—¡Creo que no deberíamos apoyar algo así!
Era un soleado día de verano y lady Lucille Hornby-Warrington miraba contrariada el paisaje desde su carruaje abierto, aunque no había mucho que ver: los polvorientos caminos entre las plantaciones de los Hollister y los Fortnam estaban flanqueados por campos de caña de azúcar. Los tallos alcanzaban alturas de hasta seis metros y las carreteras semejaban pasillos recién trazados en el exuberante verdor. Era inevitable que la dama se aburriese. Por el contrario, su esposo, lord Warrington, evaluaba con gran interés la altura y el grosor de las plantas. A fin de cuentas, la plantación, que él administraba para el tío de su esposa, debía su fortuna justamente a la caña de azúcar y ese año todo indicaba que la cosecha iba a ser buena. Así pues, Warrington estaba de mucho mejor humor que su cónyuge.
—No lo dirás en serio —respondió a su mujer pacientemente y con algo de ironía—. ¿Dejar de acudir a una fiesta de los Fortnam solo porque el motivo no te parece bien? ¿Acaso debo recordarte que Nora y Doug tienen la mejor cocinera de los alrededores, la sala de baile más bonita y que siempre contratan a los mejores músicos? Y la muchacha también es encantadora.
—¡La muchacha es mestiza! —replicó la esposa con expresión avinagrada—. Una mulata. Debería estar en un barrio de esclavos. A una mulata no se la cría como «primogénita de la casa» ni se celebra a bombo y platillo su «mayoría de edad». Pero Doug Fortnam se comporta como si se mereciera un premio por criar a esa bastarda.
Warrington sonrió. En realidad, quien era conocido por engendrar bastardos con esclavas negras era lord Hollister, el tío de Lucille. Pero Lucille y su tía siempre hacían la vista gorda, si bien docenas de primos y primas de la primera seguían viviendo en la plantación Hollister. También el cochero, Jimmy, presentaba cierto parecido con el hacendado, quien, unos años atrás, se había retirado a su residencia en la ciudad de Kingston. Había dejado la plantación en manos del esposo de Lucille después de adoptarla a ella, que procedía de una familia de empleados londinenses sin recursos, los Hornby. Lord Hollister y su esposa no tenían descendencia. Doug y Nora Fortnam, por el contrario, tenían, además de la muchacha que se presentaba ese día en sociedad, a dos hijos más jóvenes.
—Pero, en realidad, ¿no es hija ilegítima de Nora? —preguntó lord Warrington.
Todavía no acababa de entender del todo los vínculos de parentesco que había en Cascarilla Gardens, la plantación vecina, pese a que ya llevaba viviendo ahí con Lucille cinco años. De todos modos, los Fortnam no cultivaban una relación muy estrecha con sus vecinos. Eran amables y siempre los invitaban a sus fiestas, pero no intentaban establecer lazos de amistad. Los demás hacendados, a su vez, mantenían ciertas distancias con los propietarios de Cascarilla Gardens. Doug y Nora Fortnam trataban de forma muy peculiar a sus trabajadores negros. Si bien tenían esclavos, como era corriente en Jamaica, no solían contratar a vigilantes blancos, daban más vacaciones de lo normal a su personal y apostaban por una especie de sistema de autogestión entre los trabajadores bajo la dirección de un capataz negro.
Al principio, los vecinos se habían temido una catástrofe inminente. Al fin y al cabo, se daba por hecho que los negros eran perezosos e incluso agresivos si no se los mantenía bajo un severo control. Pero Cascarilla Gardens prosperaba con el peculiar estilo con que su propietario la administraba. De hecho, la plantación incluso formaba parte de las más ricas de Jamaica y, a esas alturas, ya eran muchos los hacendados que envidiaban a Doug Fortnam. ¡Aunque solo fuera por lo que se ahorraba en vigilantes! Pese a ello, a ninguno se le hubiese ocurrido adoptar su modelo de gestión en su propia plantación.
Lady Warrington resopló.
—¡Todavía peor! —exclamó. A diferencia de su marido, se acordaba muy bien de todos los pormenores—. De acuerdo, miss Nora no tuvo la culpa, la raptaron y… bueno, uno de aquellos tipos abusó de ella. ¡Justo por eso! ¿A quién… a quién le gustaría tener a su lado el fruto de tal desgracia?
