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oby Bishop y Nigel Walmsley caminaban encorvados. Avanzaban penosamente contra las brisas ásperas que barrían la llanura. Vientos devastadores habían azotado las rampas y sendas de la cara de la pirámide. En torno a su cúspide aguda hervía un vacío aullante.
Walmsley entrecerró los ojos para estudiar los nítidos y lejanos horizontes. Una perturbación lo había llevado hasta allí, un mensaje rápido que Toby había percibido simplemente como una fluctuación electromagnética.
Era agradable estar fuera después de oír el relato de Walmsley. El modo en que el viejo lo contaba le había producido claustrofobia. Escuchando, Toby tuvo la inquietante sensación de que el agujero de gusano se contraía, obligando a los humanos a entrar en un bucle, atrapados en acontecimientos que no podían modificar, prisioneros de inmensidades que apenas podían vislumbrar.
Vientos helados les enmarañaban el cabello, agitándolo como humo, pero no lo notaban.
Debajo se extendían las rampas y terrazas de una enorme pirámide, geométricamente exacta, que abarcaba grandes superficies desnudas: los flancos de la mayor montaña que Toby había visto jamás. Al verla por primera vez había creído que era una elevación natural. La caminata le había llevado dos períodos de sueño —pues entonces no existían los días— y sólo al llegar a la base notó que la mole era una construcción.
Toby se movía incómodo.
—Extraña historia —dijo, pues no se le ocurría otra cosa.
—No se la he contado a nadie, al menos de esta manera.
—¿Tus hijos…?
—Están en las Vías. Una familia errabunda, supongo.
—Entonces toda esta cuestión de los mecs…
—Forma parte de un patrón. Una historia, supongo, si uno la mira desde el otro extremo del agujero de gusano que seguimos. El futuro lejano.
—¿Desean algo de nosotros?
—Así parece. Una vez, cuando los terrícolas charlaban con unos Antiguos, capté los términos «Códigos de Activación» y «Primer Mando»… una jerga totalmente incomprensible. Cuando se lo pregunto a los terrícolas, fingen no saber nada.
—Tal vez no lo sepan.
—Saben más de lo que dicen. Además, todo esto se relaciona de algún modo con la Biblioteca Galáctica.
—¿Biblioteca?
La Ciudadela Bishop tenía una biblioteca, mejor que la de cualquier otra ciudadela, según la tradición de la Familia. Toby recordaba de su infancia las hileras de cubos, el destello rojizo y dorado de miles de facetas diminutas. Su abuelo le había contado que cada punto equivalía a una sala entera de los libros antiguos —los que tenían páginas de madera grapada—. Él había visto una imagen de uno de aquellos libros.
—¿Nuestra biblioteca humana?
—De todas las razas orgánicas que precedieron a los mecs. También nuestra, si se quiere, dado que incluye la Tierra.
—¿Los mecs la quieren?
—Para completar un plan. Uno de ellos me lo dijo una vez.
—¿Un plan?
Eso le recordaba algo. Su Aspecto Isaac habló rápidamente con la voz susurrante que le llegaba por su complejo nervioso acústico.
El Mantis hablaba de planes consumados ingeniosamente. Tal vez se refería a cuestiones estéticas, pero por lo que hemos descubierto es posible que aludiera a algo más abominable. Un plan de acción, una conspiración. Te recuerdo que el Mantis permitió a los Bishop encontrar la sepultada nave Argo.
—El Mantis dijo que nos buscaba porque deseaba crear obras de arte —le dijo Toby a Isaac.
Había visto esas grotescas fusiones de partes corporales humanas con mecs. Escalofriante. Sólo de mencionarlo subvocalizando se le hacía un nudo en la garganta.
Él decía que era un artista. Sin duda no era su única función.
