E
n ese mundo llovían instrucciones.
Nigel Walmsley estaba agazapado bajo un árbol inmenso y ondeante y miraba las semillas plumosas que salían de las grandes ramas. Las plantas de esa Vía procedían de un linaje evolutivo que él nunca había visto. Desarrollaban las semillas en su interior, pariéndolas vegetalmente cuando las condiciones eran favorables para que echaran raíces en las inmediaciones. Los árboles progenitores también rezumaban una savia que seguía a las semillas en el viento. La savia era un nutriente, un repelente para insectos o ambas cosas. Nigel no podía deducirlo dado que su educación en biología era incompleta. Se había graduado en Cambridge sólo una generación después de que Crick y Watson descubrieran la doble hélice, y eso había sucedido hacía casi treinta mil años. Se le podían perdonar ciertas carencias.
Los paracaídas algodonosos de las semillas daban sabor al aire. Volaban en ráfagas de viento inquieto, se amontonaban en arbustos aceitosos, caían infructuosamente en estanques. Su plumosa celulosa era blanda, paquetes que entregaban el ADN esencial. O tal vez alguna otra matriz entrelazada llevaba las instrucciones genéticas; la galaxia había producido una profusión de herramientas de copia. No importaba. Al margen de las moléculas que se combinaran en una sinuosa danza de apareamiento, el propósito era propagar órdenes para hacer árboles más grandes, o mejor aún, semillas que dieran instrucciones para fabricar más semillas. La aparente caridad del árbol era autopromoción, el fundamento de la vida. Los árboles lanzaban una lluvia —en el lenguaje del muerto siglo XX, cuando él asimiló sus conceptos— de programas escritos al estilo antiguo: digitales como un disco de ordenador. Algoritmos atómicos que generaban árboles y distribuían semillas.
Otros programas surcaban también el aire: señales mecs, comprimidas en angostos borbotones que siseaban energía. Alarma, temor, pánico. Al menos, así los habría calificado en un tiempo. Los mecs tenían lo que él llamaba superprogramas o metainstrucciones, no emociones. Se correspondían al bagaje prehistórico de pulsiones y profundos impulsos inconscientes que los humanos llevaban.
Y sus ecos resonaban en el sistema sensorial de Nigel, evocando turbadoramente los graznidos de bandadas de pájaros.
Se agazapó, caminó desde la arboleda hasta el borde del peñasco.
Miró hacia arriba. Tal vez la semejanza fuera un ejemplo de convergencia evolutiva. En la Tierra, la maravilla del ojo había surgido en varios organismos diferentes, en pulpos y mamíferos por igual. Allí los extraños y diáfanos mecs que revoloteaban parecían una bandada de pelícanos.
Lanzaron fuego. Las sinuosas llamas se abatieron sobre las formas que huían por una ancha llanura.
Desde abajo llegaron débiles señales de terror y dolor. En el Laberinto había muchas formas alienígenas escondidas en sus respectivas Vías. Los implacables mecs aleteaban para conducirlas e interrogarlas electrónicamente, infligiendo la muerte por error con indiferencia. Todo formaba parte de la misión de buscar a ciertos primates molestos. Y a otros.
Nigel había llegado allí siguiendo señales tenues y desperdigadas. Llevaban la impronta del alienígena, aunque también poseían cierto sabor humano.
La fuente de las señales huía cuesta arriba. Un buen blanco para los mecs volantes. Detectó a dos mecs de alas anchas que se lanzaban sobre la criatura.
Un fogonazo brincó del cielo, dio en el peñasco. No hubo espasmo de dolor, ninguna reacción. Algo respondió con otro relámpago. Los dos mecs giraron, ardieron, piras aladas.
Aquello que se aproximaba era temible. Nigel retrocedió hacia los árboles.
Un gran cuerpo semimecánico asomó con asombrosa velocidad sobre el borde del peñasco. Iba hacia él. Nigel sabía que correr era inútil.
‹Yo también te olí›, envió la criatura.
—¿Cómo?
Nigel había tenido encuentros con las miriapodia, pero era mejor ser cauto con criaturas tan diferentes.
‹Buscas a los Bishop›.
—¿Eres su… aliada?
‹Mi especie es su aliada, ahora›.
—Conozco vuestro phylum. —No tenía sentido adoptar medidas defensivas contra esa criatura de muchas patas, que podía matarlo en un santiamén. Notó distraídamente que no tenía miedo; si se lo proponía, podía incluso sentir nostalgia de tal emoción, ya infrecuente—. Recuerdo a vuestras Iluminadas, su compleja diplomacia de colmena. Sí, una vez traté con ellas.
‹Ellas me enviaron aquí›.
—Siempre tuvieron buen juicio.
‹Tú conoces muy bien nuestro pasado›.
—Razonablemente. Y he leído mucho.
‹La Biblioteca›.
—Una parte. Casi todo me resulta ininteligible.
‹¿Sabes…?›.
—¿Sí?
Las transmisiones de la enorme criatura tenían un extraño sabor múltiple. Aludía tímidamente a un antiguo y profundo interrogante.
‹¿Sabes quién nos fusionó?›.
—¿Te refieres a la mezcla entre especies? Eso fue hace mucho tiempo.
‹Antes de nuestra historia›.
—Por lo que recuerdo, no fuimos nosotros.
Involuntariamente, la criatura emitió reacciones confusas: alivio, entusiasmo, todo bajo una capa de tristeza melancólica.
