8 - Antigüedades

T

ardaron días en deducir, primero, qué había ocurrido y, segundo, qué podían hacer al respecto.

La primera respuesta estaba contenida en los rápidos diagnósticos de las defensas de Interfaz. Nikka los recobró. El ataque mec los había llevado a otro lugar del esti. No sólo al otro extremo del agujero de gusano —que presuntamente se conectaba con un futuro remoto— sino que la intensidad de la radiación gravitatoria generada en la batalla había trasladado el agujero de gusano a otra localidad del esti.

Había talado la mayoría de los árboles. Con ellos se perdió buena parte del equipo, y el mapache. Un trozo de la granja se sostenía precariamente en otro lugar.

Otro espacio, otro tiempo. Otro espacio-tiempo.

La segunda respuesta era más dura de aceptar: nada.

—¿No podemos invertir el efecto de este equipo gravitatorio? —preguntó el exasperado Ito golpeando uno de los cilindros modulares. Parecía intacto.

Nikka sacudió la cabeza con fatiga. Había conservado su destreza técnica mejor que Nigel. Podía leer las matrices entrelazadas de la inteligencia artificial que mantenía el equipo de Interfaz.

—Es una red defensiva, no un dispositivo de transporte.

Ito siempre había sido impaciente con las máquinas reacias. Se partió un nudillo tratando de separar uno de los enigmáticos cilindros lisos.

—¿Cómo pueden dejarnos abandonados de esta manera?

Torció la boca con exasperación mientras Nigel lo miraba con aire divertido. Nigel nunca había esperado que ninguna organización lo sacara de un brete, y sin duda era ya demasiado viejo para empezar a hacerlo.

—Tienes que entender que el esti no es sólo una masa cómoda donde vivir, una fuente de gravedad local —dijo Nigel—. Como un planeta, por ejemplo.

Miradas de desconcierto. Ninguno de sus tres hijos había vivido jamás en un planeta.

A pesar de su educación, recordó Nigel, no podían visualizar los aspectos más elementales: un cielo azul que de noche se convertía en una bóveda negra donde titilaban las estrellas; vientos rugientes impulsados por fuerzas vectoriales complejas; horizontes que se perdían en una curva, de modo que los barcos mostraban primero los mástiles al acercarse; los océanos por donde navegaban esos barcos, con su colosal abundancia de agua; la sensación de vivir en el fondo de un pozo de gravedad, mientras arriba bostezaba un gran abismo, visible a simple vista.

—Es como de goma —dijo Nigel—. E imprevisible.

El hecho de que vivieran en una parte del esti famosa por su solidez no quitaba verdad a este hecho, pero Nigel vio que al criar a sus hijos tan lejos de las zonas esponjosas, él y Nikka no les habían inculcado nociones de seguridad.

—Pero la oficial de Interfaz dijo… —objetó Angelina.

—Nadie controla el esti —dijo Nikka—. Ni siquiera los Antiguos. Evoluciona y nosotros vivimos en él.

Angelina señaló hacia arriba, donde una tierra boscosa colgaba en la distancia, curvándose detrás de nubes algodonosas. Parecían encontrarse en un vasto cilindro giratorio, clavados a sus paredes externas por la fuerza centrífuga.

Pero no era la rotación lo que provocaba ese efecto. El esti se mantenía plegando el espacio-tiempo en capas inimaginablemente delgadas, amontonando el tiempo y el espacio como páginas de un gran libro, guardando los acontecimientos, la sustancia de vidas y épocas enteras, en muros tan sólidos como el granito.

Einstein había visto que la masa curvaba el espacio-tiempo. El esti revertía la igualdad, haciendo que el esti mismo pareciera una masa sólida como un planeta. Un material de construcción. El esti era mucho más vital que la simple y aburrida materia, pues en un sentido profundo estaba vivo, era materia compacta que podía engendrar más de sí misma. Incluso tenía parásitos, los gusanos.

—¿Cómo podemos regresar a casa? —se lamentó Angelina.

—No podemos —le dijo Nikka—. No tenemos el equipo necesario.

—¿Entonces no podemos usar esto? —Ito golpeó otro cilindro. Era trabajador y amaba a su madre, pero el fuego le brillaba en los ojos cuando se encontraba con una máquina inservible.

—Es defensivo, punto —insistió Nikka—. Para intentar el regreso es preciso abrir el gusano de manera controlada.

—¿Es muy difícil? —preguntó Nigel.

Ella sacudió la cabeza.

—Aun los expertos evitan hacerlo, si son listos. Es un trabajo peligroso.

—¿Qué se necesita? —preguntó Benjamín. Había heredado la barbilla de la madre, pero también su convicción de que los milagros eran posibles con el tiempo y el empeño suficientes.

—Sensores integradores de gravitones, un generador de campo que pueda aportar un teravatio en una acústica de diez kilohercios… y un motor de causalidad.

Nikka se sentó en una roca. Se había torcido la espalda en el fugaz microsegundo de transición por el vor.

Benjamin no ocultó su desánimo. Era evidente que no habría milagros a corto plazo.

—¿Motor de causalidad? —preguntó Nigel escéptico—. Pensaba que podíamos dar la causalidad por sentada.

Nikka negó con la cabeza, y su largo cabello negro y trenzado reflejó la luz.

—Para ejercer el control, se necesita mantener la causalidad en el orden correcto.

Nigel había dejado a otros la compleja física del esti para dedicarse a su huerto, como una recompensa adecuada para la vejez. Nikka aún se regodeaba en los detalles técnicos, y tardó bastante en explicarles esa lógica caótica. Era apabullante.

