9 - Ciudad inclinada

L

a ciudad estaba inclinada. Literalmente, pensó Nigel mientras avanzaban entre las empinadas construcciones.

El conjunto se erguía en el aire turbio como si lo hubieran formado en un cuenco hasta endurecerlo, y luego lo hubieran desprendido, de modo que su base curva estaba inclinada como una media luna a punto de derrumbarse.

Pero medía por lo menos cien kilómetros de ancho. Reposaba en una planicie rocosa: un colosal adorno dentro de una protuberancia esférica de la Vía Sawazaki. En la brumosa distancia se veía la geometría anular de donde habían emergido. Los trucos de la resbaladiza perspectiva y el aire crepitante y seco creaban la impresión de que todo estaba hecho en miniatura.

Se aproximaron y la ilusión se esfumó. La ciudad se convirtió en un bosque de agujas esbeltas, de joyas que sobresalían de la base curva y se hinchaban formando edificios gruesos y serpentinos con luces diminutas incrustadas: ventanas.

En la ciudad la gravedad apuntaba naturalmente al «abajo local» como era costumbre. Sólo al recorrer sus calles extrañamente mullidas uno notaba que la dirección viraba gradualmente, acomodándose a la curvatura del cuenco. El efecto parecía milagroso.

—¿Cómo lo consiguen? —preguntó Nigel—. ¡Gravedad como manos que sostienen el trasero de un bebé!

Nikka frunció el ceño, pero no era propio de ella darse por vencida.

—Han hallado un modo de lograr que el esti ejerza fuerzas gravitatorias y distorsiones a distancia… creo.

La mujer que los escoltaba, cuyo nombre resultó ser Tonogan, dijo irónicamente:

—Inclinamos nuestra ciudad por motivos religiosos. No podéis comprenderlo.

Nigel no supo si bromeaba, pero aquello parecía una extravagancia improbable. En los límites de la ciudad el aire vibraba con fuerzas comprimidas. Si el efecto era real, y no una estrafalaria ilusión óptica, ello requería la irradiación de ondas gravitatorias desde la planicie hasta el esti que sostenía la ciudad. Pero las ondas gravitatorias de semejante intensidad eran algo inaudito. Para él, al menos.

Recordó las imágenes de los dos agujeros negros que se fusionaban, desposándose para engendrar algo totalmente diferente. Tal vez aquí pensaran usando metáforas biológicas y no los antiguos conceptos físicos que él había aprendido en Cambridge hacía tanto tiempo.

Atravesaron un gentío en el cual los tamaños, pesos, atuendos (cuando los había) y rasgos faciales abarcaban una gama nunca vista para Nigel. Algunos sujetos eran estrafalarios y se fijaban en todo. Otros demostraban una indiferencia olímpica hacia la extraña turba que caminaba, zigzagueaba, vagaba, remoloneaba y marchaba sin que ninguno de sus componentes reconociera a los demás ni obedeciera las leyes comunes de la física. Algunos individuos parecían más livianos y daban grandes brincos. Otros patinaban sobre plataformas invisibles. (Nigel trató de hacer tropezar a uno, pero el sujeto pasó de largo sin mirarlo. Nigel, que no había notado ningún contacto, sintió un frío penetrante en el pie durante media hora). Algunos volaban con los brazos extendidos. Otros apenas parecían caminar, pero avanzaban velozmente en transportes invisibles.

Un hombre que pasaba encendió un cigarrillo dulzón frotando uno de sus extremos contra el cinto. Nigel se preguntó qué pasaría si uno dejaba caer una cajetilla entera de punta.

Algunos usaban una indumentaria áspera para mantener a la gente a prudente distancia, una útil indumentaria urbana que Nigel jamás había visto. A pesar de la algarabía y la confusión, se jugaba un viejo juego: los lugareños hacían lo posible para recibir a los visitantes y liberarlos del peso de su dinero.

Un niño pegó un botón parlante en el hombro de Angelina. «¿Tenso con tanto trajín? —dijo el botón—. ¿Busca relajarse? Le tendemos…». Angelina se desprendió el anuncio portátil y lo arrojó contra una pared a la cual se adhirió. El botón reanudó su discurso.

