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odavía flotaban en su mente formas turbias cuando llamó a la puerta del señor Preston. Toby se sentía atrapado en enmarañados recuerdos. Odiaba al zom porque no quería que la criatura fuera el Killeen que había conocido.
Era una mañana luminosa, y un resplandor gris atravesaba la niebla y aureolaba los tejados a lo largo del perezoso río. Los mecs y su virulencia parecían infinitamente lejanos. Allí la gente ni siquiera hablaba de ellos. Vivía protegida en aquel acogedor rincón del esti y no quería saber nada de lo que sucedía fuera. Toby se preguntó si esa actitud era típica de la humanidad. En tal caso, ¿qué eran los Bishop?
Apenas vio la cerca blanca que rodeaba el patio del señor Preston. La aureola perlada ocultaba los detalles más allá del sendero de ladrillos que conducía a la casa. Era una finca magnífica, había que admitirlo, aun con aquella luz difusa. Tenía un pórtico de pino y columnas macizas coronadas con floridas letras mayúsculas. Golpeó de nuevo con la aldaba de hierro y el picaporte de bronce giró como si estuviera unido a ella. Lo atendió un enano, un criado silencioso que guio a Toby por un pasillo alfombrado.
No estaba preparado para la imponencia de la residencia del piloto, y miró con reverencia los muebles de caoba, una lámpara nueva eléctrica con pantalla de papel y un estante entero de esculturas sónicas. El enano se retiró, no sin antes explicar su silencio señalándose la boca sin lengua y mostrando el tatuaje rojo de criado que llevaba en el hombro.
En las paredes había muchísimas láminas de viajes. —Encima de la catarata de Abraham, Búsqueda volcánica, El corazón de la luz, Lucha contra el destino— y muchas obras de literatura, incluida la fantástica. Toby ansiaba coger las láminas y activarlas, pero cuando quiso mirar Vapor de tiempo y Ruina del mundo oyó unos pasos pesados y al volverse se encontró frente al piloto, que llevaba un uniforme azul y oro.
—Espero que hayas solucionado tu problema —dijo severamente el señor Preston.
Sólo ahora Toby recordó su precipitado abandono de la mesa del bar. La ciudad que había fuera de aquella bulliciosa sala se había tragado el recuerdo. Había avanzado por calles angostas bordeadas por toscos edificios acechantes que eclipsaban el tenue fulgor del cielo. Las calles húmedas de las orillas del río eran tortuosas e imposibles de recorrer sin tropezar con formas despatarradas que parecían bultos de ropa destinados a los recolectores de basura.
Los dueños de los zoms los dejaban donde estaban, seguros de que no podrían moverse sin más alimentación. Toby tardó horas en encontrar el rostro de mandíbula floja que había visto en el muelle, y pasó un buen rato mirándolo hasta asegurarse de que el zom no estaba sumido en su estado de reposo. La criatura estaba muerta, paralizada en una rígida parodia de baile.
Por la mañana pasó su corpulento propietario, se encogió de hombros y arrojó el cadáver a una carreta. El hombre no supo qué responder a las preguntas de Toby. No conocía los nombres, ni de dónde venían, ni de qué parte del gran río. ¿Ciudad Resurrección? Sólo un rumor.
Y el último vistazo que Toby echó a aquel rostro lo perturbó aún más, como si en la muerte definitiva el zom revelara su último secreto. Existía una clara semejanza con su padre. ¿Pero era una copia?
Agotado hasta la médula pero con resolución férrea, Toby se irguió frente a la repisa de roble y le dijo al señor Preston.
—Viajaré contigo.
—¡Muy bien! Quieres ver el pasado, ¿verdad?
—Así es.
—¿Has desayunado?
