E
l pájaro descendió aleteando desde la bóveda del esti.
—Agradezco el esfuerzo adicional —dijo Nigel, estudiándolo—. Buena simulación.
—Una palabra inadecuada —respondió el pájaro, revoloteando.
—Trataba de ser cortés.
—Error de categoría.
—¿Por qué?
—La cortesía se da entre iguales.
—Ah.
—Y nosotros no lo somos. Por un phylum o dos de diferencia.
Las alas no producían viento. El pájaro era un conjunto de motas y no cabía esperar otra cosa, pero el detalle no dejaba de ser perturbador.
—Pronto habrás cumplido tu función —dijo el ave.
—¿Entonces es el final?
—¿Tu término? No necesariamente.
Una respuesta poco tranquilizadora, pensó Nigel. Una mano le tironeó la manga.
—¿Qué es? —preguntó Abraham.
Se había olvidado del anciano Bishop. El hombre se había ido a inspeccionar la vegetación, quizá buscando comida. Los Bishop se pasaban el tiempo buscando comida. Los otros, Killeen, Toby y Quath, habían partido en pos del Mantis. Esos tíos de la Agachada eran gente muy ansiosa, pero los Bishop habían transformado esta característica en una obsesión.
—Una manifestación de los Antiguos. También conocidos como los Supremos.
—¿No es mec? —preguntó Abraham con suspicacia.
—Mucho más antigua.
—Parece mec.
—Puede parecer cualquier cosa. —Nigel le hizo una seña—. Cambia de forma.
El pájaro dejó de batir las alas y colgó en el aire. Aquello era aún más perturbador. Nigel le hizo otra seña y se convirtió en una criatura sinuosa y viscosa.
—¡Cielos! ¡Qué vuelva a ser un pájaro!
Abraham se acercó, atravesó la forma con la mano.
—¿Puedes ordenarle que lo haga?
—No puedo ordenarle nada. Sólo accede a las demandas sin importancia.
—El momento se aproxima —dijo el pájaro.
—¿De veras?
Nigel se sentía débil y distante, y recordó unos antiguos versos:
Tiempo universal y sideral, tiempo atómico y efímero, tiempo andante y tiempo detenido.
El pájaro movió el pico y los ojos sin mover la cabeza; al parecer era su modo de asentir.
—Es verdad, definir la simultaneidad es imposible. Pero se aproximan acontecimientos.
Nigel se avergonzó del pequeño placer de lograr que aquella criatura asintiera.
Era difícil vivir como un microbio consciente en un envoltorio alienígena.
—Perderéis mucho.
El pájaro aleteó. ¿Para tranquilizarlo?
—Una poda.
—Una poda darwiniana.
El pájaro entendió la alusión, desde luego. Había leído toda la Biblioteca Galáctica, notas a pie de página incluidas. Y nunca se reía.
—¿Alguna vez ha sucedido algo tan vasto y espantoso? —preguntó Nigel.
—Cuando éramos cerámica, sí.
—¿Cerámica?
—La vida no comenzó en vuestra encarnación. Primero llegaron arcillas que podían dejar su impronta y copiarse. Disfrutaban de amplias y variadas energías, en la fase inicial de este universo. Todo era mucho más caliente entonces.
Nigel nunca había oído decir eso.
—Y perecieron.
—Luego generaron los elementos de la vida celular. Luego fueron eliminados.
—¿Por vosotros?
—Ellos eran nosotros.
—Entonces ellos existen… en vosotros.
—Ahora somos otro phylum.
—¿Y cuál es?
Esta criatura nunca se había dignado hablar de sus propiedades. ¿Por qué ahora?
—No puedes saberlo.
—¿Por qué?
—No lo comprendes. Es una propiedad fundamental de nuestro phylum.
—¿El que nosotros no podamos saber qué sois?
—Sí. Así, para vosotros, no podemos tener un nombre verdadero.
—Mmm. ¿Entonces no te molestaría que te llamara Fred, por ejemplo?
Ninguna respuesta. El pájaro pareció disolverse y luego volvió a adquirir un contorno preciso. Parecía muy real, pero aún tenía un milímetro de profundidad.
—Vosotros procedéis de la arcilla.
—Y luego nos unimos con cuerpos autoorganizados que reproducían información. —Ahora el pájaro hablaba deprisa.
—¿Eso significa cuerpos que no son reales? —le preguntó Abraham a Nigel.
Nigel asintió.
—Criaturas que vivían de los mecánicos superiores.
—¿Parásitos?
—Para una planta, los vegetarianos son parásitos. Supongo que estos «datos organizados» se alimentaban de las mentes mecs del mismo modo que una vaca se alimenta de hierba.
Súbitamente el pájaro adquirió un tamaño inmenso. Nigel tuvo la sensación de caer dentro del ave, como si su delgado contorno se abalanzara sobre él.
Una voz enorme le habló, pero no en los oídos.