Walmsley no podía escuchar la conversación privada de Toby con su Aspecto, o eso pensaba Toby, pues ningún Bishop tenía la tecnología necesaria para hacerlo. Toby todavía reflexionaba sobre las observaciones de Isaac cuando escuchó la pregunta final de Walmsley:
—¿Acaso querrán algo que tienen todas las razas orgánicas?
—¿Eh? ¿A qué te refieres?
—Todos los indicios apuntan hacia una misma motivación. Los mecs quieren todo lo que puedan obtener de la Biblioteca. No algo específico. Quieren leerlo todo.
Toby rio secamente.
—Más bien quieren destruirlo todo.
Walmsley frunció los labios, como esforzándose para recordar algo.
—Los fragmentos que obtuvieron antes de que halláramos un lugar seguro para la Biblioteca… los leyeron. No se limitaron a destruir los datos.
Toby no entendía por qué Walmsley, que seguía desnudo, no se congelaba. El viento le ronroneaba en los oídos, fresco e insistente.
—¿Dónde obtuviste partes de esta biblioteca?
—Estaba en la Guarida cuando llegamos. También había otras razas no humanas.
Toby evocó sus vagabundeos.
—No he visto muchas.
Walmsley rio entre dientes, agitando el pecho.
—¿Estás seguro de que podrías reconocerlas?
—Tendrían ciudades, ¿verdad? Máquinas, alguna…
—La mayoría no. Algunas no sólo no tienen ciudades, sino que no tienen ropa.
—¿Cómo los animales?
—Como los alienígenas. De todos modos, estamos muy desperdigados. Y muchos tienen ecoesferas diferentes. Respiran gases raros y no sabemos casi nada sobre ellos. La mayoría no son locuaces. Parece ser que el hábito de charlar es un rasgo característico de los primates.
Toby miró la distante y escabrosa cordillera. La piedra de tiempo emitía destellos de luz. Las sombras jugaban sobre perspectivas angulosas. Allí la tierra engañaba la vista. En el valle, brillantes cuchillas de luz atravesaban la piedra de tiempo alumbrando nubes algodonosas. Masas más densas, incrustadas en la piedra de tiempo, proyectaban sombras en el aire y en el vientre de las nubes. La pirámide era de pura piedra, no de piedra de tiempo, y se erguía como una masa oscura iluminada por los ardientes fulgores procedentes de abajo. Arriba el esti se curvaba, limitando la Vía. Un arco alto de piedra de tiempo respondía con sus propios haces y destellos de luz rojiza. El esti parecía humear.
—¿Conque todo esto es una especie de… museo?
—¿Museo? —preguntó el sorprendido Walmsley. Luego se encogió de hombros—. Espero que no sea sólo eso.
—Pues así parece. Los Antiguos lo construyeron, ¿verdad?
—Eso creo. Estaban cerca del lugar, cerca de la explosión.
—Tal vez son los guardas del museo.
Walmsley rio con su parquedad habitual.
—Y nosotros los objetos en exhibición.
—Podría ser. —Toby miró las nubes que descendían por la pendiente de la pirámide. Las cuchillas de luz incandescente en descenso eran tan intensas que disolvían las nubes que vagaban debajo de ellas. Una bruma azul sugería una atmósfera tan profunda como la de un planeta—. ¿Estos Antiguos alguna vez vienen a visitar la exposición?
—En cierto modo.
Walmsley se envaró ligeramente, y no a causa del frío.
—¿Qué miran?
—Si es un museo, supongo que yo soy el bibliotecario.
Bien, pensó Toby, si Walmsley tenía motivos para eludir una pregunta, estaba en su derecho. El hombre era increíblemente viejo, aunque Toby no creía ni por un segundo esa historia de que procedía de la Tierra. Pero era mejor seguirle la corriente.
—¿En qué sentido?
Walmsley señaló la pirámide.
—Aquí la tienes. La Biblioteca Galáctica.
Toby se quedó boquiabierto.
—¿Tanto espacio necesita?
—La galaxia tiene diez mil millones de años.