La mujer de la casa trajo tortas de maíz y frituras que acapararon la atención de Toby mientras el piloto le contaba leyendas y anécdotas. Toby logró ocultar los detalles de su largo viaje río abajo, y se distrajo mirando la colección de rarezas del señor Preston, dispuesta sobre las paredes. Había cristales, piedras de extraños colores que delataban su carácter volcánico, un turbante de algún antepasado, cinco flechas de pedernal de los días legendarios y algunas obras artesanales semejantes a otras muchas que Toby había visto. Junto a ellas había imágenes tridimensionales enmarcadas en bronce: niños de aspecto enfermizo, ancianos y demás, todos torpemente alineados y muy acicalados para su codeo con la inmortalidad.
Pero estas rarezas no eran nada en comparación con el gran cubo transparente que presidía la mesa del comedor. Despedía aire fresco y Toby pensó que era de hielo; pero mientras comía notó que ninguna gota se deslizaba por sus paredes lisas. Dentro, en un fulgor azulado, flotaban pequeños objetos: una filigrana dorada, un trozo irregular de cuarzo, dos grandes insectos de patas velludas y una estatua en miniatura de una adorable joven pelirroja vestida con una túnica blanca.
Acababa de comerse las tortas untadas con melaza y de tomarse una taza de café cuando advirtió que uno de los insectos había bajado un ala.
Sin dejar de escuchar al piloto, que se había embarcado en lo que parecía ser el borrador de una autobiografía oral en cuatro volúmenes, observó atentamente y vio que la muchacha giraba despacio sobre su pie derecho. La túnica se le pegaba a la pierna izquierda y luego ondeaba con elegancia formando un disco giratorio de aterciopelada delicadeza.
A estas alturas, ambos insectos habían movido sus alas transparentes. Ambos se dirigían hacia la muchacha. Sus ojos de muchas facetas palpitaban con lo que para ellos debía ser un renovado vigor, pero que para Toby era un lento y espantoso arabesco.
—Ah, la cacería —comentó el piloto, interrumpiendo su monólogo—. Bello, ¿verdad? La he mirado el tiempo suficiente para que me crecieran tres barbas.
—La muchacha está viva.
—Así parece. Pero es tan pequeña que no lo sé.
—¿Dónde la conseguiste?
—Río abajo.
—Nunca había visto nada semejante.
—Tampoco yo. De hecho, por la calidad de la artesanía, sospecho que la muchacha es real.
—¿Real? Pero no es mayor que mi uña.
—Sospecho que es un efecto de la luz.
—Y estos insectos…
—Son casi del mismo tamaño que ella, es verdad. Puede que estén ampliados. El truco contrario al de la muchacha.
—¿Y si no es así?
—En tal caso lo pasarán muy bien cuando alcancen a la muchacha. —El piloto sonrió—. Di la paga de una semana para obtenerlo. Y ese adorno dorado también gira… ¿ves?
La muchacha giró más y Toby vio que era Besen. Su Besen.
En alguna parte la habían atrapado. ¿Copiado? ¿O podía ser la verdadera Besen?
Tamborileó en la pared del cubo pero ella no reaccionó.
Recordó una ocasión a bordo del Argo, cuando limpiaban juntos una ducha mugrienta, haciendo mantenimiento. Besen había desatornillado el desagüe y había extraído una bola de cabello del tamaño de una rata gorda. Brillaba mucho y era una cosa tan asombrosa —una luna peluda junto al radiante e incrédulo planeta del rostro de Besen— que él se había echado a reír.
Sintió que una nueva ráfaga de aire frío salía del cubo de tiempo lento y silencioso.
—¿Algún problema, muchacho?
Quería destrozar la cuña azulada de tiempo lento para liberar sus épocas distorsionadas y sus perspectivas deformes y opresoras. Pero el objeto pertenecía al piloto, y aquel hombre comprendía mejor que nadie las torsiones del tiempo. Tal vez fuera correcto que tales objetos pertenecieran a los de su oficio.
Mejor ni pensar en ello. No sabría qué hacer con la Besen atrapada si la obtenía. Aun así, sintió alivio cuando salió del comedor para internarse en la niebla envolvente.