Un vor era un «atractor caótico» que conectaba porciones del esti de manera aleatoria. Pero los enlaces tenían una lógica cíclica, de modo que cualquier contacto dado reaparecería… con el tiempo. En general, un tiempo largo. Para lograr que sucediera de nuevo hacía falta un diestro control matemático del borde del vor. El proceso era como revolver una marmita, usando estallidos de radiación gravitatoria.

Les explicaba esto cuando una nave rosada se les acercó por el cielo nublado. Sus propulsores arrojaron un puñetazo de aire caliente que los obligó a agacharse. Se posó a poca distancia sobre unas patas de metal rojo que terminaban en cojines redondos.

Una mujer se les aproximó rápidamente, como si estuviese participando en una carrera. Unos ojos de cerámica color azabache le rodeaban la cabeza como una combinación de sombrero y gafas, pero dejaban al descubierto su cabello color miel.

—Vengo a fijar el precio —anunció apremiante, con un acento extraño.

—¿De qué? —preguntó Ito. Era el que estaba más cerca de ella, y la mujer creyó que era él el encargado de hablar.

—No me hagáis perder tiempo.

—Nosotros no…

—Mirad, soy la primera, así que me corresponde la licitación.

Ito se irritó.

—¿Primera en qué?

—¿No lo sabéis? Estabais dentro de una burbuja de suspensión. He esperado días a que estallara. Ito frunció el ceño.

—¿Una burbuja de… tiempo?

—En efecto. —Los evaluó con la mirada—. Pero os veo estables. Yo vigilaba vuestra parcela desde el aire. Arrancó un tramo de roca. Pero descendió bien.

—¿Dónde estamos?

—En la Vía Sawazaki. Vuestro equipo… era primario, ¿eh? Soy experta en antigüedades.

—Pero hemos llegado a una Vía humana, ¿verdad? —insistió Ito.

Ito quedó pasmado al comprender que era como si hubieran irrumpido en una Vía de gas metano o en un paisaje glacial. Nigel y Nikka lo habían sabido pero, como Nikka le había dicho en privado, ¿qué podían haber hecho? Los mecs habían enviado su retazo de esti hacia el esti más grande, y se había alojado allí donde lo llevaron las leyes de la dinámica no lineal.

—Claro, ¿no lo planeasteis así? —La mujer se miró distraídamente la manga—. Mmm, supongo que os puedo ofrecer un precio global por todo.

Los miró con una sonrisa falsa; tenía unos dientes amarillos y brillantes.

—Cosa nunca vista. No molestaré. No es mi estilo ser cargante. No necesito mucho el dinero. Sólo tomo lo que la suerte me trae.

Ito abrió la boca.

—¿Qué? ¿Comprarlo todo?

—Tarifa plana. Tomadlo o dejadlo.

Nikka levantó la barbilla de un modo que Nigel conocía muy bien.

—No nos interesa.

La mujer frunció el ceño.

—Mirad, sé cómo es. Habréis gastado un dineral para lograr el desplazamiento de una finca tan grande, ¿verdad? Lo tendré en cuenta, creedme. —Puso los ojos en blanco teatralmente—. Aunque habitualmente eso es perjudicial para mi presupuesto.

—No hay trato —respondió Nikka sin sonreír.

—¿Eh? Sois transimportadores, ¿verdad?

—No —dijo Nikka—. Somos refugiados.

—Pues entonces necesitaréis dinero en efectivo. Estoy dispuesta a ofrecer…

—No vendemos —dijo Nigel.

Los ojos de cerámica los escudriñaron. Las facetas parpadeaban mientras ella movía la cabeza, efectuando un diagnóstico. Llevaba una bufanda, apenas visible sobre una chaqueta marfileña que revelaba un arma —una pistola de aspecto antiguo con empuñadura de resorte— y ocultaba otras que creaban ondulaciones en sus esbeltos contornos.

—No conocéis la ley de Sawazaki, ¿eh? —De nuevo puso los ojos en blanco—. Señor, protégeme de los aficionados.

—Los mecs nos arrojaron aquí —dijo Nigel—. Desde luego, agradeceríamos tu ayuda para volver a casa.

La mujer sonrió.

—Pues entonces…

—Con nuestra propiedad intacta.

La sonrisa amistosa se borró. La transformación fue tan repentina que Nigel creyó ver una cara nueva. Cejas gruesas y oscuras, cortadas por una profunda arruga. Ojos hundidos, amarillos y brillantes, visibles cuando los ojos artificiales se pusieron transparentes de golpe. Tenía unas manos nudosas como guantes —y eso eran, notó Nigel algo más tarde— de dedos gruesos y obviamente fuertes. Nigel se preguntó para qué los necesitaba.

—Intrusos, ¿eh? —dijo con un susurro amenazador.

Las manos enguantadas revelaron servodedos delgados que sobresalían de los dedos gruesos. Afilados, amenazadores.

—Entonces vendréis conmigo.

Ito dio un paso adelante, ceñudo. Era justo el tipo de problema al que un joven como él se enfrentaría y, a juzgar por su expresión, eso era lo que pensaba hacer. Nigel iba a detenerle cuando Ito dijo:

—No me gusta el modo en que…

Ito cayó al suelo. Nigel ni siquiera había visto el movimiento de la mujer. Ella lo había golpeado y había regresado a su posición anterior en un abrir y cerrar de ojos.