N
igel Walmsley aterrizó sentado.
Quath le había advertido que era más seguro huir por separado, pero cuando miró hacia arriba Quath estaba erguida como si nada hubiera ocurrido y él estaba cubierto de polvo, con las articulaciones doloridas y las ropa hecha trizas.
—Dijiste que esto…
‹Debía hacerse rápidamente›, dijo Quath, y echó a andar cuesta abajo. ‹Hemos tenido suerte de llegar›.
—Ya lo creo.
Los habían rescatado, en efecto, pero Nigel no había visto el pájaro. En cambio, los cerros parecieron enrollarse como una lámina parda y lanzarlos a un limbo sin gravedad. Quath había estado transmitiendo, hablando con entidades. Nigel no podía ver. Todo muy rápido. Luego había caído allí.
—¡Baja la velocidad!
‹Muy bien›.
Quath lo recogió y continuó la marcha.
Nigel colgaba del flanco derecho como una idea desechada. Los cerros circundantes temblaban como en una vaharada de calor. O quizá se estaba cansando. Parpadeó y los cerros ondularon de nuevo y de pronto vio que no eran cerros. Era algo enorme y sombrío y olió un viejo y conocido hedor.
—El Mantis.
‹Por eso me apresuro›.
Vio algunos Bishop en ese paisaje. Killeen, sí, Toby, y un suboficial. Quath envió un saludo alegre al tradicional estilo de las miriapodias. Nigel trató de pensar.
Sin duda el pájaro aún participaba en el juego, pues de lo contrario no se habrían deslizado tan rápidamente por las distorsiones del esti para llegar precisamente a ese lugar. Llevaba la situación a un punto culminante, ¿pero con qué finalidad? El Mantis aún podía liquidarlos en un microsegundo. Su única defensa era la esperanza de que en ese momento no estuviera interesado en matarlos.
Nadie le prestó mucha atención mientras bajaba del flanco de Quath. Para aquellos gigantes, Nigel era una esmirriada masa de arrugas, no un personaje legendario.
Al fin dedujo que estaban hablando de un Código de Activación acústico. La mente del Mantis examinaba la conversación, analizando de una en una cada conciencia humana. Como un catador en una degustación de vinos, pensó Nigel; pero por debajo palpitaba una angustia flotante. El tiempo también corría contra el Mantis.
Obtuvo todo esto de su sistema sensorial. Era más sensible y complejo que el de los Bishop, pero un juguete comparado con el del Mantis. Sintió que las mentes de la máquina lo sondeaban y regresaban a los Bishop para compararlos según la especie, y que luego volvía a explorar una vez más su cerebro. Creía que se acostumbraría a ello, pero no fue así.
Te inspeccionaré a ti también, miriapodia. La señal acústica podría residir en una inteligencia como la tuya.
‹No lo creo›, respondió Quath.
—Yo estoy seguro de que no —señaló Nigel.
Todos se volvieron hacia él. Excepto el Mantis, que todavía era una leve disonancia en aquel mundo aparente.
—¿Quién eres? —le preguntó Killeen.
—Te lo contaré después —le susurró Toby a su padre.
—Creo, sin embargo, que Quath posee el secreto —dijo Nigel.
‹Hablas literalmente. Y con franqueza›.
El vientre lateral de Quath se abrió —una síntesis de acción mecánica deslizante y nacimiento orgánico— con ruido de membranas.
Un hombre corpulento salió a trompicones. Se restregó los ojos, bostezó, miró a su alrededor.
—Estaba durmiendo —dijo.
—¡Abraham! —exclamó Killeen.
Los otros se sumaron a la exclamación. Nigel los observó pero fijó la atención en el Mantis. La criatura atesoraría ese espectáculo, ese reencuentro, pero calcularía y juzgaría más rápidamente que Walmsley. A partir de ahora, cada movimiento podía ser fatal.
Toby y Killeen abrazaron a Abraham, gritaron de alegría. Actuando como humanos, pensó Nigel de manera abstracta. A pesar de sí mismo, también le embargó la emoción. Palmeó la espalda de Abraham, sonrió, y por un momento fugaz su tensión se alivió. Luego el Mantis dijo:
Tú eres el más viejo y tienes la orden acústica.
Abraham parecía una cenicienta combinación de Toby y Killeen; tenía el mismo destello cauto en los ojos.