Tonogan viró repentinamente para entrar en un edificio piramidal. La boquiabierta familia se apresuró a seguirla. Ella no miró atrás, al parecer segura de que lo harían. Dentro, el suelo los impulsó entre corrientes de hombres y mujeres con el cuello fluorescente y tatuajes en las orejas, que iban y venían a una velocidad desconcertante, moviendo rígidamente las piernas. Frente a un portal grande, intrincado y bruñido como el cobre, había dos hombres musculosos cuyas túnicas grises realzaban su pecho y sus hombros. Se erguían con gran prestancia.

Al parecer custodiaban a una mujer obesa que lucía un vestido púrpura y holgado. El color de su tez hacía juego casi a la perfección con su indumentaria. Bostezando, miró lánguidamente hacia arriba cuando entraron por la puerta giratoria vertical.

—Buenos días.

Su voz vibraba con matices exquisitos, como si realmente sintiera que era un buen despuntar de la espasmódica luz del esti y esperara que los demás sintieran lo mismo.

Siguió estudiando un pergamino que sostenía en una mano. Se desenrollaba solo y ella lo miraba fascinada; ni siquiera alzó los ojos cuando Tonogan resumió brevemente los hechos. Estaban en una galería que daba sobre un extraño patio. Mientras Tonogan hablaba, algo parecido a un perro de seis patas cruzó el centro del patio. Parecía deslizarse, más que caminar, entre las plantas que bordeaban el lugar, exuberantes efusiones verdes y amarillas, géiseres de follaje.

La corpulenta mujer interrumpió a Tonogan.

—Ya tengo los análisis. Una familia, mmm. Una gran superficie para transdeslizarse, ¿eh?

Miró a Nikka, que respondió:

—Queremos ayuda para regresar a nuestra Vía, a nuestras cords del esti.

Nigel se sintió orgulloso; siempre la misma Nikka, tan directa. Nigel era un purista escrupuloso con el idioma, y le disgustaba usar la abreviatura de coordenadas, «cords», que le hacía pensar en cordeles, pero también sabía que era crucial abreviar la lengua. Las abreviaturas eran útiles en un ámbito donde confluían viajeros de varias épocas y territorios.

—Imposible.

—Técnicamente debe ser…

—No, no. Es caro.

Nikka frunció el ceño, siempre incómoda con los problemas económicos.

—Tal vez podamos canjear algunas de nuestras pertenencias —dijo Nigel.

La mujer púrpura parecía nuevamente enfrascada en su pergamino. Nadie los invitó a sentarse y no había lugar para hacerlo en aquella sala larga de suelo reluciente. Ella ocupaba un amplio diván, desbordándolo con su obesidad.

Al fin bostezó, y quizá no sólo para demostrar aburrimiento.

—No tenéis lo suficiente. Interesantes artefactos históricos, pero…

—¿Históricos? —comentó Ito, ofendido.

—Bien, procedéis de… —Barboteó una retahíla de dígitos y palabras que no significaban nada para Nigel—, y eso está acullá.

—¿Acullá? —preguntó Ito irritado.

—Muy lejos. Acullá, decimos aquí. Hablo aproximadamente vuestro dialecto regional, ¿no? He tenido que cargarlo en mi memoria, hasta ese trabajo me he tomado.

Agitó una mano de dedos gruesos con airoso desdén y siguió con su pergamino. Al parecer el resto del mundo debía paralizarse hasta que ella decidiera atenderlo.

El extraño perro serpentino localizó una bandada de aves moteadas que habían salido de entre el follaje. Las acechó. Cuanto más se acercaba, más despacio iba, y cuando al fin las aves echaron a volar el perro saltó en vano. Se puso a trotar agitando su cola de anguila.

El espectáculo resultó grato y alentador para Nigel. Los genes son reveladores, y este eco de la Tierra era bienvenido. Recordó sabuesos con traílla persiguiendo palomas en Trafalgar Square, y esa evocación le dio una vertiginosa perspectiva de la enormidad de su vida, larga y agotadora.