—Pero es una montaña entera…
—Cuatrocientos mil millones de estrellas, más o menos. Y no olvides las pequeñas estrellas del halo que rodea el disco. Tal vez fueron las primeras en generar planetas cálidos. Hubo mucho tiempo y espacio para que floreciera la vida. —Una sombra de amargura cruzó el rostro de Walmsley—. Y para que muriera.
Vientos rugientes silbaron en los oídos de Toby.
—¿Los mecs mataban a todo el mundo?
—Habitualmente no, supongo. Los mecánicos obedecen la lógica biológica tanto como nosotros. Fueron obra de Naturales, al igual que nuestros ordenadores en la Tierra. Luego reemplazaron a la especie madre, a menudo en mundos que la estupidez de sus progenitores había convertido en inhabitables. Una estupidez fatal.
—Entonces tienes registros de los Naturales…
—Ciencia. Literatura. Grabaciones de arte. Tradiciones. Y cosas que ni siquiera puedo clasificar.
—¿Los Antiguos vienen aquí a leer?
Walmsley asintió.
—A menudo no me entero de que han venido hasta que se van. Son muy astutos.
—¿Y los mecs no pueden localizar este lugar?
—Saben que existe. Hasta ahora los han rechazado.
—¿Con qué? —La pirámide era impresionante, pero no parecía tener defensas.
—Con ingenio, principalmente. En los primeros tiempos, sólo con gente. Los mecs penetraban en el esti de una nueva manera. A veces llegaban a aquella planicie y cuando todo terminaba yo encontraba cuerpos cubiertos de aceite y de lubricantes de mecs averiados que habían arrollado a la gente antes de perecer. Esas personas parecían cigarros habanos. Muerte definitiva, además. Los mecs sorbían todo lo posible de la mente de las personas, directamente desde el córtex cerebral.
Toby asintió.
—Y cuando alguien mataba al mec…
—Exacto. También mataba a esas personas.
—Maldición.
—Eso te obligaba a pensártelo dos veces antes de liquidarlos, pero al final no había opción.
—¿Y mi abuelo? ¿Él murió de ese modo?
—Los Antiguos lo trajeron. Hablé con él y luego se lo llevaron. Un buen tipo. Una vez nos emborrachamos.
Toby cabeceó, sonriendo. Abraham había amado todo lo que aflojaba la lengua sin vaciar la mente.
Una violenta ráfaga agitó el cabello de Walmsley.
—Tu padre mencionó algo de eso en su autorrepresentación, ¿recuerdas? Que algo raro sucedía con Abraham
—Una advertencia. Yo no lo entendí, ¿y tú?
Walmsley sacudió la cabeza como si escuchara el viento. Toby había visto a Abraham por última vez en la Ciudadela Bishop, poco antes de que los mecs arrollaran sus defensas y comenzara la Calamidad. ¿Aún lo reconocería? Al cabo de años de tenaz persecución, Abraham era para él casi tan legendario como la Tierra: un símbolo de tiempos pasados y mejores.
—Puedes preguntárselo a una autoridad superior —murmuró Walmsley—. Por eso quise que saliéramos. Una presencia está descendiendo.
—Yo no veo nada.
—Ven… —Walmsley se abrió la muñeca e hizo algunos ajustes en un pequeño panel—. Puedo conectar mi sistema sensorial con el tuyo, aunque el alcance es de pocos metros.
De inmediato Toby vio que líneas azules finas llenaban los vastos espacios que rodeaban la pirámide-montaña. Convergían desde arriba como un conducto invisible hacia… ¿qué?
—Campos magnéticos. La presión está subiendo.
Toby percibió un movimiento en las líneas de campo, aunque cuando miraba directamente un grupo de líneas este parecía inmóvil. Escrutando ese cielo cóncavo, vio una interacción constante: líneas de campo susurrando y meciéndose como un trigal movido por la brisa en otoño.
—¿Es tu guardia?