Warrington se encogió de hombros. También a él le resultaba extraño que Doug Fortnam no solo se hubiera casado con Nora, después de que esta por fin se hubiese liberado tras años de cautiverio en un poblacho de la resistencia de esclavos huidos, sino que también hubiese adoptado a su hija, engendrada por uno de los insurgentes. A la chica en sí la encontraba encantadora, era probable que ya de niña fuera una preciosidad. Doug no había sido capaz de separar a madre e hija. Ese hombre era demasiado sentimental, en eso estaban de acuerdo, desde hacía años, todos los habitantes de los alrededores de Kingston. En algún momento se arrepentiría de haber tomado esa actitud tan indulgente con los esclavos…
El carruaje pasaba en ese momento por uno de los últimos campos cultivados de la plantación Hollister, donde un grupo de esclavos estaba plantando nuevas cañas. Warrington observó con satisfacción que los hombres apenas levantaban la vista. A fin de cuentas, esa gente no tenía por qué quedarse boquiabierta mirando su carruaje, su obligación era trabajar. Dirigió un gesto de aprobación al vigilante. El fornido escocés, a lomos de un caballo, llevaba preparados el fusil y el látigo, pero no los usaba permanentemente. Debía de ser competente, pues por lo visto bastaba con su sola presencia para intimidar a los negros. ¡Y estaba claro que no permitía esos cánticos entre los esclavos! Algunos vigilantes aseguraban obtener un mayor rendimiento si los hombres movían los machetes al compás de una canción. También en Cascarilla Gardens se oía cantar. A Warrington eso no le gustaba, prefería el silencio, con lo que parloteaba su mujer ya tenía suficiente. En ese momento, no obstante, lady Warrington callaba con expresión indignada. Al parecer seguía indecisa sobre si asistir a la fiesta, vacilando entre el desdén y la curiosidad.
Pero el silencio se quebró. En cuanto el cochero de los Warrington cruzó el lindero y se introdujo en Cascarilla Gardens, a un lado del camino resonaron cascos de caballo y una risa cristalina. El cochero Jimmy detuvo en seco el carruaje y lady Lucille lo regañó porque estuvo a punto de caerse del asiento.
Warrington se lo tomó con calma. Sin un frenazo brusco, el cochero no habría podido evitar el choque con los dos jinetes cuyas monturas habían salido inesperadamente al camino, delante del carruaje. Un grácil caballo blanco montado por una joven en silla de amazona, adelantaba en ese momento a un bayo mucho más grande. El joven que lo azuzaba para que acelerase el paso gritó una rápida disculpa a los Warrington. El caballo blanco ya había desaparecido entre las hileras de caña.
Warrington resopló.
—El joven Keensley —farfulló.
—Y la hija bastarda de los Fortnam —añadió Lucille, sarcástica—. ¡Escandaloso! Lo que digo… ¡no deberíamos apoyar algo así!
Su marido hizo un gesto de impotencia.
—A pesar de todo disfrutaremos de la velada —contestó apaciguador—. ¡Sigue, Jimmy! Después de este susto, necesito un trago de licor de caña. O de ponche de ron.
El ponche de la cocinera de los Fortnam era legendario, a Warrington se le hacía la boca agua solo de pensar en él. Y daba gusto ver a la hija de los Fortnam, aunque solo hubiese pasado al galope por su lado. Sin duda, resultaría más estimulante verla más tarde bailando. Warrington se preguntó si, en caso de que él la invitara a bailar un minué, tal gesto se consideraría paternal o simplemente absurdo.
—¿No se lo he dicho? Alegría es más rápida que su bayo, aunque descienda de caballos de carrera. Pero Alegría tiene sangre oriental, es nieta de un Darley Arabian…
Deirdre Fortnam empezó a explayarse con su acompañante en cuanto pusieron al paso a los caballos después de haber traspasado la línea de meta, es decir, donde los caminos de la plantación entroncaban con el acceso pavimentado a Cascarilla Gardens. La pequeña yegua blanca había ganado con ventaja la improvisada carrera.
Quentin Keensley, el muchacho alto y pelirrojo que la acompañaba, hizo una ligera mueca. Le costaba encajar la derrota.
