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as aguas plácidas del río estaban cerca de la costa, donde las profundas corrientes de bromo y mercurio permitían que las serpentinas de inducción se agarraran con firmeza, aunque la corriente era más rápida en el centro. Allí no afloraban destructivas corrientes de bromo, así que no había mayores sobresaltos.
El señor Preston le explicó que el Natchez tenía que mantenerse pegado a la orilla, separándose así de las naves que avanzaban río abajo por el centro, aprovechando la corriente. Toby aprendió algunos trucos para doblar los recodos, cabos, bancos, islas y promontorios que entorpecían el camino. Si alguna vez se convertía en piloto, decidió, viajaría tiempo abajo y dejaría el trayecto contrario para los imprudentes.
Pero la tormenta de tiempo afectaba a cualquier tipo de embarcación.
Cayó una susurrante oscuridad mientras cruzaban el río delante del torbellino de tiempo que los aguardaba. Se elevaba como un chorro en medio del río, aunque en la ciudad los informes recientes decían que se aferraba a la orilla opuesta a aquella por donde ahora iba el Natchez.
—Se está moviendo deprisa —declaró el señor Preston desde el timón.
La turbulenta y espumosa columna enturbiaba y enrojecía las imágenes del bosque y la planicie. Toby permaneció en el rincón de la cabina y pronto agotó todo lo que recordaba sobre su visión de la tormenta de días atrás, que de poco servía, pues la tempestad había crecido y tomado la forma de un complicado nudo que escupía agua negra y borbotones de metal gris.
La lluvia tamborileaba sobre las ventanas. El aire huracanado succionaba la luz. Azuladas tracerías formaban filigranas en el cielo. En la costa los árboles se reducían a contornos borrosos. Los vientos azotaban y castigaban el Natchez, curvando los árboles y moviendo las hojas de tal modo que olas de color flameaban sobre la espesura. Los árboles alzaban los brazos como si el pánico los atenazara. Una de las chimeneas del Natchez se desprendió con un chirrido y se partió, y su mitad superior cayó en la cubierta de proa. Los tripulantes corrieron para cortarla y arrojarla por la borda. Toby vio a Stan entre ellos, aserrando frenéticamente mientras el viento hacía que se tambalearan. Todos maldecían tan cerca que Toby podía leerles los labios, pero la tromba se llevaba las palabras.
No era un viento común. Desgarraba y hendía el aire, distorsionando las imágenes de tal modo que los hombres parecían trabajar a cámara lenta, luego con frenética velocidad, mientras fuerzas invisibles los estiraban, tirando de ellos y deformándolos.
Un siseo arrojó un glorioso resplandor al cielo. Un fulgor etéreo bañó la cubierta. Pero en la costa persistía la oscuridad. Las copas de los árboles caían y luchaban con antagonistas imaginarios. En medio del río hervía la espuma.
Otro siseo, una crepitación y la nave dio un salto, sumergiéndose en un baño de efervescencia caliente. En una fracción de segundo el aire se puso negro como azabache y el trueno retumbó en el cielo como toneles vacíos rodando por escaleras de piedra.
Y de pronto salieron. La tormenta se convirtió nuevamente en un grato espectáculo en medio del río.
—La turbulencia temporal ha sido moderada esta vez —comentó el piloto.
Toby no pensaba lo mismo mientras procuraba recobrar el aliento, sentado en un taburete.
Cuando vio a Stan más tarde, el joven dijo sorprendido:
—¿Distorsión? ¿Piernas estiradas? Nunca he sentido semejante cosa…
Toby comprendió que las variaciones y vibraciones del tiempo y del espacio afectaban a cada observador de una forma particular. Nadie sentía los mismos efectos. Pero la chimenea partida que ahora Stan y los demás reparaban rápidamente indicaba que las ondulaciones temporales podían ser muy reales.
Avanzaron una vez más, esquivando un gran banco de aluminio que relucía y podía desgarrar el casco de una nave de inducción en un santiamén. El Natchez se aproximó a la orilla donde Toby había dejado el esquife. El señor Preston escrutó los azulados matorrales con los binoculares pero no encontró ni rastro de él.
—Alguien lo robó —dijo Toby con enfado.
—O se lo comió —dijo el piloto, sonriendo.
—Yo no cultivé ese esquife, no está vivo. Lo fabriqué con metal de desecho, a golpes de martillo.
—Tal vez se lo ha comido el tiempo —comentó el piloto.
La costa parecía acuosa e indefinida, una emulsión azulada. Mientras avanzaban río arriba, Toby sintió crecer su respeto por el piloto. Ninguna protuberancia conservaba la misma forma el tiempo suficiente para que Toby distinguiera qué era. Los cerros se disolvían como montañas de mantequilla.
Pero el señor Preston sabía cómo conducir el Natchez a un punto preciso de estribor, pues de lo contrario —explicaba— la nave tendría un grave contratiempo con un trozo de metal que los desgarraría de popa a proa en un abrir y cerrar de ojos. Aquel turbio yermo de agua y metal tendía trampas a todas las embarcaciones.
El señor Preston bordeó una isla donde un pequeño vórtice temporal acababa de aflorar en la brumosa epidermis del río, tan cerca que los árboles rozaron la proa y casi tumban a un pasajero curioso que se apresuró a desembarcar en la primera parada, abandonando su equipaje. Hablaba sobre visiones encantadas de mujeres decapitadas que había visto en el aire. Los tripulantes rieron a carcajadas. Toby también.