muy presentable en ese momento. Nora observó que el sirviente que recibía a los invitados lanzaba una mirada reprobadora al traje de Quentin. Sin duda la indumentaria de gala del joven había sufrido un poco durante la cabalgada. La chaqueta azul claro de brocado y el calzón a juego presentaban una pátina ligeramente rojiza del polvo del camino. Además, no llevaba el tricornio, una pieza obligada según la moda del momento. Presentarse sin el sombrero bajo el brazo en los actos de sociedad formales no era propio de un caballero, y Keensley se mostraba abochornado como cabía esperar. En cuanto al hecho de que no llevara el cabello empolvado como se acostumbraba, a los Fortnam les daba igual, a fin de cuentas el señor de la casa solía negarse a seguir esa moda.
—Dede, ¿dónde te habías metido? —reprendió Nora a su hija—. ¡Ya deberías estar arreglada y saludando conmigo a los invitados! ¿No recuerdas que la persona homenajeada eres tú? Uff. ¡Más vale que no pregunte dónde has estado! —El traje de montar de la joven y el cabello suelto hacían superflua tal pregunta.
Respecto al acompañante de su hija, Nora lo habría compadecido si no hubiese estado tan furiosa a causa del retraso. Era probable que hubiese intentado flirtear con Deirdre, pero Nora no iba a preocuparse por ello. Hasta el momento, su hija daba calabazas a todos sus galanes. Le interesaban más las carreras a caballo que intercambiar caricias a escondidas.
—Y usted, señor Keensley, será mejor que vaya a arreglarse un poco.
Nora buscó a un sirviente que pudiese ayudar a Quentin con su indumentaria y envió a dos niños negros en busca del tricornio del invitado. Deirdre les explicó el recorrido que había hecho con Keensley, y parecía de nuevo divertida; sin duda había pasado un buen rato. Nora suspiró. También ella de joven había sido traviesa y todavía disfrutaba con las carreras. Pero a la edad de Deirdre había guardado más las formas… El recuerdo de sus propias escapadas casi la hizo sonreír, pero se contuvo. De todos modos, Deirdre era una mimada sin remedio; así que no iba a ser además comprensiva con ella.
—¡Date prisa, Deirdre, te necesitamos! —exhortó a la joven con severidad—. Ya hablaremos más tarde de tu comportamiento… ¡No puedes hacer mutis por el foro con el señor Keensley y quedarte tan tranquila!
Deirdre se disculpó con una sonrisa.
—No te pongas así, mamá. —Y la besó en la mejilla, para dar un respingo a continuación y frotarse el polvo de los labios—. Haré acto de presencia cuando ya estén todos aquí, bajaré… hum… descenderé flotando por las escaleras y todos me mirarán fascinados.
Se enderezó y dio unos pasitos con afectación, como si se desplazara sobre tacones altos y llevara corsé.
Nora se esforzó por no sonreír sin conseguirlo del todo.
—¡Anda, corre de una vez a la habitación! —dijo condescendiente—. Las chicas te están esperando para arreglarte. Diles que se den prisa. No hemos organizado esta fiesta para pasar el rato, Deirdre. Se trata de tu presentación en sociedad y sería deseable que te comportaras adecuadamente…
Nora, por su parte, ya llevaba tiempo impecablemente vestida y presentaba un aspecto imponente. Pese a que ya tenía más de cuarenta años y había dado a luz a tres niños, seguía delgada. Ese día, además, se había ceñido el corsé más de lo habitual. En realidad detestaba los corsés y solía evitarlos en sus tareas cotidianas. Nora tenía nociones de medicina y hacía las veces de médico de blancos y negros en su plantación y, con frecuencia, también en las vecinas. Así que para realizar tales menesteres prefería los vestidos ligeros y cómodos de algodón. Aun así, para la fiesta de cumpleaños de su primogénita se había puesto un elegante vestido de seda verde oscuro con cenefas doradas, y se había peinado primorosamente con un recogido, empolvado el cabello y maquillado según los dictados de la moda. Esperaba que también su marido hiciera concesiones en ese aspecto, aunque no abrigaba grandes esperanzas. El hacendado y brillante abogado encontraba sumamente divertido dejar algo pasmados a sus vecinos saltándose las convenciones. Doug Fortnam prefería los pantalones de montar a los calzones, tenía solo una peluca, que utilizaba en el tribunal, y se negaba a empolvarse de blanco su abundante cabello rubio.