—Seguro que también cuenta que no lleve mucho peso encima —contraatacó—. Pues usted, miss Fortnam, es ligera como una pluma. La más delicada pluma del colibrí más precioso que jamás haya existido en nuestra isla…
El joven Keensley se estiró la «mosca», la perilla que marcaba la moda, y dirigió una sonrisa a la joven. Era evidente que se manejaba mejor con el lenguaje refinado que con la equitación; en realidad, los caballos no le interesaban en absoluto. Lo único que le atraía era Deirdre Fortnam.
Quentin había viajado mucho. Su familia le había proporcionado una educación inglesa tradicional y le había regalado un viaje por Europa antes de su regreso a Jamaica. Sin embargo, en ningún lugar había visto a una muchacha más hermosa que la hija de sus vecinos. Aunque solo fuera por esa piel: crema de leche con una pizca de café, suave y sedosa. Quentin se moría por acariciarla. Y ese extraño cabello negro, ni liso ni ondulado, ni realmente crespo. Era mucho más fino que cualquier cabello negro y caía en una cascada de ricitos diminutos por su espalda. ¡Y qué ojos! Parecían esmeraldas protegidas por unas pestañas desconcertántemente largas y de un negro intenso. ¡Y encima echaban chispas! Como en ese momento, mientras Deirdre lo miraba.
—¡Eh, ni que yo fuera un jarrón encima del caballo! —protestó—. ¡A Alegría hay que saber montarla! Si le apetece, puede probarlo, pero le advierto que si no sabe montar de verdad no conseguirá detenerla antes de llegar a Kingston.
La joven acarició el cuello de su yegua, que parecía tranquila y dócil. Keensley estaba seguro de que la joven exageraba. De hecho, nunca hubiese creído capaz a ese caballito de ser tan endiabladamente veloz como había demostrado.
—¡Me inclino ante su arte de montar al igual que ante su belleza! —declaró con una sonrisa de disculpa y bajando la cabeza.
También le habría gustado sacarse el sombrero, pero ya al principio de esa desaforada carrera había perdido el tricornio. Tendría que enviar a un esclavo a recuperar tan preciado complemento.
Deirdre dirigía en ese momento el caballo hacia la casa de sus padres, un recargado edificio de estilo colonial que de niña le parecía un castillo. Tenía torrecillas, miradores y balcones, y estaba pintado de azul y amarillo, los colores favoritos de su madre, y decorado con unas primorosas tallas en madera. En Cascarilla Gardens se formaba a carpinteros y talladores. Ahí los esclavos tenían más hijos que en otras plantaciones: Doug Fortnam aceptaba parejas entre sus trabajadores y, en sentido estricto, no vendía a ningún esclavo. Quien nacía en Cascarilla Gardens tenía allí su morada prácticamente para siempre. Era una buena opción, como lo demostraba el hecho de que muy pocas veces se escapaba alguien. Sin embargo, había que encontrar ocupaciones para todos los jóvenes negros.
Deirdre y Quentin recorrieron al trote la valla del jardín de los Fortnam, que rodeaba un espacioso terreno ya engalanado para la fiesta. Las salas de recepción de Cascarilla Gardens daban a los jardines y cuando hacía buen tiempo se dejaban abiertas las amplias puertas del salón de baile y los invitados podían sentarse fuera o tomar el aire entre los árboles y parterres de flores. Nora Fortnam era una gran aficionada a la flora jamaicana y hacía gala de cultivar todos los tipos de orquídeas en su jardín, mimaba sus arbustos accaria y toleraba también la ubicua presencia de las cascarillas, que llegaban a alcanzar hasta diez metros de altura y daban su nombre a la propiedad. Un enorme mahoe o majagua azul dominaba el jardín y ofrecía sombra en verano. En ese momento unos farolillos colgaban de sus ramas.
—¿A que ha quedado precioso? —dijo Deirdre, señalando los adornos—. Ayer decoré el jardín con las sirvientas y mis hermanos. ¿Ve el farolillo rojo que está ahí arriba? ¡Es mío, lo hice yo!
—Muy… bonito… —comentó Keensley contenido—. Pero no debería estropearse las manos con trabajos domésticos… —En la familia de Quentin una dama habría supervisado cómo los esclavos decoraban el jardín. Y desde luego no se habría puesto a confeccionar farolillos.
Deirdre suspiró.
