1 - Tiempo derretido

T

oby siguió corriente abajo por el río de plata, siempre en busca de su padre.

Se agazapó en el esquife, meciéndose con las ondulantes corrientes, y miró su caña de pescar. Hacía dos días que no comía. Sus principios vegetarianos no se habían sostenido bajo la persecución y los acosos constantes. Un pez amarillo y gordo relucía aguas abajo, pero no picaba.

La curiosidad se impuso al hambre y Toby se inclinó para ver si el pez se acercaba al sedal. En vez de la gorda presa se vio a sí mismo, reflejado en una corriente de color gris metálico. Pero su imagen llevaba el sombrero que se le había caído el día antes por la borda. Escrutó aquel flujo de tiempo encajonado que había mantenido el ritmo temporal del esquife. Frunciendo el ceño, estudió su optimista mirada del día anterior. Una frente manchada, mechones de cabello grasiento junto a las grandes orejas, una mandíbula firme levemente absurda.

Tendría que aprender a ser menos transparente. Los adultos podían hacerlo sin pensar.

Se apartó del borde de la embarcación. Había fabricado el esquife con metal para recorrer aquel río extraño, mezcla de fluidos, aguas sedosas y metales conductores, y sabía lo frágil que era. La corriente de metal líquido afloraba a la superficie acuosa. Podía hundirlo con un simple roce. Ante el peligro, sentía un nudo en la garganta.

En el fondo del agua lodosa había entrevisto un lento burbujeo marfileño. El mercurio modelaba el ancho curso estriado de barro. La traición acechaba en aquel manantial metálico: criaturas oblongas de muchos brazos, culebras eléctricas, animales dentudos que relucían en las corrientes metálicas como pájaros de alas anchas.

Se quedó quieto en el fondo del esquife, esperando que el denso flujo cesara. Sintió un espasmo en el cuerpo flojo. Para combatir la náusea, miró la gran floresta que se extendía sobre él.

Desnudas rocas de tiempo brillaban con fulgores humeantes. Allí el esti era tubular y estaba dominado por aquel reluciente río que serpenteaba entre peñascos y bosques. Río abajo, el túnel de este reducido cosmos se perdía en una bruma de marfil. Allí se veía una ciudad de cierto tamaño, a orillas de un recodo reluciente. A sus espaldas, tiempo arriba, distinguía la inmensa curva del esti y sus colinas fecundas, hasta que la perspectiva las distorsionaba y se borraba. Sintió la tentación de activar sus binoculares para ver…

Un choque contra el esquife. Algo pesado, móvil.

Contuvo el aliento. Normalmente el esquife se movía con la levedad de una pluma, respondiendo al roce y la presión del aire mientras él viajaba río abajo y así aceleraba por el tiempo.

Trozos irregulares de piedra de tiempo desperdigados irradiaban puntos de luz. Deseó contar con un instante de oscuridad para ocultarse. Había erupciones volcánicas iridiscentes en la curva opuesta del tubo de esti.

La luz se astillaba y se desplomaba sobre él. Resistió la repentina ráfaga de calor sin una queja.

Te estás comportando bien.

Era Shibo, susurrando. Sus fragmentos empezaban a llamarlo. La vocecilla era tranquilizadora y plañidera, y Toby supo que tenía que resistirse a ella.

Se concentró en los sonidos que venían desde abajo. No podía oír nada con claridad porque la piedra de tiempo se estaba rajando en lo alto. No caería sobre él, pues la gravedad local siempre se orientaba hacia abajo.

Este lugar es espantoso. Has sobrevivido noblemente.

—No creas. He mantenido la cabeza gacha.

Yo podría ayudarte mucho más si pusieras en mis manos algunas funciones. Estás solo y necesitas…

Responderle era un error. No paraba de hablar, y Toby tuvo que concentrarse para empujarla hacia abajo. Una vez ella ya había intentado amotinarse, dominarlo: era una Personalidad traidora. Ese acto era imperdonable.

Ella se resistió con algunos grititos. Toby pensó en otra mujer, en Besen, en hacerle el amor, en su piel tersa y cremosa. Ansiaba ver de nuevo a Besen. Eso le ayudó. El recuerdo de Besen sofocó los sollozos de Shibo.

