12 - Torbellino

T

oby se sentía perdido en un denso e impenetrable laberinto de cauces. Ahora la presión del tiempo provocaba refracciones en el aire.

Aquella majestuosa extensión estriada de lodo le había parecido lisa y serena mientras bogaba distraídamente en su esquife. Ahora en la costa se veían pantanos, cañaverales y plantaciones, y las suntuosas casas eran muy bellas con sus columnas de marfil. A menudo miraba también el mundo que pendía allá arriba: tierras de brumoso misterio. Pasó una onda, flexionando el esti tubular, y Toby tuvo la repentina sensación de que todos vivían en las entrañas de una gran bestia, una criatura enigmática que infligía las más atroces calamidades a los simples humanos sólo con que vaciara las tripas.

El torbellino se abatió sobre ellos bruscamente. Irrumpió por un canal de bromo, enroscándose como una serpiente azul en el aire vibrante. Un trueno sacudió la cabina del piloto y voló dos ventanas.

Toby lo vio desde la cubierta donde ayudaba a Stan y a otros dos hombres con algunos fardos. El vidrio de la ventana se astilló, pero no lastimó al señor Preston en la cara, así que cuando acudió Toby el piloto ya guiaba el Natchez, alejándose de aquella nube devastadora en expansión.

El remolino se elevó lanzando llamas que rasgaron el aire congelado con relámpagos amarillos. Toby lo vio titubear en su punto más alto, como si pretendiera continuar y sepultarse en el bosque que colgaba en lo alto. Luego se sacudió con el vigor de un recién nacido y se lanzó hacia el río.

El río plateado parecía anhelar esta consumación, pues se estiraba para besar la columna descendente. Al instante una espuma de agua lodosa y una bruma metálica atravesaron el torbellino de tiempo, formando una gran U invertida que burbujeó y humeó en medio de nuevos truenos.

—¡Maldición! —exclamó el señor Preston—. Esto nos bloqueará.

Toby se aferró a un puntal.

—¿Podemos seguir de largo?

—Nos partirá en dos si lo intentamos.

Una ráfaga arremolinada barrió el Natchez.

—¿Crees que durará mucho tiempo?

—Es uno grande, no cabe duda.

El Natchez se alejó paulatinamente del remolino, que se cimbreaba con pies de agua sobre la superficie del río. El lodo y los troncos que absorbía cayeron, parecieron partirse y unirse de nuevo. En medio de lo que parecía una ola de agua, Toby vio un tronco que estallaba en llamas anaranjadas. Giró en cámara lenta, escupiendo humo negro, y chocó contra el río.

Entonces Toby vio a los mecs. Estaban escondidos entre unos sauces llorones. Plateados y veloces, huyeron cuando el remolino atacó las orillas.

De pronto lo comprendió. El remolino era un camino hacia aquel tubo del esti y por tanto un portal que debía ser custodiado. También era el lugar obvio para esperar a alguien, si uno conocía sus costumbres.

Los mecs no lo conocían, pero Killeen sí.

—¡Aguarda! —gritó Toby—. Esperemos un rato para ver si…

—Cállate, muchacho. Vamos tiempo abajo.

Ni siquiera el capitán podía contradecir la decisión de un piloto que invertía el curso por motivos de seguridad. Toby permaneció petrificado mientras los mecs se elevaban de la línea costera. Eran angulosos y le recordaron al espécimen que por poco lo había matado tiempo atrás. Estos eran más avanzados.

Se aproximaban. Matarían a sus amigos.

Como una prueba resucitó su sistema sensorial. Nada. Luego…

Un eco tenue, una nota que no oía hacía tiempo.

No pensó nada más y echó a correr, bajando por las escalerillas de hierro y la pasarela de pino. Se arrojó al agua. Braceó desesperadamente —se había olvidado de su equipo de combate— y se dirigió hacia la costa.

Stan gritaba a sus espaldas, pero él no miró atrás. Calculó que los mecs ya podrían verle claramente. Bien.

Pero entonces oyó un estruendo susurrante, como el de un gigante exhalando su aliento. Los mecs se deslizaron junto a la boca de embudo del remolino, proyectando una luz estriada y palpitante. Empujaban el remolino a creciente velocidad. Pero no hacia Toby, sino hacia la nave.

La succión resbaló sobre las aguas encrespadas y plateadas. Se abatió con ferocidad sobre el Natchez y lo absorbió, alargando las cubiertas como goma estirada al límite. Un tripulante saltó por la borda y su cuerpo se estiró hasta volverse delgado y traslúcido.

El Natchez se contrajo y se dobló y respondió a la llamada de las fuerzas de torsión. Subió por la boca del remolino. Un vendaval lo desgarraba, y al fin desapareció con un brillante fogonazo perlado. El resplandor quemó el rostro de Toby.

Toby no tenía tiempo para pensar ni para llorar. La boca corcoveó, crepitó, serpenteó y se abatió sobre él. Tuvo tiempo para tragar aire. Una ardiente espuma anaranjada le cayó encima.

Estiró involuntariamente piernas y brazos, como si un dios jugara con sus cuerdas, pero no tenía peso. Supo que debía de estar subiendo en el torbellino pero sentía un vacío vertiginoso que le abría el vientre, un vacío de caída. Luchó para no llenarse los pulmones mientras la espuma le azotaba la piel, le tapaba la nariz, le tamborileaba en los párpados. No respires, pensaba mientras se preparaba para el impacto de tiempo que sin duda sufriría al final de semejante caída.

Una caída brusca. De nuevo en el río.

Emergió. Braceó, jadeando. Ignoró las encrespadas aguas. Llegó a la costa y echó a andar.