9 - El Cairo

C

ascos, toneles y barricas bloqueaban el muelle, pero desde la cabina del piloto se podía apreciar la verde belleza de la ciudad.

Incluso las manzanas de almacenes comerciales brotaban verdes y primaverales del suelo. El Cairo había perfeccionado el difundido arte de cultivarse a sí misma en su fecundo terrón.

Este arte era mucho más fácil que el de plantar árboles para talarlos, aserrarlos, alisarlos y darles forma de tablones, vigas, viguetas, brazas, puntales y clavijas para construirse un techo.

Ese don tan cómodo requería conocimientos profundos. Los habitantes de El Cairo sondeaban el complejo corazón de las cosas vivientes.

El Natchez atracó con tres campanadas. La gente de río arriba a menudo tenía una mujer en cada puerto y las campanas anunciaban quién era el capitán, para que la dama apropiada le diera la bienvenida —a veces sólo durante un par de horas— en su camarote, antes de la partida hacia el próximo puerto. Los caprichos de las corrientes temporales tenían como consecuencia muchos encuentros precipitados. Pero el capitán de una nave rápida podía disfrutar sin tardanza de otra cita de placer, si era físicamente apto.

Una dama rubicunda se cruzó con Toby en la pasarela cuando él bajaba a la costa. No reparó en ella mientras pensaba en quedarse allí, en la ciudad más grande del río.

Tenía la cabeza llena de las cosas que había aprendido en la cabina del piloto. Fue al Ayuntamiento de El Cairo y consultó la lista de ciudadanos. No había ningún registro relacionado con su padre, pero de todos modos no había abrigado grandes esperanzas. Su padre no era de los que permitían que un papel le siguiera el rastro como un perro, sólo para morderlo después. Toby se tragó la decepción y sacó nuevas fuerzas de su enfado.

Stan se reunió con él y juntos recorrieron las calles. Stan parloteaba y Toby caminaba con las manos en los bolsillos, deslumbrado por lo que veía. Había dejado su vapuleado equipo de combate en la nave y caminaba ligero. Casas que crecían solas se elevaban del suelo fecundo. Los artesanos de semillas hacían publicidad con vistosos letreros, algunos fabricados con esa nueva clase de neón que formaba palabras enteras de una brillantez chillona: Sembrador hábil, Criador de casas e incluso Cultivo de casas personalizadas.

Recorrieron bares bulliciosos, paseos con arcadas y factorías frondosas; encontraron todos aquellos lugares muy elegantes, con una atmósfera impregnada de las fragancias que brotaban de sus maderas satinadas. Las mujeres trabajaban en telares que crecían directamente de la tierra húmeda. Stan le preguntó a una de ellas por qué no cultivaba su ropa directamente en las matas y ella se echó a reír.

—La moda cambia con demasiada frecuencia para hacer eso —le respondió, y ahogó una risita al ver los pantalones deformes y la delgada chaqueta de Stan.

Esto puso a Stan de buen humor, y pronto Toby se encontró recorriendo una calle sombría que apestaba, como decía Stan, a «cerveza usada».

En las puertas había mujeres con aspecto de ser prostitutas, vestidas con corpiños rojos y corsés negros. Eran muy diferentes de las mujeres fornidas y musculosas tan valoradas en la Familia Bishop.

Toby se sonrojó y recordó algo sucedido hacía mucho tiempo, en la escuela de la Ciudadela Bishop. La Familia era estricta en cuestiones de linaje, lo cual se traducía en un severo código sexual al que había que someterse hasta la edad del apareamiento.

El instructor de los niños había entregado a cada uno un papel especial y una pluma de tinta invisible, y les había ordenado trazar un círculo cada vez que se masturbaran. «Darle la mano a nuestro mejor amigo», lo llamaba. La tinta invisible era para asegurar la discreción y evitar la vergüenza.

Al cabo de un mes, entregaron la hoja. El instructor las colgó todas en hileras, oscureció el aula y encendió una lámpara especial. El fulgor violáceo revelaba los círculos, filas y filas de ellos. Los niños callaron.

—Así es como os ve Dios —había dicho el instructor—. Vuestra vida interior.

El objetivo de exhibir este pecado era que lo cometieran menos, pues el pecado de Onán, según decían, atentaba contra las facultades intelectuales. Su Aspecto Isaac le había dado datos sobre Onán, diciendo que era una «leyenda popular» y desdeñando una costumbre sexual tan primitiva.

En cambio, el ejercicio dio pie a los alardes, en cuanto entró de nuevo la luz diurna; cada cual conocía su propio saldo, pero todos podían reclamar como suyo el más alto, que era de ciento siete.

Toby sólo había alcanzado la cifra de ochenta y seis, un poco abrumado precisamente por el ejercicio.

Más tarde pensó que de haber conocido la finalidad de aquello, habría superado fácilmente las cien veces.

En El Cairo, las mujeres sofisticadas eran fácilmente accesibles. Sentía una vaga lealtad hacia Besen, perturbado por el recuerdo de su imagen atrapada en el cubo de la casa del señor Preston. ¿Aún estaría viva? ¿Le molestaría que él buscara alivio en otra mujer?

El deseo barrió esas cavilaciones, dejándolo tenso y nervioso. Pero no le atraían aquellas mujeres que lo llamaban enarcando las cejas, con una sonrisa maquillada y las uñas pintarrajeadas. Recordó la sonrisa de Besen y la echó de menos terriblemente.

Stan se burló de él. Toby le respondió con ofensivos juramentos, la mayoría recién aprendidos del señor Preston.

La furia le revolvía el estómago. Dejó a Stan regateando con una mujer de piel lechosa que usaba como reclamo un cabello rojo y unas caderas tan anchas como el río, y se internó en la umbría ciudad. Si su padre había pasado por allí, habría una señal. Sólo tenía que encontrarla.