Piel tersa… la superficie del agua también era tersa… y engañosa.

Allí todo era peligroso. La explosiva piedra de tiempo procedía de colisiones monstruosas entre energías desconocidas, de los distantes estallidos del Comilón: una violencia cuya magnitud trascendía el conocimiento humano. Pero también había mecs al acecho, y Toby desconfiaba de todo. Los había visto a lo lejos. Parecían estar en desventaja en aquella Vía húmeda y acanalada. Sus cuerpos destruidos a veces pasaban flotando por el río. Pero seguían apareciendo, como siempre.

Algo turbó la superficie del agua.

Toby se incorporó, cogió el remo. Una criatura flaca salió del agua y le lanzó una dentellada. Toby se agachó y la golpeó con el remo. Una cuña angulosa de ojos amarillos y entornados surgió de las encrespadas aguas. Despedía un humo acre y verde, por su componente metálico; atacó de nuevo. Toby movió el remo. Acertó y le abrió un tajo.

La bestia mercurial chilló y desapareció con un chapoteo. Toby hundió el remo —que había perdido media pala— para darse impulso.

Llegó a aguas más profundas. La humareda verde se disipó. Cuando se calmó la corriente, viró hacia la costa. El depredador de grandes mandíbulas podía atacarlo en cualquier momento y partir el esquife en dos si lograba emerger de las corrientes de mercurio y bromo rojizo. Una turbulencia le había hecho ascender, y podía hacerlo de nuevo.

Le ardían los brazos y el aliento cuando la proa tocó tierra. Saltó a la costa tirando de la raída cuerda. Arrastró el esquife hasta un bajío lodoso y lo ocultó bajo el frondoso ramaje de una arboleda.

Se sentó fatigosamente y sacó un trozo de carne dura y azulada para aplacar el hambre. Sus sistemas estaban casi muertos, agotados por su larga fuga. Los servos de las rodillas y los brazos apenas le funcionaban. Sus armas se habían descargado y el resto no era de fiar. De todos modos eran armas diseñadas para abatir mecs y no servían para cazar. Había empezado a comer carne cuando lo venció el hambre y admitía con cierta vergüenza que le gustaba. Los principios se evaporaban ante la llama de la necesidad.

Escrutó el denso bosque y los bajíos fangosos, y decidió explorar un poco. El poder silencioso del río aislaba el esquife de los ritmos de la tierra y hacía que los viajes costeros corriente abajo y tiempo abajo fueran naturales, inevitables. Pero así no aprendería nada.

Caminó costa arriba, hacia la silenciosa presión del tiempo, que al principio se percibía como una suave brisa estival pero que acababa agotando la energía de quien obrara en su contra. Al avanzar examinó la profusión de tallos, troncos y marañas azuladas que se apiñaban a orillas del río como esperando algo. Había transcurrido mucho tiempo desde la destrucción de la gran pirámide y de Walmsley, el hombre de la Familia Brit. Se había alegrado de encontrar aquella extraña Vía con su río de plata y de instalarse allí, siguiendo líneas de tiempo que fluían más cerca del agujero negro. Había aprendido algo sobre la cultura y había empezado a simpatizar con su suave humanidad, su encanto arcaico.

No había ni rastro de la gente. Avanzó a buen paso y se distrajo. Un hombre bajo armado con un trabuco salió de detrás del tronco macizo de un árbol y sonrió.

—¿Cómo te llamas? —preguntó, escupiendo.

—Toby.

—¿Caminando río arriba?

Era mejor eludir la pregunta que mentir.

—Buscando comida.

—¿Has encontrado?

—No he tenido suerte.

—No llegarás lejos. Hay una gran tormenta río abajo. —El sujeto sonrió enseñando unos dientes amarillos. Tenía los labios delgados y pálidos—. He visto cómo le arrancaba los brazos a un hombre.

Sabía, pues, que Toby no podía haber llegado allí caminando corriente arriba.

—He venido caminando desde ese cabo donde hay un viejo árbol muerto —dijo Toby.

—Conozco el lugar. Hay muchas bayas y frutas. ¿Por qué has venido a buscar comida aquí?

—Oí decir que por aquí hay una gran ciudad.

—No es más que un pueblo, chico. Creo que deberías quedarte en el bosque con nosotros.