—Mmm. ¿Sabéis algo sobre los sagrados? —preguntó la mujer púrpura, con un dedo apoyado en la mejilla, mirando su pergamino como si lo considerase un espejo.

—Sé que los vórtices del esti son agujeros de gusano de origen natural —dijo cautamente Nikka—. Sin importar el tamaño, están mechados de materia fija. Pero el ancho de banda de la información (materia, datos, lo que sea) puede crecer varias escalas con su radio. El Mec Gris nos atacó con algo…

—Un polarizador de causalidad —dijo la mujer púrpura, relamiéndose los labios con deleite—. ¡Ojalá pudiera conseguir uno!

—Y nos arrojó a este aquí y ahora.

—Nuestro «ahora» está corriente abajo respecto de vosotros —dijo la mujer—. Estáis a varios millones de años-kilómetros de distancia.

Nigel parpadeó.

—¿Tanto?

Ella se encogió de hombros.

—Una distancia respetable.

—¿No puedes descomponer eso en espacio y tiempo?

Ella rio estirando los labios, pero sin alegría.

—¿Qué edad tienes? Vaya idea… ¡dividir el esti! —Un graznido seco.

Nigel se sintió torpe y humillado.

—De acuerdo. En principio sabemos que el espacio-tiempo no se puede dividir en secciones, y menos aquí.

—Los relojes y los metros lo dividen bastante bien, pero el esti sabe lo que no podemos ver —dijo la mujer. Y preguntó con relativa amabilidad—: Sois viejos, ¿eh?

—De la Tierra —dijo simplemente Nikka.

Los ojos de la mujer púrpura llamearon de sorpresa y furia.

—Trato de ser amable, de ofreceros un trato honesto. ¿Y creéis que podéis jugar conmigo? Nikka se echó a reír.

—Te digo la verdad. ¿Qué quieres, pasaportes?

El chip de la mujer no conocía esa palabra. De hecho, los pasaportes no tenían sentido en un esti de conexiones múltiples sin auténticas fronteras. Torció la boca con disgusto.

—¡No deberíais ser mercaderes!

—No somos mercaderes —barboteó Ito—. ¿No puedes entenderlo?

Los ojos de la mujer llamearon de nuevo.

—Será mejor que vosotros entendáis esto. Aceptaréis la tasación que os ofrezca por vuestra propiedad, edificios, artefactos históricos, aparatos y sensores mecs, todo… o seréis castigados.

Nigel se enfureció.

—¿Castigados por qué?

—Por consumir espacio, aire, tiempo… ¡todo lo que yo quiera!

Se incorporó con esfuerzo, avanzando sobre sus pies enormes, una muralla púrpura no acostumbrada a las colisiones. Nigel no se movió de donde estaba. Ella alzó una gran palma y lo empujó. Era maciza y asombrosamente fuerte. Nigel tambaleó y cometió un error. Impulsivamente le asestó un puñetazo en el estómago. Al instante alguien lo golpeó por detrás. Una violenta sacudida eléctrica lo atravesó y se desplomó. Brazos y piernas aturdidos. Sonidos huecos, distantes. Mirando un cuenco nuboso. En una ciudad inclinada, recordó vagamente.

La muralla púrpura había regresado a su diván. Las nieblas que susurraban en su oído interior se disiparon. Nigel miró a su alrededor. Todo volvió a ser como antes. Tonogan le había lanzado una descarga con la vara que sostenía en la mano. Nigel soltó un largo suspiro y se incorporó jadeando, las rodillas trémulas. ¿Cómo empezar?

—¿Y quién demonios…? —Nigel tuvo un instante de cautela, obviamente demasiado tarde, mientras todavía trataba de evaluar a esa corpulenta dama—. ¿Quién eres?

—La presidenta —dijo Tonogan, que había permanecido en posición de firmes, igual que los dos rígidos hombres de fuera.

—¿Presidenta de qué? —preguntó Nikka.

—De todo. De casi todo.

—Vaya.

La presidenta terminó su pergamino-calculador y sonrió malévola.

—Encantada de conoceros.