«La experiencia demuestra —solía decir con deje pedagógico— que el pelo del ser humano acaba encaneciendo si este vive lo suficiente. Tengo la intención de esperar a que esto ocurra. Y también la palidez mortal aparece en algún momento por sí misma. No pienso anticiparme a los hechos embadurnándome la cara de blanco».
Nora compartía su opinión, pero consideraba que ese día era más importante causar buena impresión que defender sus convicciones sobre la moda. Esa fiesta era crucial para Deirdre, aunque la propia muchacha no se percatara y Doug solo un poco. Pero ella, Nora, era una sagaz observadora y no se le había escapado que Deirdre corría el peligro de que la buena sociedad de Jamaica la marginara. En el transcurso del último año se habían celebrado bailes y recepciones, tanto en Kingston como en las plantaciones adyacentes, durante los cuales las jóvenes habían sido introducidas en sociedad. Esta costumbre provenía de Inglaterra, donde las jóvenes de la nobleza, al cumplir los dieciocho años, eran presentadas al rey. A partir de entonces se convertían en muchachas casaderas y los jóvenes apropiados podían optar a pedir su mano. En las colonias habían ajustado tal práctica a sus propias y específicas circunstancias: quien tenía una hija en edad de merecer ofrecía un baile al que también invitaba a sus conocidos, con hijos e hijas. De este modo coincidían y se conocían los jóvenes que vivían en plantaciones distantes entre sí. Todo ello era, por supuesto, un preámbulo para el matrimonio.
Así pues, Nora llevaba un año esperando que llegaran las correspondientes invitaciones para su hija, pero eso no ocurría. Los representantes de la buena sociedad de Kingston no se lo decían a los Fortnam directamente y con toda certeza lo habrían desmentido si se les hubiese preguntado, pero excluían a Deirdre a causa de sus orígenes dudosos. Ya cuando era niña solían «olvidarse» de invitarla, pero con los bailes de presentación se hizo evidente que la evitaban. Era obvio que Deirdre Fortnam no era persona grata.
Así que, tras constatarlo durante un tiempo, Nora había decidido pasar a la acción. El decimoctavo cumpleaños de Deirdre daría lugar a uno de los bailes más espléndidos que se hubieran organizado en la región de Kingston y Spanish Town. Y ninguno de los que acudiera a Cascarilla Gardens podría negarse a incluir a Deirdre en la lista de invitados de sus propias celebraciones.
Sin embargo, Doug señalaba que bastaba con que los invitados no acudiesen a la recepción para que pudieran seguir ignorando a Deirdre. Pero Nora no abrigaba tales temores. Cascarilla Gardens era demasiado grande y demasiado respetada, y Doug era demasiado conocido como abogado y experto en derecho internacional como para que alguien se arriesgara a ofenderlos. Los invitados acudirían y era de esperar que se convencerían de lo hermosa y educada que era Deirdre Fortnam. Si es que la señorita se dignaba dejarse ver… y si no se permitía más salidas con los jóvenes vecinos sin carabina.
