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ue un día largo y difícil, con gran cantidad de toneles, barricas y cajas de madera para desatar, clasificar y apilar en el derruido almacén de piedra. Stan era subagente de una gran empresa importadora y tenía varios puestos, así que Toby estuvo ocupado el resto del día.
Allí tenían poca tecnología y dependían del trabajo manual. Los zoms del muelle se agotaron rápidamente y Stan trajo otra cuadrilla. Toby no vio al que había tumbado ni fue a buscarlo al pestilente fondo del almacén donde los guardaban.
La jornada de trabajo terminó cuando el gran retazo de piedra de tiempo perdió el brillo. Era una suerte, ya que la gente aún prefería dormir en la oscuridad. Aunque allí no existía un ciclo de días y noches, unas horas de sombra eran suficientes para que todos se tomaran el descanso que necesitaban. Toby había visto una vez una noche que duró varios «días», de modo que la gente empezó a preguntarse si la piedra de tiempo recobraría su brillo. Cuando llegó el sulfuroso fulgor, el calor y el resplandor eran tan feroces que todos lamentaron haberlo esperado con impaciencia.
Stan llevó a Toby a su pensión y se encargó de su alojamiento, dejándole apenas el tiempo suficiente para darse un baño con agua fría del río antes de la cena. En el comedor, Toby se asombró de ver cómo la gente engullía rápidamente los alimentos sin dejar de hablar, como si las bocas estuvieran destinadas a masticar y parlotear al mismo tiempo. Presentaron gallinas asadas en una enorme bandeja; fueron cogidas y devoradas antes de que llegaran a él, aunque Stan logró agarrar dos y las compartieron. Al hombre flaco y barbudo que estaba sentado frente a Toby sólo le interesaban sus actividades bucales; masticaba, bromeaba y escupía sin demasiada puntería en una bacía de bronce que tenía al lado. Stan comía sólo con el cuchillo, metiéndose la hoja en la boca sin aprensión. Toby logró obtener un puñado de legumbres y unas gruesas tajadas de carne antes de que llegara el postre: una isla de frutos secos en un mar de crema que ardió cuando un hombre lo tocó con el cigarro. Stan comió un poco y luego se recostó satisfecho en la silla de mimbre, limpiándose los dientes con una navaja, una exhibición de valor desconocida para Toby.
Toby quería dormir, pero Stan lo arrastró a la algarabía de las calles. Terminaron en un bar dominado por una mujer enorme que movía la lengua y revolvía los ojos mientras entonaba una balada que Toby no comprendió. Al final se derrumbó en el suelo con estrépito e hicieron falta tres hombres para llevársela. Toby se preguntó si aquello formaba parte del número, pues era más entretenido que el canto.
Stan se tomó una cerveza oscura y aprovechó astutamente aquel momento para pagarle el jornal: Toby quedaría como un tacaño si no pagaba la siguiente ronda, que llegó con inexplicable rapidez. Se había tomado medio pichel y estaba más contento con la velada, con la compleja y enorme ciudad, con su nuevo amigo Stan, y en general con el inmenso esti, cuando recordó que su padre había bebido en exceso años antes. Killeen comentaba que en la Familia Bishop se tiraba el corcho después de abrir la botella, sabiendo que no volvería a hacer falta.
Esta asociación lo perturbó, pero Stan mejoró su humor estirando las piernas y apoyando en la mesa un pie con un calcetín. El calcetín tenía los rasgos de una cara cosidos, de modo que Stan podía mover los dedos y hacer que el rostro pareciera enfadado, sonriera y parpadeara. Stan entabló una graciosa conversación con su propio pie, pero Toby recordó un día frío y lúgubre, después de la Calamidad, cuando los Bishop acampaban con rezagados de otras familias. Un alto muchacho Knight había sacado su pie enfundado de debajo de unas mantas como broma. Toby confundió el pie con una rata y le arrojó el cuchillo, atravesándoselo. Durante una temporada no fue muy popular entre los miembros de la Familia Knight.
Sonrió y bebió otro sorbo de cerveza. Stan palideció. Toby sintió una presencia a sus espaldas.
Se volvió y vio a un hombre alto vestido con una chaqueta de cuero y pantalones negros que llevaba una gorra azul. Sólo los pilotos usaban aquella gorra con relámpagos dorados.
—Señor Preston —dijo Stan.
—¿Estáis de juerga? ¿Tenéis tiempo para hablar de negocios?
El señor Preston sonrió de buen talante, como convenía a un representante de una profesión realmente independiente. Los Aspectos habían enseñado a Toby que los aristócratas tenían la limitación de los parlamentos, los sacerdotes las restricciones de su parroquia y que aun los maestros, con su gran poder, trabajaban en definitiva para una comunidad.
Pero a un piloto de río no lo gobernaba nadie. El capitán de una nave podía impartir media docena de órdenes mientras se preparaban los motores de inducción y la nave se internaba perezosamente en la corriente, pero en cuanto se activaban los motores el capitán quedaba relegado. El piloto podía conducir la nave a su antojo, ladrando órdenes sin consultar y ajeno a las críticas de los simples mortales.
