K
illeen y Toby necesitaban reparaciones para estar en condiciones de funcionar. El deslizamiento por las paredes del esti les había dejado magulladuras y producido esguinces. Habían caído en una masa de vegetación grasienta y terminaron entrando en una Vía que ambos desconocían.
Toby estaba eufórico de alegría. Killeen lo miraba y su corazón se llenaba de recuerdos de la madre de Toby, de todos los tiempos difíciles que habían compartido. Había reencontrado a su hijo al cabo de lo que parecían años, aunque en el esti nunca sabría cuánto había sido, y estaban de nuevo en marcha. Avanzaban sin hablar demasiado y eso también estaba bien.
La sombría figura que había hablado no apareció de nuevo.
—Tal vez tenga mejores cosas que hacer —suspiró Killeen, acariciándose la pierna derecha. Sus placas internas indicaban que debían realizar muchas reparaciones químicas y él debía sentarse o acostarse. Ninguna de ambas cosas era fácil.
—Vamos, papá. Descansa un poco.
—Pero algo está pasando.
—Sin nosotros, esta vez.
—Pero el Mantis…
—No creo que debamos preocuparnos por eso. Nos encontrará.
—En eso trato de pensar.
—¿Para qué? Todavía puede derrotarnos.
—No. No si funcionan esos Códigos de Activación.
Toby frunció el ceño. Killeen le había contado todo lo que sabía pero a su manera, poco detallada y un tanto imprecisa.
—¿Los matarán? ¿Su muerte será definitiva?
—Por lo que he oído decir, es como una enfermedad. Enferman, luego mueren.
—Sus funciones se debilitan hasta cesar completamente.
—En efecto.
Killeen se levantó y caminó. Cojeaba, pero valía la pena sentir esa molestia con tal de caminar.
—Aun así, será mejor que tengamos cuidado con el Mantis, si nos encuentra.
—Pero esta vez quizá podamos matarlo definitivamente.
—Hay muchas más cosas en juego que el Mantis.
Killeen frunció el ceño.
—No para mí.
No para mí.
Había aprendido algo en su tránsito por aquel lugar distorsionado, comprendió Killeen. Había sido un alcohólico fracasado y luego capitán. Conocía las tradiciones de los Bishop. La gente que vivía allí era diferente.
Los guerreros pertenecían a un mundo aparte, un mundo antiquísimo que era paralelo a esa porción de la humanidad que llevaba una vida más cómoda. Había escuchado a sus Aspectos cuando le hablaban de ello. Por primera vez la historia y las tradiciones le resultaban útiles.
La cultura de los guerreros no podía ser nunca la cultura de la civilización, aunque todas las civilizaciones de la historia debían su existencia misma a los guerreros. Había aprendido lo suficiente para saber que los humanos eran un producto de la naturaleza, y que por ello compartían el instinto de fuga, la cobardía inteligente, el interés personal. Para legar nuestros preciosos genes, diría alguien, pero se trataba también de algo más: del yo, tanto individual como colectivo, y de conocer la tensión que existía entre ambos polos.
Cuando los humanos llegaron allí, se habían instalado y huían si los atacaban. Luego los humanos perfeccionaron el arte de la guerra. No llegaban a ser tan buenos como los mecs, al menos en el vacío, pero sabían defenderse.
En la época de los Candeleros la humanidad había valorado la obediencia total, el autosacrificio, el coraje tenaz, el honor. Había organizado una maquinaria vasta e implacable, con rangos, órdenes y acatamiento sin reservas.
Killeen prefería aquello que según su Aspecto Arthur era el viejo estilo: luchar por gusto, con arte y calculando los riesgos, no por orden de nadie.
La lucha no era un modo de morir sino todo lo contrario. Uno no se concentraba en atacar al enemigo porque entonces sufría más bajas. Siempre quedaba otro día.
Las virtudes de los guerreros humanos, después de que los Candeleros fuesen reducidos a ruinas, volvían a ser las antiguas: paciencia, capacidad para eludir y sigilo para desgastar al enemigo con ataques rápidos por sorpresa.
La Familia. Los Bishop. Uno podía hablar de genética y eslabones y demás, pero sólo significaba Familia. Y la lucha no cesaba nunca.
—¿Capitán?
Killeen estaba sumido en sus cavilaciones. Todavía caminaba. Giró alarmado y desenfundó un arma instintivamente. Cermo.
—¿Eres real?
—Ya lo creo que sí.
Le dio una palmada y lo abrazó. Sí, y comprobó que además olía como Cermo. Por si acaso.
A lo largo de los años, Cermo había sido siempre estable y sólido, un suboficial digno de confianza en caso de aprieto, y Killeen nunca lo había visto más feliz.
—Ven aquí, Toby…
—¡Vaya! —Cermo lanzó una sonora carcajada—. Qué crecido estás, muchacho.
Toby sonrió.
—Y tú qué delgado.
—Y ya no soy tan lento.
Había sido Cermo el Lento pero siempre terminaba en pleno centro de la pelea. Killeen había llegado a preguntarse si aquel hombre era capaz de tener miedo.