Deirdre subió corriendo al primer piso y se alegró de no cruzarse con nadie de camino a la sala de baile. Ya hacía tiempo que las habitaciones de invitados estaban ocupadas, las primeras visitas procedentes de Kingston y las Blue Mountains habían llegado en el transcurso de la mañana. A los Fortnam les parecía normal, pues las distancias que separaban a los habitantes de la región eran demasiado grandes para realizar visitas cortas; además, si la casa estaba bien administrada, que estuviera llena no suponía un trabajo adicional para los anfitriones. En ninguna plantación faltaba personal, y los empleados de Cascarilla Gardens estaban especialmente bien instruidos. Al menos los más jóvenes habían nacido en la plantación y no habían tardado en ponerse bajo la severa tutela de la cocinera Adwea, a quienes todos llamaban cariñosamente Mama Adwe. Junto con Nora, hija de un comerciante y bien aleccionada para desenvolverse en cualquier asunto social, y la primera doncella Carrie, Adwea formaba a cocineras, doncellas y sirvientas estupendas que se ponían a disposición de la familia y sus huéspedes.
En ese momento, tres muchachas negras, que ya la esperaban inquietas, saludaron a Deirdre.
—¡Missis, dese prisa!
Amali, la mayor de las muchachas, corrió para ayudarla a quitarse el traje de montar. Genet, la segunda, ya tenía lista una jofaina con agua caliente y una esponja para que Deirdre se frotara y refrescara. Deirdre notó complacida que el agua olía a rosas y lavanda, las muchachas debían de haber vertido unas gotas de esencia de esas flores. Se lavó a toda prisa, mientras Amali y Genet le preparaban la ropa interior de seda, medias y el inevitable corsé.
La mayoría de las damas de la buena sociedad nunca habían cogido una esponja. Casi todas dejaban que, en lo concerniente a la limpieza y cuidado del cuerpo, fueran las doncellas negras quienes se encargaran. Nora, sin embargo, había enseñado a Deirdre para que se valiera por sí misma. Encontraba lamentable confiar al servicio hasta los secretos más íntimos del cuerpo y había legado a su hija ese sentido del pudor. La joven no tenía una doncella personal, aunque le encantaba que a veces la tratasen como a una princesa.
Kinah, la tercera muchacha, una buena peluquera, insistió en soltarle el cabello y cepillarlo antes de que la vistieran.
—Está sucio, missis, y si se cae la arenilla roja sobre el vestido blanco…
Deirdre rio por lo bajo al recordar las galas polvorientas de Quentin Keensley y contó a las muchachas que el joven había perdido la carrera. Las tres rieron complacidas, sobre todo Amali, que tenía la misma edad de Deirdre y era más una amiga que una sirvienta.
—Pero si se comporta así con los jóvenes caballeros —señaló la muchacha—, nunca encontrará marido, missis. Nos lo leyó una vez en voz alta: una joven debe ser discreta, dulce y cordial. ¡En sus libros no se habla de carreras de caballo!
Deirdre tenía varios libros procedentes de Inglaterra en los que se enseñaba el comportamiento de una damisela en sociedad. Nora pedía ese tipo de libros por guardar las convenciones, llevada por su mala conciencia. Era consciente de que dejaba que su hija y también sus hijos más pequeños crecieran con más libertad de lo habitual. Los hijos de los Fortnam jugaban en la cocina con los hijos de los esclavos, en el jardín y también en el barrio de los esclavos. Sabían nadar y cabalgar, paseaban por la playa, el bosque y los campos de caña de azúcar. Hasta los quince años, Deirdre no había empezado a llevar zapatos de forma más o menos regular.
Su profesor privado, Ian McCloud, un escocés de temperamento dulce, tampoco era partidario de una educación severa. En lo referente a la autoridad, había demostrado su incapacidad para imponerla cuando al principio Doug lo había contratado como vigilante de los esclavos. No obstante, los Fortnam se habían beneficiado de ello. De hecho, bajo la dirección de Kwadwo, los negros se autogestionaban estupendamente. Cuando Doug tuvo que someterse a pesar suyo a la presión de los vecinos, que consideraban que una cuadrilla de esclavos sin vigilante era un peligro público, contrató a McCloud para que trabajase en la propiedad. Los primeros años en la plantación este pasó leyendo o soñando bajo una palmera la mayor parte del tiempo, mientras su esposa Priscilla, que afirmaba ser médium, conjuraba espíritus. Solo con los niños Fortnam encontró mister Ian, como lo llamaban los negros, su auténtica vocación. Ofreció a Deirdre y sus hermanos una educación general. Doug no envió a sus hijos a una escuela en Inglaterra, tenía unos recuerdos traumáticos del tiempo que él mismo había pasado en el internado. Si Thomas y Robert deseaban estudiar más tarde, siempre podrían ir a la metrópoli.