Sin preguntar, el señor Preston cogió una silla de otra mesa y la acercó.
—He oído decir que vienes de tiempo arriba… muy tiempo arriba —le dijo a Toby.
—¿Stan te lo ha contado? —preguntó Toby, tratando de ganar tiempo para pensar.
—Me dijo algo, sí. ¿Estaba equivocado?
El señor Preston estudió a Toby, ladeando la boca bajo su bigote castaño.
—No… aunque tal vez haya exagerado un poco.
—Dijo que habías estado por encima de Puerto Roca.
—Lo vi en la niebla. Esa niebla perlada que…
—¿A qué distancia?
—No mucho.
—¿Y El Cairo?
—Yo… sí. La evité.
—Descríbela.
—Una gran ciudad, más imponente que esta.
—¿Viste el cabo, con el banco de arena?
—No vi ningún banco de arena.
—Está bien. No hay ninguno. ¿Cómo es ese cabo de dos puntas?
—Espuma rociando el aire.
—¿Adónde iba la espuma?
—Brota del río y se arquea cruzando hasta el otro extremo.
—¿Pasaste por debajo del arco?
—No. Permanecí en las aguas tranquilas, cerca de la otra orilla.
—Fuiste listo. Ese arco existe desde que yo era niño y los que trataron de pasar por debajo no vivieron para contarlo.
—Eso me dijo alguien.
—¿Quién?
—Un sujeto, río arriba.
—¿A qué distancia río arriba?
Nadie le mentía a un piloto, pero siempre se podía adornar un poco la verdad. Toby bebió un sorbo de cerveza oscura, que era tan densa como para servir de segunda cena, como al parecer pensaban algunos en el bar.
—En el promontorio que está encima de El Cairo. Allí fue donde empecé.
El señor Preston se inclinó hacia delante y levantó la barbilla.
—Allí hay un gran banco, y tienes que sortearlo con cuidado. Arena, ¿verdad?
—No. Es hierro negro.
El señor Preston se reclinó y le pidió bebidas al camarero, que se esforzaba para escurrir un trapo sucio.
—Exacto. Un fragmento que surgió de un terrible acontecimiento en el fondo del río. Los libros mencionan un geiser de metal derretido, no los metales fríos que fluyen bajo el río… ese geiser llegó humeando y atravesando la piedra de tiempo.
—He estado en otras partes del esti y nunca he visto nada semejante a este río. No parece lógico.
—No somos quiénes para saberlo, hijo.
—Por favor, no me llames hijo.
El señor Preston contrajo las cejas, intrigado por la repentina reacción de Toby, pero luego hizo un ademán generoso.
—Claro, Toby. Reconozco que sabes mucho para tener la edad que aparentas. Estoy dispuesto a contratar tus servicios.
Stan seguía este diálogo con asombro. Dos estibadores bebiendo con un piloto era algo tan inconcebible como una rata de río cenando en casa del alcalde. ¡Y ahora esto!
—¿Servicios? —intervino Stan, sin poder contenerse.
—Navegación. Ha habido cinco tormentas de tiempo entre esta ciudad y El Cairo desde que estuve allí. Ahora tengo la misión de llevar el Natchez allá y no tengo modo seguro de conocer el río por aquellos parajes.
—No sé si conozco tan bien el río —replicó Toby, un poco desconcertado.
—¿Viste alguna de esas tormentas?
—He visto dos, pero desde lejos.
—Es el único modo de verlas —dijo Stan con forzada ironía. Seguía asombrado por el ofrecimiento.
El piloto asintió con una mueca, una expresión que hablaba de situaciones peligrosas y amigos perdidos.
—¿Mantuviste tu esquife a distancia?
—Remaba y empujaba. Puede que tuviera suerte con las corrientes y nada más.
—Una tormenta de tiempo atrae las naves en proporción a su masa, ¿entiendes? El hecho de que remaras pudo ser la causa de tu salvación. Una nave de inducción, a pesar de su potencia, debe ser más prudente. Su peso es su condenación.
Toby sorbió la fuerte cerveza.
—No sé si deseo regresar allí.
—Haré que valga la pena. —El piloto entornó los ojos, como si tratara de adivinar algo en la expresión de Toby—. Esperaba que tuvieras cuentas pendientes.
Cuentas pendientes. Toby recordó el rostro del zom y sintió que el aire cargado de humo de cigarros de aquel salón lo sofocaba. Las volutas de humo azul flotaban en el fulgor amarillo de las lámparas adosadas a las paredes, grandes como la cabeza de un hombre. Hasta el momento Toby había mantenido la serenidad, pero el peso de la incertidumbre lo abrumó de nuevo. No podía saber si el zom era su padre a menos que lo encontrara de nuevo y lo interrogara.
—Mañana te daré mi respuesta. Ahora debo atender una cuestión urgente.
La sorpresa de Stan y el señor Preston era casi divertida. Aumentó cuando Toby se puso de pie, taconeando con la pesadez debida a la bebida. Saludó solemnemente y, sin una palabra, se perdió en la oscuridad.