Un abismo de tiempo

Estado interior: un espacio liso y despejado, borroso.

L

os mecánicos convergen, Nigel.

—¿Los sientes?

Claramente. Ahora pueden manifestarse en vórtices magnéticos.

—Maldita sea. Son muy hábiles.

Los siento. Algo malo se aproxima.

—Gracias por la advertencia, amor mío. Pero debo instruir al joven Toby, y eso llevará tiempo.

De todos modos, nada podrías hacer por mí.

Él sonrió amargamente.

—Es verdad.

Te avisaré si las densidades de energía cambian para mal.

Él asintió y el espacio borroso se disipó. Estaba de vuelta en una habitación desnuda, sentado frente a un joven, tratando de delinear la inmensa historia que lo había conducido a ese momento.

Nada podrías hacer.

Recordó otro momento, mucho tiempo atrás.

Él y Carlos estaban en un risco seco de roca desnuda y miraban una planicie. Aquello no era un mundo, sino una intrincada torsión de espacio-tiempo. El cielo se curvaba hacia arriba como un cuenco de desierto. Aun así, parecía un sitio habitable. Un refugio raro construido por alienígenas. Tierra, aire, plantas extrañas pero aceptables.

Hablaban de encontrar un modo de instalarse en aquel lugar duro y seco como una roca, pero sin embargo ondulante y vivo.

Carlos acababa de hacer un chiste gracioso y Nigel reía, distendido y tranquilo, y entonces Carlos se desplomó, rozando el brazo de Nigel con el hombro; cayó echando la cabeza hacia atrás como si mirase el cielo, con una expresión insólita en la cara mientras chocaba de bruces con la tierra seca. Carlos no había adelantado las manos para frenar la caída. Movió un pie al chocar.

Todo había comenzado con un ruido espantoso. Parecía brotar del aire: un crujido blando, como el de un hacha hendiendo un tocón podrido.

Mientras Carlos caía hacia delante, algo brotó de su espalda, un geiser de piel y sangre espumosa. Le mojó la espalda mientras el cuerpo se aplastaba contra el suelo. El crujido, comprendió Nigel después, era la compacta explosión de la energía electromagnética, apuntada a pocos centímetros bajo la piel.

Agachándose para cubrirse, Nigel echó un vistazo a Carlos. Con uno fue suficiente. Se puso a correr, a gachas, oyendo el áspero zumbido de la pulsación electromagnética que se ahusaba mientras él se refugiaba detrás de unas rocas.

Mucho espacio abierto, poca protección. Se acuclilló pero no llegó a ver qué cosa había efectuado el disparo. Carlos permanecía inmóvil. No pasó nada. No hubo más pulsaciones.

Nigel reprodujo las imágenes mientras esperaba. Un chorro de sangre rosada brotando de un círculo abierto en plena columna vertebral, a cuatro centímetros del cuello. Kilojulios de energía concentrados en un punto del tamaño de una uña.

Esa cantidad de energía apuntada con tanta precisión habría surtido el mismo efecto aunque hubiera hecho blanco en la cadera o en el vientre. Disparada con tanta puntería, había pulverizado el axis, descargando presiones masivas en el fluido espinal: una brisa repentina apagando una vela, el cerebro desconectándose en un milisegundo.

Carlos ya estaba muerto al caer. Un crujido blando y líquido, luego el silencio eterno.

Nigel alzó la mano y vio que le temblaba. Basta de espera.

Avanzó a lo largo del risco. La descarga provenía de detrás de Carlos. Nigel usó las rocas para cubrirse. Llegó junto a Carlos y estudió el rostro protegiéndose tras una roca cercana: vio la cabeza ladeada, los ojos abiertos, la boca babeando en la tierra seca. Lo peor eran los ojos, que escrutaban un infinito que nadie atisba más de una vez.

Adiós, amigo. Teníamos nuestras desavenencias, pero juntos viajamos treinta mil años luz. Y ahora nada puedo hacer por ti.

Algo se movió a su derecha. Desenfundó una pistola y disparó, pero el blanco era una traslúcida esfera de motas. Un Superior o, mejor dicho, la manifestación local de uno.

Fluctuó, giró y dijo con una voz baja y profunda:

—Lo lamentamos.

—¿Tú hiciste esto?

—No, una forma mecánica llamada Mantis.

—¿Y quién eres tú?

—Sería imposible decirlo.

—¿El Mantis también me persigue?

—Yo te protegeré.

—No has hecho gran cosa por Carlos.

—He llegado un poco tarde.

¿Un poco?

—Debes perdonar los errores. Todos tenemos nuestros límites.

Muchos límites, ya lo creo.

—El Mantis estaba cosechando a Carlos. Él se ha salvado.

—¿Quieres decir almacenado?

—Para los mecánicos es lo mismo.

—No para nosotros. Creí que estaríamos a salvo en este lugar, en esta Guarida.

—Ningún lugar es seguro. Este es más seguro que los demás.

—¿Cómo se mata a un Mantis?

—Nada podrías hacer.

Nigel Walmsley maldijo a la nube de motas, descargando su furia en palabras infructuosas.

—Nada podrías hacer —masculló.

No te entretengas tanto en el pasado.

La voz frágil de Nikka resonó en su sistema sensorial.

—El pasado me pesa.

Presta atención a este joven. Él es la clave de nuestra salvación.

Nigel suspiró. —Envejezco, envejezco…

Los pantalones arremangados… Sí, conozco el poema. Manos a la obra, Nigel[1].

Nigel asintió y salió de aquel espacio liso y blanco. Era agradable refugiarse en esa fresca bóveda interior. Tal vez lo mejor de los aumentos que se habían hecho durante siglos: la tranquilidad de una vieja y anticuada biblioteca. Donde la mayoría de las personas eran libros.

Muy bien, pues. De vuelta a la lucha. A la realidad. Al delicioso peligro.