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ecidieron avanzar. Como refugio usaron árboles altos que conducían en arco hacia las distantes murallas del esti de arriba. Killeen no creía que aquellos árboles ondulantes les brindaran mucha protección. Caminaron lentamente bajo la luz espasmódica y, mucho después, llegaron a la pequeña pirámide.
Killeen la miró con una mezcla de consternación y triste orgullo.
—Esto es… maravilloso.
Andro caminó alrededor de aquel tosco montón de piedras cuyos cuatro lados eran el doble de altos que Killeen.
—Bastante primitiva.
—Es nuestra.
—¿Familias de Nieveclara? ¿Se entretuvieron en construir esto?
—Es para nuestros muertos definitivos.
—¿Qué? ¿Están enterrados aquí?
—A la vieja usanza. Los mecs no se molestan en destruir rocas como estas.
—¿Teníais una especie de pacto con ellos?
Killeen caminó bordeando los toscos lados. Vio lugares donde habían amontonado precipitadamente las rocas.
—En otra época, hace mucho. Teníamos una especie de acuerdo con los mecs. Nosotros no saqueábamos demasiado y ellos nos dejaban en paz. Estaban ocupados con otras cosas, algo relacionado con manadas pulsares.
—¿Pero aquello no duró?
—No. Mi padre, Abraham, decía que las treguas nunca duraban.
Andro arqueó la boca con perplejidad.
—Vosotros, los habitantes de los planetas, teníais las cosas fáciles. A nosotros, los mecs nunca nos dieron tregua. Seguían empeñados en penetrar, para encontrar la biblioteca o alguna maldita cosa.
Había láminas de metal y equipos personales apilados a poca distancia de la pirámide. Otra tradición de Nieveclara. Indicaba a los mecs que no era necesario saquear la pirámide, pues allí estaba su botín. A regañadientes, Killeen hurgó entre aquellos objetos, temeroso de lo que pudiera encontrar.
Una tenue imagen sepultada acudió a su mente. La de su Aspecto Arthur.
Una pirámide mucho más imponente se levantaba sobre la arena ocre, con la cúspide hundida en un cielo claro y limpio. Los humanos que la miraban parecían enanos en comparación. Eran más pequeños que los bloques de piedra tallada que formaban los escalones enormes de una escalinata para gigantes que conducía a un cielo tan azul que parecía sólido.
La imagen onduló ante él, brotando de los archivos históricos de Arthur. La vieja Tierra, le dijo un susurro. La visión se esfumó. Lo había asombrado con ese majestuoso, mudo y eterno rechazo de la mortalidad que había abatido aun a los mejores desde tiempos inmemoriales.
Hurgando entre los desechos, encontró algo que lo arrancó de sus cavilaciones.
—¡Jocelyn! —exclamó.
Andro se le acercó.
—¿Alguien que conocías?
—Mi… suboficial.
—La recuerdo. Maldita sea.
De nuevo Killeen tuvo aquella sensación que lo había acuciado tan a menudo: ante los hechos no había nada que decir. El mundo era así y la cháchara no lo cambiaría.
La ajorca azulada de Jocelyn colgaba de las tobilleras. En la tobillera había un orificio triangular, y sangre en el interior. Killeen cogió la ajorca y recordó que hacía mucho tiempo había hecho el amor con ella: un acto sencillo al descampado cuando ambos estaban huyendo. Se alejó poniéndose la ajorca, y durante un rato no respondió a las preguntas de Andro.
Calculó el rumbo que habrían tomado los Bishop y tomó el mismo. A Andro le costaba seguirle el paso y Killeen se impacientó con su tardanza. En un punto Killeen creyó oír jirones de conversación entre los Bishop, pero se disiparon. Andro aprovechó la oportunidad para sostener que debían tomar una senda entre unas desgarradas piedras de tiempo. Killeen lo siguió porque lo embargaba una sensación de futilidad. Había perdido a su Familia y no sabía qué hacer.
Había muchos cadáveres en los campos y entre los extraños árboles. En la ciudad-portal, en el Restaurador, había oído hablar de enfermedades mecs dirigidas contra los humanos. Y allí estaban.
Ulceras brillantes y rojas. Roían la carne y la llenaban de pústulas que rezumaban una sangre sucia y amarillenta. Cuerpos rodeados por una nube de moscas.
