2 - Vientos de confusión

T

oby se alejó de los cerros temiendo que el hombre moreno regresara con sus amigos. Enfiló corriente abajo sin parar, marchando hasta que el sueño lo venció. Manteniéndose a cierta distancia del río, esperaba evitar la tormenta de tiempo que el hombre había mencionado, siempre que no le hubiese dicho una mentira.

El río estaba siempre a la vista desde cualquier elevación, pues la tierra se curvaba hacia arriba, hacia los territorios de arriba. Una capa de agua clara se mezclaba con los bajíos de lodo rojizo, así que Toby apenas podía distinguir las manchas plateadas y grises que delataban las corrientes mortíferas.

Se había levantado, había encontrado una fruta carnosa para el desayuno y había reanudado la marcha, cuando sintió un cosquilleo en la nuca. Una onda pasó a su lado. Le pellizcó el pecho y le irritó los ojos. Estruendos huecos resonaron en el aire vibrante.

Miró hacia arriba. En la brumosa extensión pudo distinguir el otro lado del esti. Era una región de cerros y valles, con una flora irisada, lagos manchados y arroyos sinuosos, todos ellos afluentes del gran río. El arco del cielo se comprimió como el acordeón que una vez le había visto tocar a una vieja dama y la contracción lo afectó también a él. Le apretó las costillas, le tironeó del cuello y los tobillos como si intentara desgarrarlo. Los árboles crujían y temblaban, y un viejo tronco negro se derrumbó en las proximidades. Toby se tendió en el humus húmedo y fragante donde había caído y miró la contracción que avanzaba corriente abajo, una onda de compresión que palpitaba como el espasmo digestivo de una gran bestia. Los estratos gruñían, las rocas se partían. Un tañido final rodó sobre el frondoso dosel como el martillazo de un gigante.

Usando los binoculares divisó por primera vez las torres de la ciudad, y vio que una de ellas se derrumbaba súbitamente al pasar la gran ola. Creía que las ciudades —o pueblos, como había dicho el hombre, una palabra rara para Toby— eran lugares suntuosos, libres de las acechanzas de la naturaleza, invulnerables.

Avanzó deprisa. Un resplandor rojo ardía en medio del bosque, procedente de una gran extensión de piedra de tiempo a orillas de un lago brillante y lejano. Sólo pensaba en la ciudad, en encontrar a su padre, así que se olvidó de la tormenta de tiempo.

Al principio sintió un tirón en la boca del estómago. Luego el aire húmedo se distorsionó, pervirtiendo las perspectivas, y la confusión cabalgó en el viento.

Los pies se negaban a obedecerle a menos que les prestara una atención constante, y entornó los ojos para concentrarse. Sus brazos ganaban y perdían peso al mecerse. Mover la cabeza sin planificación previa era arriesgarse a una caída. Continuó, jadeando. Pasaron horas. Comió, durmió, reanudó la marcha. El aire restaba fuerzas a sus músculos y le causaba una comezón molesta en la piel.

Los susurrantes zarcillos del aturdimiento lo soltaron cuando se aproximó a la ciudad. Estaba totalmente agotado. Tenía delante tres torres blancas: el lugar más suntuoso que había visto. Casas de madera pulida bordeaban caminos rectos de piedra cuyas losas de pizarra estaban cortadas con una gran precisión.

En aquellas calles había más gente de la que Toby podía contar. Damas elegantes evitando los excrementos de caballo, juerguistas bullangueros apoyándose en las paredes, comerciantes corpulentos y alegres, picapleitos malintencionados, fanfarrones dicharacheros, buhoneros de rostro rubicundo que vendían desde golosinas hasta sierras. Un enjambre de atareados insectos, parlanchines y zumbones.

Para Toby era como tratar de beber de una cascada. Recorrió las calles, consciente de que llevaba la ropa harapienta y un sombrero inapropiado. Unos pantalones holgados cubrían su equipo de campaña. Atrajo algunas miradas de curiosidad.

La Vía parecía consagrada a las comodidades de un pasado humano que le resultaba totalmente desconocido. Su Aspecto Isaac intervino.

Es el eco deliberado de una antigua cultura humana. No puedo identificarla, pero obviamente es anterior a los Candeleros. Su tecnología es refinada y apreciada por esa característica. Junto con el río, parece un refugio para algunos. Mi hipótesis…

—Necesito consejos para salir de esta Vía, no teorías.

Toby le había encomendado repasar todos los archivos de su espacio de Aspecto, y esperaba información más útil.

Es propio de la sociología humana manifestar nostalgia en semejante escala. Esta Vía parece dominada por percepciones temporales diversas, causadas por gradientes extremos del esti, y la reacción humana ha consistido en aferrarse a la constancia. Comprensible y…

—Silencio.

Devolvió el Aspecto a su agujero y buscó lo único que conocía: el río.

En el gran muelle de piedra, varios hombres remoloneaban en el calor poblado de insectos. Descansaban en sillas inclinadas que parecía imposible que se sostuvieran, con la barbilla en el pecho, el sombrero calado sobre ojos soñolientos. Una cerda de seis patas y su prole gruñían comiéndose lo que caía de unas canastas rajadas.

Más allá de esta parsimoniosa escena se extendía el río, iluminado por el espasmódico resplandor de tres retazos de piedra de tiempo. Toby se quitó la mochila, se sentó en la baranda del muelle y miró la incesante ondulación del río, interrumpida por astillas de plata que rompían la superficie, humeaban y desaparecían.

