A
ferrados en un abrazo turbulento, los dos agujeros negros descienden en espiral hacia sus nupcias definitivas. A medida que los novios se aproximan, danzan y giran con creciente celeridad. Cada cual tironea del otro, estirando el envoltorio de cada agujero hasta formar una torturada forma ovoide.
En sus últimos momentos, el agujero negro más pequeño se dilata y retuerce su propio espacio-tiempo, lanzando un grito de ondas gravitatorias de agonía. Estas se curvan y rodean el agujero más pequeño, luego se reflejan y refractan en el más grande. Se forman remolinos. Reverberan olas entre ambos. Se incrementan cuando el agujero más pequeño se aproxima a su muerte. La energía forma espumarajos en el agujero condenado, creando ondas gravitatorias que rotan y juegan en la brecha que se angosta.
Con un alarido final de torsión y distorsión, el agujero más pequeño se sumerge en su amo gigante. Pero la energía ondulatoria no se pierde. Queda un intenso paquete de ondas que se mece en ese baño de fatalidad.
Este paquete se dispersaría, desangrándose en el espacio, si no interviniera más materia. En este preciso instante una certera corriente de masa compacta llega serpenteando, siguiendo una rápida trayectoria. En la forma plena de las ecuaciones de campo general —tal como las concibió Einstein hace mucho tiempo, y desde luego muchas otras mentes superiores de otras partes de la galaxia, pues la naturaleza revela sus secretos a muchos modos de pensamiento— el espacio-tiempo se curva. Una onda gravitatoria es una oscilación en la curvatura del espacio-tiempo, como una ola en el mar. Pero las ecuaciones no son lineales. Ello significa que la ondulación también produce más curvatura. La gravedad misma tiene peso.
La corriente entrante de masa compacta y azulada se riza, atraída por el paquete de ondas. La marejada convierte esa materia incandescente en una espiral muy hermosa. Vista desde lejos, la luminosidad plateada sigue una trayectoria que evoca el nautilo, una criatura oceánica de la Tierra cuyo cuerpo había evolucionado hacia la geometría clásica.
Ahora estalla la verdadera violencia. Muda, rápida e inexorable.
La masa refleja aquellas ondas gravitatorias, obligándolas a ascender a amplitudes superiores. Esto arrastra más masa hacia el interior. La espiral se cierra. Una onda se amontona sobre otra. La dilatación y la distorsión del espacio-tiempo se incrementan. En un microsegundo surge una nueva creación: una distorsión del espacio-tiempo permanente y autónoma. Al cabo de un segundo se difunde, una estructura intacta. Más energía se dispersa en ondas fugaces, propagándose hacia una infinitud inalcanzable.
Más tarde, los hombres que se aventurarían en ella la llamarían la Cuña. El nombre no era elegante, pero sí en parte acertado. Se había originado a partir de ondas que formaban cuñas entre dos agujeros negros. Ahora giraba en torno al único agujero esférico, una lápida de la materia perdida.
Pero la gota de masa que dio el toque final… eso no se perdió. Reside dentro de la Cuña. Fue la primera aportación de la materia común a las exóticas y transparentes paredes de la Cuña.
La primera tierra húmeda en un florero de cerámica.