Tenía sentido. Los mecs usaban circuitos. Los campos magnéticos actuaban sobre todas las corrientes eléctricas. Las líneas de campo eran como bandas elásticas estiradas que no podían romperse pero podían anudarse, formar bucles más pequeños. Podían golpear los circuitos mecs, confundir y fundir e incinerar.
Walmsley asintió.
—Se trata de una forma primitiva que diseñaron los Antiguos. Un paso intermedio. Ahora realizan… tareas, supongo que dirías tú.
Las estrías se multiplicaban. Brillantes madejas azuladas descendían para configurar una forma sólida.
Una voz potente le tocó la mente.
Percibimos una amenaza. Ha invadido mis puntos de apoyo en el disco de acreción. No puedo repelerla, pues se propaga únicamente por líneas de campo. Ninguna presión transversal puede cerrarle el paso.
—La Mente Magnética. —Toby la había oído antes, cuando interpelaba a su padre.
—¿Mente? —resopló Walmsley—. Parece más bien un comité.
Abarcamos más de una inteligencia única y autoritaria como las que podéis conocer vosotros. Yo/nosotros nadamos en fulgores cobrizos, cosechando las riquezas que abundan junto a la boca que no conoce fin. Me deslizo sobre el disco de acreción. No soy un simple atuendo de los vientos de plasma. Mis pies abren surcos hirvientes, mi calor roza las estrellas.
—Mmm —murmuró Nigel—. ¿Y qué hay de tu ego? ¿Qué tamaño tiene?
La voz vibró como acero en los oídos de Toby.
No te burles de mí.
Walmsley sonrió.
—Perdón, mi señor. Me pongo así con las clases superiores.
Antes su padre siempre estaba presente para interpelar a la Mente.
Toby recordaba las extrañas frases de la Mente, que decían que Abraham giraba en medio de remolinos arrasados por el tiempo. Cuando su padre siguió preguntando, la Mente respondió que esa mente pequeña que ella podía interrogar enviaba gemidos de remordimiento, y calló.
Toby se armó de coraje y le gritó a aquel bosque azul fosforescente:
—¿Dónde está Abraham? ¿Y Killeen?
No transporto tal conocimiento.
—¿Entonces para qué demonios sirves?
—Para esto —murmuró Walmsley.
Ajustó su sistema sensorial y una rápida señal se difundió por el valle llevada por alas electromagnéticas. A Toby le pareció que un capullo esférico florecía y se marchitaba al cabo de un instante. Recibió esta respuesta:
¡Nigel! Anhelo apretarme contra ti. Nos estamos reacomodando para realinearnos. ¡Atareados! Me alegra que me sintieras aquí.
Era otra presencia. Más leve, de insinuada elegancia.
—Es mi esposa, Nikka.
Toby parpadeó. La resonante voz parecía proceder de detrás, cálida e íntima. En nada se parecía a la de la Mente Magnética.
—Hola, amor mío —dijo Walmsley de muy buen humor.
¿Este es el chico? ¿Toby? Es enorme.
—Un refugiado de los mundos de la Agachada. Un Bishop.
He oído hablar de ellos. Había algunos en una nave hace mucho tiempo, ¿verdad? Oí por casualidad las ondas en espiral propagándose por el gradiente de campo, llevando para ellos mensajes que flotaban en las frecuencias.
—Eran mensajes relacionados con mi abuelo. ¿Tú eres… amiga de la Mente Magnética?
Fluyo en conjunción con la Mente. Podría decirse que soy una subsección de ella. La Mente es el tema, yo una variación.
—Nadie podría ser más —dijo Walmsley glacial.
Toby escrutó las trémulas hebras azules, pero no pudo encontrar ningún patrón específico.
—¿Dónde está ella?
Estoy desperdigada. Me expreso como nudos enmarañados de flujo esparcidos sobre varios volúmenes. Mi vida es lenta.
