8 - Hielo voraz

L

as peripecias de las naves de inducción constituían una aterradora leyenda. La mayoría de los que vivían a orillas del río —y muchos optaban por no hacerlo— comentaban que habían visto naves que aparecían súbitamente ante un muelle, descargaban personas y bártulos con precipitación y se alejaban con motores zumbones, para desvanecerse momentos más tarde, convirtiéndose en una delgada cuña que se elevaba en el aire antes de disolverse en la nada.

Las gentes que trataban de seguir una nave sentían una presión semejante a la de una mano maciza e invisible. Se cansaban, especialmente cuando viajaban río arriba. Así la mayoría vivía a menos de un día de marcha de donde habían nacido. Con gran esfuerzo un hombre o una mujer fuertes podían viajar a pie o a caballo hasta un poblado distante para averiguar el precio de un nuevo grano o para comprar mercancías. La mayoría prefería que las naves de inducción se encargaran de ello, llevando fardos de paño, por ejemplo, y regresando con bienes prodigiosos pedidos por medio de un vistoso catálogo.

Algunos, sin embargo, compraban un billete para viajar, tan interesados en el viaje como en el destino. Las habitaciones principales del Natchez contaban con opulentos sillones y sofás mullidos, puertas guarnecidas con blancas y caprichosas filigranas de madera y escenas de distorsión temporal famosas. Había un mural simbólico a todo color de grandes pilotos en la sala principal, y en los camarotes de primera clase los picaportes eran de porcelana y una lámina de imágenes cubría la pared y ofrecía una visión artística en respuesta a una caricia. Las habitaciones públicas tenían un techo curvo, realzado por toques dorados, y candelabros de bombillas relucientes. Toby miraba estos ricos objetos y recordaba un auténtico Candelero: una de las grandes ciudades que sus antepasados habían construido en el espacio. Le gustaba ese lugar, pero su gente llevaba una vida, aunque plena, humilde.

Los pasajeros podían quedarse en mangas de camisa y usar los lavabos de la barbería, que también disponía de toallas, peines y fragante jabón de uso público. Todo esto impresionaba a Toby. Nunca había visto tanta opulencia y refinamiento, ni siquiera en casa del piloto. El Argo era una nave limpia y pulcra, pero no tan espléndida e imponente.

Los pasajeros que embarcaban en las destartaladas aldeas de la costa compartían su asombrada reverencia. A los tres días de viaje, sin embargo, había adquirido cierto aplomo, y miraba a esos viajeros harapientos con el mismo aire de superioridad que los demás tripulantes.

Claro que no vivía en la misma esfera celestial que el piloto. El señor Preston se había ganado las arrugas de su rostro observando los choques de diferentes potenciales temporales. Su modo de hablar abarcaba desde las elegantes y cultas cadencias de río abajo hasta el gangoso y pintoresco acento de los poblados. Los pilotos navegaban por la eternidad, y lo sabían.

Toby había sido contratado por sus conocimientos, provisionalmente útiles, no por su destreza. Así que cuando las serpentinas de inducción se congelaron, se acurrucó abajo obedeciendo una estentórea orden del capitán, como Stan y los demás. El señor Preston permaneció arriba.

La gran sala de máquinas era una confusión de órdenes y empellones. La energía que los impulsaba río arriba procedía de una enorme estructura de cobre que giraba, cuando funcionaba bien, entre negros y mastodónticos imanes negros.

Normalmente el metal giratorio debía generar grandes borbotones de energía para internarse en el pasado del río. Pero al zigzaguear por el río, eludiendo arrecifes y protuberancias de bromo, a veces el piloto terminaba por ir contra la corriente normal, y se desplazaban un rato corriente arriba por el agua, pero corriente abajo y tiempo abajo respecto de las distorsiones temporales.

No había indicios de que eso estuviese sucediendo, aunque Toby creyó ver en la distancia una nave enorme y fantasmal que pareció existir durante breves segundos. Tenía unas torres enormes que escupían humo y hollín, las portillas bañadas en luz violácea, y un vehículo que revoloteaba en el aire como un insecto gigantesco, batiendo la niebla con las aspas, como un enorme mosquito dispuesto a atacar una ballena de metal.

De pronto sopló el viento donde flotaba esa visión, y un grito procedente de abajo convocó a la tripulación.

Stan le mostró los tubos y cables revestidos, cubiertos ya de hielo duro y blanquecino. Las calderas irradiaban un calor muy intenso, pero el curso del tiempo dentro de los tubos y cables consumía energía tan rápidamente que el hielo no se derretía.

Toby y los demás se pusieron a golpear el hielo para quebrarlo y apartarlo. Era materia sólida. Un fragmento cayó en la mano de Toby y por un momento vio la superficie de un tubo que conducía al interior de los motores de inducción. Aunque era de cobre lustroso, el tubo estaba turbadoramente negro.

Toby asomó la nariz para ver y oyó el crujido del aire que se congelaba.

—¡Oye, retrocede! —le gritó una mujer, apartándolo mientras la brecha que él había abierto se cerraba abruptamente, con un siseo de aire en el vacío, congelándose al instante y sorbiendo más aire.

Otro hombre no fue tan afortunado, y se le congelaron tres dedos en una momentánea grieta del hielo. Sus gritos apenas llamaron la atención, pues todos trajinaban para romper y derretir la creciente carga blanca.

Un cable cedió debido a la acumulación de peso y se partió. El chillido de la energía eléctrica descendió, y Toby sintió miedo.

Había oído historias acerca de naves de inducción que se congelaban de esta manera: el frío infinito del tiempo invertido sorbía el calor, la vida, el aire y el yo. Tales naves reaparecían a años y kilómetros de su presunta posición, perpetuos témpanos marfileños a la deriva en un río aparentemente plácido.

Toby cortó y arrancó y golpeó el hielo. La escarcha gruñía, crepitaba y crujía, hinchándose como una criatura viva que gimiera con sus dolores de crecimiento.

Oyó otro grito en la sala de máquinas cuando el hielo apresó el tobillo de una mujer. Las ráfagas entraban chillando para reemplazar el aire condensado. Las voces de los tripulantes se elevaban con pánico.

Y el bramido del capitán vibraba por encima de todo, impartiendo órdenes.

—¡Deja eso! ¡Suelta esa barra, hombre, que la sueltes! Thomson, corre allá. ¡Destrózala, hijo!

Y de pronto los vientos aullantes callaron, el hielo dejó de crecer.

—Ah —suspiró el capitán—, al fin el piloto se ha dignado a conducirnos por donde debe.

Toby se ofendió un poco al oírlo, pues ningún piloto podía leer el verdadero vector del flujo temporal. El señor Preston los había sacado del atolladero, y no era cosa fácil.

Se contaban historias espantosas sobre naves cuyos pilotos eran unos ineptos. Naves de inducción embarrancando tiempo arriba, témpanos cuya congelada tripulación se lanzaba hacia el principio del tiempo. Naves a la deriva río abajo, estrías calientes que estallaban mucho antes de llegar a la legendaria cascada del filo de la eternidad.

Pero el capitán no reflexionaba sobre ello. Toby aprendió entonces que el elevado puesto del piloto implicaba duras críticas a la más leve imperfección.