—En efecto.
Entrégala.
—Eso es —dijo Killeen—. Entrégasela.
Nigel no sabía si Abraham sabía de qué se trataba. Le dijo a Killeen:
—¿Esto nos conviene?
Killeen lo miró con firmeza.
—Claro que sí.
—A fin de cuentas buscan lo mismo —dijo Nigel. Trató de hablar con aplomo, pero era un poco difícil cuando apenas le llegaba a la cintura a Killeen.
—¿Qué quieres decir?
—Están trabajando en el gran problema. Preservando todas las formas de vida, con mucha antelación.
Killeen frunció el ceño incrédulo.
—¿Qué?
—Preservándose en plasmas de electrones y positrones. Una apoteosis un poco abstracta, lo admito…
—Nos han asesinado —estalló Killeen.
—Cierto —dijo Nigel—. La cuestión consiste en decidir qué es lo correcto ahora. No podemos permitir que el pasado…
—Esta cosa —Killeen señaló el contorno vibrante del Mantis, que descendía de las colinas envolviéndolos a todos— nos cazó, nos mató, descuartizó bebés para divertirse.
Debes entregarme ese código acústico y terminar con esta comedia. Está destinada a disuadirme a mí y a mis representados, los Exaltados, de que sigamos nuestro camino. No imaginéis que un engaño tan burdo os permitirá retrasarme. Vuestro destino está sellado. Sólo falta que se concrete.
—¡Ya te llegará el tuyo! —gritó Killeen.
Nigel cogió la mano de Abraham y escrutó sus profundos ojos. Aquel anciano había sido rescatado de la caída de la Ciudadela, a manos —metáfora errónea, pero qué diablos— del pájaro. Entonces habían muerto algunos mecs y otras criaturas, seres cuyo nombre Nigel ignoraba. Todo para que el arrugado anciano pudiera llegar a ese sitio y entregar su parte de un acertijo que ninguno de ellos comprendía a no ser parcialmente.
—¿Sabes qué sucederá si…?
Nigel no llegó a terminar la frase. Cermo se adelantó de repente y apartó a Nigel.
—Déjalo en paz.
Nigel se encogió de hombros.
—Creo que ninguno de nosotros comprende…
‹Este es un abismo de duración comprimida —dijo Quath—. Se parece a los pasajes que unen las Vías, donde el propósito es cautivo de lo desconocido. Creo que debemos aventurarnos en él, a pesar de nuestros temores›.
Nigel vio una expresión artera en el rostro del anciano. Sí, recordaba algo, y quizá se proponía comunicar a Killeen aquel secreto subversivo. Pero el ataque mec contra la Ciudadela lo había aislado de la Familia.
Conque la clave final se había transmitido en la frágil copa de la cultura humana.
Hacía mucho tiempo, los diseñadores habían escrito en los Bishop y muchos otros Equipos, Familias y Cuerpos diversos mensajes secretos, todos enmarcados en una cultura. Sabían que el rasgo fundamental de la humanidad era la continuidad, y que sin ella los humanos estaban perdidos.
La gente escapaba de su mortalidad por medio de la risa y el contacto, los dos grandes consuelos.
Unir ambas cosas era sabio. Así que presuntamente habían escogido algo que producía alegría y garantizaba el contacto. Algo antiguo y duradero que para los mecs merecería poca atención.
‹La osadía forma parte de vuestra naturaleza primate —les reprochó Quath—. Las miriapodia habíamos sospechado que llevabais el código en trozos desperdigados. Tanto en la mente como en el cuerpo, al parecer›.
Nigel miró con renovado respeto a la alienígena.
—Todavía creo…
—Hazlo, padre —dijo Killeen con vehemencia—. ¿Cuál es el código? Dilo.
El rostro del anciano se pobló de arrugas de confusión.
—¿Código?
—Algo que debes comunicar.
—Bien, hay algo… pero no contiene ningún código.
—Veremos.
—Quiero decir, es sólo…
Debes entregarlo, o bien sufrir dolores infinitos e infinitamente prolongados.
La alarma que cruzó el rostro de Abraham indicó a Nigel muchas cosas acerca del modo en que la vida en los planetas durante tantos siglos había afectado a los hombres. Sintió un retortijón, pero no era momento de pensar.
—¡Habla, Abraham! —exigió Killeen.
El viejo se puso a cantar.