—Y también debería llevar guantes para montar a caballo —admitió, mirándose con expresión culpable los dedos, que casi no cesaban de tirar levemente de las riendas para mantener alerta a la yegua—. Pero siempre me olvido de ponérmelos. Pero da igual. «El trabajo no envilece», dice siempre mi padre…
En su juventud, Doug Fortnam se había pagado él mismo un viaje por Europa trabajando en el campo y la mina. Al final incluso se había enrolado como marinero para costearse el viaje de regreso a Jamaica.
Deirdre espoleó su caballo para llegar antes al establo. Al ver el jardín adornado había caído en la cuenta de que hacía tiempo que debería estar arreglándose y cambiándose de ropa para la velada. Al fin y al cabo se trataba de su fiesta… Cumplía dieciocho años y los Fortnam lo celebraban por todo lo alto.
En el establo todo el mundo estaba preparado para recibir a los invitados. Kwadwo, el anciano caballerizo, aguardaba los carruajes delante de la entrada para saludar a los invitados y ocuparse de los caballos. Con este fin, había insistido en vestir la librea tradicional en el servicio de las casas nobles, azul claro con rebordes amarillos en el cuello y las mangas. Y una peluca empolvada de blanco. Deirdre se sonrió para sus adentros, pero a Kwadwo parecía agradarle ese atuendo. Se aproximaba dignamente a los carruajes y abría la portezuela a las damas con un ademán elegante. A continuación hacía una reverencia a la manera de un lacayo en la corte del Rey Sol. Alguien debía de habérselo enseñado y Kwadwo le había encontrado el gusto, aunque sus actuales señores no prestaban importancia a tales formalidades.
Salvo en esas circunstancias, su comportamiento no era en absoluto servil. Al contrario, como busha, nombre que recibía en Jamaica el jefe negro de una plantación, representaba los intereses de los esclavos subordinados a él. Doug Fortnam lo consideraba el mediador entre el barrio de los esclavos y la casa señorial. Por otra parte, Kwadwo ocupaba el cargo de obeah, el guía espiritual de los negros de la hacienda, algo que se mantenía en secreto. Los blancos no veían con buenos ojos el culto obeah, que solía estar prohibido en las plantaciones. Por las noches, los esclavos acudían a las ceremonias a hurtadillas. Doug y Nora Fortnam nunca habrían admitido ante sus vecinos que permitían que sus trabajadores acudieran a reuniones obeah; pero de hecho, ambos hacían la vista gorda cuando alguna vez desaparecía un pollo para ser sacrificado a los dioses…
Cuando Deirdre y su acompañante detuvieron los caballos delante del establo, Kwadwo salió a su encuentro. No obstante, se ahorró la formal bienvenida con la hija de la casa. Tras echar un vistazo a la posición del sol y a la acalorada Deirdre, una mueca de disgusto asomó en su rostro ancho y arrugado.
—Por todos los cielos, missis Dede, ¿qué haces… qué hace usted aquí todavía? Ya hace rato que debería estar en casa. ¡Su madre se enfadará! ¡Mira que salir a pasear sola con un señor! ¿Es así como se comporta una dama? Me huelo que has sacado el caballo del establo a escondidas, yo no te habría dejado marchar sin la compañía de un mozo…
Deirdre rio.
—¡Pues habría dejado atrás a ese pobre mozo! —observó la joven. Kwadwo alzó teatralmente los ojos redondos y oscuros al cielo.
—Y seguro que también has ganado al señor Keensley, ¿o no? Viendo cómo llevas el pelo…
Deirdre se había sujetado los rizos antes de salir a montar y los había escondido convenientemente debajo del sombrero. Pero con la audaz galopada se le habían soltado todos. La muchacha se disponía a replicar, cuando Quentin se interpuso con su caballo entre el criado y la yegua. El joven tenía tendencia a sulfurarse. Ya el hecho de que el sirviente no le hubiera dedicado una reverencia le había indignado y ahora, encima, se mostraba sarcástico aludiendo a su derrota en la carrera.
—¿Así hablas a tu señora, negro? —espetó a Kwadwo—. Me ha parecido oír una inconveniencia.
La fusta del joven cortó el aire, pero el anciano caballerizo detuvo el golpe con su mano grande y callosa.