‹He llegado a comprender a los de vuestra especie. Tenía la esperanza›.
—Lo lamento, no. Nosotros llegamos después. Somos huéspedes recientes a quienes nadie invitó.
‹¿Entonces quién?›.
—Las razas orgánicas de los Naturales que no fueron domesticados por los mecs; extinguidas.
‹Me lo temía. Pero nosotros no nos hemos extinguido›.
—Somos diferentes. Vosotras sois difíciles de matar, y a nosotros nos han conservado con vida en el Centro porque los mecs no sabían qué pensar de los humanos.
‹¿Y ahora sí?›.
—En efecto. El secreto se ha descubierto.
‹Lleváis los Códigos›.
—Los lleva incluso un viejo achacoso como yo, sí… aunque sólo en parte. Deriva genética… u otra palabreja que he olvidado hace tiempo.
‹Yo puedo ayudar en esto. Mi apellido completo es Quath’jutt’kkal’thon›.
—Nigel Walmsley. Tu apellido significa algo, sin duda, pero el mío es simplemente una etiqueta que llevo pegada.
La matanza continuaba en la llanura, pero ambos habían interrumpido el contacto. La bandada de mecs descendió para rematar a sus víctimas.
—Se lanzarán sobre mí si me huelen. Yo no tengo tus defensas.
‹Ni yo las tuyas›.
Una ocurrencia extraña. Pero los mecs alados se acercaban.
—¿Y cuáles son?
‹Ellos han sido precipitadamente adaptados a estos entornos seudoplanetarios. Una vez fueron los que pacían luz›.
—Ah, los fotóvoros.
Un disparo. El rayo calcinó un árbol y Nigel sobrevivió sólo porque Quath proyectó al instante un escudo protector. Era una intensa burbuja de energía electromagnética que poblaba de venillas el aire fracturado. Suficiente por el momento. Aun así…
—Me temo que deberé acudir a esas reservas ocultas, Quath.
Nigel envió una señal que graznó en su sistema sensorial. Le habían dado un circuito de llamada pero no tenía la menor idea de cómo funcionaba.
‹No puedo protegerte mucho más tiempo›.
La brumosa ave era enorme esta vez. Al principio Nigel creyó que era un mec, pero mientras sobrevolaba los árboles vio que era traslúcida, un delegado de los Supremos. Revoloteaba mirándolos con ojos penetrantes. Nigel recibió un rápido bip de información.
—¿Las alas de estos fotóvoros todavía son fotosensibles? —preguntó.
Quath estaba examinando el gigantesco no-pájaro compuesto de partes móviles y zumbonas. Era evidente que millones de motas diminutas componían esa manifestación tan enorme, tratáranse de seudoinsectos o de algo aún más extraño que Nigel no llegaba a discernir. Nunca había podido determinarlo a pesar de que la cosa escogía aquella manifestación con bastante frecuencia en los últimos tiempos. Nigel sabía que la forma física no significaba nada y que lo que había detrás procuraba facilitarle las cosas a él y a Quath.
—¿Quath?
‹Sí, lo son›.
—Bien. Esta criatura necesita saberlo. Los detalles no son su fuerte.
Mentira, pensó. Pero la criatura era finita.
En lo alto la piedra de tiempo llameó súbitamente convirtiéndose en un arco anaranjado. El chillido de un flujo intenso derrumbó a Nigel, que se agazapó bajo los árboles. Notaba que era principalmente de infrarrojos, pero la luz visible bastaba para cegarlo.
‹Ah… no›.
Quath se refugió con él bajo la fronda.
—Esta criatura prefiere soluciones simples.
Un vapor estalló en la arboleda. La repentina niebla burbujeó y a través de ella Nigel pudo ver a los fotóvoros. Al instante se sobrecargaron. Sus alas estallaron en una negrura abrasadora y cayeron en picado.
La numerosa bandada descendió en cámara lenta hacia la planicie. Se reunirían con los seres que acababan de rematar con tanta displicencia.
—He visto antes a estos malditos —gritó Nigel en medio de la humareda—. Están perfectamente ideados, pero no para esto.
‹En otras partes, los he visto arrojar bombas de esti›.
Un fotóvoro cayó en un árbol cercano. El grueso tronco se derrumbó con un crujido desgarrador.
—Maldita sea, ¿dónde está ese pajarraco? Tenemos que largarnos de aquí.
Sabía ahora que los mecs usaban bombas de esti, desestabilizando un fragmento del espacio-tiempo para que se estirase y aplanase. Eso desgarraba todo lo que había en las inmediaciones, cualquier cosa que necesitara una estructura geométrica para existir, incluso una Mente Magnética. No había defensa posible.
‹Es tu salvador, no el mío›.
—Dijiste que llevabas a un humano, ¿verdad? ‹Así es. Pero apresúrate, mira los fuegos›.
—Te cambio un viaje por ese humano.
‹Sería pertinente si pudieras escapar de esta Vía›.
No podía, desde luego. Pero el pájaro estaba en las cercanías y para él la materia misma era un soufflé de espacio vacío y frenéticas probabilidades.
—Ese humano… apuesto a que puedo adivinar su nombre.
‹Primero huye de aquí›.
—De acuerdo. ¿Dónde está ese pajarraco cuando lo necesitas?
Nigel envió una llamada rugiente. Atraería a los fotóvoros, aun en su tormento final, pero sólo le quedaban milésimas de segundo. Tal como tenía por costumbre últimamente, pensó en Nikka un instante, saboreándolo, como si fuera el último.