—Pero feliz —dijo Walmsley.
Toby detectó un matiz amargo y triste por debajo de la seca ironía. El arrugado rostro de Walmsley no delataba emociones, pero Toby comprendió que aquel hombre había combatido su dolor con un humor ácido.
—¿Qué sucedió?
—Ella contrajo una enfermedad en el agujero de gusano. La causaba una especie de virus, tal vez fabricado por los mecs. Lentamente destruyó sus redes neurales.
—Entonces ella…
—Envejeció, en cierto modo. Perdió su personalidad lentamente, y era atroz porque al mirarla costaba recordar quién era. Ella…
Walmsley apretó las mandíbulas.
—Fue sutil, debo reconocerlo.
Toby pensó en Shibo, una mujer que había muerto hacía tiempo y que sobrevivía sólo en algunos chips que él llevaba. Astillas de Shibo aún aleteaban como avecillas dentro de Toby, pero él podía controlarlas.
—¿Y no hay modo de…?
—¿Salvarla? No hay tecnología para eso.
No lo escuches. Debo esto a los Antiguos. Ellos lo hicieron posible, grabando mis patrones en una forma de vida magnética.
—¿Te grabaron? —Toby recordó al Killeen que había visto en aquel mismo terraplén. Una representación nítida, pero que al cabo de un tiempo se repetía.
Las grabaciones tienen límites, se repiten.
—También la gente —señaló Walmsley.
—Ella no parece una…
¿Un patrón limitado? No lo soy. Soy, por lo que sé, la persona que era antes. Más evolucionada, desde luego, debido a la experiencia.
—Experiencia que no he tenido el privilegio de compartir —comentó Walmsley incisivo.
No le escuches. Se queja porque ya no puedo dormir con él.
—No es una cuestión sin importancia, diría yo.
No, amor mío, no lo es. Pero sabes a qué me refiero.
—Sin embargo, has sobrevivido —intervino Toby, incómodo—. Vives.
Nada que conociéramos podía reparar esa cosa espantosa que me estaba invadiendo. Y al final le perdí el respeto a mi cuerpo. Se volvió sucio y corrupto. Esta era la única escapatoria que conocíamos.
Toby no había visto nunca a aquella mujer, pero notaba un fondo de emociones intensas en la voz susurrante. Pensó en su madre, que había sufrido la muerte definitiva hacía tanto tiempo.
—Fue la decisión correcta —dijo Toby sin convicción. No se sentía del todo cómodo hablando con adultos que apenas conocía, pero esto…
—Así que de cuando en cuando me visita —dijo Walmsley—. Es como invitar una nube a tomar el té.
Cántame, Nigel. Eso siempre te pone de mejor humor.
A Toby le sorprendió ver que Walmsley se sonrojaba. Que aquel viejecito sardónico pudiera sentir vergüenza le pilló por sorpresa.
Vamos. Sabes que te hará sentir mejor.
Walmsley torció la boca y masculló:
—Mente, se trata de un favor.
Y se puso a entonar:
Perdí el corazón en un jardín inglés
donde crecían rosas de Inglaterra…
¡Bravo! Más.
Walmsley hizo una mueca.
—Eso era acento galés. La próxima vez, será cockney. —Miró a Toby de soslayo—. De vez en cuando hay que hacer algo de mal gusto. Tonifica los músculos.
—¿Mal gusto?
—Un viejo concepto terrícola. Tener buen gusto era como ser listo, pero mejor, porque una vez que lo demostrabas, no necesitabas hacer más. En vez de tener buen gusto, yo prefiero degustar cosas buenas.
Ojalá pudiera hacer algo al respecto. Deseo tanto…
—¿No hay una manera? —dijo Toby—. Con esta tecnología…
Hemos venido aquí porque parece haber una incursión.