—¡Así, no, señorito! —le advirtió sin perder la calma—. No soy un esclavo, soy un hombre libre. Y solo al backra tengo que rendir cuentas de lo que digo y nadie…
Kwadwo se interrumpió. Fuera o no fuese libre, no le convenía regañar al muchacho. No obstante, Keensley se lo había ganado sin duda, pues no era digno de un caballero salir de paseo con una muchacha sin dama de compañía. Deirdre era a veces algo irreflexiva, pero Quentin Keensley no debería haberse aprovechado de ello.
El muchacho paseó la mirada furibunda y desvalida entre el anciano negro y la horrorizada Deirdre.
—¿Cómo habla este? —preguntó confuso el joven a la muchacha—. Parece… parece un inglés correcto.
La mayoría de los esclavos llegados de África hablaban de forma muy elemental la lengua de sus amos, o al menos fingían no saber expresarse con fluidez. Menos en Cascarilla Gardens, y Nora Fortnam animaba a los jóvenes negros a que hablasen correctamente. Kwadwo, que había llegado a Jamaica siendo muy joven, no había tardado en aprender el idioma. Como era habitual, había ocultado sus conocimientos ante sus antiguos patrones, y aún en la actualidad hablaba un inglés básico con los invitados; pero se había olvidado de hacerlo en presencia de Quentin.
—Kwadwo lleva cincuenta años aquí —contestó Deirdre, mirando con ceño a su galán, que se percató de lo enojada que estaba la joven—. Es normal que hable inglés, ¿no cree? Pero ¡usted sí debería avergonzarse de intentar azotar a un anciano! Me refiero a que… claro que tampoco debe pegarse a los jóvenes… Bueno, a ningún esclavo. Aunque Kwadwo no es un esclavo, mi padre ya hace tiempo que le dio la libertad. Kwadwo es nuestro busha. ¡Forma parte de la familia! —Se ruborizó ligeramente—. Yo lo veo como si fuera mi abuelo… —Y sonrió al anciano obeah con expresión de complicidad.
El rostro de Kwadwo relució.
—Vamos, vamos, missis, para eso soy demasiado negro… —replicó de buen humor, aunque sabía que los abuelos paternos de Deirdre no habían sido menos oscuros de piel que él mismo.
Pero Deirdre se parecía mucho a su madre y los Fortnam no iban pregonando sus orígenes. Se la consideraba la hija de Nora y Doug, y si se chismorreaba algo distinto era en susurros. Quien en su día no se había enterado de la historia, solía dudar de la veracidad de tales chismorreos.
—¡Tienes toda la razón, Kwadwo! —exclamó Deirdre riendo—. ¿Te ha lastimado?
Señaló la mano del viejo y desmontó, haciendo caso omiso, a propósito, de la ayuda que Quentin se ofreció a prestarle.
El caballerizo agitó la cabeza, balanceando vivamente los largos tirabuzones de la peluca.
—Qué va, missis. Tengo las manos insensibles de tantos callos… como pronto tú… como pronto usted las tendrá si no se pone de una vez guantes para cabalgar.
Kwadwo probablemente habría proseguido con su sermón si no hubiese asomado por la entrada el carruaje de los Warrington. El caballerizo llamó a unos mozos de cuadra que condujeron a Alegría y el bayo de Keensley al establo, mientras él mismo se ocupaba de los recién llegados.
—¡Señora Warrington, backra lord Warrington! —Kwadwo ejecutó su famosa reverencia—. ¡Bienvenidos a Cascarilla Gardens! ¿Tener un buen viaje? ¿No mucho calor en carruaje sin toldo? Jimmy, vago, ¿no pensar tu missis arruinar la piel con sol…?
Deirdre sonrió cuando vio que Quentin fruncía el ceño. Kwadwo volvía a interpretar su papel, pero el joven caballero no parecía encontrarlo gracioso. En fin, ¡menuda pieza era ese Quentin Keensley! Deirdre sacudió la cabeza al pensar en lo tonta que había sido. ¿Cómo se le había ocurrido salir con él? No le dedicó ni una mirada más cuando la escoltó hasta la entrada principal de la casa. Había esperado contar con un acompañante de miras amplias e inteligente, ya que el joven había viajado por Europa. Sin embargo, había demostrado ser meramente un mediocre y vanidoso barón del azúcar: siempre recurriendo al látigo ante un esclavo indefenso. Siempre dispuesto a considerar idiota a toda la gente de piel negra.
¡Y encima tampoco sabía montar decentemente!