¿Y quién las trajo de la vieja Tierra?, se preguntó. No veía motivos para que la gente llevara esos insectos a un lugar nuevo. La vida requería un equilibrio, lo creía ciegamente, pero a veces le costaba aceptar las implicaciones.
Después recordó que para los mecs los Bishop eran una plaga.
Una mujer yacía con un sarpullido gris como la ceniza. Un pus aceitoso le untaba la piel. Los remolinos que formaba se cerraron húmedamente como ojos cuando él se movió. Su cabeza se estaba abriendo en láminas, como un libro que alguien hubiera hojeado y hubiera dejado abierto. Al desprenderse, las láminas de cerebro se curvaban hacia atrás como pétalos de una flor silvestre gris.
—Nos infligen un gran dolor —dijo Andro.
Continuaron la marcha en silencio, temiendo el contagio.
Llegó una bruma y Killeen se internó en ella, pensando todavía en los cadáveres. Al menos eran de los Bishop.
En la niebla atravesaron un reborde de fuerzas vertiginosas. Era una transición, según explicó Andro. Una especie de cuesta resbaladiza en un gradiente esti. Cerca de las ciudades-portal había pliegues engañosos donde se formaban y fusionaban «geometrías indeterminadas».
—Son como puertas que se abren y se cierran —dijo Andro.
—¿Dónde termina esto?
—No termina.
Killeen sabía que lo trataban con condescendencia pero sentía demasiadas náuseas para preocuparse. La dilatación y la transformación del esti implicaban gravedades lacerantes, aceleraciones vertiginosas, tensiones violentas que le tironeaban los brazos y las piernas en direcciones contrarias y parecían dislocarle los hombros.
Andro se lo tomaba con una calma irritante. El hombrecillo hablaba de la curvatura del esti, señalando que una cucaracha podía dar vueltas caminando sobre una manzana sin darse cuenta de que viajaba en un círculo hasta que pasaba por el mismo sitio varias veces. Su mundo era curvo y finito, pero no tenía límites ni paredes. Todo él era como una manzana sin fin. Una cucaracha lista dejaría de tratar de escapar de la manzana al cabo de un tiempo.
Killeen se sentía como una cucaracha, y tuvo una arcada cuando entraron en una niebla perlada. Habían penetrado en ella sin que él lo notara y su sistema sensorial no le facilitaba ninguna orientación. Sus Aspectos le daban consejos inservibles. Los apagó para quedarse a solas con su tristeza.
En la encrespada bruma los azotaban ráfagas huecas. Killeen saboreó una humedad áspera. Andro comentaba que el esti estaba diseñado de tal modo que ni siquiera los puntos de flujo donde la curvatura cambiaba bruscamente eran demasiado fuertes. Al parecer, eso significaba que las tensiones no podían arrancarle un brazo, aunque poco faltaba. En ese momento Killeen agradecía cualquier frase tranquilizadora.
Más que salir, emergieron de golpe. Un pantano. Killeen chapoteó y cayó de bruces en el lodo rancio. Llegó dando tumbos a una loma de hierba azulada.
—¡Maldita sea! —rezongó mientras Andro salía del cenagal—. ¿Cómo es posible?
La hierba azulada ya le rodeaba una pierna y le trepaba por la otra. Killeen se arrastró penosamente hasta llegar a una extensión de tierra seca, donde Andro ya estaba descansando.
—¿Cómo hemos llegado aquí?
—Es estocástico —dijo Andro—. No es culpa de nadie, realmente.
—¿Es qué?
—Caótico, para ti.
El Aspecto Arthur le dijo a Killeen:
Las coordenadas del esti cambiante se rigen por las clásicas ecuaciones de campo de Einstein, en el límite de campo fuerte. Pero aun las relacionantes totalmente determinadas arrojan resultados imprevisibles, si se prolongan mucho tiempo.
Killeen devolvió al Aspecto a su nicho. El esti estaba más allá de la experiencia de Arthur, pero los Aspectos ansiaban salir de sus bucles de confinamiento, así que hablaban a la menor oportunidad. Era como dirigir una clase de niños brillantes pero hiperactivos que siempre alzaban la mano con una respuesta ingeniosa.
—¿Entonces, no sabes dónde estamos?
—Más seguros, sin duda. Por eso he querido atravesar esa piedra de tiempo.
—¿Sabías que funcionaría?
Andro se tocó la nariz.