—En los libros se habla de equitación —explicaba en ese momento Deirdre, mientras Kinah se ocupaba de su cabello—. Pero ¡solo dicen tonterías! El caballero debe ocuparse de que la dama tenga a su disposición el caballo más dócil y lento… ¡En Inglaterra parece que monten exclusivamente por placer y no para llegar a un sitio!
Nora le había hablado a su hija de los paseos a caballo por St. James Park y de las cacerías en Escocia. A la joven sin duda le habría hecho ilusión salir de cacería a caballo. Pero Nora le había prohibido que participara en actividades similares. En los alrededores de Kingston no se cazaban animales, sino a jóvenes negros que se divertían escapándose de los jinetes. Los niños tal vez lo encontraran divertido, pero Nora lo consideraba denigrante. Y Doug siempre recordaba las cazas de esclavos en que su padre participaba. Perseguían con perros y caballos a negros huidos para imponerles después unos castigos en extremo despiadados por intentar fugarse. Las divertidas «cacerías» servían, además, para entrenar a los animales a hostigar a futuros fugitivos.
—En cualquier caso, ¡no pienso casarme con un hombre con quien tenga que fingir que soy una mema pusilánime que ni siquiera sabe montar! —declaró Deirdre—. Mi esposo tendrá que aceptarme tal como soy.
Amali rio en silencio. Conocía la historia de Deirdre, en los barrios de esclavos se sabían muchos más detalles sobre el rapto de Nora Fortnam y sus relaciones con el padre biológico de Deirdre, Akwasi, que entre la buena sociedad de la región de Kingston. Deirdre ya podía darse por satisfecha si gozaba de la oportunidad de elegir entre los hijos de los backras blancos. Podría haber acabado en un barrio de esclavos trabajando de sirvienta. Ante la ley, la hija de un esclavo huido era negra, y hasta hacía pocos años los hacendados no tenían ni siquiera permiso para conceder salvoconductos a su personal. Eso había cambiado con el paso del tiempo. Kwadwo y Adwea eran libres, y también el padre adoptivo de Deirdre disponía de un documento firmado por el gobernador que confirmaba que la joven era una negra libre. Eso le daba seguridad, pero no la hacía necesariamente más interesante para jóvenes como Quentin Keensley.
Amali indicó a su joven señora que se levantase y empezó a ceñirle el corsé. Era fácil, Deirdre era muy delgada y de hecho no habría precisado de ayuda. Sin embargo, la cintura de avispa que se conseguía con el corsé estaba de moda. Deirdre gimió cuando Amali tiró enérgicamente de los cordones.
A continuación, las muchachas la ayudaron a ponerse un miriñaque y un ligero vestido blanco inmaculado que cubría una mantilla con lazos en verde claro. Aun sin peinar, Deirdre estaba arrebatadora.
Amali sonrió a su amiga y señora. Por fortuna era bonita, decía Mama Adwe. Los hombres no tendrían en cuenta los orígenes de Deirdre cuando la viesen. Y sus familias no osarían ofender a Doug Fortnam, de Cascarilla Gardens, rechazando a su hija adoptiva. Eso al menos era lo que esperaban los Fortnam y sus sirvientes. No había nadie en Cascarilla Gardens que le desease ningún mal a Deirdre.
—Bueno, ¡para el maquillaje ya no tenemos tiempo, de verdad!