—¿Quiénes son «nosotros»?

—Algunos tíos. —La sonrisa del hombre era falsa.

—Debo seguir mi camino.

—Este bebé dice que tienes otra cosa que hacer. —Exhibió el trabuco que sostenía como si él lo hubiera inventado.

—No tengo dinero.

—No quiero dinero ni lo necesito. Eres bueno, grande y fresco. Mis amigos disfrutarán de tu compañía.

Gesticuló con el trabuco para que Toby caminara. Toby no veía manera de eludir el arma, así que decidió caminar seguido de cerca por el hombre.

El trabuco era la fruta de un árbol que Toby había visto una vez. Las armas crecían como vainas duras en árboles de corteza lustrosa y era preciso arrancarlas cuando estaban maduras. Esta tenía un reborde que formaba una bola y luego se abría más en la punta, todo parte del arma viviente. Si uno clavaba la culata en el suelo fértil, con el agua y la luz necesarias crecían balas para el arma. Por el tamaño de la culata supuso que era un arma totalmente crecida, ya repleta de munición.

Tropezó en una maraña de hojas afiladas y oyó que el hombre se reía de su torpeza; llegaron a un sendero de arcilla rosada. Evidentemente, aquel hombre pretendía llevarlo a una cita poco cálida. Un simple robo, o una violación. Había oído hablar de esas cosas, incluso las había presenciado. Pero la embelesada expresión del hombre indicaba algo más, algún vicio del inexplorado albañal de la adultez. ¿Qué debía hacer? Su mente se debatía en vano.

Toby respiraba entrecortadamente mientras retardaba el paso en el sendero empinado. Como la mayoría de las sendas, esta se alejaba del río, de modo que el viajero no sufría la helada presión de tiempo arriba ni el vertiginoso descenso de tiempo abajo. Toby supuso que el sendero conduciría a los cerros pardos que tenían delante. Los insectos revoloteaban y zumbaban en la quietud de perezosos momentos. Algunos picaban.

Pensó frenéticamente. Atravesaron un campo verde ondulante y luego doblaron un recodo. A pocos pasos vio un arroyo brillante y gris que bajaba hacia el río; un murciélago almizclero yacía muerto en el sendero de arcilla.

Un murciélago almizclero nunca tenía un olor agradable y este, que había muerto hacía por lo menos un día, impregnaba el aire con una fuerte pestilencia.

Toby contuvo el aliento. El arroyo murmuraba a su lado. Su débil ondulación temporal le desequilibró un poco. A escasa distancia de la piel rajada y hedionda del murciélago había una rama caída y otros restos de una tormenta.

Pasó sobre el murciélago almizclero y siguió un poco más. Se volvió y vio que el hombre aspiraba aquel tufo repulsivo con el rostro moreno demudado; se echó hacia atrás, trastabillando, y desvió el trabuco.

Toby cogió la rama. Sin proponérselo aspiró el olor pútrido. Tuvo que cerrar la garganta para que su estómago no lo traicionara. Saltó sobre el hombre. Blandió la rama y sintió una sacudida brusca al asestar el golpe.

—Ah —gritó el hombre, dolorido. El trabuco salió disparado y cayó en la corriente, que disolvió el arma con un siseo y una explosiva exhalación de vapor naranja. El hombre lo miró boquiabierto, retrocedió.

—Ahora verás —dijo Toby, porque no se le ocurría otra cosa.

Pronunció las palabras en un tono profundo. Con un riachuelo metálico en las cercanías, cualquier forcejeo podía significar la muerte por desintegración en un santiamén. Toby sintió que se le aflojaban las rodillas, que el corazón le saltaba a la garganta.

El hombre huyó. Echó a correr con un grito ronco.

Toby pestañeó sorprendido y emprendió la retirada, escapando del olor del murciélago almizclero. Se detuvo en el borde de una tupida maraña y miró el arroyo.

El pecho se le hinchó de orgullo. Se había enfrentado por fin a un adulto.

Sólo después comprendió que el hombre estaba más asustado que Toby con razón. Se enfrentaba a un forastero colérico y musculoso, menudo pero armado con un garrote de buen tamaño. Así que había sido prudente al escapar haciendo flamear como un reproche el faldón de su camisa mugrienta.