A simple vista, la competencia en el mundo concierne al destino de los organismos. Su trajín y su energía, su tragedia y su comedia, ocupan el centro del escenario. Luchan para reproducirse, para estar en escena durante el siguiente acto. Hay un panorama más profundo. Por debajo de las inquietas energías de los organismos, los genes de estos seres son auténticos actores, aunque limitados. También ellos se copian. Un organismo, pues, es un dispositivo para crear más copias de su ADN. Los genes luchan para que esto ocurra. En cierto sentido, ellos mandan. Para sobrevivir mejor, los genes «inventaron» los cerebros. Estos evolucionaron a su vez para soportar mentes. Con el tiempo, las mentes aprendieron a comunicarse entre sí, por medio del lenguaje y la cultura. Esto creó un escenario más amplio. Las mentes almacenan sus modelos internos del mundo externo. Estos modelos son intrincados, cambiantes, y están sostenidos por un continuo flujo de alimentación a partir de fuentes más simples. La evolución, natural o artificial, puede mejorar las mentes. Los genes se perfeccionan con la incesante y fatídica poda darwiniana. A menudo modelan nuevo hardware mental, mentes más sutiles y flexibles. Los genes son menos que organismos porque no tienen conocimiento directo de los organismos. Sólo la cruda realimentación de la supervivencia «habla» a los genes acerca del furioso combate y las sutiles estrategias que se representan en el escenario de los organismos. En una visión más amplia, los organismos son tan ciegos como los genes.
En una fase crítica de la evolución, se desarrolla una nueva etapa una vez que aparecen y medran las mentes. Por encima del orden aparente del mundo de los genes, incluso por encima del drama de los organismos, se representa una obra más complicada. Este teatro es el más vasto de todos. En él, las ideas que se copian a sí mismas en la mente de las máquinas siguen las mismas leyes evolutivas. Estas se llaman kenes.
Nigel trastabilló. Todavía estaba ahí, de pie junto a Abraham, en una pradera.
Y también estaba encerrado en un sitio donde las ideas fluían como fuego ambarino. Los conceptos ardían con intensidad atemporal, nítidos, precisos, veloces. Estaban en otra parte de su mente, un sitio tan próximo como la hierba que pisaba.
No había pájaro. ¿O estaba dentro del pájaro?
Trató de caminar y tuvo que arrastrar los pies en un lodo oscuro como melaza. Miró hacia abajo y no vio sus pies.
Para un kene, comprendió, el territorio del pensamiento era tan real y vital como una sabana donde los depredadores y las presas ejecutaban su danza eterna.
—Las arcillas, las que vinieron primero… —murmuró Nigel.
Rápidas imágenes de algo semejante a una colmena lodosa. Pero sin abejas. En cambio, enjambres de cristales cubrían las paredes de las celdas. Un brillo viscoso brotaba de los rincones hexagonales, de las losas intrincadas. ¿Un sistema circulatorio?
En esas estructuras vibrantes el orden temblaba, titilaba.
—¿Ellas contribuyeron a crearos?
—Y también a vosotros, las formas biológicas primitivas, por supuesto.
La voz del pájaro había regresado, pero Nigel no podía verlo. La enorme voz hablaba ahora valiéndose del pájaro. Y apenas empezaba a exponer un argumento, a contar una historia.
—Las arcillas persistieron —dijo la voz de pájaro— en algunos lugares de esta galaxia. Transformaron la corteza de sus mundos en mentes estructurales e integradas.
Nigel jadeó. ¿Lo estaban devorando?
—Entonces, cuando se formaron estos kenes…
Montones deslizantes de fosforescencia en una bóveda fría y negra sin fin. El reino de los datos de la autoconciencia. Alimentándose del forraje conceptual de las mentes mecánicas. Glacial, sereno, y aun así procedente de Darwin. Alienígena.
—Había cierta afinidad. Los kenes se unieron con los de sustrato inferior. Las arcillas eran estructuras analógicas con almacenamiento digital. Juntos realizaron… experimentos.
—Si es tan listo, ¿por qué habla tan despacio? —preguntó Abraham.
A Nigel le costaba muchísimo hablar.
—No tenemos las palabras adecuadas. Las frases son… bien… limitadas. —Es como empujar un océano por una tubería de desagüe con un vaso de papel.
—La síntesis inicial de ellos/nosotros originó los arcos que enmarcan el Centro Galáctico —dijo el pájaro con una voz hueca.
Nigel recordó aquellas colosales estructuras luminosas, con cientos de años-luz de longitud, ondeando bellamente, cada cual con un año-luz de anchura.
—¿Cómo funcionaron?
Dolores viscerales, conflictos desgarradores, mechones rasgados, vacíos aullantes.
—La evolución es dolor. Aprendimos de ellos.
Al cuerno con las nociones de inteligencia avanzada de la Iglesia Anglicana.
—¿Esa Mente Magnética surgió de todo ello? —preguntó Abraham.
—Como una aplicación devuelta. Es un lugar útil adonde enviar seres/información que ya no se necesitan en nuestro/su nivel.
Abraham asintió, una sombra borrosa a la izquierda de Nigel.
—Una criatura molesta.
Nigel ya había asimilado bastante por el momento. Necesitaba un toque humano. Desesperadamente.
Estudió al arrugado anciano. Más alto y mucho más joven que Nigel, en cuanto a total de memoria almacenada, pero extrañamente parecido. Quizá la memoria no fuera la única clave de la experiencia. El hombre había sufrido por muchas cosas. Por primera vez Nigel miró a Abraham y lo vio como una constelación de merecida maduración; le otorgó el lugar que corresponde a un igual. Había perdido esta costumbre, comprendió. En sus todopoderosas manifestaciones, había perdido un cierto tacto. O un incierto tacto, pensó con ironía.
—Ignora a estos mirones —le dijo a Abraham—. Incluso los dioses pueden no ser más que un trasfondo, si así lo deseamos.
Abraham asintió adustamente. Nigel sonrió. Aquel vejete astuto le agradaba.
—Cuéntame cómo fue, entonces.