Peinar los rebeldes rizos de Deirdre en una trenza suelta y adornarla con flores de azahar había llevado lo suyo. Deirdre hizo un gesto de rechazo cuando Genet fue a buscar los tarros con el maquillaje.
—Pero missis Nora dijo…
Genet vacilaba e intentó protestar, aunque no con toda franqueza. A la muchacha negra le parecía absurdo empolvar el rostro ya de por sí claro de los blancos. Y más aún cuando no embellecería para nada a Deirdre. No había maquillaje en el mundo que pudiera hacerla más hermosa de lo que era. Tenía una tez tersa y limpia, y su color natural conjugaba mucho mejor con su vestido de fiesta que una palidez artificial.
—¡Bah, mamá no lo dice en serio! —aseguró Deirdre, poniéndose en pie—. ¡Lo habéis hecho de maravilla! —Elogió a las muchachas—. Bajad y decidle al maestro de ceremonias que voy, ¿de acuerdo? Y a mamá, claro. ¡Será una entrada espectacular!
Con los elegantes zapatos de seda de tacón alto, se movía con tanta gracia como había mostrado antes delante de su madre. Llevar toda la noche ese calzado sería terrible… pero Deirdre sabía que no podía eludir esa obligación. Se le escapó una risita al pensar lo que sucedería si apareciera descalza en su fiesta de presentación.
La joven siguió a las muchachas con su vestido de gala por el pasillo y luego, mientras las tres bajaban presurosas, permaneció un momento inmóvil junto a la trabajada balaustrada para contemplar la sala desde ahí arriba.
—Deirdre, ¡qué guapa estás! —resonó la voz de Doug a sus espaldas—. ¡Hoy me recuerdas mucho a tu madre! Todavía me acuerdo de la primera vez que la vi, era la fiesta de Navidad. Bajaba por la escalera y estaba tan hermosa… Me enamoré de ella al instante. ¡Y esta noche harás que todos los chicos que están ahí abajo pierdan la cabeza por ti! ¡Ten cuidado de que no se peleen para ganarse tu favor!
Y sonrió con aire travieso a su hija adoptiva. También él iba a reunirse con los invitados, pero se detuvo un momento para contemplar a Deirdre. El rostro algo anguloso del hombre ya se hallaba recorrido por pequeñas arrugas que el sol y el viento habían labrado en su siempre bronceada piel. De todos modos, seguía mostrando la expresión jovial y atrevida que había enamorado a Nora tantos años antes.
—¡También tú tienes muy buen aspecto! —dijo Deirdre devolviéndole el cumplido—. ¡Y perfectamente empolvado! Me temo que no te habría reconocido entre la gente.
Doug se rio. De hecho había cedido a la petición de Nora y se había puesto calzones, medias de seda, chorrera de encaje y chaqueta de brocado. Los altos zapatos de hebilla eran lo que más le fastidiaba. Doug encontraba cursi y tontorrón su traje, y no tenía claro por qué había de llevar en su propia casa un tricornio bajo el brazo. Pero se había decidido a seguir la moda por una vez, empolvado su abundante cabello rubio y recogido con un pasador en la nuca.
—Entonces quédate conmigo hasta que te hayas acostumbrado a mi aspecto —replicó, haciendo un guiño y ofreciendo el brazo a Deirdre—. ¿Me permite, princesa?
La muchacha sonreía cuando descendió cogida del brazo de Doug hacia la sala de baile. El maestro de ceremonias contratado para la ocasión se encontraba al pie de la escalinata listo para anunciar la llegada de ambos.
—Mesdames y messieurs… su anfitrión, Douglas Fortnam, y nuestra homenajeada, la encantadora miss Deirdre…
Los jóvenes presentes se quedaron sin respiración al ver a la muchacha. Seguro que ninguno de ellos permitiría que sus padres «olvidasen» invitar a esa belleza a la próxima fiesta que celebraran.