6 - Tiempo arriba

D

ebían zarpar ese mismo día. Toby nunca había experimentado la exaltación de esa primera vez, cuando subió la planchada y pisó la cubierta palpitante.

Nunca había hecho otra cosa que mirar con reverencia la partida de una de esas naves de inducción con su proa afilada. En esta ocasión el señor Preston lo saludó con un cabeceo, muy circunspecto en comparación con la actitud locuaz que había mantenido durante el desayuno. Recibió sin ceremonias sus papeles de empleo. Otros tripulantes estrecharon la mano de Toby sin la fría indiferencia con que trataban a los pasajeros. Los clientes que pagaban su pasaje eran desdeñados por todos los de a bordo, incluidos los camareros. Toby notó, en la mirada distante y vidriosa de los hombres y mujeres de la tripulación que, al menos, por el momento lo consideraban parte de la familia humana.

—¿Pasaste por ese remolino que hay más adelante? —le preguntó el señor Preston cuando subieron los tres tramos de escalera que conducían a la cabina del piloto.

—No. Me acerqué a la costa, guardé el esquife y lo sorteé.

—Mmm. Qué lástima. Creo que iré de través, me mantendré a distancia.

—Entendido.

Para Toby esa Vía exótica era una continua fuente de sorpresas. Empezó a entender por qué la gente quería que fuera así, una bolsa apartada de los mecs y de todo el peso de la historia. No importaba que estuvieran recreando una antigua modalidad del pasado; aquí y ahora era real.

Estaban terminando de cargar, y la energía de la nave hacía vibrar el aire. La carga era bajada de las carretas y subida a bordo por cuadrillas de trabajadores compuestas en su mayoría por zoms. Los pasajeros rezagados se abrían paso entre las cajas y los toneles que aguardaban en el muelle. Mujeres que llevaban sombrereras y comida urgían a maridos sudorosos que cargaban con bolsas y bebés chillones. Carretillas y triciclos de equipaje rechinaban sobre los adoquines y se entrecruzaban más de lo que parecía posible según las leyes de probabilidad, haciendo trizas cajas y jarros. Los insultos poblaban el aire. A proa y a popa rechinaban los cabrestantes.

Toby adoraba esa algarabía entusiasta.

—Los que no viajan deben bajar a tierra —anunció el recaudador.

Sonaron campanillas, y las atestadas cubiertas del Natchez descargaron su lastre por la pasarela: una corriente presurosa contra la cual lucharon algunos pasajeros que llegaban con retraso. Izaron la pasarela y un hombre alto llegó corriendo y trató de saltar. Logró aferrarse del flanco de metal y una tripulante le ayudó a subir, pero su bolsillo trasero se abrió y se le cayó la billetera al río. La muchedumbre de la costa rio y una mujer tuvo que impedir que el hombre saltara al agua.

Toby lo observaba todo desde el santuario de la cabina. Era un lugar elegante, con tanto vidrio que tuvo que contar para asegurarse de que había sólo cuatro paredes transparentes. El capitán estaba junto al piloto, que también vestía el uniforme azul y dorado, y tocó un silbato. Izaron la bandera anaranjada y la nave dejó de moverse a la deriva. La cubierta palpitó y las tres chimeneas eructaron un humo aceitoso.

La multitud del muelle gritó mensajes de último momento y ovacionó mientras la nave se alejaba, acelerando mientras recibía el profundo impulso del metal del río en sus campos de inducción. La ciudad se redujo con desconcertante velocidad, y las personas del muelle se convirtieron en muñecos animados que se volvían rosados.

—El flujo del tiempo —dijo el señor Preston en respuesta al asombro de Toby—. Nos he puesto en tiempo de a bordo, así que vemos sus imágenes comprimidas y distorsionadas.

La costa se iba salpicando de rojo y azul a medida que el tiempo aureolaba la nave con su flujo, y el bofetón de las corrientes resonaba en notas graves que Toby sentía bajo sus botas de tacón alto.

Surcar la duración misma, sustraerse a la certeza del tiempo paciente y tenaz… Toby sintió náuseas que le apretaron la garganta. La confusión lo embargaba. Acelerones que se sentían en las entrañas. No sólo un aumento de la velocidad sino de la magnitud que regía el esti pero que ningún hombre podía percibir: la fuerza del espacio y el tiempo entrelazados. La firme cubierta se volvió escurridiza como una serpiente, el aire denso zumbaba, volaban chispas a su alrededor. Durante mucho tiempo su cuerpo combatió los urgentes tirones, el pecho oprimido, las tripas flojas, las rodillas blandas. De pronto sus tendones recobraron el equilibrio, sin esfuerzo consciente. Tragó aire y lo encontró húmedo y sabroso.