—Olía bien.
—¿Tienes un dispositivo que te indica cuándo se abre la piedra de tiempo?
—No, intuición. Que el viejo subconsciente haga el trabajo.
—Mmm. Los mecs también podrían venir por aquí.
—Prefiero jugar con ventaja…
Andro se irguió como si oyera algo y se tendió en el barro. Alzó la cabeza y susurró:
—Están aquí… señales mecs.
Killeen no había oído nada. Giró cautelosamente. Árboles como bolas de pelusa se mecían y murmuraban.
Killeen estaba hecho un manojo de nervios. Con todo lo que había aprendido en el Restaurador, con el abrumador y sangriento tapiz de la historia humana que ahora cargaba como un peso desagradable, avanzar por el lodo era precisamente lo que esperaba. Era lo que la humanidad había hecho durante un tiempo infinito de dolor. Percibió un susurro de ruidos confusos. Sabía por experiencia que estos aparecían cuando uno estaba en el lóbulo de emisión secundaria. Las ondas laterales se interferían mutuamente para formar picos pequeños y rápidos. Abraham se lo había explicado una vez. Era un hecho físico, y nadie que utilizara ondas podía evitar que lo delataran de aquel modo. Las partículas eran estrechas y las ondas se propagaban, y al propagarse dejaban huella.
Un chillido. Cerca. Trepó al terreno rocoso. Más allá, una planicie desierta. Eso no significaba nada. El Mantis había resultado invisible para su sistema sensorial y allí había formas superiores, tenía que haberlas.
—¿Qué crees que es? —le preguntó Andro.
—Silencio.
Los mecs no usaban toscos sensores acústicos, pero nunca se sabía. Se desplazaron por el linde de la planicie pero no vieron nada. Un barranco se internaba en el pantano y Killeen cogió por allí. Llegaron a una depresión ancha. Ambos se detuvieron. Killeen jadeó entrecortadamente al ver el montón en la hondonada.
—Cielos… ¿qué…? —Andro desvió los ojos.
—Algo los atacó.
Esta vez los muertos no eran humanos, pero el efecto era igualmente escalofriante. Los montones de cadáveres mecs, esqueléticos y grasientos, eran inmensos. Había mecs de todas las clases que Killeen conocía: de acero y de carbofibra; globulares y angulosos; enormes y diminutos. Algunos habían chocado y sus elegantes vísceras de máquina estaban esparcidas. Los ángulos arrogantes y el sólido costillar que habían inspirado temor a Killeen más veces de las que podía recordar, ahora parecían no tener función. En su inmovilidad, eran sólo componentes ensamblados. Botín para saqueadores mecs, un lugar para muertos herrumbrosos y pasivos.
—¿Qué pudo hacer esto?
Killeen meneó la cabeza. La capitana que le había enseñado tanto, Fanny, siempre decía que había que aprender a pensar como los mecs. Aquel apiñamiento de cadáveres parecía encerrar una lección, ¿pero de qué clase?
—Sólo puedo decir que es espantoso.
—Nunca había oído mencionar… —jadeó Andro. Se estaba fatigando.
Allí la hondonada era profunda, abrupta como un desfiladero. Killeen inició el ascenso para salir, seguido por Andro, y fue entonces cuando detectó una señal de los lóbulos laterales.
Se tocó los molares izquierdos para activar los rojos en su visión. Los azules desaparecieron y en el infrarrojo Killeen vio una tierra fulgurante y escabrosa que hervía con un fuego líquido. La techumbre del esti se convirtió en una blancura desierta; en las dentadas murallas de piedra de tiempo nadaban marejadas térmicas de color carmesí. Se mantuvo firme para que sus periféricos actuaran. Buscando, buscando.
Pasó a imágenes rápidas. Algo se mecía a la izquierda entre láminas de luz grisácea. Una cosa bamboleante y hormigueante. En el aire danzaban combinaciones de figuras geométricas. La imagen fugaz se fundió con la roca, desapareció y luego surgió de la vegetación negra. Por unos segundos la veía, y luego no. La cosa respondía a sus sistemas con una imagen falsa que proyectaba para confundirse con el fondo mientras se movía. Patas tubulares, una cabeza larga y chata, esqueléticas antenas giratorias.
—¿Qué ves? —preguntó Andro.
Killeen abrió la boca para decirle que se callara.
Algo le entró por el ojo.