—¿D
ónde encontraste a Abraham?
El pájaro había logrado que Quath se manifestara allí, en aquel lugar que ahora no causaba esa sensación áspera.
Sin duda era Quath, incluidos los arañazos en las vainas de las patas y su modo convulsivo de mover las cabezas. ¿Cómo podía lograr el pájaro que Quath se apareciera ahí?
Pero claro, si Quath era una inteligencia antológica, podía exhibir facetas de sí misma allí, recogidas por los Supremos. O algo/alguien.
‹Las miriapodia pagaron un precio terrible por él›.
La manifestación de Quath se retorció en el suelo pedregoso, apoyando segmentos intrincados en las cálidas piedras.
—¿Cómo?
‹Las Tukar’ramin, las Iluminadas… todas perecieron›.
—Por eso has guardado silencio.
‹La Fisura era la única entrada del Laberinto›.
—¿Fisura? Ah, esa que abrieron los mecánicos.
‹Se vació en el borde interno de la ergosfera›.
—Y tu especie…
‹Huyó por esa lámina interior. El coste energético fue enorme. Aguardó. Cuando se abrió la Fisura, entró›.
—No entiendo.
‹Sabían que debían sorprender a los mecánicos. Todo eso era necesario para arrebatar a Abraham›.
Nigel echó una ojeada al musculoso pero curtido anciano que estaba comiendo una fruta.
—Tiene un aspecto bastante saludable.
‹Vivió. Las miriapodia se sacrificaron. Era el único modo de activar los Códigos›.
—¿Por qué? —preguntó Nigel.
‹Eso no tiene respuesta›.
—¿Está fuera de mi espacio conceptual?
‹En efecto›.
Siempre se preguntaría si en aquel momento la alienígena usaba adrede una expresión humana. Tal vez eso era lo que en su sistema de coordinación suscitaba aquello que él, como buen chimpancé, denominaría tristeza. O pesadumbre. O, dada la naturaleza de lo ininteligible, una broma.