—Estable —dijo el señor Preston, observándolo—. Supuse que saldrías bien parado, pero nunca se sabe.

—¿Y en caso contrario?

El piloto se encogió de hombros.

—Te habría hecho bajar en la próxima parada. ¿Qué si no?

—¿Qué hay de los pasajeros?

—Abajo es más fácil. Aquí arriba las mareas son peores.

—¿Mareas? —Toby estudió la extensión plana del río.

—No las mareas del río, sino las mareas de tiempo. Los pasajeros que sufren jaquecas o trastornos estomacales pueden acostarse hasta que lleguemos a su punto de desembarco. La mayoría, al menos.

Toby siempre había pensado que la tarea de un piloto consistía en mantener su nave en el río, lo cual no era una gran hazaña, pues el río era muy ancho. Mirando en silencio cómo el señor Preston se deslizaba entre las protuberancias de lodo marrón y navegaba con gracia líquida a lo largo de un dorado arrecife de bromo, apreció la gracia danzarina del susurrante timón de rayos de roble, el orquestado murmullo animal de los motores de inducción, la artesanía geométrica del timón y la proa. Interrumpir aquella elegante danza no sólo era un inconveniente y un peligro, sino una crueldad estética.

Toby lo supo cuando una chalana mercante que bajaba por la corriente principal se cruzó en el camino del Natchez. En vez de modificar su elegante trayectoria, el señor Preston atravesó los dos remos de popa que la chalana usaba para gobernar la dirección. Apenas habían cesado los crujidos cuando una andanada de insultos llovió desde el grupo de caras rojas que pasaban a estribor. El rostro del señor Preston se iluminó de alegría, pues aquellas víctimas podían replicarle, a diferencia de los tripulantes del Natchez.

¡Alegría de alegrías! Abrió la ventana corredera, asomó la cabeza y respondió a los insultos. Y mientras las dos naves se distanciaban y las maldiciones de los tripulantes de la chalana se perdían a lo lejos, el señor Preston redoblaba su énfasis y su saña, invocando dioses y actos que Toby jamás había oído nombrar. Cuando el señor Preston cerró la ventana, estaba muy sereno, pues de aquella forma había descargado toda la tensión de la partida.

—Vaya, eso sí que ha estado bien —dijo una voz al lado de Toby. Era el risueño Stan, que elogiaba aquellas obscenidades tan ofensivas.

Su aparición no era oportuna, y el señor Preston lo fulminó con la mirada.

—¿Peones con opiniones? Lárgate a fregar el suelo.

Así que transcurrieron horas hasta que Toby supo por qué Stan estaba en el Natchez, ya que Stan se pasó todo el tiempo limpiando la inmaculada cabina, las escaleras de hierro y las tablas de pino. Cuando Toby lo encontró, se tomaba un humeante caldo de legumbres en la cocina de popa. Stan se puso locuaz.

—Por el tesoro, por eso me anoté. En este trabajo no te pagan nada y la corriente temporal me ha dado náuseas, pero pienso aguantar.

—¿Tesoro?

—Ya estoy buscando esos sombreros de hidrógeno. Nadie los ha buscado tan corriente abajo, así que supongo que te pasaste, Toby, cuando llegaste a nuestra ciudad. Tienen que estar río arriba, seguro.

Toby asintió y escuchó la cháchara de Stan sobre los zafiros y rubíes que los esperaban, y apenas pudo contener la risa para no delatarse. Por otra parte, había encontrado un amigo en un lugar que le intimidaba.

—Lástima que tuvieras que abandonar tu búsqueda —dijo astutamente Stan.

—¿Qué? —Toby estaba masticando granos para mantener la boca ocupada y quedó sorprendido de este comentario.

—Te pasaste en otro sentido. Ese zom era lo que deseabas encontrar. Sólo que querías al hombre en su primera vida, y eso está corriente arriba.

Era desconcertante que Stan se tragara aquellas patrañas sobre los sombreros de hidrógeno y al mismo tiempo descubriera la verdad acerca del padre de Toby disponiendo de tan pocos elementos de juicio. Toby asintió con un lacónico gruñido, pero no continuó la charla. Todo el mundo daba por sentado que el río era infinitamente largo y que el resto del esti no era más que una sombra que aureolaba el túnel que impulsaba el río hacia delante. El exterior, la naturaleza del esti, los mecs y todo lo demás constituían una distracción.

Había aprendido al principio de su viaje a no permitir que otros se regodearan con una historia sentimental más acerca de un pobre chico que carecía del reconfortante amor de la madre o del fuerte brazo del padre, abandonado a las inclemencias de un mundo insensible. No era la verdad, y si les contaba la verdad retrocedían espantados.

Lo estás manejando bien.

La repentina aparición de Shibo lo sobresaltó. La silenció, sintiéndose extrañamente culpable.