—¿Buscas trabajo?

La áspera voz pertenecía a un joven un poco mayor que Toby. Era bajo, como todos los habitantes de aquel lugar. Sus hombros anchos abultaban bajo la camisa, pero sus ojos eran cálidos y soñadores.

—Tal vez. —Allí necesitaría dinero.

—Tenemos que descargar algunos fardos. Nunca hay suficientes estibadores. —El joven extendió una palma ancha. Se estrecharon la mano—. Me llamo Stan.

—Yo me llamo Toby. ¿Son fardos pesados?

—Más o menos. Tenemos resucitados para ayudar.

Stan señaló hacia cinco figuras desmañadas sentadas a lo largo del muelle.

Toby había visto antes hombres como aquellos, sólo que río arriba los llamaban zoms. Todos se sentaban del mismo modo, con las piernas despatarradas, los brazos flojos, encorvados. Ningún hombre podía permanecer sentado de esa manera mucho tiempo. A los zoms no les molestaba. Cualquier cosa parecía mejor que estar muerto.

—¿Eres nuevo? —preguntó Stan, acuclillándose junto a Toby y haciendo una anotación.

—Acabo de llegar.

—¿En balsa?

—Esquife. Desembarqué por encima de esa tormenta.

Stan silbó.

—¿Y caminaste? Un trayecto largo. ¿Esa onda te ha tumbado?

—Lo ha intentado.

—Será problemático regresar a tu esquife.

—Tal vez siga río abajo.

—¿De veras? —Stan sonrió—. ¿Vienes de muy lejos?

—No lo sé.

—¿De Cabo del Ángel? ¿Puerto Roca?

—He oído hablar de ellos. Vi Alberts, pero había niebla.

—¿Eres de más arriba de Puerto Roca? ¿Y sólo un niño?

—Soy mayor de lo que parezco —dijo Toby con frialdad.

—Tienes un acento raro.

Toby apretó los dientes.

—También tú, según mi criterio.

—Creía que si ibas tan tiempo abajo enfermabas, enloquecías o algo parecido. —Stan parecía realmente admirado.

—No he venido directamente. —No tenía sentido hablar de su pasado. Los ribereños no se interesaban mucho por los forasteros—. Me detuve un poco para explorar.

—¿Buscando qué?

Toby se sintió incómodo. No tendría que haber dicho nada. Cuanto menos supieran sobre él, más seguro estaría.

—Un tesoro.

—¿Hidrógeno? Aquí hay un gran mercado para los tubos de hidrógeno.

—No, más bien… —Toby procuró pensar en algo que tuviera sentido—. Joyas. Antiguos rubíes y esas cosas.

—¿Estás bromeando? No he visto ninguno.

—Son raros. Vestigios de los antiguos señores.

Stan abrió la boca y apoyó la lengua en los dientes frontales como si meditara profundamente.

—Eh… ¿quiénes…?

—Gente antigua. De muy tiempo arriba. Entonces eran muy ricos, pues eran pocos, y los zafiros y el oro les colgaban de las muñecas y el cuello.

—¿De veras? —preguntó el boquiabierto Stan.

—Tenían tanto que para ellos era como polvo en el camino. A veces, cuando se aburrían, las damas cogían un puñado de sus mejores joyas, las más relucientes, y las pegaban en unos sombreros enormes que usaban. Cuando había una inundación, la gente se ahogaba y esos sombreros cubiertos de joyas flotaban tiempo abajo.

—¿Sombreros?

Toby hizo un ademán airoso.

—No esos sombreros toscos que usamos aquí. Estoy hablando de sombreros enormes, hechos de hidrógeno.

—¿Hidró…? —Stan se interrumpió con cara de desconcierto, y Toby notó que debía enmendar aquel error.

—Verás, en esos días prehistóricos, el hidrógeno era aún más liviano que hoy. Así que lo usaban. Las personas más distinguidas lo usaban en chalecos, cuellos y sombreros.

—Nunca he visto a nadie… —empezó Stan, frunciendo dubitativamente el ceño.

—Precisamente. A eso me refiero. Esos antiguos señores agotaron todo el hidrógeno. Por eso hoy vale tanto.

Stan lanzó una exclamación de asombro.

—Es maravilloso, sencillamente maravilloso. Yo sabía que el hidrógeno era el metal más liviano, y también el más fuerte. No me extraña que lo busquen los grandes contratistas y los constructores de motores, aunque no lo consigan. —Miró intensamente a Toby—. ¿Pero cómo lo sabes tú?

—¿Cómo lo sabe un niño? —Sería conveniente sacar provecho de aquel comentario—. Porque tiempo arriba estamos más cerca de las épocas arcaicas. Buscamos esos sombreros de hidrógeno que pasan río abajo.

Stan frunció el ceño.

—¿Entonces a qué has venido?

Por un instante Toby tuvo la incómoda sensación de que lo habían pillado. Su patraña quedaría al descubierto, perdería el trabajo y pasaría hambre.

Parpadeó y dijo:

—Tiempo arriba la gente ya tiene los sombreros que llegaron allí. Estoy buscando los que dejaron pasar.

—Ah.

A Stan le gustó esto y de inmediato se puso a hacer preguntas sobre esos suntuosos sombreros y la caza del tesoro. Sobre cómo lo hacía Toby, qué había encontrado y demás. Fue un alivio cuando alguien anunció «Nave de inducción» y el soñoliento muelle despertó.