La Mente Magnética había regresado como una pesa. Toby la veía como una lámina lustrosa entre las líneas de campo. Su Aspecto Isaac dijo, con voz seca y rígida:
Ondas magnéticas anudadas en paquetes. ¡Bello! Se parece a la memoria básica donde yo resido. Sólo que aquí la información es analógica, no digital.
—¿Qué clase de incursión? —preguntó Walmsley de mal humor.
Modalidades plasmáticas que desconozco. Descienden hacia este volumen. Su velocidad va en aumento. La relación de dispersión tiene extrañas raíces, tanto en espacios reales como imaginarios: v(w)=w(k)/k(w). He rastreado el origen de las líneas de fuerza. Aunque derivan del disco de acreción, donde mis pies se plantan con firmeza, sufren algún cambio. Son deformadas. Dotadas de nuevas energías. Reformuladas.
Walmsley observó el espacio enorme que rodeaba la pirámide. Toby vio aceleradas líneas de campo que se acumulaban como juncos azules mecidos por corrientes que él no podía detectar. Se anudaban, se retorcían.
Silenciosamente, el cielo se dividía en sombra y resplandor.
Una mitad era tan brillante que quemaba los ojos. A lo largo de la línea recta que dividía en dos el cuenco, la otra mitad se ennegreció por completo.
—Se ha partido —dijo Walmsley.
¡Nigel! Hay corrientes bipolares. No encuentro mis puntos de apoyo. Si esto es lo que han estado haciendo los mecánicos en sus obras cercanas a la acreción, entonces yo…
—Han hallado un modo de poblar las líneas de campo de la Mente Magnética —dijo Walmsley con turbadora serenidad—. Han abierto el dosel magnético que nos cubre.
Toby sintió una creciente presión a su alrededor, pero todavía no veía nada fuera de lo común. Las presencias magnéticas superaban su capacidad de diagnóstico, pero la energía acumulada que revoloteaba en lo alto activó sus alarmas. Voces consternadas y diminutas reclamaban su atención en su sistema sensorial. Sus defensas internas no sabían qué hacer, pero se olían algo desagradable.
—¿No deberíamos entrar? —preguntó.
—¿Y perdernos el espectáculo? —replicó Walmsley sin inmutarse.
Descendían nudos por las líneas de campo. Ahora todas las líneas convergían en la pirámide y los nudos se engrosaban al bajar. Adquirían un color marrón aceitoso y perdían velocidad, pero seguían descendiendo.
—¡La Biblioteca Galáctica! —gritó Toby contra el viento crepitante.
—La Mente Magnética la está defendiendo —respondió Walmsley mientras caminaba por el terraplén.
—Pero parece…
—Tienes razón. Entremos.
Walmsley no se amilanaba ante el peligro. No se apresuró, sino que le habló a Nikka en susurros que Toby no pudo entender.
No puedo aplicarles presión, Nigel. Me oprimen. Dolor. Oigo sus voces. Digitales. Tartamudeos. Son mecs de una clase que nunca he visto. Crueles, afilados, como ratas. Yo…
El cielo se derrumbó.
La distante techumbre del esti se desplomó y un instante después Toby notó que los campos magnéticos refractaban su visión. Los campos caían. Luchando, girando, muriendo en deslumbrantes explosiones de rojo calcinado.
—¡Adentro! —dijo Walmsley.
Ah, me está desgarrando. Olas cortantes. Yo…
Algo chilló como metal desgarrándose en lo alto. Toby corrió hacia la puerta, que empezaba a cerrarse. Oyó una voz potente que pronunciaba el nombre de Nikka. Sus sentidos se contrajeron. Era demasiado abrumador. Walmsley iba unos pasos por delante de él y de pronto cayó agitando los brazos, como si se le hubieran aflojado las piernas.
La Familia Bishop había entrenado a Toby para ayudar a los heridos en campaña. Se detuvo para aferrar a Walmsley, pero el hombre le apartó las manos de un golpe.
—¡Vete de aquí!
También lo habían entrenado para obedecer órdenes. Se fue.