—Has llegado aquí bastante pronto —dijo Killeen.
—No por mi cuenta. Vino a visitarme una criatura rara. Yo estaba en medio de la nada y se me apareció de pronto.
Toby dejó de sonreír.
—¿A qué te refieres?
—Dijo que necesitaba ayuda.
—¿Algo parecido a «No creas que nos hemos olvidado de ti»?
—Eh, sí. De hecho…
—Las mismas palabras.
Cermo sonrió y asintió.
Pasó un día sin que sucediera nada. No hubo convocatorias ni nuevas revelaciones. Y tenían hambre.
No era fácil encontrar comida en un paisaje incomprensible.
Aquella Vía demostraba que no todo el esti estaba configurado para complacer al género humano. Parecía que los peñascos y riscos hubieran sido modelados precipitadamente con una espátula para masilla. El único árbol que vieron se mecía en un viento furibundo, y su copa al fin echó a volar, aleteando sobre llanos sombríos como un pájaro despedazado. Estrías amarillas arañaban los flancos de mesetas erosionadas y tapizadas de gris; eran hilitos que se convertían en una tintura tostada que recordaba la herrumbre. En el cielo nadaban comarcas lejanas y similares que se curvaban como un techo distante con su propia piedra de tiempo cubierta por una vegetación persistente y grasienta, azotada por los vientos. Buscaron comida en vano. Empezó a caer una llovizna fría sobre una planicie reseca y roja que parecía envenenada por siniestros desechos, como un monumento topográfico a lo peor de la vida.
Encontraron gente, pero las conversaciones no tenían sentido. Eran personas recias, cuyas manazas parecían hechas para cargar leña sin guantes durante el invierno. Killeen usó sus chips idiomáticos, cortesía de Andro en la ciudad-portal. Eso le permitió entender casi todo lo que decían.
—¿Qué cord es esta?
—¿Pues cómo es que tú logras aquello, tú?
—Mientras yo reventaba las costuras, yo, algo se soltó cuando no se suponía que sí y de repente se hizo pedazos.
Pero un grupo dio a los tres hombres algo de comer. Pudieron digerirlo casi todo.
Todos habían atravesado varias Vías, y tenido experiencias muy diversas.
Cermo describió una criatura que crecía en toda una Vía, cosechando los diferenciales gravitatorios a lo largo de un eje sinuoso. La gente que vivía en las cercanías decía que no era una planta ni un animal, sino una combinación, lo cual no tenía sentido.
Toby describió su vida en aquello que los nativos llamaban la Vía del Río. Pensaban que era infinitamente largo porque nadie que se aventurara muy lejos regresaba. Era arriesgado llevar cosas río arriba, pues eso incrementaba algo que llamaban su «potencial temporal», y la menor perturbación podía causar que regresaran tiempo abajo, escupiendo estrías amarillas. Los intentos de insertar electrodos en el río para extraer corrientes generaban una ribera temporalmente inestable y una arrasadora destrucción.
Para Killeen, la gente era lo más perturbador. Había atravesado una región gobernada por un respetado personaje a quien llamaban el Tirano. Este apelativo era afectuoso, no crítico. Killeen llegó a verlo a distancia, en su corte. El Tirano celebraba audiencias y cuando no estaba complacido movía la cabeza en redondo, una mezcla de asentimiento y negativa que se parecía a una oscilación. Su significado no estaba a medio camino entre el sí y el no, sin embargo, como supo Killeen cuando descubrió que una mujer acuclillada a poca distancia oficiaba de verdugo. La estera de cuero era para impedir que la sangre manchara las inmaculadas baldosas verdes del patio del palacio.
—Todos parecen muy concentrados en sí mismos —dijo Toby.
—Han pasado tanto tiempo bajo el paraguas que creen que la lluvia no existe —explicó Cermo. Killeen evocó la vida de los Bishop.
—Nosotros siempre estamos buscando perspectivas nuevas, oteando el horizonte —comentó—. Es lo que se requiere para llevarles la delantera a los mecs. Toby y Cermo asintieron, y convinieron en que la gente de allí sabía resistir los ataques mecs, pero era diferente. Y ningún Bishop querría ser como ellos.
Compartieron sus historias, hablando sobre todo del caos que se produjo cuando los mecs destruyeron la ciudad-portal. Cermo había estado con el grueso de los Bishop y había visto caer a muchos. Killeen estaba enterado de la muerte de Jocelyn y Toby no sabía nada sobre nadie. Killeen notó que Toby tenía dudas sobre su abandono de la Familia, poco antes del ataque. En vez de hablar de ello, abrazó a su hijo y más tarde los tres, respetando una tradición Bishop, se dedicaron a intercambiar insultos, cuanto más ofensivos mejor. Esta costumbre sacaba a relucir muchas cosas y el código prohibía que nadie se lo tomara a mal, de modo que los insultos purgaban los rincones oscuros y eliminaban la basura sin estudiarla demasiado.
Después se sintieron mejor e incluso consiguieron un poco de bebida que les dio un lugareño a cambio de unos pantalones de Cermo. Se sentían bastante bien cuando apareció el Mantis.