6 - Profundamente superficial

A

Nigel no le gustaba, pero la familia Walmsley tuvo que dar la razón a la oficial de Interfaz. Otra nave descendió por el aire curvo y depositó materiales defensivos, tubos de metal cerámico ensamblados de manera intrincada, cilindros ahusados de fibra de carbono, módulos energéticos semejantes a ladrillos pardos enormes.

Nigel miró de soslayo la lustrosa superficie de acero blanco de la consola de control y desvió la vista. Se llega a una edad en la que los espejos ya no despiertan interés. Además había renunciado tiempo atrás a la esperanza de seguir al corriente del implacable progreso de la tecnología, y esas cosas ni siquiera le parecían armas. Tampoco le parecían soldados los enérgicos ayudantes que instalaron la telaraña defensiva tras saludarlo con parquedad. Se alegró cuando por fin subieron a su nave para irse Vía abajo.

La familia examinó las defensas con escepticismo. Presuntamente mantendrían el gusano abierto, contrarrestando los actos del Mec Gris.

—¿Crees que funcionará, mamá? —preguntó Benjamín.

Nikka sacudió la cabeza.

—Esto ya se ha intentado. Pero es como un látigo… fácil de manejar hasta que su cola te muerde.

—¿Entonces deberíamos largarnos?

Nikka se sobresaltó.

—¡Pero si nuestra fruta está casi madura!

Eso pareció zanjar la cuestión. La oficial de Interfaz había mencionado de pasada que el Mec Gris a veces atacaba los agujeros de gusano sólo mucho tiempo después de una erupción. Nadie sabía por qué. Aun así, eso indicaba que no había ninguna prisa.

Así ocurría con la naturaleza misma del esti. Como espacio-tiempo autocurvado, estaba en el universo común de la galaxia pero tenía conexiones con otros espacios, otros tiempos. Los Antiguos usaban el esti, lo habían creado y confinado, pero nada lo controlaba de veras, así como un hombre que enjaula a un león no necesariamente puede amaestrarlo.

Pasaron una velada tranquila, aunque les preocupaba la presencia de aquellas armas automáticas en alerta sobre la loma que estaba detrás de la casa.

La guerra había superado tanto los reflejos humanos que las batallas apenas duraban milisegundos. Esto tenía un efecto curiosamente liberador, pues significaba que ninguna acción ni advertencia era posible. La familia, pues, seguía con su vida de costumbre, pero hablaba poco.

Preparándose para ir a la cama, Nigel pasó los dedos por la línea donde comenzaba a ralear su cabello gris. Habría podido cambiar de gris a rubio o a un color que estuviera de moda —escarlata o azul eléctrico— pero le gustaba su aspecto.

Se palpó con la mano izquierda una cicatriz apenas visible que le recorría la barbilla, el cuello y la nuca. Vínculos electrostáticos se liberaron con detonaciones sordas, casi inaudibles. Acomodó la piel en línea recta sobre la columna vertebral y la apoyó en el hombro izquierdo y los bíceps, hasta que pudo enrollarla cuidadosamente contra la muñeca, con un húmedo ruido de succión. Se bajó la piel hasta las nalgas, dejando al descubierto carne roja y húmeda.

Se volvió parodiando un paso de ballet.

—Mi verdadero yo. ¿Te gusta?

Recostándose en la maciza cama, Nikka rio a su pesar.

—¿No puedes hacerte la revisión médica en otra ocasión? Empezaba a ponerme cachonda.

—Reajustaré mis secretores. Añadiré algunas hormonas. Aprovecharás mejor el dinero que pagarás por el paseo.

—No pensaba pagar dinero, y no tenía en mente ningún paseo.

Nigel gruñó, sintonizando los controles digitales que había expuesto al correr la piel.

—¡Una literalista! Que Dios libre al sagrado impulso erótico de los estragos de esa gente.

—¿Esperas una pasión arrebatadora después de lo que acabas de mostrarme?

—Despertaré tu pasión, señora mía, no lo dudes. Es mi especialidad.

Ella sonrió.

—Pues date prisa.

Él le sonrió con afecto mientras trabajaba en su cuerpo, sintonizando, llenando pequeños recipientes, registrando salidas de datos. Ella todavía era fuerte y musculosa, mantenía la piel tersa en todas partes salvo en los codos y las rodillas. Por alguna razón, notó Nigel mientras se revisaba a sí mismo, los complejos cócteles orgánicos que proporcionaba la ciencia médica no reparaban esos lugares ni el dorso de las manos. Un defecto menor.

Sin esos sistemas corporales internos que él debía sintonizar de aquel modo un tanto perturbador, él y Nikka habrían muerto siglos atrás.

—¿Cómo va todo? —preguntó ella de repente. Una muda angustia teñía su voz.

—Mmm. Sin muchos cambios. —Se apartó de la luz para que ella no viera las lecturas. En el diminuto visor digital que él usaba para comunicarse con sus sistemas corporales parpadeaba una lucecita roja. La silenció con un ajuste, moviendo los dedos expertos con rapidez.

—¿Cuántos cambios?

En momentos así lamentaba haber escogido, de entre todos los miembros del género femenino, uno con tenacidad de bulldog para los detalles.

—Pocos. Muy pocos.

—¿En qué sentido?

—Mmm. —Él se encogió de hombros y comenzó a cerrarse.

Ella pasó por alto aquel silencio. Él se concentró en la tarea de regular ese producto de la tecnología terrícola, de diseño puramente funcional. Era como un operario en una fábrica de golosinas, y la clave era saber cuándo abstenerse de comer dulces gratis. Él y Nikka habían adoptado lo que era realmente útil y evitaban el resto. Había otras tecnodelicias a su disposición, pero ellos usaban lo mínimo indispensable.

Tuvo que liberarse un poco la mano derecha para llegar a un irritante manojo de venas que se habían obturado. Aflojó la epidermis como si llevara puesto un guante ceñido, liberando cada dedo por separado. Las venas necesitaban la aplicación de un disolvente. Cuando se disipó el olor, devolvió la piel flexible a su sitio, sintiendo que las articulaciones se autosellaban con un cálido ronroneo.

—Está más bajo, ¿verdad?

Él sabía que de nada le serviría ignorarla. Nunca le había servido.

—Está en ciento setenta y dos coma ocho.

—En pleno descenso.

Él se dio la vuelta y notó que Nikka parecía más triste, envejecida.

—No tiene importancia, amor.

—Si volvemos a consultar a esos especialistas…

—Me pincharán y me sondearán y no me harán ningún bien. ¿Lo recuerdas?

—Esto te matará —exclamó ella con repentina energía.

—Algo tiene que hacerlo.

—¡Maldita sea, basta de bromas!

—Así soy yo. Profundamente superficial.

—Pero tú… tú…

Y entonces Nikka hizo lo peor que podía hacer, romper a llorar. Nigel no era capaz de afrontar ese llanto con una sonrisa burlona y la flema con que afrontaba los molestos inconvenientes de la vida.

Todo terminó como había sucedido tantas veces. Él la estrechó entre sus brazos. La compasión y el calor corporal suplían las palabras. Se confortaron mutuamente con un conocimiento nacido del tiempo y los problemas pasados. Tardaron un buen rato en dormirse.